Cafés esporádicos con Cristina

Encontré a Cristina una tarde, de forma casual. Quizás debería decir que ella me encontró a mí, porque cuando la reconocí sentada en aquella terraza de mi barrio ella ya se estaba levantando y se acercaba con una sonrisa enorme. Fue apresurado. Ella estaba con alguien, yo acompañaba a mi hijo al médico e íbamos con la hora justa, acordamos concertar una cita y vernos un día. Si ella no me hubiera visto y no se hubiera levantado a saludarme, ¿me habría acercado yo? Quizá no. Mi amigo Rafa decía que cuando llevaba más de dos años sin ver a alguien dejaba de saludarlo si se lo encontraba por la calle. Todo tiene un tiempo, pero no a todo se lo preestablecemos. Yo lo he hecho con la ropa, considero innecesaria y prescindible toda prenda que no me haya puesto en toda una temporada, pero con los amigos no. Sin embargo me alegró sinceramente que Cristina no fuera Rafa, quien no me saludará si nos encontramos, y saltara de la silla. Y también que pocas horas después me escribiera un mensaje, y que nuestros propósitos no hubieran resultado meros formalismos sociales.

Nos vimos unas semanas más tarde, coincidir no es tan sencillo. De nuevo ella me lo vuelve a poner fácil y la cita es en mi barrio, un lunes, los lunes ella está en mi barrio. Me concentro en recordarla mientras la veo. Sí, es ella, es su mismo pelo, es su misma cara (no ha envejecido), sus ojos me parecen un poco más claros, es su voz, y definitivamente es su forma de hablar. Habla suave y despacio. Me pregunto si habrá gritado alguna vez. Me resulta imposible imaginarla gritando, y me gustaría saber hablar así, suave, y me gustaría haber sabido siempre hablar así, suave, y eliminar de mi memoria todos los gritos que he gritado, todos los tonos elevados, cada vez que he resultado agresiva. A veces tiembla un poco. Cuando la miro recuerdo ese temblor suyo, pero ahora que intento recordarla sin mirarla al mismo tiempo dudo si el temblor es en su boca, en su ojo o un poco en la mano que mueve mientras habla. Me cuenta que no ha vuelto a tocar la flauta travesera y que ha dejado el teatro. Me cuenta que ha estado escribiendo relatos y que se ha apuntado a un coro. Me dice contenta que no es buena en nada pero que desarrolla su creatividad, y que eso le hace sentir bien. Me dice que había pasado muchos años pensando que era de ciencias y que no era creativa, y que ahora se da cuenta de que sí, que sí lo es. Yo le cuento que he dejado de escribir, que sigo con la editorial aunque tengo con ella una relación de amor-odio, que sigo tocando la batería y que ahora ando pensando en la posibilidad de aprender a tocar el piano. Según lo digo en voz alta siento vergüenza. También se lo conté al coach en prácticas con el que mantuve tres sesiones que forman parte de sus prácticas y con las que aún no he entendido muy bien en qué consiste esa cosa que se llama coaching, pero yo hablaba con el señor, y cuando veía que a él le parecía bien por dónde iba el discurso incidía, porque me gustaba que se sintiera contento. En la tercera sesión lo hice muy bien porque a mi coach se le notaba exultante, y pensé, pues bueno, yo creo que lo he hecho bien. Y recuerdo que le hablé mucho del piano, y cuanto más le hablaba más contento se ponía. Cuando terminó la sesión tuve la misma sensación de vergüenza. Como si estuviera haciendo planes que nunca fuera a llevar a cabo realmente, y no solo haciéndolos, sino contándolos en voz alta, con apariencia de verdad. El caso es que a Cristina le conté lo del piano. No sé si para engañarla a ella, para presionarme a mí, por pura incontinencia verbal. Además de mi tono de voz me gustaría quitarme esta costumbre de contar cosas que en realidad no tengo por qué contar, y menos si no existen. Prefiero hablar de lo que sí existe. Los proyectos me comprometen. Casi siempre me arrepiento de todo lo que cuento cuando hablo con otras personas. Casi siempre me propongo escuchar mucho y hablar poco. Casi nunca cumplo.

En un momento dado sale el tema de la empresa en la que trabajamos juntas, donde nos conocimos. Es curioso, allí nos llevábamos bien, pero si hubiera tenido que apostar con cuál de las personas con quienes me relacionaba mantendría el contacto una vez fuera, creo que no habría apostado por ella. Cristina me dice que a ella ya se le ha pasado el enfado, aunque cuando me vuelve a explicar que nunca entendió el por qué todo terminó como terminó aparece el temblor. Creo que es en la boca y en la mano. Dice que piensa en todas las cosas positivas que ha supuesto para ella, y que son más numerosas que las negativas. Yo no pienso demasiado en ello, lo primero que siento al pensar en esa época es amargura, sin embargo, eso no significa que tenga un trauma. Hubo experiencias buenas pero no terminó bien, y eso queda, como otras malas experiencias. Supongo que es inevitable explorar las raíces de nuestra amistad, pero me gusta más la Cristina que no supe ver en esa empresa y descubrí después, tomando cafés esporádicos. También me gusta más quien soy yo ahora, incluso hablando alto y de más.

Unos días más tarde me dices que me vas a regalar un piano. Miro los precios y me asusto, y falta afinador y transporte, miro lo que ocuparía en casa, los libros que hay que reubicar, la pérdida de espacio en un lugar común como el salón. Pienso en los engaños. Consulto en la web de una escuela. Dicen que hacen falta veinte minutos diarios. Dicen que no hay que comprar a lo loco. Dicen que en todo caso hay que comprar. Me imagino contando una y otra vez que quiero aprender a tocar. Imagino el salón con un piano convertido en mueble, con plantas encima y libros y hasta un cenicero, y a mí de nuevo una y otra vez, prometiendo. Me enseñas por la noche unas cuantas fotos de pianos de ocasión en Wallapop. Te contesto irritada, con ese tono de voz que me gustaría no tener. Te digo que me hacía ilusión un piano, pero que no es sensato comprar un piano. ¿Cómo lo habría dicho Cristina?

A veces me pregunto si Cristina y yo nos volveremos a ver. Ahora diría que sí, pero sé que cada vez puede ser la última. Le pedí que me enviara alguno de sus relatos, no lo ha hecho. Eso tampoco tiene por qué ser preludio de nada. A lo mejor le da miedo que no me gusten, como a mí me da miedo no tener la voluntad de aprender a tocar. ¿Nos volveremos a encontrar? Y si no es así, ¿tomaré yo la iniciativa? ¿Lo hará ella? En cualquier caso los lunes ya no podrá ser. He reservado una clase.

Capítulo 2. Las ventajas de la autolisis.

El lado positivo de haberse intentado suicidar era que no lo había conseguido. El terapeuta le había pedido a Raquel que apuntara en una libreta un aspecto positivo de todo aquello que le sucediera en el día. Esa ventaja no la tenía tan clara, porque también gracias a no haberlo conseguido seguía cansada, y tenía que hacer muchos esfuerzos para permanecer viva todo el día. Vivir era una tarea muy pesada y muy larga. A veces era tan pesada que no conseguía aguantar hasta la noche, y a media tarde, o bien después de comer, se tomaba dos ansiolíticos en lugar de uno, se metía en la cama y se quedaba durmiendo hasta el día siguiente. Antes de su ingreso en el hospital también lo hacía, pero como todavía no tenía ansiolíticos propios, se tomaba una de esas pastillas que tenía su madre para dormir, o para las crisis de nervios. En su casa siempre había alprazolam o diazepam. A veces también se acercaba al mueble bar, cogía alguna de las botellas y bebía a morro directamente. No demasiado. No siempre de la misma. Mientras el alcohol iba quemando su esófago virgen, tomaba el camino de regreso a su dormitorio. Al principio le escribía un whatsapp a su madre. Mamá, me duele la cabeza, no me despiertes. Las migrañas son valiosas como pasaporte para abandonar la partida. Esa era una buena herencia. Todavía no sabía que tenía que buscar el lado positivo a todo, pero en un futuro podrá apuntar en el papel de las ventajas -en este caso concreto, a las ventajas de su herencia genética-: migrañas. Poco a poco, conforme sus estados de letargo vespertinos se fueron normalizando dejó de anunciarlos. Si su madre llegaba a casa y se encontraba su habitación a oscuras sabía que no iba a salir de allí para cenar, que estaría durmiendo hasta la mañana siguiente. A su madre solo le pareció extraño las primeras veces. En alguna ocasión lo comentó con alguna compañera. Lo normal es que los jóvenes vayan adquiriendo unos horarios anárquicos, no te preocupes. Dejan de dormir por las noches, comienzan a dormir por el día. Le recomendaron el visionado de un vídeo llamado «El cerebro adolescente». Quizás normalizar consistiera en en perder el extrañamiento. Su terapeuta le había permitido continuar apartándose por la tarde si algún era especialmente duro, pero le había puesto una norma. Como máximo una vez por semana. Así que ahora tenía que seleccionar bien la dureza de los días y apartarse en el correcto. Todavía no sabía muy bien por qué asumía como dogmáticas las normas de su terapeuta, pero el hecho es que lo hacía.

El otro lado positivo de haberse intentado suicidar es que en clase todo el mundo la trataba con mucho cuidado. A veces el cuidado le gustaba. Era un cuidado sensible, como se cuidaría un negativo de Robert Capa, una copa de cristal veneciano, un libro de portadas color crema. Casi siempre. Pero a veces era el cuidado que se pone al caminar en un campo de minas, lleno de miedo. Raquel trataba de obviar esas sensaciones. Las sensaciones no son más que sensaciones. El terapeuta a veces formulaba unas sentencias poco esmeradas. Raquel lo miraba en esas ocasiones con desconcierto y él entonces se disponía satisfecho a desarrollar y explicar. En aquella ocasión se refería a la conveniencia de separar los hechos de las interpretaciones que se le otorgan a cada hecho. Teóricamente nadie en el centro escolar sabía nada de lo que había ocurrido. Sin embargo todo el mundo había cambiado. ¿Qué sabían entonces? ¿Por qué esos cuidados extraordinarios? De pronto, Nathalie e Irene la acompañaban siempre. Antes ya eran amables con ella, pero desde la distancia. Ahora estaban pendientes todo el tiempo. Si iba al baño alguna de ellas la acompañaba, en el recreo también, o a la salida. Los profesores le preguntaban constantemente si se encontraba bien. A veces se aburría y decía que necesitaba ir al pasillo, y preguntaban estás bien? estás bien? dos veces, y accedían a su petición. Pero de una forma extraña, porque entonces iba detrás de ella Nathalie o Irene, que perdían clase también. Y eso comenzaba a resultar un tanto irritante. Y entraba de nuevo a clase y preguntaban estás bien? estás bien? y si no había hecho los deberes recibía una amplia sonrisa por respuesta, no te preocupes, poco a poco, estás bien? estás bien? y entonces Raquel se sentía rellena de napalm, e imaginaba a su profesor de matemáticas caminando por un campo, ella estaba en el medio, y él entonces llegaba a un punto en el que no seguía avanzando y eran Nathalie e Irene las que llegaban corriendo porque él las enviaba, y a un metro le pedían que las acompañara, y ya se quedaban ahí, y nadie la tocaba. Nadie podía tocarla, nadie podía atravesar esa carne que la rodeaba, esa cara, esa boca, ese pelo negro y liso, esas manos suaves y torpes, ni una vez atravesada podrían sortear su esófago maltrecho, ni su vientre ni su sangre, ni podría jamás fundirse en ella, encontrar a esa Raquel que estaba tan lejos de todos, que al sentir otro cuerpo tratando de entrar pondría en funcionamiento toda esa carga explosiva. Y adiós Nathalie. Adiós Irene. Adiós profesor de matemáticas. Adiós Raquel. Y entonces se daba cuenta de en eso consistía su interpretación de una sonrisa.

Capítulo 1. Estar triste es un tabú.

Raquel no quería disgustar a su madre. Ni siquiera era consciente de que no quería hacerlo, pero de alguna forma intuía que no debía estar triste, de la misma forma que nadie se lo había dicho pero sabía que no debía decir que se excitaba cuando se ponía el vaquero super skinny que le rozaba el coño al andar. También sabía que no podía hablar de la abuela.

Cuando estaba sola en casa, a Raquel le gustaba fisgar en los cajones y los armarios de su madre. A veces sacaba los álbumes de fotos. Otras veces jugaba con los pastilleros. Tenía uno de nácar con un cierre dorado que le costaba abrir porque tenía los dedos gordezuelos y se mordía las uñas. Le gustaba sacar la ropa que era bonita y que jamás le había visto puesta. Se la probaba, se ponía zapatos de tacón, subía las persianas y, como a pesar de ser de día no lograba más que una penumbra que venía del patio, encendía la luz eléctrica. Su madre nunca le dejaba encender hasta pasadas las siete. Esa mañana se había probado el vestido de fiesta. El verde. Su madre no estaba y dio la luz, porque no podía tener puesto esa prenda de gasa verde y cuerpo de lentejuelas, y unos zapatos con un tacón alto y fino, y no verse. Raquel caminaba vacilante. Podía caer en cualquier momento pero no lo hizo. Paseó varias veces a lo largo del pasillo, y se iba mirando en los reflejos de los cristales. Al andar se levantaba la falda para verse los zapatos. Y se ponía de perfil para ver el aspecto que tenía tal alta. Al final terminó equilibrando un poco los pasos. Quería ser ya mujer, poder ponerse ya ese vestido. Salir a la calle con él. Sospechaba que nunca sería tan guapa como entonces. Quería crecer bien. Tenía miedo de no saber hacerlo.

Cuando se cansó de caminar y se quitó el vestido se contempló desnuda frente al espejo, solo con las bragas y los zapatos de tacón puestos. Se acarició el pecho infantil, la tripa un poco prominente coronada con un ombligo cicatrizado en queloide. Lo tapó con la punta del dedo índice, y se le escapó un ring. Es un recuerdo inventado. Se imaginaba que tenía una abuela con el pelo blanco, la piel lisa y los ojos azules que ella no había heredado. Su abuela le contaba historias y le hacía cosquillas. Cuando terminaba, después de haberle hecho reír hasta llorar, para ayudarla a tranquilizarse, hacían un concurso de serio, y Raquel siempre perdía porque la abuela, cuando se ponía, podía ser muy seria. Y muy hija de puta. Por eso se marchó un día y dejo a su madre sola. Pero los nietos son otra cosa y a ella sí que la quería. A veces le echaba la culpa a su madre de no tener abuela porque había sido muy difícil. Ella misma lo decía. Raquel se preguntaba sombría qué habría heredado de sus mujeres, la una difícil y la otra hija de puta. Los ojos azules no. Su madre alguna vez la había llamado loca. Eso a Raquel le daba miedo. Y a su madre. Cuando la abuela ganaba el serio pulsaba el ombligo de Raquel con el dedo índice, y hacía ring ring, y se convertía en un timbre. A Raquel le daba un poco de vergüenza porque ya era un poco mayor para ombligos que se convierten en timbres, pero no le decía nada a su abuela, la sonreía, no quería que se enfadara, quería retenerla, la abuela no era fiable, ni siendo invisible.

Cuando era más pequeña su madre la escuchó un día reírse de cosquillas. Raquel se había salido del baño y estaba desnuda encima de la cama, aún con la piel húmeda. Se hacía cosquillas a sí misma y se reía a carcajadas. ¿Qué haces, Raquel? Juego a las cosquillas. Eso no está bien. ¿Qué no está bien? ¿Las cosquillas? ¿Jugar sola? Jugar sola no era recomendable. Cuando su madre la llevaba al parque siempre le decía que fuera a jugar con otros niños y que le dejara un rato en paz. A ella le daba vergüenza a veces hablar con otros niños y prefería sentarse en la arena. En la arena siempre había objetos interesantes con los que entretenerse. Piedrecitas principalmente. Cuando Raquel se quedaba sola en el arenero su madre se ponía nerviosa. Le parecía que ese no era un comportamiento apropiado de una niña normal. Quedarse sola era de niños raros, de niños con problemas sociales. Así que le pedía nerviosa que fuera a jugar con otros niños, y cuando Raquel no obedecía se acercaba hasta ella, le cogía de la muñeca y se la llevaba a empellones hasta el grupito de niños más cercano. La presentaba y obligaba a los demás niños a dejarla jugar. Raquel se sentía odiada de forma inmediata. A los niños no les gusta que se les impongan los afectos. Ni jugar con una niña callada que llegaba a rastras y que no quería jugar tampoco y que también los odiaba.

Así que Raquel, descubierta con el juego de las cosquillas entendió que el problema era jugar sola. Para tranquilizar a su madre le dijo que estaba jugando con la abuela invisible. No entendió que su madre se acercara tan deprisa, haciendo ruido con sus pisadas, ni que le sujetara las dos muñecas y le zarandeara, ni los gritos, nunca, nunca vuelvas a jugar así, como las locas, me has oído? A veces eso hacía Raquel. Se inventaba que tenía una abuela inventada y se inventaba también que su madre la descubría jugando aparentemente sola, y se inventaba que no lo entendía y que perdía los nervios. O eso no se lo inventaba. En cualquier caso, Raquel prefería no hacerlo, no disgustar a su madre. Colgó el vestido verde en la percha. Metió dentro de los zapatos la horma de cartón, los cubrió con la bolsa transparente y cerró la caja. Apagó la luz y se tumbó en el sillón a ver vídeos.

Los usos de un boli

Roberto dice que por eso siempre lleva un boli en el bolsillo. Después mueve el alfil al c4. Juega con blancas. Roberto se enciende un cigarro. Iván lo dejó hace un año y medio. Roberto normalmente es un tipo tranquilo, pero cuando le tocan los cojones se vuelve loco. Iván lo mira y lo ratifica. Es verdad, como cuando vinieron el novio ese con todos sus amigos. Lo esperaron a la salida del instituto. Querían matarlo. Era injusto. ¿Y tú qué harías? ¿Qué harías si te acusaran de algo que no has hecho? Pues eso, volverse loco. Se plantó delante de los quince y levantó la cara dispuesto a llevarse las hostias mientras continuaba diciendo os voy a matar a todos. Algunas se llevó. Y pasó que llegó la policía y le dio pena, y dispersó a los agresores, y a él lo dejaron ir sin hacer preguntas.

Iván dice que pueden dejarte a dormir y que no avisan a tus padres. Roberto dice que no, que él lo sabe bien. Si eres menor están obligados a llamar a tus padres. Te dejan o no a dormir en función de lo que hayas hecho, o en función de cómo sea el tío que te haya detenido, o en función de cómo te hayas puesto tú. Si vas así, de buenas, y no has hecho nada, si solo es posesión o algo así, nada. Si es por violencia, o si te pasa como a él, que te vuelves loco, pues entonces sí te pueden llevar. En comisería hace frío. Iván lo corrige, se dice comisaría. Roberto se irrita. Y qué más da. No da igual. Le avergüenza decirlo mal. Por eso se irrita. Le avergüenza que precisamente sea Iván quien lo corrija. Pero lo pasa por alto. En la comisaría hace frío. A veces te dan una manta. Algunos incluso te preguntan si fumas. Y si dices que sí, cuando llevas ya un rato ahí metido, te preguntan que si quieres fumar uno, y te acompañan, y se fuman uno contigo. A veces puede que charles un rato con él. De la vida. También hay buenos tíos en la policía. Otros no. Como en todas partes.

Iván le dice que debería controlar su temperamento. Iván es más tranquilo. Cuando Roberto pierde los nervios lo deja estar, se va, espera tranquilamente hasta que se le pasa. Roberto no es el único que tiene un temperamento desbocado, sin ir más lejos, el tipo que vino el otro día a pegarle una paliza a la salida del instituto. Roberto no había hecho nada. Fue por culpa de Diego, que se pasó diciéndole cosas a una tía del instituto. La tía tenía un novio. La tía le fue con la historia al novio. Está claro que hizo mal la descripción. Diego no es negro y no es tan alto. Pero a saber la tía. O a saber el novio. Llegó allí con su banda buscando sangre y no justicia. Le diferencia de Roberto que es capaz de mantener la furia en el tiempo, Roberto no. Quizá es más explosivo en el momento, quizá en el momento no piense. Roberto en el momento lo habría podido matar, pero jamás habría ido tres días más tarde ya en frío.

No es la primera vez que escucha algo así, que debería controlar su temperamento. Dos tardes antes se lo había dicho su novia. Lleva con ella un año. Su aniversario había sido hacía dos o tres semanas. Le había escrito un mensaje que quería ser literario además de ser de amor, pero no lo había conseguido del todo, y lo sabía, y por eso había escrito después «no lo sé hacer mejor, pero es lo que ahi». Y sus compañeros en clase lo habían puteado a base de bien, por lo cursi, por la disculpa y por la falta. Con ella está tranquilo. Juegan al ajedrez. La otra tarde habían ido a Orcasitas. Salieron del metro. Iban de la mano. Un tipo los empezó a mirar y Roberto no bajó la mirada. Roberto mira alto. El tipo calculó mal su porte y según se fueron acercando y comprobó las dimensiones reales de Roberto bajó la mirada y se dio la vuelta. Roberto no había soltado la mano de su novia y pudo comprobar que temblaba. Cuando volvieron a quedarse solos le increpó. Por qué tenías que mirarlo así, nos pones en peligro. Pero Roberto sabe que no porque lleva un boli en el bolsillo.

Iván se burla. Él tiene un amigo que un día llegó con un machete enorme escondido en el tubo bajo el manillar de la bici. Estaban en un parque, se bajó de su bici, plegó el manillar y dejó al descubierto el cilindro que debería estar hueco pero no lo estaba. Dentro escondía el machete. Roberto lo escucha y enciende otro cigarro. Ese tipo no iba a usarlo, hermano. La gente que lleva armas y las enseña lo hace por presumir. Cree que enseñando las armas va a quedar bien. Pero las armas no son un juego, primo. Con un arma puedes matar a alguien. Roberto, cuando está tranquilo, piensa con claridad. Las armas no son un juego, hermano. Lo primero, tienes que intentar solucionarlo, si no es posible huir, y ya, si no es posible, pues entonces sí, agarras el boli y con él al cuello, que prefiero que llore la madre de otro que la mía, hermano. Pero matar a alguien no es un juego. Es una cosa muy seria, hermano. Roberto habla dando por hecho que él no caerá. Así que solo por si acaso, y como último recurso, lleva el boli en el bolsillo.

Déjese querer por una loca

Se imaginaba a sí misma fumando opio, tumbada en un camastro en una estancia oscura con otros muchos camastros alineados, en medio de un ambiente denso y oscuro. Xuezhen freía fideos y había encendido la campana extractora. Se escuchaba el rugido atronador, también el crepitar de la fritura y golpeo de sartenes. La humareda se colaba por la cocina y rebotaba con el plástico protector que habían colocado en la barra. Ella ya no lo notaba, pero le olía a comida el pelo, la bufanda rosa, la camisa, los pantalones, las bragas, su sueño. Tenía que concentrarse fuerte en el opio. Si se concentraba fuerte salía de allí y era la mujer predestinada a salvar a la estirpe Xin y a ser proclamada emperadora y no emperatriz. Emperatrices eran las mujeres de los emperadores. Ella sería la primera mujer en ostentar el poder absoluto.

Xuezhen tosió varias veces mientras seguía preparando el pedido. Cuando se escondía en la cocina se quitaba la mascarilla. Tose directamente sobre los alimentos. La mujer de la bufanda rosa asoma la cabeza para mirar en la cocina y comprobarlo. En su cabeza aparecían nítidos los aerosoles infectados de millones de seres malignos -son verdes- dispersándose por los fideos, por el pollo teriyaki, por las gyozas. Y no se quedaban ahí, continuaban dispersándose por el resto del aire de la cocina, invisible para todo el mundo menos para ella, nacida para grandes cosas, como ver las inmundicias microscópicas de su tío contaminando el aire de la cocina, aire que traspasaría rápidamente la cortina de tela que la separa de la barra hasta chocar contra esa barrera de plástico que los protegía frente a los peligros externos, y los condenaba a los propios. Yihui sintió náuseas.

Con el opio, Yihui era capaz de discriminar visiones, y no olía a salsa de soja y pollo. A veces se quedaba mirando a través de la lona de plástico el comedor que nadie usaba. Miraba los farolillos rojos junto a las lámparas castellanas. Miraba la pared de ladrillo visto y el marco granate de los ventanales de medio punto. Veía ese lugar a diario, por eso ya no se preguntaba nada. Había terminado aceptándolo con naturalidad. Como la redondez excesiva de su cara, su pecho plano, sus piernas delgadas y algo arqueadas, o su pelo demasiado graso. Cuando se cansaba de mirar se daba la vuelta, y concentraba su atención en la tela que servía para separar la cocina de la barra. En ella estaba estampada una mujer con moño alto, cara blanca, kimono rojo, belleza extrema, poder absoluto. La última heredera de la dinastía Xin. Efectivamente. Ella.

Xuezhen apartó brusco la tela haciendo desaparecer a Yihui y le dio varios recipientes. El ruido de la cocina había desaparecido. La mujer de la bufanda rosa los metió dentro de una bolsa, apartó la barrera de plástico, abrió la puerta y le dio la bolsa a otro hombre, que a su vez la metió en la maleta de una moto, se puso el casco, y se alejó conduciendo los dos o tres primeros metros por la acera. La mujer de la bufanda rosa respiró un par de veces el aire frío antes de volver tras la barra a soñar que fuma y que es mejor de lo que es.