Superorganismos

Cuando me doy cuenta de que tengo un bicho en la pierna grito. Es grande, es negro, tiene alas. Lo cojo con una servilleta antes de poder identificar la especie. Llevo la servilleta a la basura y vuelvo al sofá. Sigo viendo la tele, ahora intranquila. Me pica el cuero cabelludo, la espalda, los brazos, me miro una y otra vez, pero no tengo ningún bicho, el picor está en mi cabeza. Hace mucho calor aunque ya es casi medianoche, el ventilador está en el nivel tres y se mueve de izquierda a derecha. Cuando las aspas pasan delante de la mesa de centro la servilleta sujeta bajo el vaso se agita queriendo volar. 

Al día siguiente aparecen tres bichos más. Son hormigas voladoras. Son enormes, negras, con alas. Rastreo la casa en busca de hormiguero: miro las plantas, las esquinas, las juntas de los azulejos. Aparece una imagen en mi cabeza: un nido de avispas en una pared de ladrillos vista. Las hormigas son animales de exterior. Vienen de fuera, anuncio triunfal. Deben haber creado un nido en la fachada. Me pongo a buscar en Internet y abro trece ventanas. Descubro que el nombre técnico de las hormigas es formicidae, y recuerdo que en francés, que suele ser más fiel al latín, hormiga se dice fourmi. Descubro que las hormigas voladoras no son una especie sino una casta dentro de una colonia, son reinas y reyes, hembras y machos reproductores. También existe la casta de obreras, la de soldados, y otras. Descubro que una colonia de hormigas funciona como un superorganismo, esto es, que cada uno de sus individuos piensa de forma colectiva y actúa por el bien de la colonia. Pienso que según esa racionalidad el ser humano, como especie, es un infraorganismo. Descubro que están por todo Madrid. No están en mi fachada, ni en mi casa, están en el ambiente. Cierro todas las ventanas. Las del salón. Las de los dormitorios de mis hijos -pienso que en mi casa soy la hormiga reina-. Leo y descubro que el calor estimula las ceremonias de apareamiento. Leo y descubro que cada hormiga reina puede poner varios miles de huevos. Leo y descubro que los machos, una vez consumado el apareamiento, no tienen valor para la colonia y quedan a merced del viento. Veo una hormiga voladora en el baño. La cojo con un trozo de papel y la tiro a la basura. ¿Sería un macho moribundo que llegó a merced del viento? ¿Sería una reina fecundada con miles de futuras hormigas en su seno?¿Sería una reina que ya ha dejado sus miles de huevos en mi casa que ahora ya sería nuestra casa? 

Durante un par de días mantengo todas las ventanas cerradas, las persianas bajadas, los ventiladores puestos. Me pican los brazos, las piernas, el cuero cabelludo, pero no vuelvo a ver más hormigas, solo están en mi cabeza. 

Ha pasado un mes. Continúa el calor tórrido, he vuelto a abrir las ventanas. Me ducho varias veces al día. Me pongo agua helada en las piernas. Primero templada, después un poco más fría, después un poco más. Y así. Ahora justo voy a ducharme, antes hago pis y, mientras tanto, miro los azulejos blancos y me fijo en algunos pelos que se han quedado agazapados en una esquina. Cojo un trozo de papel y lo paso para limpiarlos. Al hacerlo me fijo en una mota que se mueve. Me fijo más. No es una mota, es una hormiga muy pequeña. Una hormiga bebé. Veo aparecer otra, y otra más, aparecen a borbotones, se tambalea un baldosín, se rompe y salen miles de bebés hormiga, de la casta de los soldados, con sed de venganza. Mientras cubren mi cuerpo y me devoran siento una brisa fresca y el sabor cítrico de un margarita servido en copa con sal en el borde mientras me elevo con unas alas que solo están en mi cabeza.  

Irreal e

He llegado primero y me quedo esperando en la puerta. No me resulta cómodo apostarme en la barra de un bar, pedir una bebida y esperar a solas. No sé si debería entablar una conversación con el camarero, y sobre todo, no sabría hacerlo. Tampoco sé muy bien cuál es la postura corporal de espera en solitario apostado en barra de bar. Cuando estoy cómoda no pienso en cómo debo colocarme, estoy colocada sin más, de una manera inconsciente, pero hay ocasiones en las que de pronto soy consciente de mi cuerpo y no sé qué hacer con él, cómo moverlo, dónde poner cada brazo, cada, mano, cada pierna. Como cuando estoy sola en la barra de un bar. Sé que es algo que le pasa a mucha gente y no voy a ahondar sobre este hecho tan poco singular. Esto a Víctor no le pasa. Víctor a veces sale solo por las noches y se queda solo en las barras de los bares y no creo que no sepa cómo colocar sus brazos. Creo que lo hace con total naturalidad. No es que no tenga amigos, tiene muchos. Pero también es muy bueno hablando con los camareros. Es muy buen conversador en general. Sobre todo es muy buen contador de historias, en especial las suyas. Siempre le ha sucedido alguna anécdota delirante, imprevisible, espantosa hasta el punto de haber estado a punto de morir, o al menos de comprometer su seguridad muy seriamente, pero al mismo tiempo suele mediar el absurdo y de alguna manera termina haciendo reír hasta la lágrima a su auditorio. Es rápido, inteligente, mordaz y también un poco cruel. Lo tiene todo para ser el centro de atención. Si a veces sale solo es porque sus amigos se han ido emparejando, casando, teniendo hijos y no han podido seguirle el ritmo, pero Víctor va haciendo más. Como el camarero del bar al que íbamos a entrar, del que sabía que era filósofo, hedonista, argentino, culturista y chamán.

Me quedo fumando fuera. Víctor llega poco después, es puntual. Me nombra por mi apellido, me da dos besos y me habla sin mirarme a los ojos. Nunca mira a los ojos, esquiva las miradas directas como si fueran eclipses y cegaran, como si solo sabiéndolas cerca fuera suficiente, como si las pupilas que conectan con sus centros fueran mariposas, ardillas, dos seres silvestres y oscuros que no se dejan tocar. Saca su cajita metálica para picar maría, se lía un canuto y lo fumamos a medias. Habitualmente yo no fumo hierba y no bebo cerveza, sé que no le voy a poder seguir el ritmo, nunca puedo seguirle el ritmo pero siempre lo intento.

Cuando entramos me enseña la pizarra que hay frente a la barra, me dice que son las cervezas artesanas que se pueden probar esta noche en los diez grifos que tienen. Me dice que vamos a probar la ipa, que conoce a los fabricantes, pide dos pintas, y después me explica qué es una ipa, qué son las stout, las pale ale, las lager, las porter. Pruebo la ipa y me sabe a flores, es espesa, turbia y con poco gas, y me parece que es como beberse un primer plato, y que las patatitas y las aceitunas que nos han puesto al lado distraen del sabor, y pienso también que no sé si voy a ser capaz de beberme una pinta entera con un sabor tan intenso, pero me la bebo. Antes de haberla terminado, Víctor ya ha pedido la porter, y me llegan a duras penas los reflejos para decirle al camarero que es filósofo, hedonista y argentino que por favor me ponga solo media pinta. Es negra y tiene un toque a café y a regaliz. Esta es un postre.

A Víctor siempre le ha gustado mucho la cerveza. Hace uno o dos años, cuando yo me había quedado sin trabajo, se me ocurrió que quería abrir un bar y estuve contándole todas mis ideas, y paseamos por las calles de Madrid donde estaban los bares a los que me gustaría parecerme. Ahora él estaba en un momento delicado en su empresa, y estaba barajando la opción de dedicarse a fabricar cerveza artesana, estudiaba todo lo relacionado con el tema y estaba dedicando gran parte de la tarde a compartir conmigo sus conocimientos. Y a emborracharme. Según me emborracho lo escucho más diifuso, más lejos, con menos detalle y mientras lo miro lo imagino en su pueblo rodeado de grandes bidones, mimando los lúpulos (dios, ¿qué aspecto misterioso tendrá un lúpulo?) y creando sabores que no necesitan ni aceitunas ni patatas, pero sobre todo lo imagino acudiendo a las ferias y a las cervecerías de degustación con sus muestras, contando lo que le pasó cuando viajó con su moto por unos pueblos asturianos para encontrar al dealer que le había traído galena desde Reino Unido, y entonces una furgoneta que transportaba queso de cabrales y lleva el portón mal cerrado pierde parte de la carga, su moto patina y se rompe el brazo y cuatro costillas, y el dealer va a visitarlo al hospital y el tipo se ofrece a llevarlo de vuelta a Madrid, y en el viaje se hacen amigos -porque es difícil no hacerse amigo de Víctor- y en Madrid se queda una semana en su casa del ático de la calle San Mateo, y van a ver un par de conciertos de rock urbano y después acaban en una fiesta privada de un piso consumiendo drogas gratis y descubriendo el mundo de la cerveza artesana a los artistas y cineastas que conocieron allí. Nadie podría resistirse a comprarle toda la cerveza tras contar esa historia. Finalmente ni yo monté un bar ni él se dedicará al negocio de las cervezas artesanas.

Salimos fuera, yo esta vez me fumo un cigarro y él saca su caja metálica. Víctor fuma unos veinte porros al día desde que lo conozco hace ya más de diez años, y siempre ha hecho gala de la misma agilidad mental. Cuando lo conocí me sentía un tanto abrumada a su lado, me daba la sensación de que debía aburrirse conmigo. Al cabo de los años ya me he ido quitando ese complejo, y he terminado creyendo que de verdad le gusta que nos veamos aunque yo sea mucho más lenta mentalmente y nunca le siga el ritmo con la cerveza. Empiezo a estar un poco mareada. Estoy encontrando el límite. Entramos y Víctor pide una lager. Debe estar viéndome en ese límite y pide también un bocadillo. Creo que piensa que aguanto más de lo que aguanto.

Mientras nos comemos el bocadillo me cuenta algunas de las discusiones que ha tenido con su jefa. Me cuenta cómo su exnovia, que trabaja con él, lo aconseja. Sé que él la respeta y la quiere. Ella también a él. Su exnovia es la única pareja que le he conocido. Le pregunto por primera vez qué les pasó, y me cuenta la historia del día en que se la encontró en la cama con otro cuando él volvía del hospital donde se estaba muriendo su padre. Consigue que me ría a carcajadas mientras por dentro me parte la pena, Víctor sabe hacer muy bien estas cosas, y pienso que me gustaría poder abrazarlo y protegerlo de los eclipses, y del cáncer y de la pérdida. Pero no puedo protegerlo de nada. Sus mariposillas revolotean esquivas mientras habla. El camarero filósofo argentino sale de la barra y se acerca a nosotros. A pesar de que el bocadillo me ha sentado bien, si me concentro me doy cuenta de que estoy mareada así que aprovecho que están juntos y entretenidos para ir al baño y pasar desapercibida. Introduzco en mi boca el dedo índice de la mano derecha y me provoco el vómito varias veces, hasta que creo que he sacado toda la cerveza de flores, la negra, el bocadillo, las aceitunas, y puede que hasta la pena.

Cuando salgo, Víctor ya me ha pedido otra media pinta. Repetimos la stout. Creo que dije en voz alta aquello de la metáfora del postre. El camarero filósofo sigue allí, recomienda unos aceites que hace con marihuana de huerto, y asegura que su consumo reduciría el ambiente de crispación que se vive en la ciudad, y sonaría menos el claxon y dice claxon. Brindamos los tres. Dejo de recordar con precisión nada de lo que pasa a partir de entonces, bebo alguna cerveza más. Me voy a casa. Víctor y el camarero se quedan. Un día le preparamos a Víctor una fiesta de cumpleaños y no vino.

Un pequeño pinball

Esta mañana he leído un artículo que habla sobre los vínculos débiles y los vínculos fuertes con la finalidad de hacer un alegato en pro de la importancia de los vínculos débiles para sentirse menos solos y más felices. Supongo que lo llamativo es que lo que cualquier persona esperaría es que ese alegato se produjera en pro de los vínculos fuertes, pero no. Hoy he llegado a la oficina muy temprano y por eso me ha dado tiempo a leer el artículo en prensa antes de hacer las maletas. También he tomado un segundo café y me he fumado mi tercer cigarro del día. Me gusta coger el periódico antes de que lo manoseen. Me gusta que, además de comprar el Expansión y el Cinco Días y el Mundo y el ABC, los socios compren también El País. Creo que en la oficina no tengo más que vínculos débiles. De alguna u otra forma ellos contribuirán a que me sienta menos sola y más feliz, aunque todavía no sepa de cuál.

Ayer estuvo en la oficina la novia de Jacobo. Quería ver cómo era el lugar donde había trabajado, y todo el mundo estaba tan desconcertado que Sergio Lombardo del Olmo, la recibió y la acompañó en silencio sin levantar la vista del suelo hasta el sitio donde solía sentarse Jacobo, casi como con sentimiento de culpa, como si lo hubiera matado él. En realidad no tenemos sitios fijos establecidos, aunque sí hay una cierta distribución jerárquica. Los socios están en los despachos con puertas de cristal. Parecen peceras, en especial el de Cristina Arteta, que fuma mentolados de una forma compulsiva, a veces se ve su silueta. Los gerentes también tienen despachos. Los senior se sientan en las mesas de la izquierda y los asistentes en el resto de las mesas. Los asistentes somos los más numerosos. También estamos jerarquizados. Asistentes de primer año (A1) y asistentes de segundo año (A2). Yo soy A2. El año pasado estuve bastante tiempo en la oficina y tenía un sitio muy fijo. Este año ya no. Me siento donde puedo. Como ayer, cuando vino la novia de Jacobo y la visita me encontró sentada justo a espaldas. Si hubiera venido hoy no me habría enterado, porque hoy salimos a un cliente. Pero vino ayer. Hoy hemos cargado nada más llegar las carpetas y los portátiles en dos trolleys negros y hemos cogido un taxi. Vamos a un cliente pequeño y el equipo lo formamos Joaquín Latorre y yo. Joaquín era amigo de Jacobo. No sé si amigo amigo, pero sí amigo de su promoción. Creo que su vínculo sería intermedio. Ni débil como el que se tiene con el camarero del Bibey, ni fuerte como el que tienes con una persona con la que puedes llorar. De esos vínculos intermedios no hablaba nada el artículo. El año pasado los dos eran A2 y este año senior. Joaquín no habla mucho y aunque es serio no habla de cosas serias salvo cuando habla de trabajo. Creo que es el tema del que se siente más seguro hablando. No tengo mucha confianza con Joaquín Latorre. No sé de qué hablar con él, me cuesta mucho trabajo cultivar vínculos débiles. Me cuesta manejar la intrascendencia.

No es la primera vez que trabajo con Joaquín Latorre. Trabajé con él justo cuando entré en esta firma el año pasado, y yo era A1, y él era A2. Nuestro equipo era grande. Conmigo, de primer año, también estaba Óscar. Con Joaquín estaba Jacobo. Jacobo y él hablaban siempre en clave de humor, siempre de tonterías que mezclaban el ingenio y la fantasmada. Intrascendencias cómplices de vínculos medios. Teníamos un despacho bastante pequeño y cuando ya era tarde fumábamos dentro. Fumábamos Jacobo, Belén Alonso -la gerente- y yo. También había un senior, pero no recuerdo su nombre porque se fue de director financiero justo cuando terminamos el trabajo en ese cliente.

La gerente solo venía de vez en cuando. Solo hablaba de trabajo. No se cansaba nunca, no protestaba nunca, no parecía dormir nunca. Transpiraba fuerte y se le veían ronchas húmedas en las axilas. Antes de haberse rendido a la eficiencia, la camisa y los chalecos, le había gustado la música urbana, beber cervezas del botellín y salir por Carabanchel, tenía un punto macarra bastante atractivo. Lo sé porque lo contó ella. Cuando Belén hablaba de esa Belén, pocas veces, en alguna rara ocasión en que se quedaba a comer con nosotros y si es que en algún raro momento, entre el segundo y el postre, dejaba los temas de trabajo, creía ver una sombrita de pena en el rabillo de su ojo, sobre todo del derecho, como si echara de menos a esa de la que hablaba y que solía ser ella pero ya no.

Yo no sabía muy bien lo que tenía que hacer en ese que era mi primer trabajo nada más licenciarme. Cuando me lo explicaban estaba nerviosa y me concentraba en que pareciera que entendía y no tanto en entender. Después cogía los listados que me daban llenos de números que para mí no significaban nada, cogía las carpetas del año pasado y estudiaba qué comprobaciones se habían hecho con esos listados. A veces le encontraba el sentido a las comprobaciones. Esos eran momentos felices, porque encontrar el sentido, aunque sea a un listado lleno de números, o al por qué de los cálculos que tenía que hacer sobre ellos, me produce placer. Creo que es lo único que me gusta de este trabajo. Pero lo normal era que no ocurriera eso: los productos financieros siempre me han parecido una abstracción, un dogma de fe, y la auditoría de productos financieros la abstracción de una abstracción, una abstracción al cuadrado, el dogma de fe de un dogma de fe. Me pasaba los días entre listados haciendo cálculos que no entendía sobre unos números cuyo significado no entendía para obtener unas conclusiones que tampoco entendía. Solo entendía a Belén Alonso hablando de ella cuando era solo Belén, y no lo hacía casi nunca, porque Belén Alonso era casi siempre Belén Alonso y Belén Alonso solo trabajaba. De todas formas, lo normal era que la gerente no estuviera. Joaquín y Jacobo andaban siempre juntos compadreando, con ese compadreo chulesco de quién es más ocurrente, tiene planes más atractivos, o sarcasmos más mordaces. Creo que el que lideraba esa dinámica relacional era Jacobo, porque Joaquín era más serio y más sobrio y no se esmeraba tanto en demostrar. Pero se notaba que es una dinámica en la que Joaquín estaba curtido y en la que no le costaba trabajo entrar. Ahora, en el coche, mientras aún ni Joaquín ni yo hemos iniciado ninguna conversación, me pregunto qué tipo de dinámica relacional estableceremos los dos. Si seré capaz de aprender a cultivar ese tan beneficioso vínculo débil.

Cuando fuimos al tanatorio de Jacobo me acordé de que mi madre decía que ella prefería no ver a los muertos en sus cajas, porque era una imagen muy invasiva y le daba miedo que terminara eliminando los recuerdos del muerto cuando estaba vivo por los del muerto ya muerto, en la caja, con el satén blanco y las flores alrededor. Yo no había tenido la oportunidad todavía de ir a un tanatorio, y cuando fuimos al de Jacobo lo primero que hice fue desoír a mi madre y ver a mi primer muerto. Lo primero que pensé es que esa cosa de ahí no era Jacobo. Esa cosa de ahí tenía una cara inexpresiva sin un solo rastro del gesto pretencioso y ridículo que lo caracterizaba. Su cabeza era mucho más rectangular. Quizá tuvieron que reconstruirlo mucho. Tan poco se parecía esa cosa que era sencillo hacer humor negro y huir de los detalles espeluznantes sobre el episodio de su muerte que se escuchaban en los corrillos y sobre todo, huir de la empatía. Que se había dormido, que se había estrellado contra un árbol, que habían tardado más de dos horas en encontrarlo, que no llevaba el cinturón, que la agonía había sido muy larga. Esa información resonaba como lejana y se podía asociar a esa cosa que reposaba en la caja junto a las coronas de flores, pero de ninguna manera a Jacobo. Esa noche quedé con mi novio, y saqué mi humor más negro y mordaz, y él me dijo que no entendía cómo podía estar tan entera. Porque no tengo corazón.

Durante un tiempo había sido muy sencillo ignorar la ausencia de Jacobo. No estaba en el día a día como no había estado tantas veces porque le había tocado auditar a tal o cual cliente, y daba igual que supieras que estaba muerto porque no lo sentías muerto. Pero ayer, cuando llegó la novia a la oficina, como un zombie, como una loca persiguiendo sus rastros, buscando su hueco en la oficina y añadirlo a su colección de huecos, descubriendo todas las facetas que habían quedado ocultas, o reducidas a lo que ella imaginaba a raíz de lo que él le contara, se me cerró el estómago y me di cuenta de que respiraba con dificultad, y deseé que esa puta loca se largara de allí y me dejara seguir sintiendo tranquilamente la no muerte de Jacobo. Desde ayer no paro de ver la imagen de ese ser horrible en la caja, desfigurado y cerúleo. Como ahora este coche, donde trato de sacar algún tema para conversar con Joaquín fomentando nuestro vínculo débil como el tiempo, algún concierto o si hizo algo el pasado puente, pero solo me pregunto si a Joaquín le contaron que ayer estuvo en la oficina la novia de Jacobo y si entró a verlo en el tanatorio, y si lo reconoció, y si la visión de Jacobo en la caja le estaba empezando a invadir los recuerdos de Jacobo vivo, cuando era un cretino prepotente, que se hacía el listillo y quería hacer creer a todo el mundo que su novia era la más guapa, sus amigos los más listos, y sus planes los más envidiables, y su novia era horrible, pero cómo podía ser tan fea, de sus amigos nada sé, pero conociendo a Jacobo los más listos es seguro que no, y Jacobo ahora está muerto, muerto y enterrado y ese es un plan de mierda, es el peor plan para Jacobo y para cualquiera. Y de eso es de lo que me interesa hablar con Joaquín. Y preguntarle si lo echa de menos, si era su amigo o solo su compañero de promoción con el que coincidió en varios clientes y con el que compadreaba tontamente, y si alguna vez hablaron de verdad, de lo que querían, de lo que les importaba, de los que les daba miedo. ¿Pensaría Jacobo en la muerte? ¿Le daría miedo? ¿Pensaría que la suya llegaría tan pronto estando tan solo? A quién quiero engañar pensando que algún día podría conseguir una buena rede de vínculos débiles.

Joaquín rompe el silencio. Me habla de DH S.A. Me habla de su facturación anual, de sus riesgos fiscales, de su proceso de producción y del talante colaborador que había mostrado su director financiero. Yo lo miro con mi cara de estar escuchando atentamente con un interés máximo. Cuando se detiene el taxi, el contador marca 27,43 euros. Joaquín lo paga con tarjeta, pide factura, cogemos los portátiles mientras el taxista saca los trolleys. Solo entonces miro por la ventana y veo que estábamos en un polígono industrial. Pienso que es el lugar más feo del mundo.

Fake empire

Gerardo, el padre de Elena, tiene una depresión, y ve demonios. 

Quiero escribir unas palabras en un trozo de papel amarillo, y esconderlo después. Después de cinco minutos voy a la cocina a por un trozo de bizcocho. Lo ha hecho Isabel, la madre de Elena. Es como el que nos hacía cuando éramos niñas. Gerardo, el padre de Elena, tiene una depresión, y ve demonios. Isabel ha llorado. Vuelvo al trozo de papel amarillo. Es muy poco espacio. Muchas combinaciones. Tengo una sola hora para tomar la decisión de qué palabras elegir para ese trozo de papel, pero me he propuesto hacerlo. No me atrevo a ser yo quien las combine. Busco la letra de la canción de esta mañana. Leo la traducción.  

Caminamos de puntillas por nuestra bonita ciudad, 

con nuestras zapatillas de diamantes puestas. 

Bailamos amaneradamente sobre el hielo, 

con pájaros azules revoloteando sobre nuestros hombros. 

Estamos medio despiertos en un falso imperio.”

Pienso que el imperio verdadero es el que parece falso, el de caminar por la ciudad de puntillas con las zapatillas de diamantes. Aunque lo falso es lo que parece verdadero y lo verdadero es lo que parece falso sé cuándo estoy despierta y de qué está hecho nuestro imperio. O eso creo. Mi demonio es un falso imperio. 

Cuando voy a coger el post-it veo que el primero del montón está escrito. Arranco ese primer papel. Pone “pasión”. Tiene polvo. No reconozco la letra. No trato de entenderlo. Me parece perfecto así. 

Escribo en el siguiente papel amarillo. En inglés: 

Tiptoe through our shiny city

With our diamond slippers on

Do our gay ballet on ice, bluebirds on our shoulders

We’re half awake in a fake empire

Salgo de la habitación con los dos trozos de papel en la mano. Hasta ahora no vuelvo a pensar en demonios.

Cafés esporádicos con Cristina

Encontré a Cristina una tarde, de forma casual. Quizás debería decir que ella me encontró a mí, porque cuando la reconocí sentada en aquella terraza de mi barrio ella ya se estaba levantando y se acercaba con una sonrisa enorme. Fue apresurado. Ella estaba con alguien, yo acompañaba a mi hijo al médico e íbamos con la hora justa, acordamos concertar una cita y vernos un día. Si ella no me hubiera visto y no se hubiera levantado a saludarme, ¿me habría acercado yo? Quizá no. Mi amigo Rafa decía que cuando llevaba más de dos años sin ver a alguien dejaba de saludarlo si se lo encontraba por la calle. Todo tiene un tiempo, pero no a todo se lo preestablecemos. Yo lo he hecho con la ropa, considero innecesaria y prescindible toda prenda que no me haya puesto en toda una temporada, pero con los amigos no. Sin embargo me alegró sinceramente que Cristina no fuera Rafa, quien no me saludará si nos encontramos, y saltara de la silla. Y también que pocas horas después me escribiera un mensaje, y que nuestros propósitos no hubieran resultado meros formalismos sociales.

Nos vimos unas semanas más tarde, coincidir no es tan sencillo. De nuevo ella me lo vuelve a poner fácil y la cita es en mi barrio, un lunes, los lunes ella está en mi barrio. Me concentro en recordarla mientras la veo. Sí, es ella, es su mismo pelo, es su misma cara (no ha envejecido), sus ojos me parecen un poco más claros, es su voz, y definitivamente es su forma de hablar. Habla suave y despacio. Me pregunto si habrá gritado alguna vez. Me resulta imposible imaginarla gritando, y me gustaría saber hablar así, suave, y me gustaría haber sabido siempre hablar así, suave, y eliminar de mi memoria todos los gritos que he gritado, todos los tonos elevados, cada vez que he resultado agresiva. A veces tiembla un poco. Cuando la miro recuerdo ese temblor suyo, pero ahora que intento recordarla sin mirarla al mismo tiempo dudo si el temblor es en su boca, en su ojo o un poco en la mano que mueve mientras habla. Me cuenta que no ha vuelto a tocar la flauta travesera y que ha dejado el teatro. Me cuenta que ha estado escribiendo relatos y que se ha apuntado a un coro. Me dice contenta que no es buena en nada pero que desarrolla su creatividad, y que eso le hace sentir bien. Me dice que había pasado muchos años pensando que era de ciencias y que no era creativa, y que ahora se da cuenta de que sí, que sí lo es. Yo le cuento que he dejado de escribir, que sigo con la editorial aunque tengo con ella una relación de amor-odio, que sigo tocando la batería y que ahora ando pensando en la posibilidad de aprender a tocar el piano. Según lo digo en voz alta siento vergüenza. También se lo conté al coach en prácticas con el que mantuve tres sesiones que forman parte de sus prácticas y con las que aún no he entendido muy bien en qué consiste esa cosa que se llama coaching, pero yo hablaba con el señor, y cuando veía que a él le parecía bien por dónde iba el discurso incidía, porque me gustaba que se sintiera contento. En la tercera sesión lo hice muy bien porque a mi coach se le notaba exultante, y pensé, pues bueno, yo creo que lo he hecho bien. Y recuerdo que le hablé mucho del piano, y cuanto más le hablaba más contento se ponía. Cuando terminó la sesión tuve la misma sensación de vergüenza. Como si estuviera haciendo planes que nunca fuera a llevar a cabo realmente, y no solo haciéndolos, sino contándolos en voz alta, con apariencia de verdad. El caso es que a Cristina le conté lo del piano. No sé si para engañarla a ella, para presionarme a mí, por pura incontinencia verbal. Además de mi tono de voz me gustaría quitarme esta costumbre de contar cosas que en realidad no tengo por qué contar, y menos si no existen. Prefiero hablar de lo que sí existe. Los proyectos me comprometen. Casi siempre me arrepiento de todo lo que cuento cuando hablo con otras personas. Casi siempre me propongo escuchar mucho y hablar poco. Casi nunca cumplo.

En un momento dado sale el tema de la empresa en la que trabajamos juntas, donde nos conocimos. Es curioso, allí nos llevábamos bien, pero si hubiera tenido que apostar con cuál de las personas con quienes me relacionaba mantendría el contacto una vez fuera, creo que no habría apostado por ella. Cristina me dice que a ella ya se le ha pasado el enfado, aunque cuando me vuelve a explicar que nunca entendió el por qué todo terminó como terminó aparece el temblor. Creo que es en la boca y en la mano. Dice que piensa en todas las cosas positivas que ha supuesto para ella, y que son más numerosas que las negativas. Yo no pienso demasiado en ello, lo primero que siento al pensar en esa época es amargura, sin embargo, eso no significa que tenga un trauma. Hubo experiencias buenas pero no terminó bien, y eso queda, como otras malas experiencias. Supongo que es inevitable explorar las raíces de nuestra amistad, pero me gusta más la Cristina que no supe ver en esa empresa y descubrí después, tomando cafés esporádicos. También me gusta más quien soy yo ahora, incluso hablando alto y de más.

Unos días más tarde me dices que me vas a regalar un piano. Miro los precios y me asusto, y falta afinador y transporte, miro lo que ocuparía en casa, los libros que hay que reubicar, la pérdida de espacio en un lugar común como el salón. Pienso en los engaños. Consulto en la web de una escuela. Dicen que hacen falta veinte minutos diarios. Dicen que no hay que comprar a lo loco. Dicen que en todo caso hay que comprar. Me imagino contando una y otra vez que quiero aprender a tocar. Imagino el salón con un piano convertido en mueble, con plantas encima y libros y hasta un cenicero, y a mí de nuevo una y otra vez, prometiendo. Me enseñas por la noche unas cuantas fotos de pianos de ocasión en Wallapop. Te contesto irritada, con ese tono de voz que me gustaría no tener. Te digo que me hacía ilusión un piano, pero que no es sensato comprar un piano. ¿Cómo lo habría dicho Cristina?

A veces me pregunto si Cristina y yo nos volveremos a ver. Ahora diría que sí, pero sé que cada vez puede ser la última. Le pedí que me enviara alguno de sus relatos, no lo ha hecho. Eso tampoco tiene por qué ser preludio de nada. A lo mejor le da miedo que no me gusten, como a mí me da miedo no tener la voluntad de aprender a tocar. ¿Nos volveremos a encontrar? Y si no es así, ¿tomaré yo la iniciativa? ¿Lo hará ella? En cualquier caso los lunes ya no podrá ser. He reservado una clase.