Campaña electoral

Soy un chaval clásico, de esos a los que cuando les preguntan qué quieres ser de mayor te contestan que futbolista. Ya voy teniendo una edad para esas respuestas, supongo, pero si me preguntan qué quiero pues que se atengan. Y si no, que reformulen la pregunta. Qué crees que vas a ser de mayor, por ejemplo. El otro día me mandaron un proyecto de inglés. Tengo que preparar unas diapositivas y hacer una exposición de dos minutos. ¿Tema? Sí, mi profesor se rompió las pelotas: qué quiero ser de mayor. What I wanna be when I grow up. Al menos así lo he traducido. Mi madre me ha ayudado con el aspecto técnico. Yo ya soy de la era tablet, y tocar con los dedos una pantallita bien, pero me pones un teclado delante y estoy jodido. Total, que yo estaba con ella, y entonces ella me iba preguntando. Bueno, qué? A ver, es mi madre, me conoce, supongo que no esperaría que le fuera a contestar que ingeniero industrial. Pero sospecho que mantenía un cierto margen de duda. Algo así como no pensará decir delante de toda su clase con la edad que tiene que quiere ser futbolista. Insiste. ¿Qué? Football player. Creo que aunque hubiera cambiado de opinión habría contestado eso. Solo para ver su cara. Y entonces empieza con su rollo de las opciones. Por rellenar diapositivas. Porque con lo de futbolista no sé yo si te va a dar para hablar dos minutos. Porque aparte de la posición en la que te gustaría jugar y el equipo, no creo que haya mucho más que contar al respecto, no? Efectivamente, mi afición no la he heredado de ella. Le di mi opción b, mi opción c y mi opción d: atleta, fisioterapeuta deportivo y profesor de educación física. Y he de reconocer que las dos últimas las tengo en mente porque mi madre me las ha sugerido y a mí se me han quedado ahí grabadas. Pero no dejan de ser opciones prestadas.

La otra tarde quedé con mis amigos. No tengo mucho tiempo libre porque ya entreno tres días a la semana más los días de competición. No quedé con mis compañeros de equipo, sino con los de mi instituto. Éramos tres. Quedamos para jugar al fútbol. Nosotros tampoco nos rompemos mucho las pelotas, la originalidad está sobrevalorada. Es difícil jugar al fútbol en la ciudad. A quince minutos de mi casa hay unas canchas. Están enrejadas. Y están siempre llenas de gente. No conozco otras en el barrio. Así que nos vamos turnando. Nosotros tres nos juntamos con otros chavales que no conocíamos. Es lo bueno del fútbol, no hace falta conocer a nadie. Llegas allí, te unes a quien sea y juegas. Hay unas reglas en las canchas. Se juegan partidos a dos goles y se cambian los equipos. Estuve allí tres horas y jugué tres partidos. Y eso que como estaban los amigos de mi hermano, cuando se fueron los míos me reenganché al último con ellos. Mientras comíamos pipas, charlábamos, mirábamos el móvil.

Ya he dicho que estuve allí mucho tiempo esperando. Quizás si hubiera estado jugando al fútbol habría podido desviar mi atención, pero de pronto aquello empezó a llenarse de gente. Debía haber mil o cinco mil personas. Con muchas banderas. Y un tío con barba y un micro empezó a dar gritos, y toda esa gente gritaba y aplaudía. Y entonces el tío de barba empezó a gritar ¡viva España! y la gente contestaba a gritos ¡viva! ¡viva España! ¡viva! ¡viva España! ¡viva! Y otra vez, tú, ¡viva España! ¡viva! Joder, era ensordecedor. No sé, yo veo todas las competiciones que pongan por la tele, la liga, la champions, la europa league, los mundiales, la eurocopa, las olimpiadas, y todo lo que sea, y escucho el himno, y he ido al campo, y he escuchado y cantado a gritos lo lo los y todo eso, y voy con España y tengo una camiseta de la selección. Pero eso era distinto. No sé, no sé qué era.

Cuando llegué a casa mi madre me preguntó que dónde había estado todo ese rato. Jugando al fútbol. Sí que recuerdo que durante la cena, en el telediario, por una vez presté atención a las noticias antes de que llegaran los deportes. Por lo visto va a haber elecciones. Pusieron imágenes de varios partidos. Identifiqué rápido a los que habían estado junto a las canchas. Y sin tener ni idea de nada me volvió de nuevo la sensación de hacía un rato en las canchas. Sí, ya sé qué era. Miedo.

Episodios. Nadas y tormentas.

Estábamos comiendo los tres, y le pregunté por Vaquero. ¿Has vuelto a saber algo de él, qué es de su vida? No, nada. Expresé en voz alta mi extrañeza ante ese fenómeno de las amistades superficiales, y que durante tantos años y durante tantas horas, el juego hubiera sido su único nexo de unión. En alto también le pregunté acerca sus conversaciones. Dijo que él lo contaba todo, pero que había mucha gente que no decía nada sobre su vida. Le pregunte que a qué se refería con todo. Todo puede ser todo lo que uno hace, o todo lo que a uno le pasa, o todo lo que uno desea, o todo lo que uno piensa sobre alguna cosa, o sobre todas, o todo lo que uno siente…. Todo puede ser muy variado. Todo, en la mayoría de las ocasiones, es imposible.

Entonces tú contaste la historia sobre tu amigo García, que debido a la regla del orden alfabético había ido a tu clase y se había sentado a tu lado durante todos los años de secundaria y bachiller. Después, ambos elegisteis la misma carrera, en la misma universidad, de nuevo en la misma clase. Erais vecinos, ibais y volvíais juntos a clase. Estudiabais en la misma biblioteca. Compartisteis al menos ocho horas diarias durante más de diez años. Hablabais de música.  Cuando terminó la carrera y con ella las coincidencias que os habían unido, jamás volvisteis a saber el uno del otro. Bueno, a excepción de un día en que os encontrasteis por la calle -de nuevo la coincidencia- y os tomasteis un café, y tuvisteis que terminarlo enseguida porque no teníais nada que contaros.

Entonces me acordé de Víctor. Estuvimos más de cuatro años tocando con él una vez cada quince días, y era un completo desconocido. Apenas hablaba de si mismo. Apenas hablábamos. Un día comenzamos a distanciar los ensayos hasta que dejamos de llamarnos. Y se acabó. Sin una despedida, sin una palabra, sin nada. ¿Qué será de Víctor? ¿Quién será Víctor?

No sé por qué, pero las historias de amistades superficiales me producen cierta tristeza. Como si quedara un vacío del propio vacío. Una reduplicación del vacío. Dos veces nada.

Por la noche nos fuimos a cenar, también los tres. Pablo mantuvo sus auriculares por la calle. Cuando está acompañado recurre a la técnica de mantener uno sobre su oreja y el otro retirado, de tal forma que es capaz de poder escuchar lo que decimos, incluso de contestar y mantener conversaciones sin renunciar a la música. A nadie le gusta renunciar, pero el lema de Pablo parece ser el no tener que hacerlo. En el restaurante le pido que se los quite. Continúa con el móvil, pero esta vez es para enseñarnos fotos de Magui. Tú la ves por primera vez. Vuelves a insistir, ellas lo saben, dices. Ellas lo sospechan, digo yo. ¿Alguna novedad? Le pregunto. No. Me contesta. Tú dices que el camino es complicado. Que podría tener novio, o podrían gustarle las chicas, o podría estar enamorada de otro. ¿Sabes si está enamorada de alguien? Que yo sepa no. Bueno, dentro de las opciones posibles, tampoco es tan mala. Y si no, siempre te queda la amistad que os une. Eso lo digo yo. Pienso que quizás le parece una absurdez, y un consuelo absurdo. Pero aunque no recuerdo qué dijo él, sí me dio la impresión de que, por su respuesta, a pesar de que él sienta algo más, la amistad que mantiene ahora mismo, por sí sola, le resulta valiosa y lejos del vacío que deja el vacío.

No sé por qué en algún momento surgió el tema de la resistencia física.  En general yo soy poco enfermiza, aguanto bastante bien el dolor, y soy capaz de soportar temperaturas altas sin quemarme. Muy altas. A veces cojo con las manos la bandeja del horno. Yo lo llamo superpoder. Pablo lo ha heredado, también es fuerte. Se lo digo. Contesta que físicamente sí, pero que fuera de lo físico sí que siente dolor, y que las cosas le afectan mucho.  Vale, pues eso también lo ha heredado. Entonces me alegra que haya vuelto a retomar la música, que haya empezado a cantar, que esté tocando la guitarra. Yo la música no la entiendo como un placer estético, o no solo. Yo necesito la música para salvarme. La música es un salvavidas. Y escribir.

Unos días más tarde me llama para enseñarme cómo lleva un tema. Enchufa la guitarra y toca y canta She’s thunderstorms. Apenas le había oído cantar, al menos desde que era un niño, desde antes de que le cambiara la voz. Bueno, quizás algún tema de Logic, pero no sé si el rap puede considerarse canto.  Los cambios de acorde los acomete con cierta torpeza, le falta fluidez, y aun así lo que escucho me lleva a donde está. Noto que me emociono.

 

Por qué es real lo real.

(Por Pablo C., que no tiene cuaderno, y es joven, y no piensa en guardar ni en conservar, solo en vivir. Pero igual que hace poco le dio una obsesión con sus fotos del pasado, y me pedía y yo se las suministraba a miles -cosas del formato digital-, y me siguió pidiendo hasta agotar los 15 gigas del drive, y le gustaba verse y descubrirse, quizás, dentro de unos años también le guste leer esto. Es una redacción que preparó a principio de curso, en una de sus primeras clases de filosofía. )

«Nosotros, las personas, la especie humana, tiene un concepto muy definido sobre lo que es real y lo que, físicamente, no lo es. Nos basamos en nuestra vida para explicar la gran mayoría de sucesos. Mirando a nuestro alrededor podemos observar las mesas de madera con sus no muy altas patas de metal, o las sillas, o las pizarras, o incluso al resto de nosotros. ¿Cómo podemos saber que los demás seres que vemos todos los días son reales? Los vemos, los podemos tocar, oír, oler, y, a algunos, saborear. Sin embargo, pensemos en el aire: ¿se puede tocar el aire? No, pero es la fuerza que te frena al correr. ¿Se puede oír el aire? No, pero lo sentimos cuando sacudimos en él un palo rápidamente. Podemos escuchar el contacto que estos hacen al chocar sabiendo que no es vacío lo que está frente a nosotros.

Y por último, pensemos en los átomos y en sus electrones, en la física cuántica. ¿Nunca habéis oído hablar del experimento de los electrones y las rendijas? Este experimento consiste en dos pistolas de electrones apuntando hacia dos rendijas, por donde, según la lógica, deberían pasar ya que no hay nada que los haga cambiar de dirección. Sin embargo, lo curioso es que cuando se observa de cerca, todos los electrones pasan por una única rendija a pesar de que cada pistola apunta a cada rendija. Y lo más curioso todavía es que, cuando no se observaban las rendijas, los electrones se estrellaban en todas las zonas posibles, como si atravesaran el metal con el que las rendijas estaban hechas, mágicamente.

Entonces, si los electrones, parte de nuestra composición corporal, se comportan así, ¿por qué no todo lo demás? ¿Cómo sabemos que, mientras no miramos, todo lo demás desaparece, y es solo cuando miramos que vuelve a aparecer?

Igual que la luz. Si bajamos todas las persianas de casa y apagamos todas las luces, no veríamos absolutamente nada, ya que es la luz la encargada de entrar en nuestra retina y dar color a lo que vemos.

Imaginaos ser todos daltónicos y , de repente, poder ver los colores perfectamente, ¿cómo os sentiríais? Probablemente raros, como si todo aquello hubiera estado ocultado a vosotros, o incluso, como si os estuvieran engañando ya que ese es el modo en que habíais visto el mundo hasta ahora.

¿Y si el mundo no es realmente como lo vemos?

¿Y si nada es como creemos que es?

¿Por qué es real lo real?»

 

Domingo por la noche

Como me estaba aburriendo con el partido, me empezó a hacer preguntas del tipo a que no sabes cómo se llama ese jugador. Yo no sé cómo se llama ninguno, ni siquiera los de mi equipo. Y, en el hipotético caso de que lo supiera, jamás podría distinguirlos en el campo. Intentaba que yo leyera los nombres en los dorsales, sin lupa ni material de aumento alguno, y entonces tuve que explicarle que con los jugadores me ocurría un extraño fenómeno, y es que para mí, cuando salen al campo, pierden su condición de seres individuales y únicos, y se transforman en un ser único, un ser colectivo -equipo- pero dividido en once cuerpos iguales, once vestidos de un color y otros once de otro. Y salvo el color, a mis ojos, nada hace que se diferencien unos de otros, porque son seres exactamente iguales. Como las figuras de un futbolín en versión autómata. Sólo cuando salen del campo y abandonan su condición de futbolistas vuelven a cobrar rasgos y personalidad propios, y a resultarme seres completos. O casi. A él le hizo mucha gracia. Pensaba quizás que estaba bromeando.

Agotado el tema, y creo que para evitar que volviera a aburrirme -tengo la sensación de que para él aburrirse es de las peores cosas que le puede suceder a nadie-, me propuso hacer un juego de preguntas y respuestas. Estuve concentrándome bastante mientras duró el juego para poder memorizar las cuestiones que me iba planteando y así citar ahora algunas de ellas:

  • Qué prefieres, ¿ser millonario pero que todo el mundo pueda entrar en tu casa o ser pobre pero amigo del presidente?
  • Qué prefieres, ¿tener una trompa de elefante o un cuello de jirafa?
  • Qué prefieres, ¿tener sexo una vez a la semana pero no poder masturbarte o tener sexo una vez cada dos años pero poder masturbarte cuando quieras?
  • Qué prefieres, ¿vivir sin electricidad o vivir sin tu pareja?
  • Qué prefieres, ¿llevar a Cenicienta al baile o una alfombra voladora?
  • Qué prefieres, ¿tener una vagina en la frente o una hilera de pollas en la espalda?
  • Qué prefieres, ¿beber un vaso de vómito un día o tener las manos manchadas de riskettos para siempre?
  • Qué prefieres, ¿saber cuándo van a morir todos tus seres queridos y no poder decírselo o que todos tus seres queridos sepan cuándo vas a morir tú y que no te lo puedan decir?
  • Qué prefieres, ¿morir la semana que viene o ser inmortal?
  • Qué prefieres, ¿que todo el mundo pueda leer tus pensamientos o tener que estar desnud@ el resto de tu vida?

Algunas cuestiones eran realmente sencillas de contestar. Por ejemplo, entre la Cenicienta y la alfombra voladora la ganadora absoluta es la alfombra. En esta ocasión ambos estuvimos de acuerdo. Si la elección hubiera estado entre la alfombra y un genio, no lo sé, posiblemente la alfombra igualmente. También para mí fue claro preferir un cuello de jirafa a una trompa. Él, sin embargo, prefirió la trompa.

Otras cuestiones nos dejaron pensando largo rato. Yo no terminé de tener claro si preferiría saber la fecha de la muerte de mis familiares y amigos o que ellos supieran la mía. Normalmente entre ignorancia y conocimiento me suelo quedar con lo segundo, pero también creo que he subestimado a lo largo de mi vida las bondades que una buena ignorancia a tiempo puede llegar a ofrecer. En cualquier caso, creo que, aún consciente de eso,  insistiría en el error de querer saber.

En cuanto al tema de morir la semana que viene o ser inmortal ambos lo tuvimos claro. Él pidió la inmortalidad, yo la mortalidad. Tuve que explicarle mi postura. Fácil. Si yo soy inmortal pero todos los que me rodean no, y me paso mi existencia viendo morir a los míos, prefiero no vivir. Se quedó pensando un rato corto, y se reafirmó en su decisión. Me gustó saberlo.

Entre una vagina en la frente o la hilera de pollas en la espalda me costó tanto decidir que me terminó ofreciendo consejo. Que mejor la vagina en la frente. Acepté su sugerencia sin demasiado convencimiento.

Después de un rato también nos cansamos del test. Vimos el final de Kill Bill Vol.1. Se quedó dormido en el sillón antes de que terminara.

 

Lo que sé gracias a Mendel

Le pregunté que si quería un huevo o dos, y sin dejar de mirar la pantalla, con los auriculares puestos, me dijo que dos.

Cuando entro en su cuarto siempre está frente al ordenador, mirando a la pantalla con los auriculares puestos, incluso si no está escuchando nada. Supongo que los lleva porque escucha cosas con frecuencia y debe ser bastante tedioso tener que estar poniéndose y quitándose los auriculares constantemente. Así que como cuando entro en su cuarto está con auriculares mirando a la pantalla y no sé si me escucha, pruebo a hablarle. Si me oye me contesta -casi siempre-. Si no me contesta me acerco a él y le muevo un solo auricular de forma que le dejo libre una de sus orejas, pero la otra puede continuar con lo que estaba. Y entonces le repito lo que sea que le hubiera preguntado, y ya sí contesta. Pero esa noche no hizo falta. No solo me dijo que quería dos huevos, también que veía mal, que veía unas lucecitas por algunos sitios en la pantalla y que no conseguía enfocar.

Después de haber preguntado al resto me fui a freír los huevos. No tardé demasiado. Es una cena rápida, aunque no me gusta porque casi siempre se me rompe algún huevo y tengo que decidir a quién darle el roto. Mi madre y mi abuela se quedaban siempre con los huevos que se rompían.  En general se quedaban con lo que menos nos gustaba al resto. Se lo servían y reservaban con tanta naturalidad, con tanto gusto, que yo de verdad pensaba que ellas preferían los huevos con la yema rota, las cabezas del pescado, y los empieces del redondo de ternera. Yo alguna vez sí que me he comido los empieces del redondo de ternera, pero las cabezas de pescado las tiro, no fastidies. Alguna vez también me he puesto un huevo que se me ha roto, pero pocas, porque no me gusta mucho el huevo frito, y casi nunca lo como. En cualquier caso, creo que cuando yo me quedo con la comida fea, con la que no quiere nadie, no me sale tan natural como les salía a ellas, a mi madre y a mi abuela.

Otra razón por la que no me gusta hacer huevos fritos, a pesar de que sea tan rápido, es que, además de que no me gustan y a veces se me rompen, es que el aceite salta. Siempre me salta en la cara. Me están empezando a salir manchas marrones en la cara. Yo no me lo noto tanto, creo que porque me las veo a diario y tengo costumbre. Pero deben empezar a ser evidentes porque tanto mi madre como mi hermana me regalaron protección 50 para el rostro. Así que me pongo protección 50 a diario, incluso en invierno cuando el cielo está gris y en los partes meteorológicos no dicen nada acerca de los niveles de radiación, como si no existiesen,  para evitar el sol y las manchas que me están empezando a salir. De modo que se puede comprender que tras tanto esmero y cuidado me irrite profundamente ir a freír un huevo y quemarme la cara con el aceite.  El aceite es democrático al saltar y no solo lo hace en mi cara, también por toda la cocina. Pero eso a mí me irrita bastante menos. Esa es la parte de freír huevos que le disgusta a mi compañero, que es quien recoge.   A mi compañero no le gusta que le llame compañero, porque le parece un término demasiado tibio para la relación que nos une. Un compañero, como uno de trabajo, como uno de piso, como uno de facultad… Reconozco que puede ofrecer connotaciones insuficientemente vinculantes hoy en día, pero me hace gracia la acepción nostálgica de la época republicana que por otra parte ni siquiera viví. Supongo que será nostalgia de la literatura y la cinematografía. En cualquier caso, cualquier término quedaría impreciso, y nosotros sabemos lo que somos.

Tardé mucho menos en hacer la cena esa noche que en relatarlo. Pablo no se presentó en la cocina para ayudar a poner la mesa. Normalmente doy la señal a modo de grito desde la cocina. «Chicos, la mesa». Pero en el caso de Pablo no siempre funciona (y eso que grito bastante alto cuando me lo propongo), por el asunto de los auriculares. Antes de ir a buscarlo yo misma vino su hermano a decirme que se había acostado. Fui a verlo y estaba en la cama, con los brazos protegiéndose la cara, gimiendo. Me dijo que le dolía mucho la cabeza. Me dijo que se había tomado un ibuprofeno. Pensé en los destellos. Yo he padecido migrañas toda mi vida. Tenía pinta de ser la primera de las suyas. Bajé las persianas, apagué su ordenador, sus auriculares, su teclado y su ratón, y le llevé una bolsa fría para su cabeza.

Los demás estuvimos cenando mientras el Madrid ganaba la liga. La mitad de los comensales daba gritos y saltos de alegría, la otra mitad no. El plato de Pablo se quedó entero con las yemas intactas.

Fui a su habitación esperando encontrarlo dormido, pero seguía gimiendo. No se podía dormir y el dolor era muy fuerte. Le temblaban las piernas. Era una migraña de libro. Necesitaba poder dormirse.

Esperé una hora más. Pablo estaba perdiendo los nervios. Seguía temblando. Tenía náuseas. Quería ir al médico. Por un lado pensé en lo innecesario. Por otro se me pasó por la cabeza el pensamiento trágico. El pensamiento trágico es ese que de vez en cuando asoma para hacerme vislumbrar posibilidades remotas pero terroríficas. Pensé en la historia del hermano de mi abuela, ese que con diecisiete años se encontraron muerto una mañana en su cama después de una embolia cerebral. Fue después de carnavales, mi abuela contaba que la tarde anterior había salido disfrazado de pierrot. Me hacía gracia que utilizara la palabra pierrot y no payaso. Pero ella siempre que contaba la historia la contaba empleando las mismas palabras.

El caso es que le dije que se vistiera y me fui a buscar el coche. Mi compañero lo acompañó hasta el portal, caminaba regular, estaba blanco como la cera. En el habitáculo de mi coche había botellas de agua a medio llenar, algún carmín, un par de mecheros sin gas, El siglo de las luces de Alejo Carpentier, y una bolsa de papel. Le di la bolsa por si quería vomitar. Pablo fue con ella todo el camino. Y consiguió dormirse. Llegamos a urgencias y no había nadie más enfermo. La mitad de Madrid debía estar en Cibeles. La otra mitad en su casa. Le atendieron enseguida. Tras exponer los hechos la doctora me miró y me preguntó que si era su madre. Sí. ¿Tiene usted migrañas? Sí. Esto es una migraña. Lo imaginaba. La doctora volvió a interpelar a Pablo. ¿Te cojo una vía y te pongo un medicamento en vena para aliviarte? Pablo suplicó que sí.

Nos dejaron en un box a oscuras. Pablo en la camilla tumbado con una vía de la que pendía un medicamento que iba cayendo gota a gota. Le estuve dando la mano toda la noche, hasta ese momento, para dejarle dormir. Lo consiguió poco antes de que vinieran a preguntarle si estaba mejor. Un poco.  Antes de prepararnos para volver a casa me acerqué a él, le di un beso, y aprovechando que estaba sin auriculares le acaricié la cara y le dije que vaya herencia le había dejado, refiriéndome a las migrañas, en clave de humor. Entonces él me dijo mamá, te quiero. Yo lo interpreté como sarcasmo, así que repliqué, bueno hombre, alguna cosa buena también te habré legado. Y él me miró fijo, y me dijo muy serio, no es sarcasmo, me da igual lo de las migrañas, que te quiero, te quiero mucho.

En el camino de vuelta estuvo mejor. No podía echar la cabeza hacia atrás porque la tenía dolorida, pero estuvo pinchando su música, así que di por hecho que no podía dolerle tanto. Volví a dejarlo en la puerta, y cuando llegué a casa después de aparcar dormía profundamente. Estuvo durmiendo hasta casi la hora de comer del día siguiente. Entonces, ya como nuevo, se levantó y se puso sus auriculares para celebrarlo.

Unos días más tarde me llamó mi madre. Hablo con mi madre una vez a la semana. No es mucho, pero el día que hablamos la conversación se alarga un buen rato. Casi siempre le cuento cosas que pasan con mis hijos. Esa tarde me llamó mientras conducía, y estuve hablando con ella con el manos libres, casi no me oía, pero yo seguía hablando. Le estuve contando las novedades en el proceso de admisión del instituto de Miguel, y que no le habían puesto los puntos por tener un hermano estudiando en el centro, así que había tenido que poner una reclamación. Y le conté la primera migraña de Pablo. Mi madre se quedó muy disgustada, porque ella también las tiene, y siempre se ha sentido responsable de mis migrañas, y ahora de las de su nieto.  Se había podido comer las yemas rotas y los empieces del redondo de ternera, pero no había sido capaz de controlar su genética. Entonces me hubiera gustado cortarla en su discurso, y decirle te quiero, mucho, a pesar de las migrañas, a pesar de cualquier cosa. Pero no lo hice. Tanto escribir y tanto hablar, y mi hijo, con sus auriculares puestos, sabe decir las cosas a tiempo bastante mejor que yo.