Asumiendo riesgos II: tocar con las manos

El otro día, tomando café, una compañera de trabajo decía estar incubando una gripe. Estaba contenta, pues era la primera gripe en un año. «El caso es que, desde que sigo los sencillos consejos que me dieron hace tiempo, cojo la gripe con menos frecuencia.»

Bien, aunque vosotros tampoco me hayáis pedido que detalle esos sencillos consejos, voy a ser generosa y los voy a compartir:

El secreto para no coger una gripe consiste en lo siguiente: parece ser que en los baños existe una alta acumulación de bacterias. De modo que cuando uno utiliza un aseo, especialmente si no es el de casa, es absolutamente imprescindible, tras haberse lavado las manos, NO TOCAR NINGÚN PICAPORTE. ¿Cómo? Pues bien sencillo: se estira uno la manga, hasta que le cubra la mano. Después, como hacen los asesinos que no quieren dejar huellas en las pelis, se tira un poco del picaporte, hasta que la puerta puede terminar de abrirse con el pie, y una vez abierta, el paso final es cruzar el umbral y alejarse de aquel foco de infección como alma que lleva el diablo.

Bien, tras haber escuchado estos sencillos consejos, me puse a reflexionar un poco más allá: los baños están llenos de bacterias, correcto. Pero ¿y qué hay, por ejemplo, de los pasamanos de las escaleras eléctricas -o no eléctricas-, de las barras de sujección de los medios de transporte público, de los teléfonos de la empresa -a los que tanto acercamos oreja y boca- del suelo que pisamos, de la arena del parque, de la arena de la playa, del agua de las piscinas, del agua del mar, del agua del río, de la piel de una manzana, de la hierba, del aire que respiramos…. Oh, dios! ¡Estamos perdidos! ¡¡¡¡Vivimos en un entorno séptico!!!!

Bien, que no cunda el pánico ante tanta bacteria suelta que amenaza con tambalear nuestra frágil salud. Se me han ocurrido unos cuantos remedios: para dormir, cubrir la cama con unos plásticos. Descartados por supuesto el acompañamiento y el roce, y de ser absolutamente necesarios, terminar con una ducha y un gel desinfectante, lavado de dientes y colutorio con alcohol.

Para la calle el uso de una mascarilla podría servir. De resultar muy incómodo el llevar guantes de látex durante la jornada, lavar las manos con jabón desinfectante no menos de setenta y tres veces diarias.

La ropa que haya estado en contacto con el exterior deberá lavarse a 90 grados, y el hogar deberá ser desinfectado dos veces al día.

Se evitará la ingesta de cualquier alimento crudo y  el baño en piscinas y mares (qué mejor que la bañera de casa?).

Sencillo, ¿verdad?

Bien. Pues yo, aunque demuestre con ello ser  un ser irracional, sigo en mi empeño de asumir riesgos.  Me siento cómoda en mi entorno séptico. Así que voy a seguir cogiendo los picaportes de los baños con las manos, respirando, tocando, bañándome donde sea, comiéndome manzanas sin lavar, y un montón de locuras más. Aún a riesgo de una gripe. Me pregunto cómo se soporta la vida con tanto miedo, sabiendo que lo que ha de venir, igualmente vendrá.

 

Una aventura

A veces me cabrea el positivismo absurdo que nos rodea. Ese afán por llevar todos los aspectos de la vida al terreno científico, en especial lo concerciente al hombre. Y miro con indignación cómo se trata de la economía como ciencia, de la sociología como ciencia, de la información como ciencia, de la pedagogía como ciencia, de la psicología como ciencia, y hasta a veces, en los límites del absurdo, del arte como ciencia. Como si el hecho de que ciertos fenómenos no puedan someterse a un modelo o a una ley sea algo peyorativo, cuando es en realidad tan asombroso y genial.

Hoy no. Hoy me produce ternura semejante ingenuidad. Hoy entiendo los por qués. Hoy pienso en los denodados esfuerzos del hombre desde que existe por tratar de explicarse. Desde los dioses que ha creado, las convenciones sociales, los estudios filosóficos, hasta este contemporáneo recurrir  a la ciencia. Hoy miro con enorme compasión esos intentos desesperados por entender la condición humana, por explicarla, por intentar encontrar una verdad inamovible a la que aferrarse, la forma correcta de vivir, dónde está la felicidad, dónde está el camino hacia delante, cómo superar la muerte, el dolor… como si la condición humana fuera una, como si pudiera ser explicada, como si la pudiéramos someter a un modelo, como si fuera tan sencillo, tan exacto, tan matemático, tan físico o tan químico. Pero la condición humana no es una. Hemos construido unos modelos morales y sociales, y hacemos lo posible por encajar en ellos. Pero qué angustia tan profunda cuando llega el día en el que de una forma o de otra nos descubrimos fuera, fuera de esa aproximación, de esa normal. Y nos descubrimos sintiendo, expresándonos o actuando como jamás habríamos imaginado, como nadie espera, de forma errática. Y cuánta soledad, cuánta confusión, cuánto miedo,  cuánta lucha interna, cuánto desamparo.

Porque no todo vale para todos. Porque no existe sólo un camino. No hay un único rasero. No hay una única forma de actuar, ni de sentir, ni de pensar, y porque lo que incluso para una persona concreta en un momento dado fue válido  al cabo de un tiempo puede cambiar.

Hace unos meses tuve una pequeña conversación con Pablo. Pablo estaba dolido porque sus amigos le decían que era malo jugando al fútbol. Él se había apuntado a una escuela pero lo había dejado, no entrena nunca, y cuando juegan un partido termina cansándose y dejándolo a medias. Yo le decía «Pablo, si no entrenas no vas a jugar nunca bien. Si de verdad quieres jugar bien al fútbol, si es importante para tí, mueve el culo, sal ahí fuera y practica.»   Pero Pablo quería jugar bien porque al resto de sus amigos, a todos, les gusta el fútbol.

«¿Y a ti? ¿A ti te gusta, Pablo? Porque si no te gusta, tendrás que tener el valor de enfrentarte a ello, y aceptarte.»

Conocerse, reconocerse, aceptarse.

Supongo que para mí, desde mi perspectiva, era algo mucho más sencillo de aceptar que para un niño de ocho años, cuyo mundo se reduce a sus amigos y a su familia. Y que de pronto descubre que no comparte algo que absolutamente todos, menos su madre, valoran en común.  Pero van pasando los años y los ejemplos se complican. Y conocerse  y aceptarse también.

Y supongo que lo que quiero decir es que tratamos desesperdamente de entender al hombre, a todos, a la generalidad, cuando muy a duras penas alcanzamos  a conocernos o a entendernos a nosotros mismos, nuestras reacciones,  nuestras emociones, nuestros por qués, nuestra evolución constante.  Quizá sea el mayor conocimiento al que debiéramos aspirar.  Y supongo que lo que quiero decir  es que ese componente errático, individual, impredecible, que no se sujeta a modelo alguno, que se presenta sin avisar, que de pronto nos hace sentir vulnerables y perdidos, que a veces es devastador, a veces maravilloso, a veces devastador y maravilloso al mismo tiempo, eso que imposibilita que seamos objeto de estudio científico, eso que nos da tanto miedo y que nos genera tanta búsqueda,  es precisamente lo que hace que el ser humano sea extraordinario, y la vida una aventura.

El armario de los disfraces

Sentarme frente al armario y preguntarme a mí misma qué te vas a poner hoy, es algo así como preguntarme quién quieres ser hoy. Quién de entre todos tus “yo”.

La ropa es un elemento fundamental para caracterizar al personaje. Cuando entra algo nuevo en el armario sé cómo me sentaba frente al espejo del probador. Pero lo que es una incógnita absoluta  es cómo va a influirme.

Por ejemplo, algo que en un momento dado me ha gustado, de pronto puede hacer que a lo largo del día me sienta pequeña e insignificante. Y no, no era el día, porque si me hubiera levantado con mi yo pequeño e insignificante, me habría puesto la combinación de cómete el mundo. Porque la pregunta frente al armario no es ¿quién eres hoy?,  sino quién quieres ser. Nótese la diferencia.

De todos modos le doy a la prenda tres oportunidades. Si las tres veces me hace sentir así, descarto la casualidad y me deshago de ella. No tengo ningún interés en conservar ese disfraz. Ya fui ese personaje, que nadie debería interpretar nunca, por tiempo suficiente. En eso uno ha de tener cuidado, pues de lo contrario corre el riesgo de encasillarse.

Generalmente en el disfraz en que me siento más cómoda es en ese que me da un look un poco duro, quizás algo rocanrolero, y con un puntito macarra, que para que en su conjunto quede perfecto no se puede perder un aire de femme fatale. Porque con él, me puedo permitir el lujo de sentarme con las piernas abiertas, con una rodilla mirando al norte y otra al sur, hablar diciendo tacos, fumar, y no resultar, ni por asomo, ordinaria. Requisitos imprescindibles: botas altas, con tacón, pantalón vaquero -estrecho a ser posible-, gafas de sol, y chupa. Eso es el nunca falla. Y con él soy intocable, con él soy invencible, con él nada hace daño, y si duele, no se nota. Con él marco distancia, con él no necesito a nadie y soy dueña de mí misma, y todo aquel que se cruza conmigo, sólo con verme, lo sabe.

Lamentablemente no es el disfraz que pueda usar a diario. Eso en cierto modo está bien, por lo de no encasillarse, y obligarme dar rienda suelta a otros yo que también son yo, y encontrándolos en otra ropa. Aunque el invierno me echa un cable, y puedo al menos, conservar algo, al menos, las botas.

Pero se termina el tiempo de las corazas. Botas fuera, vaqueros fuera, chupa fuera. Las gafas, al menos las gafas. Y llega el vértigo. Esos vestidos tan monos, y las falditas, que sientan tan bien, y te miras en el espejo y te ves tan guapa, tan señorita, y tan… tan desnuda. Y todo el mundo te mira así. Desnuda, y frágil. Y entonces me digo, venga, pues si es sin escudo sin escudo. ¿Qué quieres? ¿Comerte el mundo? Pues haz que sea así. Pero es trabajoso, me tengo que convencer. Y camino por la calle con paso firme. Y de pronto alguien mira. Claro, estás desnuda. Bajas la mirada. Y lo ve todo. Tu desnudez, tu fragilidad, tus deseos, tus ilusiones. Le estás dando el control. Levanta la cabeza, no bajes la mirada, fuera timidez, espalda recta, arriba los ojos. Y escuchas ¡guapa! Pero no, no huyas, no vuelvas a avergonzarte, sosténla, sostén esa dichosa mirada, así, desafiante. Sí, lo tienes. Vamos, poco a poco, recupérate, recupérate a ti misma. Vamos. No dudes. Dilo. Sí, eso que estás pensando. Que sólo el haberlo pensado ya es bueno. Pero en alto es mejor. Vamos. Y cuando ya sabes que lo vas a decir se te nota, porque aparece esa media sonrisa perversa que siempre lleva algo detrás. No te la ves, pero la sientes. ¡Dilo! Dilo mientras le miras.

Lo sé.

Ahora ya no eres tú quien hace la fuerza para sostener la mirada. Venga, termina de sonreír del todo, que te han dicho algo bonito. Y ya puedes seguir tu camino, con paso firme, espalda recta. A comerte el mundo. O a regalar el tuyo. Pero a quien tú quieras.

Hoy tengo ropa nueva en el armario. Ayer la compré y estaba contenta. Pero eso no significa nada. Queda mucho por delante. Como saber quién soy con ella. Como domarla para que me haga ser quien quiero ser.

Algo

Supongo que hoy es uno de esos días en los que uno se pregunta si hay algo que dure siempre, con la necesidad de encontrar un sí entre todo lo que cambia, que es todo. Incluso yo.

Con la necesidad de encontrar algo que, entre el cambio constante, esté quieto. Que esté quieto ahora, que vaya a estar quieto siempre. Signifique siempre lo que signifique. La eternidad, o mi vida.

Y con la necesidad de poder asirlo. Porque si por un momento pudiera hacerlo, desparecería el miedo.

Supongo que hoy es uno de esos días en los que uno se pregunta si hay algo que dure siempre con la necesidad de encontrarlo. Aún teniendo la certeza de que no existe.

Magia desde Pekín V.2.

Cuando el viento partió la rama del árbol, Karl se encontraba tranquilo en el balcón mirándola caer. Estaba tan absorto con el espectáculo, que apenas fue capaz de dar unos pasos hacia su izquierda, con lo que evitó morir aplastado, que siempre es un alivio. Al fin y al cabo, una magulladura en el hombro a cambio de ser espectador en primera fila de semejante vendaval, le pareció un balance muy a su favor. Y con la cabeza bien alta, como orgulloso ganador de aquel trueque, se dirigió a la sala de Urgencias del Schlosspark-Klinik de Berlín.

 

El busca despertó a Elke a primera hora. En los días de guardia podía sonar en cualquier momento. ¿Por qué no a primera hora? Es un momento como otro cualquiera. Elke se levantó sin esfuerzo, y preparó café, para que se fuera haciendo mientras se duchaba. Se vistió, cogió el pijama azul, lo dobló con cuidado, vació la cafetera en un termo, y se puso su abrigo. Cuando salió a la calle supuso el por qué la habían llamado.

 

Enviaron a Karl a la sala de espera. Se sentó y miró a su alrededor. Algunas personas con brechas, unos cuantos niños colorados y semidesnudos con un termómetro en la axila, y él. No eran demasiados. Pero no cesaba de ver entrar camillas traídas por ambulancias. Y escuchaba gritos del personal sanitario “un tráfico”, “un derrumbamiento”. Y los miraba correr de un lado a otro mientras en la sala de espera estaban todos tan quietos. Era como estar en casa y ver las hojas de los árboles agitarse desde dentro. Pero él había salido al balcón, para verlo desde fuera, y una rama se había roto, y tenía el hombro magullado. Entendía que había muchos tipos de urgencias. Y la suya era de las menos urgentes. No se podía ganar en todo. Y mientras pensaba todo aquello, se dispuso a esperar con paciencia.

 

Elke llevaba trabajando cuatro horas. Entraba de cuando en cuando en la sala de espera a llamar al siguiente. Poco a poco las caras iban cambiando. Todas menos una, la de aquel chico de la contusión leve en el hombro, que no la miraba con cara de ansiedad cuando se disponía a nombrar al siguiente, ni perdía el gesto amable.

Elke llevaba cuatro horas trabajando. De modo que se quitó el pijama, cogió el termo de café, decidió convertir la sala de espera en cafetería, y tomó el asiento contiguo al del chico de la contusión.

 

¿Quieres un café?

Gracias. ¿Lo has hecho tú?

Sí.

Está muy bueno.

En realidad yo no lo bebo. Lo he traído por si querías. Siempre hay alguien que quiere café.

¿Por eso lo haces?

Por eso, y porque a mi canario le gusta su olor por las mañanas.

A tu canario le gusta el olor a café… A mí lo que me gusta es el viento. Es lo que más me gusta en el mundo. Ver cómo las cosas se mueven con el viento. De hecho, por eso estoy aquí. Estaba en el balcón, y se rompió una rama de un árbol. Pero por suerte sólo me dio de rebote en un hombro. Soy un hombre afortunado.

Así que ese viento que tanto te gusta, ha provocado un accidente que casi te mata…

Bueno, si no me gustara no habría salido al balcón. Verlo desde dentro no es lo mismo. Es como ver una película en casa. A mí me gusta más verla en el cine. Uno no deja de ser espectador, pero tiene la sensación de estar participando.

Sí, participar…

 

Karl se dio cuenta de que ya habían hablado de él y del canario. Pero de esa mujer sólo sabía lo que no le gustaba. El café. De modo que decidió hacerle una pregunta básica en todo encuentro con un desconocido.

 

¿Y a ti, qué es lo que más te gusta en el mundo?

 

Elke abrió mucho los ojos y sonrió soñadora.

 

¿Lo que más? …La salsa de arándanos…

Deliciosa, sin duda.

Es curioso, creo que no se lo había contado nunca a nadie.

¿Por qué?

 

Elke se paró a pensar. Porque nadie se lo había preguntado.

 

Porque nadie me lo había preguntado. Creo que ni yo misma.

 

Karl pensó que era maravilloso que jamás hubiera pensado qué era lo que más le gustaba en el mundo, y sin embargo, hubiera contestado sin vacilar. A él le parecía una pregunta muy difícil, pues hay tantas cosas buenas entre las que elegir la mejor… Él se había pasado la vida haciendo balance, y aún habiendo elegido, continuaba teniendo dudas.

 

Fíjate, si no llega a ser por el viento, quizás aún no sabrías qué es lo que más te gusta en el mundo. Y ahora no estaríamos hablando.

 

Y ese hecho reafirmó a Karl. Sí. Definitivamente el viento era lo mejor del mundo.

 

¿Sabes por qué está soplando el viento?

¿Por qué?

Porque en Pekín hay una mariposa batiendo sus alas.

Todo tiene un por qué y éste me parece bonito. Pero, ¿por qué batía sus alas?

Para que yo pudiera contarte que lo que más me gusta en el mundo es la salsa de arándanos.

De modo que estamos cumpliendo un destino… ¿Puedo tomar otro café? Es que me gusta tomar café cuando vivo momentos mágicos. Y cuando tengo el hombro dolorido.

De modo que esto es magia… ¿Y qué se hace con la magia?

No lo sé. La magia es tan importante. Actuar con la magia es una gran responsabilidad.

Mucho más que ser enfermera. A lo mejor hay que ser mago para saber sacar un conejo de una chistera. A mí me gustan lo conejos que salen de las chisteras.

 

Karl, agobiado con el peso de la responsabilidad, se quedó demasiado bloqueado como para continuar con la magia que había llegado con fluidez, y volvió a la sala de espera. Después de todo, no se puede soportar peso con el hombro contusionado.

 

Quizás te estoy entreteniendo. Ahí fuera todo el mundo sigue corriendo.

 

Es cierto.

 

Elke pensó en alguna manera de que finalizar un momento de magia abriera esperanza para un comienzo.

 

¿Por qué no vienes a verme algún día? Siempre traigo café.

Claro! Toma mi número de teléfono, por si un día no encuentras quien se lo tome. Me llamo Karl.

Yo Elke.

 

Elke pasó el resto del día pensando en la salsa de arándanos. Y la boca le sabía dulce. Pensó también en la ética profesional. Y compró una chistera.

Elke se fue con su termo cada mañana a la sala de espera, por si un día volvía a ser cafetería.

 

Karl se dejó mecer por el viento el resto del día. Y de la noche. Y pensó que si las mariposas batiendo las alas habían hecho que llegara el viento, no habría ningún motivo para que esta vez no hicieran sonar el teléfono.

 

Lo que más le gusta a Elke es la salsa de arándanos. Elke mira la chistera en los días ventilados, y piensa en la magia. Y tiene el rostro de Karl.

 

Karl sigue mirando cómo se mueven las cosas con el viento. El viento es lo mejor del mundo, Karl ya no tiene dudas. Y se llama Elke.