Un pequeño pinball

Esta mañana he leído un artículo que habla sobre los vínculos débiles y los vínculos fuertes con la finalidad de hacer un alegato en pro de la importancia de los vínculos débiles para sentirse menos solos y más felices. Supongo que lo llamativo es que lo que cualquier persona esperaría es que ese alegato se produjera en pro de los vínculos fuertes, pero no. Hoy he llegado a la oficina muy temprano y por eso me ha dado tiempo a leer el artículo en prensa antes de hacer las maletas. También he tomado un segundo café y me he fumado mi tercer cigarro del día. Me gusta coger el periódico antes de que lo manoseen. Me gusta que, además de comprar el Expansión y el Cinco Días y el Mundo y el ABC, los socios compren también El País. Creo que en la oficina no tengo más que vínculos débiles. De alguna u otra forma ellos contribuirán a que me sienta menos sola y más feliz, aunque todavía no sepa de cuál.

Ayer estuvo en la oficina la novia de Jacobo. Quería ver cómo era el lugar donde había trabajado, y todo el mundo estaba tan desconcertado que Sergio Lombardo del Olmo, la recibió y la acompañó en silencio sin levantar la vista del suelo hasta el sitio donde solía sentarse Jacobo, casi como con sentimiento de culpa, como si lo hubiera matado él. En realidad no tenemos sitios fijos establecidos, aunque sí hay una cierta distribución jerárquica. Los socios están en los despachos con puertas de cristal. Parecen peceras, en especial el de Cristina Arteta, que fuma mentolados de una forma compulsiva, a veces se ve su silueta. Los gerentes también tienen despachos. Los senior se sientan en las mesas de la izquierda y los asistentes en el resto de las mesas. Los asistentes somos los más numerosos. También estamos jerarquizados. Asistentes de primer año (A1) y asistentes de segundo año (A2). Yo soy A2. El año pasado estuve bastante tiempo en la oficina y tenía un sitio muy fijo. Este año ya no. Me siento donde puedo. Como ayer, cuando vino la novia de Jacobo y la visita me encontró sentada justo a espaldas. Si hubiera venido hoy no me habría enterado, porque hoy salimos a un cliente. Pero vino ayer. Hoy hemos cargado nada más llegar las carpetas y los portátiles en dos trolleys negros y hemos cogido un taxi. Vamos a un cliente pequeño y el equipo lo formamos Joaquín Latorre y yo. Joaquín era amigo de Jacobo. No sé si amigo amigo, pero sí amigo de su promoción. Creo que su vínculo sería intermedio. Ni débil como el que se tiene con el camarero del Bibey, ni fuerte como el que tienes con una persona con la que puedes llorar. De esos vínculos intermedios no hablaba nada el artículo. El año pasado los dos eran A2 y este año senior. Joaquín no habla mucho y aunque es serio no habla de cosas serias salvo cuando habla de trabajo. Creo que es el tema del que se siente más seguro hablando. No tengo mucha confianza con Joaquín Latorre. No sé de qué hablar con él, me cuesta mucho trabajo cultivar vínculos débiles. Me cuesta manejar la intrascendencia.

No es la primera vez que trabajo con Joaquín Latorre. Trabajé con él justo cuando entré en esta firma el año pasado, y yo era A1, y él era A2. Nuestro equipo era grande. Conmigo, de primer año, también estaba Óscar. Con Joaquín estaba Jacobo. Jacobo y él hablaban siempre en clave de humor, siempre de tonterías que mezclaban el ingenio y la fantasmada. Intrascendencias cómplices de vínculos medios. Teníamos un despacho bastante pequeño y cuando ya era tarde fumábamos dentro. Fumábamos Jacobo, Belén Alonso -la gerente- y yo. También había un senior, pero no recuerdo su nombre porque se fue de director financiero justo cuando terminamos el trabajo en ese cliente.

La gerente solo venía de vez en cuando. Solo hablaba de trabajo. No se cansaba nunca, no protestaba nunca, no parecía dormir nunca. Transpiraba fuerte y se le veían ronchas húmedas en las axilas. Antes de haberse rendido a la eficiencia, la camisa y los chalecos, le había gustado la música urbana, beber cervezas del botellín y salir por Carabanchel, tenía un punto macarra bastante atractivo. Lo sé porque lo contó ella. Cuando Belén hablaba de esa Belén, pocas veces, en alguna rara ocasión en que se quedaba a comer con nosotros y si es que en algún raro momento, entre el segundo y el postre, dejaba los temas de trabajo, creía ver una sombrita de pena en el rabillo de su ojo, sobre todo del derecho, como si echara de menos a esa de la que hablaba y que solía ser ella pero ya no.

Yo no sabía muy bien lo que tenía que hacer en ese que era mi primer trabajo nada más licenciarme. Cuando me lo explicaban estaba nerviosa y me concentraba en que pareciera que entendía y no tanto en entender. Después cogía los listados que me daban llenos de números que para mí no significaban nada, cogía las carpetas del año pasado y estudiaba qué comprobaciones se habían hecho con esos listados. A veces le encontraba el sentido a las comprobaciones. Esos eran momentos felices, porque encontrar el sentido, aunque sea a un listado lleno de números, o al por qué de los cálculos que tenía que hacer sobre ellos, me produce placer. Creo que es lo único que me gusta de este trabajo. Pero lo normal era que no ocurriera eso: los productos financieros siempre me han parecido una abstracción, un dogma de fe, y la auditoría de productos financieros la abstracción de una abstracción, una abstracción al cuadrado, el dogma de fe de un dogma de fe. Me pasaba los días entre listados haciendo cálculos que no entendía sobre unos números cuyo significado no entendía para obtener unas conclusiones que tampoco entendía. Solo entendía a Belén Alonso hablando de ella cuando era solo Belén, y no lo hacía casi nunca, porque Belén Alonso era casi siempre Belén Alonso y Belén Alonso solo trabajaba. De todas formas, lo normal era que la gerente no estuviera. Joaquín y Jacobo andaban siempre juntos compadreando, con ese compadreo chulesco de quién es más ocurrente, tiene planes más atractivos, o sarcasmos más mordaces. Creo que el que lideraba esa dinámica relacional era Jacobo, porque Joaquín era más serio y más sobrio y no se esmeraba tanto en demostrar. Pero se notaba que es una dinámica en la que Joaquín estaba curtido y en la que no le costaba trabajo entrar. Ahora, en el coche, mientras aún ni Joaquín ni yo hemos iniciado ninguna conversación, me pregunto qué tipo de dinámica relacional estableceremos los dos. Si seré capaz de aprender a cultivar ese tan beneficioso vínculo débil.

Cuando fuimos al tanatorio de Jacobo me acordé de que mi madre decía que ella prefería no ver a los muertos en sus cajas, porque era una imagen muy invasiva y le daba miedo que terminara eliminando los recuerdos del muerto cuando estaba vivo por los del muerto ya muerto, en la caja, con el satén blanco y las flores alrededor. Yo no había tenido la oportunidad todavía de ir a un tanatorio, y cuando fuimos al de Jacobo lo primero que hice fue desoír a mi madre y ver a mi primer muerto. Lo primero que pensé es que esa cosa de ahí no era Jacobo. Esa cosa de ahí tenía una cara inexpresiva sin un solo rastro del gesto pretencioso y ridículo que lo caracterizaba. Su cabeza era mucho más rectangular. Quizá tuvieron que reconstruirlo mucho. Tan poco se parecía esa cosa que era sencillo hacer humor negro y huir de los detalles espeluznantes sobre el episodio de su muerte que se escuchaban en los corrillos y sobre todo, huir de la empatía. Que se había dormido, que se había estrellado contra un árbol, que habían tardado más de dos horas en encontrarlo, que no llevaba el cinturón, que la agonía había sido muy larga. Esa información resonaba como lejana y se podía asociar a esa cosa que reposaba en la caja junto a las coronas de flores, pero de ninguna manera a Jacobo. Esa noche quedé con mi novio, y saqué mi humor más negro y mordaz, y él me dijo que no entendía cómo podía estar tan entera. Porque no tengo corazón.

Durante un tiempo había sido muy sencillo ignorar la ausencia de Jacobo. No estaba en el día a día como no había estado tantas veces porque le había tocado auditar a tal o cual cliente, y daba igual que supieras que estaba muerto porque no lo sentías muerto. Pero ayer, cuando llegó la novia a la oficina, como un zombie, como una loca persiguiendo sus rastros, buscando su hueco en la oficina y añadirlo a su colección de huecos, descubriendo todas las facetas que habían quedado ocultas, o reducidas a lo que ella imaginaba a raíz de lo que él le contara, se me cerró el estómago y me di cuenta de que respiraba con dificultad, y deseé que esa puta loca se largara de allí y me dejara seguir sintiendo tranquilamente la no muerte de Jacobo. Desde ayer no paro de ver la imagen de ese ser horrible en la caja, desfigurado y cerúleo. Como ahora este coche, donde trato de sacar algún tema para conversar con Joaquín fomentando nuestro vínculo débil como el tiempo, algún concierto o si hizo algo el pasado puente, pero solo me pregunto si a Joaquín le contaron que ayer estuvo en la oficina la novia de Jacobo y si entró a verlo en el tanatorio, y si lo reconoció, y si la visión de Jacobo en la caja le estaba empezando a invadir los recuerdos de Jacobo vivo, cuando era un cretino prepotente, que se hacía el listillo y quería hacer creer a todo el mundo que su novia era la más guapa, sus amigos los más listos, y sus planes los más envidiables, y su novia era horrible, pero cómo podía ser tan fea, de sus amigos nada sé, pero conociendo a Jacobo los más listos es seguro que no, y Jacobo ahora está muerto, muerto y enterrado y ese es un plan de mierda, es el peor plan para Jacobo y para cualquiera. Y de eso es de lo que me interesa hablar con Joaquín. Y preguntarle si lo echa de menos, si era su amigo o solo su compañero de promoción con el que coincidió en varios clientes y con el que compadreaba tontamente, y si alguna vez hablaron de verdad, de lo que querían, de lo que les importaba, de los que les daba miedo. ¿Pensaría Jacobo en la muerte? ¿Le daría miedo? ¿Pensaría que la suya llegaría tan pronto estando tan solo? A quién quiero engañar pensando que algún día podría conseguir una buena rede de vínculos débiles.

Joaquín rompe el silencio. Me habla de DH S.A. Me habla de su facturación anual, de sus riesgos fiscales, de su proceso de producción y del talante colaborador que había mostrado su director financiero. Yo lo miro con mi cara de estar escuchando atentamente con un interés máximo. Cuando se detiene el taxi, el contador marca 27,43 euros. Joaquín lo paga con tarjeta, pide factura, cogemos los portátiles mientras el taxista saca los trolleys. Solo entonces miro por la ventana y veo que estábamos en un polígono industrial. Pienso que es el lugar más feo del mundo.

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