Cafés esporádicos con Cristina

Encontré a Cristina una tarde, de forma casual. Quizás debería decir que ella me encontró a mí, porque cuando la reconocí sentada en aquella terraza de mi barrio ella ya se estaba levantando y se acercaba con una sonrisa enorme. Fue apresurado. Ella estaba con alguien, yo acompañaba a mi hijo al médico e íbamos con la hora justa, acordamos concertar una cita y vernos un día. Si ella no me hubiera visto y no se hubiera levantado a saludarme, ¿me habría acercado yo? Quizá no. Mi amigo Rafa decía que cuando llevaba más de dos años sin ver a alguien dejaba de saludarlo si se lo encontraba por la calle. Todo tiene un tiempo, pero no a todo se lo preestablecemos. Yo lo he hecho con la ropa, considero innecesaria y prescindible toda prenda que no me haya puesto en toda una temporada, pero con los amigos no. Sin embargo me alegró sinceramente que Cristina no fuera Rafa, quien no me saludará si nos encontramos, y saltara de la silla. Y también que pocas horas después me escribiera un mensaje, y que nuestros propósitos no hubieran resultado meros formalismos sociales.

Nos vimos unas semanas más tarde, coincidir no es tan sencillo. De nuevo ella me lo vuelve a poner fácil y la cita es en mi barrio, un lunes, los lunes ella está en mi barrio. Me concentro en recordarla mientras la veo. Sí, es ella, es su mismo pelo, es su misma cara (no ha envejecido), sus ojos me parecen un poco más claros, es su voz, y definitivamente es su forma de hablar. Habla suave y despacio. Me pregunto si habrá gritado alguna vez. Me resulta imposible imaginarla gritando, y me gustaría saber hablar así, suave, y me gustaría haber sabido siempre hablar así, suave, y eliminar de mi memoria todos los gritos que he gritado, todos los tonos elevados, cada vez que he resultado agresiva. A veces tiembla un poco. Cuando la miro recuerdo ese temblor suyo, pero ahora que intento recordarla sin mirarla al mismo tiempo dudo si el temblor es en su boca, en su ojo o un poco en la mano que mueve mientras habla. Me cuenta que no ha vuelto a tocar la flauta travesera y que ha dejado el teatro. Me cuenta que ha estado escribiendo relatos y que se ha apuntado a un coro. Me dice contenta que no es buena en nada pero que desarrolla su creatividad, y que eso le hace sentir bien. Me dice que había pasado muchos años pensando que era de ciencias y que no era creativa, y que ahora se da cuenta de que sí, que sí lo es. Yo le cuento que he dejado de escribir, que sigo con la editorial aunque tengo con ella una relación de amor-odio, que sigo tocando la batería y que ahora ando pensando en la posibilidad de aprender a tocar el piano. Según lo digo en voz alta siento vergüenza. También se lo conté al coach en prácticas con el que mantuve tres sesiones que forman parte de sus prácticas y con las que aún no he entendido muy bien en qué consiste esa cosa que se llama coaching, pero yo hablaba con el señor, y cuando veía que a él le parecía bien por dónde iba el discurso incidía, porque me gustaba que se sintiera contento. En la tercera sesión lo hice muy bien porque a mi coach se le notaba exultante, y pensé, pues bueno, yo creo que lo he hecho bien. Y recuerdo que le hablé mucho del piano, y cuanto más le hablaba más contento se ponía. Cuando terminó la sesión tuve la misma sensación de vergüenza. Como si estuviera haciendo planes que nunca fuera a llevar a cabo realmente, y no solo haciéndolos, sino contándolos en voz alta, con apariencia de verdad. El caso es que a Cristina le conté lo del piano. No sé si para engañarla a ella, para presionarme a mí, por pura incontinencia verbal. Además de mi tono de voz me gustaría quitarme esta costumbre de contar cosas que en realidad no tengo por qué contar, y menos si no existen. Prefiero hablar de lo que sí existe. Los proyectos me comprometen. Casi siempre me arrepiento de todo lo que cuento cuando hablo con otras personas. Casi siempre me propongo escuchar mucho y hablar poco. Casi nunca cumplo.

En un momento dado sale el tema de la empresa en la que trabajamos juntas, donde nos conocimos. Es curioso, allí nos llevábamos bien, pero si hubiera tenido que apostar con cuál de las personas con quienes me relacionaba mantendría el contacto una vez fuera, creo que no habría apostado por ella. Cristina me dice que a ella ya se le ha pasado el enfado, aunque cuando me vuelve a explicar que nunca entendió el por qué todo terminó como terminó aparece el temblor. Creo que es en la boca y en la mano. Dice que piensa en todas las cosas positivas que ha supuesto para ella, y que son más numerosas que las negativas. Yo no pienso demasiado en ello, lo primero que siento al pensar en esa época es amargura, sin embargo, eso no significa que tenga un trauma. Hubo experiencias buenas pero no terminó bien, y eso queda, como otras malas experiencias. Supongo que es inevitable explorar las raíces de nuestra amistad, pero me gusta más la Cristina que no supe ver en esa empresa y descubrí después, tomando cafés esporádicos. También me gusta más quien soy yo ahora, incluso hablando alto y de más.

Unos días más tarde me dices que me vas a regalar un piano. Miro los precios y me asusto, y falta afinador y transporte, miro lo que ocuparía en casa, los libros que hay que reubicar, la pérdida de espacio en un lugar común como el salón. Pienso en los engaños. Consulto en la web de una escuela. Dicen que hacen falta veinte minutos diarios. Dicen que no hay que comprar a lo loco. Dicen que en todo caso hay que comprar. Me imagino contando una y otra vez que quiero aprender a tocar. Imagino el salón con un piano convertido en mueble, con plantas encima y libros y hasta un cenicero, y a mí de nuevo una y otra vez, prometiendo. Me enseñas por la noche unas cuantas fotos de pianos de ocasión en Wallapop. Te contesto irritada, con ese tono de voz que me gustaría no tener. Te digo que me hacía ilusión un piano, pero que no es sensato comprar un piano. ¿Cómo lo habría dicho Cristina?

A veces me pregunto si Cristina y yo nos volveremos a ver. Ahora diría que sí, pero sé que cada vez puede ser la última. Le pedí que me enviara alguno de sus relatos, no lo ha hecho. Eso tampoco tiene por qué ser preludio de nada. A lo mejor le da miedo que no me gusten, como a mí me da miedo no tener la voluntad de aprender a tocar. ¿Nos volveremos a encontrar? Y si no es así, ¿tomaré yo la iniciativa? ¿Lo hará ella? En cualquier caso los lunes ya no podrá ser. He reservado una clase.

Tú y yo somos iguales… pero yo un poco mejor.

En otra vida yo trabajé en un banco. Me tocó una oficina en la calle José Ortega y Gasset, en pleno barrio de Salamanca de Madrid y antes de dejarme sola en mi mesa, me pusieron junto a la mujer que más vendía en aquella oficina, para que me formase. Una de las primeras lecciones de esa mujer, Inmaculada, fue la siguiente: según se siente alguien en tu mesa le pides su DNI y miras sus posiciones. Si no tiene dinero te lo quitas de encima cuanto antes. La segunda lección fue la siguiente: si es un sudaca (término literal que ella empleaba) o su DNI empieza por X te lo quitas de encima cuanto antes. Inmaculada me enseñó de una forma muy gráfica el concepto de clasismo y xenofobia. Cuando pude ir a mi mesa me empeñé en dedicarle mi tiempo a todo aquel que se sentara allí, tuviera el dinero que tuviera, procediera de donde procediera. Pero por mucho que yo me empeñara, Inmaculada tenía razón: cuando una persona con DNI extranjero que comenzaba por X solicitaba un préstamo era denegado automáticamente por el sistema y había que enviarlo a un departamento llamado “riesgos” para que fuera analizado. “Riesgos” me hacía solicitar más información y después más garantías y, al final, “riesgos” lo rechazaba. Y eso que hablamos de la época en la que los bancos financiaban el 110% de las viviendas y alimentaron una burbuja inmobiliaria que estallaría diez años más tarde. Pero esa burbuja no fue a costa de los “sudacas”, porque bien se aseguró el sistema bancario de dejarlos fuera. 

En este ejemplo, la xenofobia aparece en rótulos con destellos tan brillantes que hacen daño. Pero uno de los peligros es el pensar que nosotros no sentimos eso por nadie y que no nos afecta, sin embargo, cuando menos lo esperamos, como ese gen silencioso que nos predispone a la hiperglucemia y que sin avisar va un día y comienza a destrozarte las analíticas, la xenofobia asoma, y nos sorprendemos mirando con reticencia al médico que nos va a atender porque entre la pinta que tiene y el nombre de su placa parece marroquí, o a la compañera de trabajo que tiene acento caribeño, o nos encontramos investigando el porcentaje de inmigrantes que hay en los coles del barrio antes de mandar a los hijos allí. Es importante esa detección, porque si ni siquiera somos conscientes de nuestra propia xenofobia es muy difícil quitárnosla de encima. Y entender el por qué pueden aparecer estos sentimientos de rechazo, o prejuicio, o reticencia, o de “yo no tengo nada en contra pero prefiero si es español” nos puede ayudar mucho. 

Pienso que una de las principales razones por las que podemos sentir xenofobia tiene que ver con una cierta sensación de superioridad que proviene del hecho de haber nacido y vivido en un país con mayores medios frente a quien ha nacido y vivido en un país con menos. Es decir, yo, europeo, que me he criado en una familia estructurada, que he sido bien educado con orden y principios morales, he ido a colegios que me han dotado de un buen nivel académico y cultural, me he beneficiado de un buen sistema sanitario, tengo mis vacunas al día, la ortodoncia me ha dejado unos dientes perfectos, me han corregido las dioptrías, los pies planos, la escoliosis y la ansiedad… corro un poquito el riesgo de pensar que soy una persona igual que tú, sudamericano, africano, asiático, procedente de país pobre (perdón, en vías de desarrollo), mal formado, educado a saber cómo, poco leído, sin cultura, con esos dientes torcidos y esas marcas de acné… igual que tú, sí, pero… un poquito mejor. Así que tú, sudamericano, africano, asiático, eres igual que yo, y tienes derechos como todo ser humano, así que estás bien para servirme la cerveza, o para limpiar la escalera, pero no para ser mi jefa o no como marido de mi hija. Y esto es algo que tiene que ver con el clasismo. Es decir, mi dinero y el estatus social relacionado con él me hacen sentir superior. ¿Es en realidad la nacionalidad lo que nos pone en guardia? ¿Vemos con los mismos ojos a una niña si es hija del embajador de Colombia que si es hija de la cajera colombiana del supermercado? Yo creo que influye más el dinero y el estatus social que el país de origen, la pobreza da bastante grima. El dinero y la pobreza son argumentos que nos empujan a la discriminación y a un prejuicio de clase. Clasismo y xenofobia se dan la mano.

Otro factor que alimenta la xenofobia es la diferencia cultural. Cuanto más diferente sea la cultura del inmigrante de la de los locales más rechazo se genera. Y la cultura además está ligada a la religión, otro elemento distorsionador por excelencia. Normalmente, si esa cultura extraña se mantiene aislada, sin mezclarse ni perturbar la local, no genera mucho rechazo. Se tolera fácil. El problema viene cuando hay que aceptar ciertas modificaciones en lo propio, y cuanto más propio, más problema. Por ejemplo, que haya musulmanes en el barrio que no coman cerdo, recen mirando a la Meca tres veces al día o cumplan con el Ramadán, me  parece estupendo, que soy una persona muy respetuosa con costumbres y creencias ajenas. Pero igual cortan las calles de mi barrio para celebrar el año nuevo chino y se me hincha la vena, que si primero el Halloween y si ahora esto, y qué será lo siguiente ¿sacrificios humanos? Y ya, si  resulta que llega mi hija y dice que tiene un novio que se llama Mohamed, ¡pero cómo! ¡no habrá hombres españoles y se ha tenido que liar con Mohamed! ¿estará mi hija bien con Mohamed y sus musulmanadas?

Con todo ese estiércol que tenemos debajo de la alfombra y que procuramos no airear porque apesta (yo soy mejor que tú porque eres más pobre, mi cultura/religión/ tradiciones son mejores que las tuyas) llegamos ya al del instinto de supervivencia. Si hubiera trabajo y recursos ilimitados, tolerar la convivencia con personas de otras procedencias sería relativamente sencillo para una persona de bien. Pero en un planeta con recursos limitados, y en un país con recursos limitados, el resto de los seres humanos son una amenaza, y si yo estoy sin trabajo no quiero que se lo den al de al lado, y mucho menos si el de al lado viene de otro país. Aunque yo, español, viva en un país cuyo consumo de recursos naturales duplique o triplique los de países como Senegal, Colombia, Nicaragua o Marruecos. Y no pensamos que el motivo de que otras personas hayan dejado su país es ese mismo instinto de supervivencia. Cómo tendría que estar la cosita por sus países para que en muchos casos sus instintos de supervivencia los llevara a cruzar el estrecho en una balsa de noche o a probar suerte en los bajos de un camión. 

En mi barrio hay un mendigo en cuyo cartel se lee: “Soy pobre y soy español. Necesito ayuda.” Efectivamente, tiene el argumento definitivo que en el barrio lo coloca por delante del subsahariano que vende la farola delante de la panadería. Y es, ni más ni menos, el hecho de haber nacido en este país. 

Hay más instintos animales que en ciertas ocasiones resultan útiles pero en otras nos convierten en seres repugnantes. Pero con esto que hemos nombrado llegamos a un punto importante. Y es que esto que he pensado yo así en un chimpún sin necesidad de haber realizado un profundo estudio sociológico lo han pensado antes ya muchas otras personas que han entendido que esos bajos instintos se pueden explotar, intensificar y dirigir hasta convertirlos en votos. 

El otro día, corrigiendo unos artículos de opinión, un alumno escribía que el hecho de que los empresarios recibieran ayudas para contratar a inmigrantes había generado sentimientos de rechazo en la población. ¿Bonificaciones por país de procedencia? Me apresuré a buscar las bonificaciones a la contratación que existen, y no, efectivamente no existe ninguna bonificación por contratación de inmigrantes. Quizás, lo que el chico escuchó en casa o leyó en redes es que los empresarios contrataban a inmigrantes antes que a españoles porque les salía más barato. Pero esto no es porque el gobierno bonifique a nadie en función de su país de procedencia, sino porque los empresarios emplean a inmigrantes que no tienen papeles de forma ilegal, es decir, cometiendo un delito. Y como los emplean de tapadillo, sin contrato, no tienen por qué ajustarse a la ley que les obliga a pagar un salario mínimo o a respetar un un máximo de horas de trabajo al día, de modo que los emplean con salarios mucho más bajos y les obligan a trabajar más horas, y claro, les sale mucho más barato que hacer un contrato legal a cualquier otra persona, ya sea española o no. Pero esta práctica -delictiva, por cierto- ¿es culpa de los inmigrantes, tal y como vocean algunos? ¿o de esa clase de empresarios muy españoles mucho españoles que abusan de su posición para explotarlos, ahorrarse cotizaciones, mejorar márgenes y pagar menos impuestos, precarizando ese país al que tanto dicen amar? 

Pero ahí está el discurso: Españoles, la culpa es de los inmigrantes que vienen a delinquir y encima se les pone casa, sanidad y educación gratis, mientras nosotros sufrimos paro y no podemos adquirir vivienda. Españoles, la culpa es de los menas, que atemorizan a vuestras abuelas y degradan los barrios. Españoles, si no fuera por toda esa gente que nos quita el trabajo, en los que se despilfarran nuestros impuestos, y que como respuesta llenan nuestras calles de delincuencia, esta nación volvería a ser una grande y libre, que es lo que se merece por derecho propio. ¡Viva el Cid!

Y resulta que es posible tergiversar, mentir, y decir todas esas barbaridades en redes y medios de comunicación sin que nadie desmienta o intervenga.  Y es tan tentador creerlas a pies juntillas, además, sin comprobar ni investigar nada… 

Así que el discurso cala, y no es que yo lo diga, o yo lo vea, es que ya están ahí, tercera fuerza política. En Europa gobiernan en Polonia, Hungría, en Francia están en segunda vuelta, en Italia forman parte de la coalición de gobierno, por no hablar de su preeminencia en Suecia, Finlandia o Dinamarca. En Rusia lleva tiempo.  

La última vez que movimientos nacionalistas, con argumentos de supremacía racial/religiosa/patria, que justifican el recorte de libertades individuales, con aclamados líderes autoritarios que hicieron uso de la propaganda y el control de medios para convencer a la población comenzaron a hacerse grandes en Europa, fue en la década de los años 30 del siglo pasado. Lo que ocurrió después lo sabemos. 

Autoconcepto y redes sociales.

Cuando tenía catorce años vivía en Palma de Mallorca, iba a un colegio femenino de monjas, llevaba un uniforme gris, y me consideraba -de hecho, creo que lo era- una niña bastante pava y aburrida. Sin embargo, mi amiga Mónica era una mujer mayúscula: repetidora que fumaba cigarros, besaba con lengua, bebía alcohol y bailaba en discotecas.  Pero esa mujer de verdad con vida de verdad y un novio de verdad -Christian-, tenía complejo con su culo, y mientras caminábamos por el patio me preguntaba ¿cómo tengo yo el culo, como esa de ahí? ¿o como esa otra? ¿se me ve así o más gorda, ¿o menos? 

Creo que ese fue mi primer encuentro con la dificultad que presenta el autoconcepto. No se trata solo de aceptarse, sino de tener siquiera claro cómo es uno mismo, habida cuenta que la mayor parte del tiempo no tenemos delante nuestra imagen, sino la idea que nuestra cabeza se hace de ella. Y cuidado con la cabeza, que aunque a veces nos imagine mejores, otras muchas nos hace peores. ¿Cómo somos al margen de ella? ¿Es posible ser al margen de ella? Y si todo esto ocurre alrededor de lo meramente físico, de algo que tiene una forma y unos límites determinados y definidos, redondear nuestro autoconcepto con la idea de la persona que somos contenida en ese cuerpo del que ya nos cuesta saber qué pensar, puede llegar a ser incluso peligroso. 

El caso es que en esa época no existían las redes sociales y, sin embargo, también éramos vulnerables, inseguros e inestables. ¿Qué ha cambiado entonces con ellas? ¿Por qué nos planteamos algo más allá de la fragilidad propia de la edad? Creo que las redes sociales no han influido tanto en la fragilidad o la inseguridad (ambas vienen de serie) sino en el grado de exposición. Cuando las redes no existían, uno estaba expuesto ante uno mismo, ante su cabeza o ante comentarios de sus amigos, que se grababan en la memoria de cada uno pero en ningún otro lugar, y, el mayor escarnio público que alguien podía sufrir era una pintada ofensiva en un muro o un banco que tardaba pocos días en ser cubierta, y no eran escarnios muy frecuentes. Ahora necesitamos reforzar nuestro concepto de nosotros mismos de la misma forma que antes, pero esa pregunta de ¿cómo estoy? ¿estoy bien? ¿estoy igual o peor que ese o esa? se responde de manera indirecta vía likes, o vía número de seguidores. De hecho, el 92% de adolescentes entre 14 y 16 años tiene perfil en redes sociales y los usan para sentirse integrados, según un estudio de Google, Fad y BBVA. 

Se trata de un pulso en el que sometemos nuestra propia imagen a la aprobación de amigos, compañeros, conocidos y desconocidos que se asoman para refrendarnos o no. Y para conseguirlo, si la realidad no nos gusta del todo, la cambiamos con poses, filtros, perspectivas, ediciones. En la vida analógica también, para tratar de mejorar, recurrimos a capas de maquillaje, labiales, tintes, dietas, gimnasios, moda y peinados, pero en redes, además de todo lo anterior, tenemos la edición de imagen fotográfica. Es increíble comprobar cómo todo el mundo se ha convertido en fotógrafo. Vas a Ikea y te venden, junto con la estantería Billy, kits de fondos para tus sesiones y sets de iluminación. Y si no, siempre quedan los filtros. Tener ojos azules o una piel perfecta nunca fue tan fácil. El caso es que realidad y apariencia se difuminan cada vez más, y nuestro autoconcepto, confuso y escurridizo, corre el riesgo de difuminarse con ellas.  

La tecnología, la moda o la cosmética ponen a nuestra disposición medios para transformar nuestra imagen y las redes sociales multiplican nuestra exposición a la hora de solicitar la aprobación propia a través de la de los demás. Y, tratando de no dejarnos llevar por el autoengaño, tratando de sobrevivir a las preguntas ¿y cómo soy yo?, ¿como esa?, cargando con nuestra necesidad de ser aceptados, o incluso un poquito queridos, ahí seguimos: pequeños y frágiles humanos, aprendiendo a ser en estos tiempos de tintes, filtros y números de likes

El porte de cada individuo, y su modo de habitar la calle.

La primera parte de la exposición de Eamonn Doyle se llama i. Me pregunto si Eamann se pronunciará Éiman o Íman. Me pregunto por qué el nombre i. El comisario dice sobre ella «Las figuras solitarias y silenciosas de i realizan tareas cotidianas desconocidas a lo largo de O’Connell street de Dublín. Aisladas casi por completo en medio del paisaje geométrico de las calles, parecen ajenas al mundo que las rodea.» El comisario no menciona que son fotografías de ancianos, de viejos, de personas mayores. Tampoco habla sobre los planos picados, muchas veces diagonales, tan abrumadoramente cerca de las solitarias figuras: los viejos. Son solitarias porque son viejos, son silenciosas porque son viejos. No solo están solos y silenciosos los viejos. Pero especialmente.

Ayer en la tele, en ese programa, hablaban de un nuevo grupo social pujante, los viejennials. Se referían a los septuagenarios que no son mayores y tienen una gran calidad de vida, y viajan, y realizan actividades intelectualmente estimulantes, y tienen una vitalidad desbordante. Pero solo hablaron de los viejennials después de hablar del éxito que habían tenido unas focas en residencias de ancianos para enfermos de alzheimer en los primeros estadios de la enfermedad. Las focas eran unos robots, de peluche por fuera y con «tamagochi» por dentro. Es decir, los viejos que empezaban a perder la cabeza se tenían que hacer responsables de su foca, y tenían que acordarse de alimentarla, acariciarla, arroparla por las noches… y tener una foca robot de la que ocuparse les hacía ralentizar su deterioro. Y en el programa aparecían dos viejecillas acariciando y besando a su foca, con esos besos sonoros, lentos y técnicos que dan los abuelos, y diciéndoles qué bonita es mi niña, y los gerontólogos aparecían muy orgullosos de los progresos y de la calidad de vida que las focas estaban procurando a las abuelas. Creo que en ese momento dije que si en algún momento llego a esa situación y queda aún alguien que me quiera, ojalá tenga la bondad de echarme veneno en la sopa. Creo que en ese momento dijiste ya sabía yo que ibas a llevarte la conversación a ese lugar. A ti no te gusta pensar en la muerte. A mí no me gusta aceptar que tendré que resignarme a cualquier forma de vida. Y sin ir más lejos, esta mañana, nada más despertarme, mientras preparabas el desayuno pensando que yo apuraba los últimos minutos de sueño, me he dedicado a hacer búsquedas de venenos en google.

De i el comisario también dice «Las fotografías se fijan en detalles de la tela y la textura, en el porte de cada individuo y en su modo de habitar la calle.» Los «detalles de la tela» desvelan pobreza, desamparo y fragilidad en esos «individuos». Y su «modo de habitar la calle» habla de lo mismo. Las chepas, la espera en un banco, las manos con artrosis que sujetan una bolsa, el bastón, la chaqueta rota, el mirar al suelo. El comisario es aséptico y eufemístico y sus palabras se estrellan contra las fotografías de formato inmenso. Esas fotografías me hacen pensar que quizás no sea fácil que cuando yo sea vieja quede alguien que me quiera. No siempre pasa. O al menos no alguien que, aun queriéndote, pertenezca a tu día a día. O a un día a día lo bastante frecuente. La vida puede ser maravillosa, pero también muy cabrona. Lo bastante frecuente como para poder decir, en susurros, estoy bien jodida, y que te abracen y te dejen decirlo. A nadie le gusta escuchar penas. Normalmente la réplica es la negación. No, en realidad no estás mal. Tú no lo sabes pero estás bien. Solo le puedes contar penas a gente que te quiere, pero no a toda. A poca. Como a ti, que ayer te dije que querré veneno en la sopa en el momento en que el sentido de la vida sea acariciar un peluche.

El mismo pánico que le tengo yo a la longevidad se lo tienes tú a la muerte prematura. Entre los dos supongo que formaríamos un tandem equilibrado de miedos mortales. Y también tiene sentido, porque la muerte prematura es devastadora para quien no muere. En el momento de llegar a k solo me doy cuenta de que la historia que tiene detrás es poderosa pero no del cierre del círculo. k llega para Eamonn al morir su madre. El hermano de Eamonn había muerto con treinta y tres años de forma repentina y su madre nunca se había repuesto. Los hijos no deben morir antes que los padres. Ese es un miedo que yo no tengo porque no tengo recursos para poder afrontarlo. El recurso de la madre de Eamonn fue escribirle cartas a su hijo muerto. Al morir la madre, Eamann crea k, una serie de fotografías en las que una figura espectral cubierta por un manto es azotada por el viento, la luz, el agua. Dice el comisario «Entretejidos en esta meditación sobre el dolor y las fuerzas que nos atan están los fantasmas de los irlandeses atlantes». Hoy es el cumpleaños de mi abuela. Se lo digo a mi madre que sé que lo sabe y sé que se acuerda, pero más como una forma de decirle que yo también me acuerdo. Habría cumplido 93 años, me contesta. Eso sin embargo no lo sé. Ni siquiera sé si murió hace tres años, cuatro o cuántos. Entre mis miedos también está el que mi madre se haga mayor. Mi padre también, pero si pienso en ello aparece primero mi madre, me debe preocupar más. Y tampoco debo tener demasiados recursos para lidiar con esa pena, porque me siento más cómoda afrontando mi propia degradación, hasta divertida en cuanto llega el pensamiento del veneno en la sopa.

Salimos de la exposición. Sigue haciendo un día espléndido. En la calle una señora está sentada en un poyete y le cuelgan las piernas. Habla por teléfono. Parece una niña. Me dan ganas de darle un abrazo. Brilla el sol. Hoy puedo brincar y brinco. Puedo bailar y bailo. Puedo reír y río. Todo está en pie. Y tú. Soy feliz.

Por fin los ciervos

Un día, cerca de un fin del mundo, mantuvimos una conversación absurda. Pregunté en voz alta, y desde luego sin pensar, desde cuándo Europa se nombraba Europa. No se trata de una pregunta que formulara desde la nada. Mientras tomábamos café, en un rato de aparente silencio, me había detenido a pensar en otro nombre que había leído varias veces esos días. Los picos de Europa. Y entonces me había dado por pensar por qué los habían llamado así. Llamar Los picos de Europa a Los picos de Europa, cuando en el continente hay cordilleras mucho más elevadas e imponentes, como los Alpes, Pirineos, Urales o la cordillera del Cáucaso… me había parecido tan pretencioso que ese nombre, Los Picos de Europa, solo podía provenir o bien de la ignorancia, o bien del chovinismo. Salvo, claro, que Europa, cuando fuera nombrada Europa, no comprendiera la misma extensión que es ahora. Unos Picos de Europa -en cualquier caso- habría resultado más acertado. O salvo claro, también, que no se estuvieran refiriendo a Europa continente sino a Europa diosa, y se tratara de algún tipo de ofrenda o tributo. Hacía mucho tiempo que no manteníamos conversaciones inútiles. Y solo después de mantenerla me di cuenta de que las echaba de menos.

Por la mañana habíamos estado postergando una conversación útil acerca de adónde ir. Las conversaciones útiles me asfixiaban. Creo que sencillamente se trataba de una falta de aire. Así que con el objeto de no vararme en una de ellas, tomé la decisión de que por la mañana seguiríamos el plan previsto inicialmente. Y después de comer jugamos a un juego. Yo señalaba un punto en el navegador, sin que tú supieras cuál es. Y tú conducías sin saber hacia dónde siguiendo las indicaciones. Habría carreteras secundarias, habría bosques, habría luces y sombras, habría montañas y precipicios, habría tanta belleza en el camino que daría igual dónde estuviéramos cuando el navegador pronunciara su «ha llegado a su destino». Y nada más.

Cuando llegamos al destino supimos que sí había un propósito en él. Un acantilado quedaba a nuestra izquierda, y, según avanzábamos, la certeza de que no habría un lugar para dejar el coche iba siendo mayor. Además, cada vez eran más los coches que veíamos aparcados en el arcén. Te obligué a dejarlo allí, en un lugar no establecido, no señalizado con líneas blancas pintadas en el suelo, y poco convencido accediste, y continuamos a pie. No había mucha gente y la que había estaba tomando el camino de vuelta. El camino a pie continuaba bordeando el acantilado. Se veía una playa allá abajo, en vertical, abierta entre dos grandes peñones. Yo sabía cuál era su nombre puesto que había pulsado ese punto en el mapa. La playa del silencio, y, al margen de su nombre, al verlo supe que se trataba del fin del mundo. Pero, para no pecar de ignorancia ni de presunción, lo dejaría en un fin del mundo. Allí se terminaba todo, y ante ese espectáculo lo menos que podía uno hacer era callarse, y admirar.

Llegar hasta allí abajo era sencillo: había que tomar un camino empinado rodeado de vegetación y flores, y después unas escaleras. Subir sería otra cosa. Ya he contado que las gentes ya volvían cuando nosotros llegamos. Y al cruzarnos con unos iban diciendo joder, con esta subidita tengo el chorizo y los garbanzos de la comida…. mientras, otro preguntaba y cuándo cenamos. Me di cuenta de lo acertado del nombre. Las palabras pueden hacer mucho daño. Las palabras son capaces de banalizar un fin del mundo imponente y sagrado. Y no hay castigo para eso. O quizás sí. Me habría gustado que fuera tan sencillo cerrar los oídos como cerrar los ojos, para mantenerme a salvo, para mantener a un fin del mundo a salvo de la degradación. Hasta qué punto todo es frágil. Ni siquiera un fin del mundo, que ha tenido a bien terminarse con bosques, y flores y acantilados, y una playa, y un sendero, y una luz que colorea de plata el mar que concluye lo demás hasta el horizonte, ni siquiera él está a salvo de la degradación, de convertirse -palabras mediante- en un vulgar destino turístico donde hacer tiempo y fotografías entre comida y comida.

El suelo de la playa no era de arena sino de piedras de cantos rodados. Allí solo hay dos niños pequeños. Juegan con las piedras. Una playa así les ofrece diversión durante horas. Nos sentamos algo alejados, y solo escuchábamos el ruido de las piedras al chocar contra el mar, y al propio mar. Nos tumbamos en unas rocas suaves, con formas anatómicas que nos acogían. Fumamos. Contemplamos un fin del mundo que desde entonces y en adelante ya sería nuestro. Me besaste. Y por supuesto no mantuvimos ninguna conversación acerca de la cena, ni pensamos dónde iríamos después, al salir de allí, ni ninguna otra conversación útil con la que romper ese lugar sagrado. Que lo era por su propia belleza, pero también y sobre todo, porque, conscientes, le estábamos otorgando ese valor.

Al salir de allí continuamos con el juego. Pulsé un lugar en el mapa. Resultó ser un pueblo de pescadores. Las casas eran de colores y en muchas había un cartel de Se vende. La entrada al pueblo era la única zona en llano, el resto del pueblo se iba alzando en vertical. Tomamos café, caminamos un poco, vimos un ciervo. Quizás en esta ocasión sí podría decir que no era un ciervo, sino el ciervo, nuestro ciervo. Ese que está representado en nuestras espaldas, y tuvo a bien hacerse símbolo de carne y hueso aquella tarde. Para nosotros. Y según iban pasando las horas me daba la sensación de que yo era cada vez más yo y que tú eras cada vez más tú. Y que por eso podíamos volver a vernos otra vez, del todo.

Me pregunto si siempre hace falta alejarse para encontrarse, para estar cerca. A diario hay mucho ruido. Hay ruido por todas partes. Todo el tiempo. Me pregunto cómo hace el resto del mundo para sobrevivir al diario. Incluso a un diario que ama. A un diario que amo, y al que estoy deseando volver después de un par de días alejada de él tanto como antes de irme necesitaba dejar lejos. Leo en un artículo que contiene una entrevista a Rafael Argullol, y que se llama «La memoria es nuestro mito» -el título ya por sí mismo justifica la lectura- que «el hecho de viajar supone para la persona que realiza tal acción el despojarse de cualquier rol de su vida diaria; digamos que viajar nos ayuda a ser más nosotros mismos, libres de cualquier atadura. Argullol se mostró totalmente de acuerdo con esta afirmación, y añadió que esto es así «porque desplaza al hombre de sí mismo y le hace mirar desde otro lado, otro territorio».

Quizás el problema sea identitario. Yo soy tan yo libre y desplazada desde ese otro territorio, como yo llena de las obligaciones que yo misma he elegido, y de las inercias y el ruido que me imponen. Y no existe la una sin la otra, y si una de las dos se diluye la otra sufre, y aquí estamos siempre tratando de conservar un equilibrio inestable, imposible, el propio, el nuestro. Olvidando y recordando de nuevo cómo se juega.