Lo que más odio de tener que reconocer que me he equivocado es haberme equivocado. Porque normalmente no me formo opiniones ni actúo, ni adopto una filosofía de vida al azar. No he tirado una puñetera moneda al aire y esperado al cara o cruz. Si pienso de una determinada forma sobre algo es porque, después de haber analizado y estudiado con mucha profundidad, creo que es la mejor forma de pensar. Hasta que llega el método del prueba y error y me demuestra lo segundo, mi puto error. Y más aún cuando se trataba de una apuesta importante. Como el estilo educativo con un hijo de catorce. Y más aún cuando lo que yo quería que fuese la realidad era algo bonito, y había coleccionado cientos de discursos, tan bonitos como mi fé, de grandes pedagogos, psicólogos, sociólogos, filósofos, y adoptado sus argumentos y sus nubes rosas. Y me he empapado de un discurso victimista acerca de lo mucho que sufren los niños de hoy en día, que si un sistema educativo desmotivador, que si una metodología mediocre, que si no se tiene en cuenta sus sentimientos, bla bla bla. Que si la empatía, el diálogo, y el consenso. Y he empatizado, hablado, comprendido, respetado, argumentado, ayudado, motivado, dialogado, preguntado, criticado, reconvenido, explicado, advertido, argumentado, solicitado opinión, re-advertido, amenazado. Una vez que no queda ya un resquicio de autoengaño al que acudir, ni victimismo con que exculpar, ni confianza que otorgar, queda oficialmente inaugurado el imperio del terror.
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corrientes circulares en el tiempo
- Que me da igual si se llama Martín el Humano o Fernando décimo!
- Dices que te da igual, pero luego no te da igual.
- A mí sí pero a tu profesor no, así que también te lo tienes que saber, a mí lo que me importa es que sepas el qué y el por qué, no su nombre, la historia al fin y al cabo. Te lo has leído una vez en diagonal y a duras penas recuerdas unos nombres sueltos que no significan nada porque sabes que después voy a llegar yo, me lo voy a leer, y te lo voy a contar, lo que viene siendo que yo te voy a estudiar el examen, ¿sí o sí?
El niño rubio resopla, está tan aburrido del curso que no sabe si podrá sobrevivir a la última tarde de estudio, ni siquiera al último sermón materno, por mucho que sea consciente de que es el peaje por aliviar un poco la tortura medieval. La madre resopla, se infunde ánimos en voz baja, se propone no perder la paciencia con el último examen del curso y se resigna a bajarse al barro y a estudiarle al hijo el dichoso reino de Aragón en la primera mitad del siglo XV. Coge el libro, lee en voz baja y en diagonal, y tras un suspiro, se lanza con la dinastía de los Trastámara:
- Cuando muere el rey Martín el Humano que no tiene hijos, surge un problema. Hay dos candidatos, Fernando de Antequera (el Trastámara), y un tal Conde de Urgel.
- Sí, pero aquí se resuelve bien el problema, porque llegan a un acuerdo y no estalla una guerra por la sucesión como pasó en Castilla.
- Pues sí, no hubo guerra, pero tanto como acuerdo no diría yo. Por lo visto Aragón y Valencia apoyaban a Fernando y Cataluña al conde de Urgel. Y ya sabes lo que pasa con el dos contra uno, de ahí las tensiones después entre Fernando y las cortes catalanas, que no estaban del todo conformes, no lo reconocían, y boicoteaban todas las propuestas del rey. La cosa es que Fernando muere pronto, y hereda el trono su hijo, Alfonso el Magnánimo, y las tensiones fueron a más. Incluso fueron motivo de disputa las expansiones territoriales por el mediterráneo, que favorecían la economía catalana.
- ¿Por qué lo llaman magnánimo si tiene tensiones con las cortes catalanas y con la nobleza?
- Pues no sé, habrá que saber por qué eran esas tensiones…. Aquí llegamos a la época de crisis. Claro, estamos a principios del XV, la población había sido diezmada por la peste y las guerras, había menos cosechas porque había menos gente para trabajarlas –es lo que tiene morirse en masa-, y los nobles en Cataluña –al igual que en Castilla- habían decidido que la crisis no iba con ellos, y que si disminuían sus ingresos porque se les habían muerto los campesinos, los que quedaban vivos iban a compensar las pérdidas pagando más impuestos.
- Vamos, como ahora.
- ¿Lo ves? Si no es tan complicado…, ¿y qué eran los campesinos de remensa?
- Payeses de remensa, mamá. Pues los campesinos libres teóricamente podían ir a trabajar donde quisieran, pero para abandonar las tierras de un noble tenían que pagar un impuesto. Cuando la cosa se puso fea con la crisis, para evitar que los campesinos huyeran en busca de condiciones mejores, los nobles subieron los impuestos que debían pagar por abandonarlos hasta un límite imposible, así que los campesinos se quedaban adscritos en la práctica a un señor, y a merced de las condiciones que quisiera imponerles. Y esos campesinos que no podían abandonar sus tierras eran los de remensa.
- Eso es, y a esto hay que sumarle los malos usos, que eran las condiciones abusivas que imponían los nobles a los payeses que no podían marcharse. Bueno, pues la cosa es que el tal Alfonso el magnánimo, que igual por eso lo llamaron así, quiso acabar con las remensas y los malos usos, e impuso una ley a los nobles que las prohibían. Pero los nobles se negaron a acatarla, y entonces se produjo una revuelta campesina. Al final, el rey, harto de las tensiones con los nobles y mucho más satisfecho con sus conquistas por el Mediterráneo, se termina largando a Nápoles. Y la cosa, con el rey fuera, se termina de desestabilizar. Con su sucesor, su hermano Juan II, estalla la guerra civil.
- ¿Y por qué los campesinos no protestaron antes con las condiciones que les imponían?
- Pues porque en general las personas somos muy de aguantar, tenemos una cuerda muy larga. Y porque además, los campesinos estaban acostumbrados a obedecer y a respetar las normas que les imponían. Consideraban que no tenían ninguna fuerza ni poder de negociación, algo así como “y yo qué voy a hacer si soy un simple campesino, contra el señor, que tiene castillos, y caballos, y armas, y perros”. Es la cultura de la resignación y el sometimiento. Sin embargo, en número, eran muchos más campesinos que nobles.
- Bueno venga, la guerra civil, a ver si de esto te sabes algo.
- Pues que lucharon y al final ganó Juan….. ¿segundo?.
- Y dale, que sólo te has mirado los nombres en negrita, ni te lo has leído…
(El niño rubio se despanzurra en la silla, con la cabeza hacia atrás y cara de dolor, temiéndose un nuevo sermón, y piensa que es injusto que a una persona sólo se le pueda juzgar y condenar una vez por un mismo delito, mientras que una madre no tenga fijado un límite legal de juicios y sermones para sus descendientes. Carta blanca para el reproche ilimitado. Si ya sabe que no se lo ha estudiado, ¿para qué insiste? La madre lo mira y se contiene, y piensa que si ya sabe que no lo ha estudiado, para qué insiste? Así que suspira y se lee la pregunta llamada “La guerra civil”.
- Bueno, pues así las cosas en el campo resulta que mientras, en la ciudad, había dos partidos. Por un lado estaba la Biga, formado por la alta burguesía y la oligarquía catalana, un grupo reducido formado por las personas de mayor poder económico, que eran las que ostentaban todos los cargos municipales. Se hacían llamar “los honrados”. Por otro lado estaba la Busca, que era la agrupación de pequeños artesanos y comerciantes, asfixiados por la crisis, que querían acceder a los puestos de poder municipal para tratar así de recortar los privilegios con los que los oligarcas preservaban sus riquezas.
- Vamos, como el PP y Podemos ahora, no?
La madre se cuestiona si no debería dejar de poner el Intermedio por las noches.
- Es un tanto reduccionista, pero si a ti te sirve….
- ¿Y entonces?
- Entonces estalla la guerra civil, que por lo que dice en tu libro tiene dos bandos: por un lado está el rey que se alía con los payeses de remensa y con el partido de la Busca. Y por otro la nobleza, el clero, y el partido de la Biga. Al final, efectivamente, gana el rey Juan II y termina doblegando a la nobleza. Pero jamás solucionó los problemas de los remensas.
- ¿Por qué? ¿El rey no hizo nada? Pero si le habían ayudado a ganar la guerra. Los campesinos lo habían apoyado luchando durante diez años!
- Sí, pero ya ves, una vez recuperado el poder, se le olvidaron las promesas.
- Vamos, como ahora, no?
- Oye, si tienes curiosidad, esto continúa con el hijo del rey Juan II, Fernando el Católico….podemos investigar cómo acaba…
El niño rubio ve su oportunidad, se arrima de nuevo al teclado, se pone sus auriculares, y antes de irse para el resto de la tarde, replica:
- No te lo tomes a mal, pero puedo esperar al curso que viene…
- Yo también.
una calma previa a la guerra de los mundos
El niño rubio cada vez es menos niño y su propio mundo cada vez más grande y lejano. Y le gusta, tanto, que cada vez permanece más tiempo en él, y se queda menos en el del resto: el planeta azul. No está, y eso que podría llegar a parecerlo, por su cuerpo en el salón, sus zapatos tirados por el suelo y su lata de refresco vacía, y los envoltorios de galletas.
Es sencillo reconocer cuándo el niño rubio ha dejado este mundo para viajar al suyo. No prepara maletas, ni avisa, sólo acude a la silla que hay frente al ordenador, se sienta, se coloca los auriculares, conecta el micrófono, sujeta el ratón y despega. El viaje es corto porque la nave alcanza velocidades cercanas al ultrasonido. En escasas décimas de segundo se encuentra a años luz, aunque su melena rubia continúe en el salón, bajo los auriculares, aunque los zapatos estén tirados por el suelo. Y aunque es posible escucharle hablar solo, y reírse, incluso a carcajadas, ya ha dejado de responder a estímulos. “Pablo, nos vamos a dar una vuelta, ¿te vienes?, Pablo, está la cena, Pablo recoge los zapatos…” son ejemplos de intentos vanos de respuesta: el pequeño rubio no responde porque no está aunque hubiera podido parecer lo contrario, y es que el sentido de la vista es engañoso, y lo que alumbra son sólo unas sombras en alguna caverna.
El pequeño rubio ha ido encontrando, gracias a la revolución tecnológica, cada vez más recursos en el planeta azul que le permiten abandonarlo y viajar al suyo propio. Y así, cuando no le es posible acceder al ordenador para hacerse un viaje astral, ha logrado encontrar sustitutos eficientes en su pequeño teléfono móvil, o en la tableta. De esta manera, tras sospechar que alguna vez ha pasado la noche fuera de casa, he tomado la decisión de requisar todo dispositivo antes de mandarlo a dormir, y evitar así toda excursión interplanetaria en horas de sueño.
En cualquier caso, la supresión de las barreras tecnológicas no es óbice para los viajes astrales. Es por eso que todos los niños que dejan de ser niños tuvieron su oportunidad de viajar, muy al margen del siglo (incluso del año) que les vio nacer. Y así, el pequeño rubio, incluso desposeído de todo chisme con pantalla, ha desarrollado esa habilidad de vuelo que lo mantiene la mayor parte del día lejos de aquí, de este lugar que hasta hace poco le fascinaba y le gustaba compartir, y que ahora le resulta tedioso, decepcionante y previsible, y lo ha abandonado por el suyo, que es mejor y que no puede entender nadie que no sean él y sus amigos, y allí se queda, aunque podamos ver su cuerpo, aunque lo veamos andar, ducharse, vestirse, salir al colegio, volver, comer, y hacer todas esas cosas que podrían hacer pensar que hay alguien, cuando en realidad no lo hay.
El pequeño rubio que parece que está pero no, necesita algunas ayudas externas que le ayuden a poner los pies en el suelo, al menos en lo imprescindible. Y cada día han de sucederse mensajes recordatorios como recuerda coger las llaves de casa, procura no perder el abono transportes, o un no olvides comer cuando vuelvas.
El niño rubio sale de casa por fin. Yo lo miro y doy gracias al hecho de que la respiración sea un acto automático, pues de lo contrario a estas alturas estaría llorando una pérdida irreparable. Sin embargo hay tantos actos necesarios para la vida que no gozan de automatismo, y que han de realizarse de manera consciente, que me pregunto cómo soy capaz de dejarlo salir solo de casa, así, de cuerpo presente, sin pensamiento, que anda por ahí descubriendo espacios apasionantes, y quedarme tan tranquila.
El niño rubio que está dejando de ser niño ha emprendido un viaje sin retorno hacia la guerra de los mundos. Miro su no estar todavía amable. Y sus zapatos tirados en el salón. Lo llamo. Tengo cientos de excusas para exigir que vuelva. Los zapatos, los envoltorios, los estudios, la ducha, la comida… cientos. Lo llamo y pone fin a mis excusas sin volver. Definitivamente no está. Y eso que podría llegar a parecerlo, por su cuerpo en el salón, sus zapatos tirados por el suelo, su lata de refresco vacía, y los envoltorios de galletas. Queda su mirada perdida, el historial de exploración, mi echarle de menos. Me preparo para acompañar la crisálida.
Vaya etapas
El otro día, un amigo me comentaba que la adolescencia se había adelantado. Cuando antes un niño de doce años sólo pensaba en jugar al fútbol y en cambiar cromos, ahora tiene móvil, chatea con sus amigos, se engalana antes de salir, tontea…
Y es curioso, porque si la adolescencia se ha adelantado, lo que antes se llamaba madurez se ha retrasado. Cada vez se estudia durante más años: una carrera, después un post grado, después un máster… cualquier excusa es buena para retrasar en lo posible la incorporación la mundo laboral (y no me extraña). Los sueldos, a pesar de tanta sabiduría, no son muy grandes, y la vivienda es muy cara. Cuántas excusas unidas para no abandonar el nido antes de los treinta. Eso por lo menos. Y ya lo de los hijos es capítulo a parte.
Así que entre la pre-adolescencia temprana, la adolescencia en sí misma, y la post adolescencia, nos hemos pulido media vida para deleite de psicólogos. (Ya se sabe, todo aquello que lleve consigo la palabra adolescencia, ya sea delante, detrás, o sola, suele ser motivo de consulta.). Por no hablar de la crisis de los cuarenta, que con estos cambios tan bruscos debe ser brutal. «Pero doctor, si hace tres días yo era un estudiante alocado…»
El caso es que a mí ya se me ha pasado el chollo. Yo fui una de las que tuvieron poca visión de futuro y no explotaron todo que habrían podido esa post adolescencia. Pero el tiempo pasa y me doy cuenta de que a Pablo le va quedando cada vez menos de su más tierna infancia. Hay señales inequívocas.Como el comenzar a cuestionarse mis normas. «Mamá, ¿te acuerdas de la norma de que la consola es sólo para los fines de semana? Pues no la entiendo.»
O como ciertas conversaciones de una alta carga emocional:
– Mamá, es que no me escuchas y no me entiendes!!!!
(Ahí, dando donde más duele. Una se repone del golpe con la mayor dignidad posible, para que el niño no vea ni la herida ni la sangre, que siempre impresiona.)
– ¿De verdad tienes la impresión de que no te escucho? Pues es curioso, porque a mí contigo me pasa exactamente lo mismo. Vamos a tener que hacer un esfuerzo por escucharnos más el uno al otro….
Pero sin duda, lo que ha sido definitivo, lo que ha marcado un antes y un después, lo que me hizo darme cuenta de que su infancia había dejado de ser tierna, fue su siguiente afirmación:
– Mamá, no me vuelvas a poner NUNCA MÁS los calzoncillos de Winnie The Pooh.
Y la verdad, tiene razón, son una mariconada.
Relato: From guillestation91
From: guillestation91@gmail.com
To: eljosete69@yahoo.es
Subject: Mariquita
Date: Mon, 30 Apr 2008 09:35:42 +0200
Hola gay, qué es de tu vida.
Supongo que andarás como siempre, inflándote a tercios mientras le das al billar, qué cabrón. Hace mucho que no voy por el pueblo, tío, ya lo sé, pero seguro que no me pierdo mucho, que seguirás teniendo la misma cara de mariconazo de siempre. Y mientras la recuerde todo está bien. Por aquí todo sigue igual, ya sabes. Menos mal que tengo este trasto. Internet es la hostia. Y con los estudios también me entretengo, cualquiera que me oiga… esto no se lo cuentes a nadie. Y menos al Pelos. Ya ves, ahora que ya da igual, de pronto leo los apuntes y me centro. Y comprendo lo que leo, y me interesa, y tengo ganas de seguir y seguir. Y guardo los apuntes, y recuerdo lo que he leído. Hasta algún problema de mates me he puesto a hacer. Cuando salga de aquí voy a necesitar un programa de rehabilitación. Te voy a meter una paliza al billar que te vas a cagar. Aprovecha a ser el rey de la mesa mientras ande por aquí, porque cuando salga, va a volver el puto amo. Bueno… si es que salgo. Este comentario me habrá costado una colleja, pero no me regañes. No se lo digas a nadie, tío, pero es que esto es muy largo. Es que parece que no va a acabar nunca. Que a veces lo que quiero es que acabe. A ser posible bien, pero que acabe. Me pongo súper filosófico, tío, que igual ni me estás reconociendo, que ya lo sé. Pero es que pienso en el final y tengo miedo. Cómo iba yo a saber que en mi 1’80, hubiera sitio para un tatoo, para el piercing y para el miedo. Todos estamos raros. Hasta mis padres, que intentan disimular, pero no parecen los mismos. Es que no los conozco, tío. Mi madre es más pesada incluso, que ya es decir. Y no me conozco a mí tampoco, porque ahora ya no le digo que no sea pesada, que deje de darme la brasa con tanto abrazo y tanto beso, ya no le digo que me va a amariconar. Ahora me callo, no vaya a ser que por una vez en la vida me tome en serio y deje de hacerlo. Que es que ahora de pronto les ha dado por tomarme muy en serio. Pensarás que soy una nenaza, pero es que mientras me acaricia mi madre la cabeza, y me remueve el pelo, se me olvida el miedo. No se lo digas a nadie, tío. Lo del miedo. Y menos a Sandra. A la Sandra ni media palabra. ¿Cómo está, por cierto? Sigue tan buenorra? Seguro que ya está morena, y pasea su piercing. Me cago en la puta, y yo aquí, perdiéndomelo. A veces me parece mentira que me espere. Que me lo puedes decir, eh? Que si estuviera con otro yo lo entendería. Dile que la escribiré. Que no me llame, y que no venga pa Madrid. Que alguien le dio el teléfono, tío, no te lo conté. Seguro que fue el Pelos, joder, que fallé el mote, que le tendría que haber puesto el Bocas. Me llamó, tío, así, de improviso. Que eso no se hace. Y me quedé mudo. Qué coño mudo, me quedé gilipollas. Y la recordé riendo el día que Santi nos dejó el coche, cómo se tiró el rollo, eso no se me olvida. Y fumamos. Y se reía y se reía. Parece mentira, pero es lo que se me ha quedado a fuego. Más que el polvo. Manda huevos. Y, no me regañes, pero pensé que igual no la volvía a ver reír. Y lloré. Sin control. Me acordé de mi hermano Rodri, que aún se mea por las noches, que no controla. Pues igual yo. Y la tuve que colgar. Y ahora recuerdo tu cara de mariconazo y se mezcla con la risa de la Sandra, y lloro también, pero no se lo digas a nadie, tío, esto entre tú y yo.
Ya te dejo, que hoy tengo ciclo. Estaré unos días sin escribir, ya sabes, me quedo jodido.
Un abrazo,
Guille.