Cuando el viento partió la rama del árbol, Karl se encontraba tranquilo en el balcón mirándola caer. Estaba tan absorto con el espectáculo, que apenas fue capaz de dar unos pasos hacia su izquierda, con lo que evitó morir aplastado, que siempre es un alivio. Al fin y al cabo, una magulladura en el hombro a cambio de ser espectador en primera fila de semejante vendaval, le pareció un balance muy a su favor. Y con la cabeza bien alta, como orgulloso ganador de aquel trueque, se dirigió a la sala de Urgencias del Schlosspark-Klinik de Berlín.
El busca despertó a Elke a primera hora. En los días de guardia podía sonar en cualquier momento. ¿Por qué no a primera hora? Es un momento como otro cualquiera. Elke se levantó sin esfuerzo, y preparó café, para que se fuera haciendo mientras se duchaba. Se vistió, cogió el pijama azul, lo dobló con cuidado, vació la cafetera en un termo, y se puso su abrigo. Cuando salió a la calle supuso el por qué la habían llamado.
Enviaron a Karl a la sala de espera. Se sentó y miró a su alrededor. Algunas personas con brechas, unos cuantos niños colorados y semidesnudos con un termómetro en la axila, y él. No eran demasiados. Pero no cesaba de ver entrar camillas traídas por ambulancias. Y escuchaba gritos del personal sanitario “un tráfico”, “un derrumbamiento”. Y los miraba correr de un lado a otro mientras en la sala de espera estaban todos tan quietos. Era como estar en casa y ver las hojas de los árboles agitarse desde dentro. Pero él había salido al balcón, para verlo desde fuera, y una rama se había roto, y tenía el hombro magullado. Entendía que había muchos tipos de urgencias. Y la suya era de las menos urgentes. No se podía ganar en todo. Y mientras pensaba todo aquello, se dispuso a esperar con paciencia.
Elke llevaba trabajando cuatro horas. Entraba de cuando en cuando en la sala de espera a llamar al siguiente. Poco a poco las caras iban cambiando. Todas menos una, la de aquel chico de la contusión leve en el hombro, que no la miraba con cara de ansiedad cuando se disponía a nombrar al siguiente, ni perdía el gesto amable.
Elke llevaba cuatro horas trabajando. De modo que se quitó el pijama, cogió el termo de café, decidió convertir la sala de espera en cafetería, y tomó el asiento contiguo al del chico de la contusión.
–¿Quieres un café?
–Gracias. ¿Lo has hecho tú?
–Sí.
–Está muy bueno.
–En realidad yo no lo bebo. Lo he traído por si querías. Siempre hay alguien que quiere café.
–¿Por eso lo haces?
–Por eso, y porque a mi canario le gusta su olor por las mañanas.
–A tu canario le gusta el olor a café… A mí lo que me gusta es el viento. Es lo que más me gusta en el mundo. Ver cómo las cosas se mueven con el viento. De hecho, por eso estoy aquí. Estaba en el balcón, y se rompió una rama de un árbol. Pero por suerte sólo me dio de rebote en un hombro. Soy un hombre afortunado.
–Así que ese viento que tanto te gusta, ha provocado un accidente que casi te mata…
–Bueno, si no me gustara no habría salido al balcón. Verlo desde dentro no es lo mismo. Es como ver una película en casa. A mí me gusta más verla en el cine. Uno no deja de ser espectador, pero tiene la sensación de estar participando.
–Sí, participar…
Karl se dio cuenta de que ya habían hablado de él y del canario. Pero de esa mujer sólo sabía lo que no le gustaba. El café. De modo que decidió hacerle una pregunta básica en todo encuentro con un desconocido.
–¿Y a ti, qué es lo que más te gusta en el mundo?
Elke abrió mucho los ojos y sonrió soñadora.
–¿Lo que más? …La salsa de arándanos…
–Deliciosa, sin duda.
–Es curioso, creo que no se lo había contado nunca a nadie.
–¿Por qué?
Elke se paró a pensar. Porque nadie se lo había preguntado.
–Porque nadie me lo había preguntado. Creo que ni yo misma.
Karl pensó que era maravilloso que jamás hubiera pensado qué era lo que más le gustaba en el mundo, y sin embargo, hubiera contestado sin vacilar. A él le parecía una pregunta muy difícil, pues hay tantas cosas buenas entre las que elegir la mejor… Él se había pasado la vida haciendo balance, y aún habiendo elegido, continuaba teniendo dudas.
–Fíjate, si no llega a ser por el viento, quizás aún no sabrías qué es lo que más te gusta en el mundo. Y ahora no estaríamos hablando.
Y ese hecho reafirmó a Karl. Sí. Definitivamente el viento era lo mejor del mundo.
–¿Sabes por qué está soplando el viento?
–¿Por qué?
–Porque en Pekín hay una mariposa batiendo sus alas.
–Todo tiene un por qué y éste me parece bonito. Pero, ¿por qué batía sus alas?
–Para que yo pudiera contarte que lo que más me gusta en el mundo es la salsa de arándanos.
–De modo que estamos cumpliendo un destino… ¿Puedo tomar otro café? Es que me gusta tomar café cuando vivo momentos mágicos. Y cuando tengo el hombro dolorido.
–De modo que esto es magia… ¿Y qué se hace con la magia?
–No lo sé. La magia es tan importante. Actuar con la magia es una gran responsabilidad.
–Mucho más que ser enfermera. A lo mejor hay que ser mago para saber sacar un conejo de una chistera. A mí me gustan lo conejos que salen de las chisteras.
Karl, agobiado con el peso de la responsabilidad, se quedó demasiado bloqueado como para continuar con la magia que había llegado con fluidez, y volvió a la sala de espera. Después de todo, no se puede soportar peso con el hombro contusionado.
–Quizás te estoy entreteniendo. Ahí fuera todo el mundo sigue corriendo.
–Es cierto.
Elke pensó en alguna manera de que finalizar un momento de magia abriera esperanza para un comienzo.
– ¿Por qué no vienes a verme algún día? Siempre traigo café.
–Claro! Toma mi número de teléfono, por si un día no encuentras quien se lo tome. Me llamo Karl.
–Yo Elke.
Elke pasó el resto del día pensando en la salsa de arándanos. Y la boca le sabía dulce. Pensó también en la ética profesional. Y compró una chistera.
Elke se fue con su termo cada mañana a la sala de espera, por si un día volvía a ser cafetería.
Karl se dejó mecer por el viento el resto del día. Y de la noche. Y pensó que si las mariposas batiendo las alas habían hecho que llegara el viento, no habría ningún motivo para que esta vez no hicieran sonar el teléfono.
Lo que más le gusta a Elke es la salsa de arándanos. Elke mira la chistera en los días ventilados, y piensa en la magia. Y tiene el rostro de Karl.
Karl sigue mirando cómo se mueven las cosas con el viento. El viento es lo mejor del mundo, Karl ya no tiene dudas. Y se llama Elke.
Gracias por este relato y por dejarnos este final. Gracias por compartir tu magia, hecha de viento y salsa de arándanos.
Ahora sí :-).
Este me gusta más. Es increíble lo que puede cambiar un final (y una vida) con solo cambiar una frase.
Un beso.
Permiteme que pase sin llamar. Pasaba en silencio, pero este relato me ha gustado mucho y no quería dejar pasar la ocasión de decirlo. Enhorabuena por el relato.
Saludos
José Ignacio, has hecho bien, estás en tu casa. Gracias por tus palabras. Un beso.
Karmen, a veces hace falta un final feliz, a mí a veces me cuestan trabajo, pero a la segunda lo conseguí 🙂 Un beso.
Danny, gracias a tí por convencerme de la necesidad de no ser negligente con la magia. Un beso-
Llevo varios días pensando qué te puedo dejar de comentario, desde tu versión primera.
Luego me sorprende leer lo mismo, con una variación inapreciable si lees el texto más rápido de lo debido, pero que al darte cuenta ves que le cambia todo el sentido a la historia.
La historia me parece maravillosa, como todo lo que escribes, sabes que soy un admirador tuyo incondicional.
No sé si incluir en «mi lista de las cosas que me gustaría hacer en el futuro», que tengo que completar esta semana, una línea donde ponga: Escribir como Pat.
Un beso.
Pues no es para tomárselo a broma. El efecto mariposa cambió mi vida, aunque también hay que darle algún que otro empujoncito…
¿Cambiaría eso la magia… la haría mejor, peor?…
Juan, siempre consigues impresionarme con tus palabras. Gracias.
Susana, supongo que la magia es la oportunidad. Lo que cada uno hace con ella es su responsabilidad, supongo… así que interpreto que ese empujoncito del que hablas no es otra cosa que el haber sabido aprovechar esa magia. No hace mejor ni peor a la magia, hace mejor, eso sí, al responsable del empujoncito. Eso es lo que creo… Un beso.
🙂