Capítulo 1. Estar triste es un tabú.

Raquel no quería disgustar a su madre. Ni siquiera era consciente de que no quería hacerlo, pero de alguna forma intuía que no debía estar triste, de la misma forma que nadie se lo había dicho pero sabía que no debía decir que se excitaba cuando se ponía el vaquero super skinny que le rozaba el coño al andar. También sabía que no podía hablar de la abuela.

Cuando estaba sola en casa, a Raquel le gustaba fisgar en los cajones y los armarios de su madre. A veces sacaba los álbumes de fotos. Otras veces jugaba con los pastilleros. Tenía uno de nácar con un cierre dorado que le costaba abrir porque tenía los dedos gordezuelos y se mordía las uñas. Le gustaba sacar la ropa que era bonita y que jamás le había visto puesta. Se la probaba, se ponía zapatos de tacón, subía las persianas y, como a pesar de ser de día no lograba más que una penumbra que venía del patio, encendía la luz eléctrica. Su madre nunca le dejaba encender hasta pasadas las siete. Esa mañana se había probado el vestido de fiesta. El verde. Su madre no estaba y dio la luz, porque no podía tener puesto esa prenda de gasa verde y cuerpo de lentejuelas, y unos zapatos con un tacón alto y fino, y no verse. Raquel caminaba vacilante. Podía caer en cualquier momento pero no lo hizo. Paseó varias veces a lo largo del pasillo, y se iba mirando en los reflejos de los cristales. Al andar se levantaba la falda para verse los zapatos. Y se ponía de perfil para ver el aspecto que tenía tal alta. Al final terminó equilibrando un poco los pasos. Quería ser ya mujer, poder ponerse ya ese vestido. Salir a la calle con él. Sospechaba que nunca sería tan guapa como entonces. Quería crecer bien. Tenía miedo de no saber hacerlo.

Cuando se cansó de caminar y se quitó el vestido se contempló desnuda frente al espejo, solo con las bragas y los zapatos de tacón puestos. Se acarició el pecho infantil, la tripa un poco prominente coronada con un ombligo cicatrizado en queloide. Lo tapó con la punta del dedo índice, y se le escapó un ring. Es un recuerdo inventado. Se imaginaba que tenía una abuela con el pelo blanco, la piel lisa y los ojos azules que ella no había heredado. Su abuela le contaba historias y le hacía cosquillas. Cuando terminaba, después de haberle hecho reír hasta llorar, para ayudarla a tranquilizarse, hacían un concurso de serio, y Raquel siempre perdía porque la abuela, cuando se ponía, podía ser muy seria. Y muy hija de puta. Por eso se marchó un día y dejo a su madre sola. Pero los nietos son otra cosa y a ella sí que la quería. A veces le echaba la culpa a su madre de no tener abuela porque había sido muy difícil. Ella misma lo decía. Raquel se preguntaba sombría qué habría heredado de sus mujeres, la una difícil y la otra hija de puta. Los ojos azules no. Su madre alguna vez la había llamado loca. Eso a Raquel le daba miedo. Y a su madre. Cuando la abuela ganaba el serio pulsaba el ombligo de Raquel con el dedo índice, y hacía ring ring, y se convertía en un timbre. A Raquel le daba un poco de vergüenza porque ya era un poco mayor para ombligos que se convierten en timbres, pero no le decía nada a su abuela, la sonreía, no quería que se enfadara, quería retenerla, la abuela no era fiable, ni siendo invisible.

Cuando era más pequeña su madre la escuchó un día reírse de cosquillas. Raquel se había salido del baño y estaba desnuda encima de la cama, aún con la piel húmeda. Se hacía cosquillas a sí misma y se reía a carcajadas. ¿Qué haces, Raquel? Juego a las cosquillas. Eso no está bien. ¿Qué no está bien? ¿Las cosquillas? ¿Jugar sola? Jugar sola no era recomendable. Cuando su madre la llevaba al parque siempre le decía que fuera a jugar con otros niños y que le dejara un rato en paz. A ella le daba vergüenza a veces hablar con otros niños y prefería sentarse en la arena. En la arena siempre había objetos interesantes con los que entretenerse. Piedrecitas principalmente. Cuando Raquel se quedaba sola en el arenero su madre se ponía nerviosa. Le parecía que ese no era un comportamiento apropiado de una niña normal. Quedarse sola era de niños raros, de niños con problemas sociales. Así que le pedía nerviosa que fuera a jugar con otros niños, y cuando Raquel no obedecía se acercaba hasta ella, le cogía de la muñeca y se la llevaba a empellones hasta el grupito de niños más cercano. La presentaba y obligaba a los demás niños a dejarla jugar. Raquel se sentía odiada de forma inmediata. A los niños no les gusta que se les impongan los afectos. Ni jugar con una niña callada que llegaba a rastras y que no quería jugar tampoco y que también los odiaba.

Así que Raquel, descubierta con el juego de las cosquillas entendió que el problema era jugar sola. Para tranquilizar a su madre le dijo que estaba jugando con la abuela invisible. No entendió que su madre se acercara tan deprisa, haciendo ruido con sus pisadas, ni que le sujetara las dos muñecas y le zarandeara, ni los gritos, nunca, nunca vuelvas a jugar así, como las locas, me has oído? A veces eso hacía Raquel. Se inventaba que tenía una abuela inventada y se inventaba también que su madre la descubría jugando aparentemente sola, y se inventaba que no lo entendía y que perdía los nervios. O eso no se lo inventaba. En cualquier caso, Raquel prefería no hacerlo, no disgustar a su madre. Colgó el vestido verde en la percha. Metió dentro de los zapatos la horma de cartón, los cubrió con la bolsa transparente y cerró la caja. Apagó la luz y se tumbó en el sillón a ver vídeos.

Los usos de un boli

Roberto dice que por eso siempre lleva un boli en el bolsillo. Después mueve el alfil al c4. Juega con blancas. Roberto se enciende un cigarro. Iván lo dejó hace un año y medio. Roberto normalmente es un tipo tranquilo, pero cuando le tocan los cojones se vuelve loco. Iván lo mira y lo ratifica. Es verdad, como cuando vinieron el novio ese con todos sus amigos. Lo esperaron a la salida del instituto. Querían matarlo. Era injusto. ¿Y tú qué harías? ¿Qué harías si te acusaran de algo que no has hecho? Pues eso, volverse loco. Se plantó delante de los quince y levantó la cara dispuesto a llevarse las hostias mientras continuaba diciendo os voy a matar a todos. Algunas se llevó. Y pasó que llegó la policía y le dio pena, y dispersó a los agresores, y a él lo dejaron ir sin hacer preguntas.

Iván dice que pueden dejarte a dormir y que no avisan a tus padres. Roberto dice que no, que él lo sabe bien. Si eres menor están obligados a llamar a tus padres. Te dejan o no a dormir en función de lo que hayas hecho, o en función de cómo sea el tío que te haya detenido, o en función de cómo te hayas puesto tú. Si vas así, de buenas, y no has hecho nada, si solo es posesión o algo así, nada. Si es por violencia, o si te pasa como a él, que te vuelves loco, pues entonces sí te pueden llevar. En comisería hace frío. Iván lo corrige, se dice comisaría. Roberto se irrita. Y qué más da. No da igual. Le avergüenza decirlo mal. Por eso se irrita. Le avergüenza que precisamente sea Iván quien lo corrija. Pero lo pasa por alto. En la comisaría hace frío. A veces te dan una manta. Algunos incluso te preguntan si fumas. Y si dices que sí, cuando llevas ya un rato ahí metido, te preguntan que si quieres fumar uno, y te acompañan, y se fuman uno contigo. A veces puede que charles un rato con él. De la vida. También hay buenos tíos en la policía. Otros no. Como en todas partes.

Iván le dice que debería controlar su temperamento. Iván es más tranquilo. Cuando Roberto pierde los nervios lo deja estar, se va, espera tranquilamente hasta que se le pasa. Roberto no es el único que tiene un temperamento desbocado, sin ir más lejos, el tipo que vino el otro día a pegarle una paliza a la salida del instituto. Roberto no había hecho nada. Fue por culpa de Diego, que se pasó diciéndole cosas a una tía del instituto. La tía tenía un novio. La tía le fue con la historia al novio. Está claro que hizo mal la descripción. Diego no es negro y no es tan alto. Pero a saber la tía. O a saber el novio. Llegó allí con su banda buscando sangre y no justicia. Le diferencia de Roberto que es capaz de mantener la furia en el tiempo, Roberto no. Quizá es más explosivo en el momento, quizá en el momento no piense. Roberto en el momento lo habría podido matar, pero jamás habría ido tres días más tarde ya en frío.

No es la primera vez que escucha algo así, que debería controlar su temperamento. Dos tardes antes se lo había dicho su novia. Lleva con ella un año. Su aniversario había sido hacía dos o tres semanas. Le había escrito un mensaje que quería ser literario además de ser de amor, pero no lo había conseguido del todo, y lo sabía, y por eso había escrito después «no lo sé hacer mejor, pero es lo que ahi». Y sus compañeros en clase lo habían puteado a base de bien, por lo cursi, por la disculpa y por la falta. Con ella está tranquilo. Juegan al ajedrez. La otra tarde habían ido a Orcasitas. Salieron del metro. Iban de la mano. Un tipo los empezó a mirar y Roberto no bajó la mirada. Roberto mira alto. El tipo calculó mal su porte y según se fueron acercando y comprobó las dimensiones reales de Roberto bajó la mirada y se dio la vuelta. Roberto no había soltado la mano de su novia y pudo comprobar que temblaba. Cuando volvieron a quedarse solos le increpó. Por qué tenías que mirarlo así, nos pones en peligro. Pero Roberto sabe que no porque lleva un boli en el bolsillo.

Iván se burla. Él tiene un amigo que un día llegó con un machete enorme escondido en el tubo bajo el manillar de la bici. Estaban en un parque, se bajó de su bici, plegó el manillar y dejó al descubierto el cilindro que debería estar hueco pero no lo estaba. Dentro escondía el machete. Roberto lo escucha y enciende otro cigarro. Ese tipo no iba a usarlo, hermano. La gente que lleva armas y las enseña lo hace por presumir. Cree que enseñando las armas va a quedar bien. Pero las armas no son un juego, primo. Con un arma puedes matar a alguien. Roberto, cuando está tranquilo, piensa con claridad. Las armas no son un juego, hermano. Lo primero, tienes que intentar solucionarlo, si no es posible huir, y ya, si no es posible, pues entonces sí, agarras el boli y con él al cuello, que prefiero que llore la madre de otro que la mía, hermano. Pero matar a alguien no es un juego. Es una cosa muy seria, hermano. Roberto habla dando por hecho que él no caerá. Así que solo por si acaso, y como último recurso, lleva el boli en el bolsillo.

Lo que sé de los hombrecillos

He perdido un pendiente. El pendiente que he perdido tiene forma de flecha. Es largo y delgado, y lo llevo en vertical, la flecha apunta al cielo (nadie querría dispararse a un pie, aunque lanzarla al cielo en vertical termine resultando en lo mismo). Las bufandas y poner y quitar jerseys causan estragos. Me he puesto otro que me regaló mi hermana, un círculo con una circonita en el centro. Es un poco gordo y casi me roza con el de al lado, que es un rayo. Creo que yo nunca lo habría elegido, pero le dije que me había gustado mucho. No estoy segura de mi cara.

Ha aparecido el pendiente de la flecha. Lo curioso es que ha aparecido con la tuerca puesta, en el suelo del dormitorio, junto a la caja que sostiene el tocadiscos que sostiene mi ropa a medio usar. ¿Cómo es posible que tenga la tuerca puesta? Pienso que alguien, posiblemente un ser minúsculo y sensible a objetos brillantes, encontró el pendiente y la tuerca en algún lugar (ni siquiera tenía por qué ser mi casa), los unió, y dejó el pequeño objeto en un lugar donde yo pudiera encontrarlo, pero que a su vez fuera discreto y no lo delatara. El día que lo encontré pensé eso porque es la única explicación que me resultaba plausible. Sin embargo, cuando te lo cuento y pregunto en voz alta «lo encontré con tuerca, y esto cómo puede ser?», deseosa de ofrecerte mi ocurrencia y que me confesaras tu otra identidad, la de ser minúsculo y sensible al brillo, me dices sin vacilar «se te cayó traspasando el agujero». Y entonces repito la pregunta, desconcertada, «¿y esto cómo puede ser?». Porque tienes un agujero muy grande. Ese día estaba contenta, y pensé que mi versión de los hombrecillos, tan hija de Juanjo Millás, era mucho más bonita que la tuya.

El cumpleaños de mi madre

Mañana es el cumpleaños de mi madre. Me he encargado de un regalo conjunto. Un móvil. A mi madre le gustan mucho los gadgets tecnológicos y el otro día la escuché quejarse de que el suyo se le había apagado de pronto y había estado un día entero cargándose. Después había resucitado. Estuve consultando con mi hermana que me dio vía libre. A mi padre le dije el que había comprado después de comprarlo. Me contestó «Qué barato, ¿es bueno?». Es como los que usamos nosotros, papá, pero si te parece mejor otro lo devuelvo y miro otro. «No, no, si a ti te parece bien, perfecto».

Desde entonces tengo pesadillas. En mi sueño, mi madre me llama y me dice que le ha llegado la versión china, que no se apaña para configurarlo y que no lo quiere, que prefiere devolverlo. Como particularidad del sueño, aunque no debería poder verle la cara porque me lo dice por teléfono, sí se la veo, como si yo fuera una especie de dios de mi sueño que ve a sus personajes desde arriba. Está más rubia y más delgada, tiene el pelo más corto y cara de decepción. Mi madre no ha devuelto nunca un regalo. Y estoy segura de que a lo largo de su vida los ha recibido muy horribles -cuando mi hermana y yo fuimos a nuestro primer campamento nos gastamos todo el dinero que nos habían dado mis padres en comprarle a mi madre en la tienda de souvenirs del pueblo un jarrón chino, y este es solo el primer ejemplo de una larga lista, sé muy bien de lo que hablo-. Pero nunca nada le había horrorizado tanto como para que le compensara el mal rato de disgustar a quien le hubiera hecho el regalo. Ni siquiera el jarrón chino.

Tengo la sensación de que no solíamos acertar nunca con los regalos, pero mi madre tomaba la intención, se han acordado de mí, lo han elegido con cariño. Después lidiaría con su desencanto, terminaría aprendiendo a querer eso que ella nunca habría elegido. Supongo que por eso, con el tiempo, terminaría comprándose los regalos ella. Mamá, te apetece algo por tu cumpleaños? «No os preocupéis, que ya me he encargado yo misma». Eso es lo que había hecho hasta ahora.

Esta noche en mi sueño ya no me decía que quería devolverlo. Con los días, a fuerza de repetir, creo que me he ido volviendo indulgente y me he ido perdonando. Esta noche, al abrirlo, decía sin mucho entusiasmo «ah, un móvil. Pues gracias». Y se le volvía a marcar en la cara la decepción. Las caras no son tan sencillas de elegir como las palabras. Me despierto con su cara atravesada de fracaso, pero el sueño no ha terminado y amplío el campo de visión. Sigo mirando desde arriba. Me alejo un poco y veo un poco menos su cara, y entonces me fijo en que detrás, a su derecha, sobre la mesa del salón, hay unas flores. Las flores reposan en el jarrón chino.

Déjese querer por una loca

Se imaginaba a sí misma fumando opio, tumbada en un camastro en una estancia oscura con otros muchos camastros alineados, en medio de un ambiente denso y oscuro. Xuezhen freía fideos y había encendido la campana extractora. Se escuchaba el rugido atronador, también el crepitar de la fritura y golpeo de sartenes. La humareda se colaba por la cocina y rebotaba con el plástico protector que habían colocado en la barra. Ella ya no lo notaba, pero le olía a comida el pelo, la bufanda rosa, la camisa, los pantalones, las bragas, su sueño. Tenía que concentrarse fuerte en el opio. Si se concentraba fuerte salía de allí y era la mujer predestinada a salvar a la estirpe Xin y a ser proclamada emperadora y no emperatriz. Emperatrices eran las mujeres de los emperadores. Ella sería la primera mujer en ostentar el poder absoluto.

Xuezhen tosió varias veces mientras seguía preparando el pedido. Cuando se escondía en la cocina se quitaba la mascarilla. Tose directamente sobre los alimentos. La mujer de la bufanda rosa asoma la cabeza para mirar en la cocina y comprobarlo. En su cabeza aparecían nítidos los aerosoles infectados de millones de seres malignos -son verdes- dispersándose por los fideos, por el pollo teriyaki, por las gyozas. Y no se quedaban ahí, continuaban dispersándose por el resto del aire de la cocina, invisible para todo el mundo menos para ella, nacida para grandes cosas, como ver las inmundicias microscópicas de su tío contaminando el aire de la cocina, aire que traspasaría rápidamente la cortina de tela que la separa de la barra hasta chocar contra esa barrera de plástico que los protegía frente a los peligros externos, y los condenaba a los propios. Yihui sintió náuseas.

Con el opio, Yihui era capaz de discriminar visiones, y no olía a salsa de soja y pollo. A veces se quedaba mirando a través de la lona de plástico el comedor que nadie usaba. Miraba los farolillos rojos junto a las lámparas castellanas. Miraba la pared de ladrillo visto y el marco granate de los ventanales de medio punto. Veía ese lugar a diario, por eso ya no se preguntaba nada. Había terminado aceptándolo con naturalidad. Como la redondez excesiva de su cara, su pecho plano, sus piernas delgadas y algo arqueadas, o su pelo demasiado graso. Cuando se cansaba de mirar se daba la vuelta, y concentraba su atención en la tela que servía para separar la cocina de la barra. En ella estaba estampada una mujer con moño alto, cara blanca, kimono rojo, belleza extrema, poder absoluto. La última heredera de la dinastía Xin. Efectivamente. Ella.

Xuezhen apartó brusco la tela haciendo desaparecer a Yihui y le dio varios recipientes. El ruido de la cocina había desaparecido. La mujer de la bufanda rosa los metió dentro de una bolsa, apartó la barrera de plástico, abrió la puerta y le dio la bolsa a otro hombre, que a su vez la metió en la maleta de una moto, se puso el casco, y se alejó conduciendo los dos o tres primeros metros por la acera. La mujer de la bufanda rosa respiró un par de veces el aire frío antes de volver tras la barra a soñar que fuma y que es mejor de lo que es.