Disecciones materno filiales

En esta ocasión realizaremos un experimento, o un ensayo –que dicen en literatura- acerca de las relaciones materno-filiales. Pero dada la complejidad del tema a abordar, comenzaremos a enfocar tomando una escena en concreto, una cualquiera. Ésta, por ejemplo, en la que vemos a una madre junto a su hijo sentados frente a una mesa. Para realizar el experimento o ensayo tendremos a mano una lupa, que nos permitirá realizar aumentos en la escena a fin de captar detalles que a simple vista podrían pasar inadvertidos, y aportar datos útiles acerca de la escena a fin de poder extraer concusiones. Asimismo, realizaremos disecciones en el pensamiento de los protagonistas, para poder aproximarnos con la profundidad que requiere todo estudio de aspiraciones mínimamente científicas.

Bien, realizadas dichas precisiones, volvamos a nuestra escena. Recordemos: una madre y un hijo sentados frente a una mesa. Sobre la mesa, un cuaderno escolar de cuadrícula, y unos folios con algo impreso en ellos. La madre, de mediana edad,  se sujeta la cabeza con ambas manos, como si le pesara, y reposa los codos sobre la mesa. El hijo, de unos ocho o nueve años, se encuentra derrengado en la silla, con la cabeza gacha, como si quisiera tocarse el pecho con la barbilla pero no terminara de hacerlo por resultar forzado.

La madre suspira. “Venga,  ya has terminado un problema, sólo te quedan tres, pero a este ritmo vamos a estar aquí toda la tarde”.

El niño replica algo emitiendo gruñidos, por lo que no terminamos de entenderlo, de modo que aunque podríamos imaginarlo, evitaremos aquí toda suposición. El niño tapa el bolígrafo, vuelve a destaparlo, tira la goma al suelo, la recoge. Al recogerla se mira las manos y gracias a la lupa de aumento podemos ver que cae en la cuenta de que tiene algo sucio en un uña por lo que comienza a limpiarse con deleite y detenimiento. Pero no retoma la tarea. Nos preguntamos el por qué. Quizá tiene facilidad para la distracción, pero para evitar suposiciones en este punto hacemos uso del bisturí y nos adentramos en el pensamiento del menor.

Nos llenamos de sorpresa al constatar que el niño está retrasando su tarea escolar no porque se distrae sino precisamente para no distraerse.

Tres problemas pendientes, de los cuales debe copiar el enunciado de las hojas impresas al cuaderno escolar. Se trata de una tarea rutinaria donde las haya, utilizando las manos en plena era de la tecnología. Se pregunta por qué su profesora no emplea las TIC en su metodología pedagógica, y si debería denunciarla al Ministerio de Educación por contravenir el espíritu de la LOE.

Asimismo se pregunta también por qué para resolver un problema con una simple suma, además de copiar el enunciado (manualmente y sin procesador de textos), debe explicitar los datos proporcionados por el mismo, escribiendo encima “datos”, escribir “operaciones” sobre las operaciones y escribir “solución” sobre la solución. Y por qué debe saltar cuatro cuadrículas, y no tres ni cinco, entre problema y problema. Piensa que su profesora debe estar empeñada en que realicen aprendizajes para la vida, donde tantas veces tendrán que realizar tareas absurdas simple y llanamente porque se lo exige un superior.

El niño tampoco entiende por qué tiene que hacer deberes en vacaciones si ha sacado buenas notas durante el curso, y si va a tener que trabajar durante el verano apruebe o suspenda, qué ventaja tiene el sacar esas buenas notas tan alabadas por todos.

El niño entonces encuentra otra vía para aferrarse a su fin, el de no distraerse de su no hacer la tarea, para distraer a su madre. Realizamos puntos de sutura, y tomamos  de nuevo distancia.

– Mamá, ¿cuántas asignaturas tengo que suspender para repetir curso?

– No lo sé. Por favor, ¿puedes empezar a copiar el enunciado del segundo problema?

– Pues me han dicho que si suspendo una misma asignatura las tres evaluaciones, repites.

– Bueno, creo que ahora mismo no corres ese riesgo, ¿te puedes poner a copiar de una vez?

– De todas formas en cuarto no se puede repetir.

– Si lo tienes tan claro, ¿para qué preguntas?

– Pero, si suspendes y no repites, ¿qué pasa?

– Lo preocupante no es suspender o aprobar, sino aprender o no.

La madre muerde el anzuelo a la perfección, y comienza a disertar acerca de las virtudes del conocimiento al margen de los resultados académicos, y de los procesos de construcción del mismo que no reproduciremos aquí en su totalidad para no producir en el lector el mismo sopor que produjo, como por otra parte resulta comprensible, en el niño.

Por favor, el bisturí. Esta vez realizaremos un corte en la línea de pensamiento materno.

La mujer, a posteriori, se ha dado cuenta de que, con su alocución, su hijo ha ganado diez minutos más antes de enfrentarse al suplicio de los problemas, y no entiende cómo puede preferir dedicar la tarde a discurrir maniobras de evasión antes que a resolver en el menor tiempo posible tres problemas para poder irse a jugar. Claro, razona, que como jugar es lo que hace el resto del día, quizá las maniobras evasivas presenten mayor distracción que la tele, la consola, la piscina o los amigos. El exceso de tiempo libre nos convierte en seres retorcidos, sentencia.

Pero la madre se ha propuesto no tirar la toalla, y presionar al niño hasta ver la tarea resuelta. Y se basa para tomar esa decisión en su experiencia reciente, cuando cedió ante un  “mamá, te prometo que mañana hago los deberes de hoy y mañana en cuanto me levante”, sabiendo de antemano que el viento iba disolviendo cada palabra según era pronunciada. Pero no era la estafa lo que le hacía desistir. Sino el pensar en lo que podría ser un día con ocho problemas en lugar de cuatro. En ese momento dejó de razonar y odió a la profesora del niño.  La odió con palabras gruesas.

Después del odio retomó su misión, y se propuso ser creativa, ofreciendo a su hijo un reto. Tomemos distancia de nuevo:

– Venga, hijo, para que veas que no es tan horrible voy a hacer los problemas también. Me llevas uno de ventaja. A ver quién termina primero. Y sí, yo también copio los enunciados, y escribo “datos”, “operaciones” y “solución”.

El niño es tentado, y la tentación le aparta de su objetivo, porque se pone a escribir. El reto dura poco. Justo el tiempo que tarda el niño en darse cuenta de que no lo va a ganar: en el intervalo en el que él ha copiado y resuelto el segundo problema, la madre ya ha terminado los cuatro.

– Mamá, no vale, es que tú escribes más deprisa.

–  Porque yo he copiado muchos enunciados en mi vida.

– Así que la finalidad era ésta… ¿y merece la pena?

El niño abandona el reto y retoma su propósito de triunfo por exasperación. Tira el boli al suelo.

La madre se intenta animar. Ya sólo quedan dos.

– Venga hijo, ponte con el tercero…

– Mamá, no puedo hacerlo.

-¿Por qué?

– Porque es demasiado aburrido.

– ¿Pero no te das cuenta de que llevas más de una hora para hacer dos problemas y que tardas mucho más en lamentarte que en hacerlo?

Claro que se da cuenta. Se da perfecta cuenta. Ambos se dan cuenta. La madre se levanta de la silla y se va, y mientras va diciendo:

“Tarda lo que te de la gana, pero yo no pienso perder mi tarde también. Y no te vas a mover de ahí hasta que termines.” Ha perdido la paciencia.

El niño protesta, gruñe, se balancea en la silla con una fuerza suficiente como para que al golpear el suelo lo haga con cierta violencia. Con la lupa observamos que con las manos está desmenuzando la goma, y que le asoma una lágrima. Abramos de nuevo, con cuidado, no vayamos a dejar marcas.

Parece que las maniobras evasivas no producen el mismo entretenimiento si el sujeto a evadir –y exasperar- se ha marchado. Sabe que puede seguir en su empeño, sabe que puede ir a mayores, que puede seguir con los golpes en la silla, puede incrementar el nivel de violencia que manifieste su disconformidad, puede permanecer con esa actitud lo que queda de día, y lo que le queda de vida. Pero comienza a plantearse si la victoria le compensa todo aquello. Al mismo tiempo, y por la actitud y el tono de voz de su madre se da cuenta de que ya no queda mucha cuerda de la que tirar, y que la situación amenaza castigo. Y claro, permanecer enfadado de por vida sin tele y sin consola, definitivamente resulta un precio muy caro. Quizá vaya siendo hora de claudicar. Pero hasta para eso hace falta esperar al momento oportuno.

Por favor, el bisturí para la madre. La madre está en su dormitorio. Piensa que es posible que el hijo se plante y no haga sus tareas. Ella está cansada y no quiere sacrificar toda la tarde, ni su salud mental por dos putos problemas de matemáticas, eso sí, el niño se va a enterar, y piensa en posibles castigos. Nada de tele, o nada de consola. Ni tele ni consola. ¿Cuánto tiempo? ¿Esa noche? ¿Durante una semana? ¿El resto de la vida?

Pero no es más que revancha. Es sólo revancha. Antes de darse por vencida vuelve a intentar encontrar una solución. El verdadero problema era copiar el enunciado y no el resolver el problema… ¿y dictándoselo?

– Hijo, ¿y si te dicto los enunciados?

– Vaaaale

La madre comienza a dictar. Tomamos la lupa de aumento. El niño escribe el enunciado antes de escuchar la voz de la madre.

Cinco minutos después la tarea está terminada y el conflicto resuelto.

El niño se aleja pensando que ha ganado las batallas pero ha perdido la guerra.

La madre piensa que ha ganado una batalla, pero que la guerra es otra cosa. También piensa que no existen las victorias absolutas. Ni las derrotas tampoco. Y piensa que el pensar en términos como batallas o guerras, cuando se trata de los conflictos con su hijo, ya es una señal de derrota. Aunque no absoluta.

Nosotros constatamos los enormes esfuerzos de diplomacia que exige el llevar a buen término un conflicto, incluso si el conflicto tiene carácter materno-filial.

Que el paciente lector extraiga, a su vez, sus propias conclusiones.

Pensando en prisas: Libro primero

Cuando Aomame tenía diez años tomó de la mano a un niño de su clase. Entonces supo que sería la persona a la que amaría el resto de su vida.

Me gusta Aomame.

No ha vuelto a verlo desde entonces. Y tiene treinta. Trabaja en un gimnasio; a veces mata gente. No tiene pareja. No ha vuelto a verlo desde entonces. Lo ama. Lo va a amar el resto de su vida. Ella lo sabe. Sólo ella.

Me gusta Aomame.

Y como lo sabe, el que vaya a volver a verlo,  el cuándo, tiene una importancia relativa. Nada de eso impide que pueda amarlo. Ni que lo sepa. Sabe que lo ama. Sabe que lo hará siempre. Porque lo sabe no desespera. Por esa certeza no tiene prisa.

(*prisa: dícese del tema del dinosaurio, primera semana de mayo de 2012)

 

Notas acerca del dios de la lluvia

Al dios de la lluvia le enternecen las montañas. ¿Desde cuándo? Desde siempre, o desde que existen, dando razón de ser a su propia existencia. Parece razonable pensar que al dios de la lluvia le inspiren ternura las montañas. Son las primeras en recibir su elixir, y las que con su forma piramidal, esbelta y majestuosa catalizan la vida que éste genera, dando curso y velocidad a los ríos que forma, para que puedan correr, para que les llegue la inercia hasta muy lejos, incluso hasta el mar.

El dios de la lluvia siente ternura por las montañas, y además las entiende. Las montañas son sencillas. Y los valles. Y los árboles, y las hierbas silvestres, y los arbustos, y las flores, y los animalillos. Cuando reciben su agua se avivan sus colores, verdean, florecen, rezuman aromas, sonidos, y crecen, y se devoran los unos a los otros siguiendo la cadena alimenticia que les haya tocado en suerte, y se aparean con fruición, y se reproducen, y cuando unos mueren  otros nacen, y todo eso es posible gracias a él. Cuando les niega el agua los colores palidecen, sólo se escucha el silencio, la muerte no deja nada tras de sí, sólo el desierto, la nada.

El dios de la lluvia siente ternura por los humanos, pero a pesar de ser dios no alcanza a comprenderlos. Mira que lleva siglos y siglos intentando interpretar sus extraños comportamientos, sus ritos, sus ceremonias, y no obstante no lo consigue. Casi nunca. Y eso, para un dios, es frustrante, aunque, como dios, no deja de intentarlo.

Al menos le queda el consuelo de esos días, esos pocos al año, en los que por fin los hombres han hecho algo que él es capaz de interpretar, en parte al menos. No ocurre en días fijos, cada año eligen unos diferentes, cosa que no ha terminado de desentrañar pero no pierde la fe en poder hacerlo -la condición de deidad lleva implícita una elevada dosis de autoconfianza- pero suelen estar próximos al comienzo de la primavera. Sí, estos humanos han escogido una de sus épocas preferidas. Y no sólo eso, salen en masa de sus casas y toman las calles con atuendos que han confeccionado durante el año con esmero. Túnicas, de colores oscuros casi siempre, que en lo más alto adquieren continuidad con un capirote que corona sus cabezas, haciendo que todo el conjunto adquiera una forma piramidal, esbelta, imponente. Efectivamente, estaréis pensando como el dios: esos seres, al comienzo de la primavera, dedican unos días a salir a la calle disfrazados de montañas, porque de alguna forma saben que el dios de la lluvia las adora. ¿Y qué les puede llevar a hacer tal cosa? Pues el valorar los dones del dios, y al dios, demostrarle con ello su respeto, su devoción y su agrado, pero sobre todo, suplicar que les siga suministrando su maravilloso elixir.

El dios de la lluvia no alcanza tampoco a comprender el por qué de esas cruces, o la simbología de los colores, pero  por el hecho de ser dios espera  hacerlo algún día, al tiempo que por el momento, y en un alarde de humildad, piensa que el hecho de ser dios no tiene por qué implicar comprenderlo necesariamente todo. Lo poco que comprende le basta para sentir ternura por esos seres humanos. Y los mira, vestidos así, de montaña, como niños en carnaval, con esos capirotes, y ellos dirigen sus ojos hacia arriba, donde está él, y el dios de la lluvia los ve así, mirándolo con esos ojos suplicantes, devotos, enfervorizados, y sabe que lo han ablandado un año más. Y qué va a hacer, si no sabe negarse, qué va a hacer sino recibir su ofrenda, qué va a hacer sino llover…..

http://antesdequesevaya.wordpress.com/2012/04/10/el-dios-de-la-lluvia/

Viajar tan lejos

Las imágenes se sucedían en la tele. No sé muy bien de qué hablaban. Me pasa a menudo, lo de mirar imágenes pero discriminar el sonido,  mirar imágenes en absoluto, sin contexto, porque sí. Y porque sí y sin contexto yo veía imágenes de monumentos familiares. No, eso es mentira. Lo que yo  veía japoneses alrededor de esos monumentos – veía lo que miraba-. No sé de qué demonios estarían hablando, o a santo de qué esas imágenes. Sólo los veía a ellos, los miraba fascinada. Tan pequeñitos, tan juntos, tan frágiles, con ese aire de ingenuidad y sorpresa, como si se dedicaran a descubrir maravillas, y en eso consistiera su vida, en descubrir maravillas, en sorprenderse, y en tomar fotografías. Las fotografías, sí y sobre todo. Todos con sus cámaras, haciendo fotos a un ritmo vertiginoso. Me preguntaba si serían fotos como un pellizco en forma de imagen, de los de no estás soñando, o como ayuda para hilar su narración del viaje a la vuelta, – si me concentro puedo escucharlos hablando japonés, y suena rápido, quedo, elegante y exótico,  me relaja,  me afloja la tensión del cuello, no sientes las piernas, no sientes los brazos, no sientes la cabeza, te pesan los párpados….- .

A la vuelta. En sus casas. Me pregunté cómo serían en sus casas, a la vuelta, en sus propias ciudades. Por eso tomé el avión, aunque no reconocería en voz alta ese por qué del viaje, tengo otros muchos motivos que verbalizar y que encajen en estructuras mentales normales: paisajes, cultura, monumentos, búsqueda de sorpresa y asombro…

Al aterrizar en Narita nos informan de que en Tokio hay 54 grados farenheit, y el cielo está cubierto. Tomo un taxi y discrimino edificios, coches, flora, fauna, luces y sonidos. Sólo veo japoneses. No me parecen tan pequeños, caminan seguros, sin ingenuidad y sin sorpresa. Pienso que me muero de ganas por escucharles hablar sin entender, sólo por el sonido. Intento reconocerlos en las imágenes de la tele. Me fijo bien. Todos llevan cámaras de fotos. Busco en la mochila el billete y confirmo la fecha de vuelta mientras constanto que he tenido que viajar tan lejos para saber que lo que se pierde es el asombro. Y que esa pérdida me duele como mía.

Errantum Lumen

Apareció una noche. Mi amigo Manu y yo habíamos salido a Las Vistillas y habíamos terminado tomando un pisco sour en un local con mucho diseño pero  muy frío en La Latina. Ese hombre, que probablemente habría llamado la atención en cualquier sitio, destacaba como iluminado por luces de neón en aquel peruano ultramoderno.

Manu, que es buen fisonomista, cayó pronto en quién hacía pensar. Gary Oldman. LLevaba perilla y pelo largo, camisa, y por motivos que quizá sean subjetivos y que no puedo descifrar, resultaba muy oscuro. Me di cuenta de que no era a Gary Oldman a quien me recordaba, sino a Drácula. Hablaba con gente en la barra, gente que iba y venía. Hablaba con gente pero estaba solo. También se acercó a hablar con nosotros. Se presentó como Errantum Lumen, famoso artista. «¿No me conocéis?, – dijo un poco indignado, -¡Buscad en Internet Errantum Lumen y sabréis quién soy!»

Errantum Lumen. La primera parte de ese nombre suyo sí parecía corresponderle. Pero sin embargo, me pareció contradictorio que una persona tan oscura se autodenominara lumen. Me pregunté cuándo habría perdido la luz y por qué. Además de faltarle luz le sobraba alcohol. Él tampoco debía tener acerca de ese punto la misma percepción que yo, porque aún nos pidió dinero para seguir bebiendo. Recuerdo que antes de irnos le deseé suerte y no le gustó. Supongo que le parecí condescendiente.

Lo estuve buscando por Internet, y aparte de un blog con pocas entradas, con algunas fotos fechadas hace años, no encontré nada más. Me decepcionó un poco,  porque en realidad, y ahora me doy cuenta,  quería encontrar otra cosa, la revelación de alguno de sus misterios, alguna señal que me hablara de la luz, o de la falta de ella, algo que colmara de alguna manera las expectativas que aquel misterioso personaje me había generado, y que no se quedara todo en un dipsómano excéntrico. Pero no encontré nada más.

Ayer lo vi al ir a entrar en el metro de Ópera.  Su visión me hizo detenerme para observarlo. Pelo largo, perilla, camisa,  una lata de cerveza,  el mismo halo de oscuridad y misterio, y el mismo poder de atracción. Y seguí observándolo mientras bajaba las escaleras del metro, pensando para mí misma,Errantum Lumen,  no me engañas con tus nombres,  eres quien pareces.

Volví a casa algo distinta. Reconocer a un vampiro otorga una extraña sensación de lucidez.