Eugenesis

En otra vida estuve trabajando en un instituto de investigación científica. Las investigadoras eran biólogas, salvo dos nutricionistas. Yo no soy bióloga, ni nutricionista, entonces era responsable del departamento de administración: control financiero, contratación pública y justificación de subvenciones. Tomaba café con mis compañeras de administración. Mi jefa, Inmaculada Tamarindo, era una hija de puta. Le ocurría que era insegura y todo el mundo era una amenaza para ella. Es de esa clase de personas que siempre buscan una mala intención en cada palabra o cada gesto de otros. Esa clase de personas que critican siempre a todo el mundo: a los compañeros de administración, al jefe, a las investigadoras, a su hermana, a su madre, a su marido, a sus hijas, a la tutora de sus hijas. Solo se salvaba su perro. Cuando hablaba de su perro sonreía sin dobleces. Lo cierto es que Inma no tenía cara de hija de puta. También estaba muy sola. Hasta esa clase de gente necesita algo de cariño. Así que yo tomaba café con ella. La escuchaba. Creo que no desahogaba sus problemas personales con nadie más. 

A la hora de comer comía con las de bata blanca. En el Instituto había una cocina con microondas, nevera y platos. Yo todos los días llevaba una bolsa de lechuga y una lata de atún. Buscaba un tiempo de preparación que tendiera a cero y no tener que fregar ni llevar de un lado a otro tuppers que chorrearan. Otras llevaban un recipiente con comida elaborada para el primero, otro para el segundo, otro para una salsa, otro con fruta cortada, otro con yogur casero, otro con un poco de mermelada para el yogur, otro con frutos secos. ¿Cuánto tiempo dedicaban cada día en prepararse la comida del día siguiente? Lo que más me gustaba era cuando hablaban de trabajo, porque escuchaba palabras exóticas como pipetear, autoclave, secuenciación de ADN, o vigilancia de experimentos.

Una vez participé como voluntaria en un estudio que por una vez no excluía a fumadores. Como compensación me dieron un informe con mi secuencia genética. Había determinaciones genéticas que influían en rasgos físicos, otras en características como las probabilidades de desarrollar cáncer o alzhéimer, la longevidad, la profundidad del sueño, la tristeza o la extroversión. No entendí nada de los valores asociados. Tampoco sabía si quería entender, si quería saber si me había tocado la carta de la calavera. En realidad a todos nos toca, pero bueno, saber en concreto qué armas iba a usar contra mí. Busqué algo en google, porque siempre me ha gustado tratar de aprender por mí misma. Igual tenía alguna determinación genética de autosuficiencia o de autodidactismo, pero no me enteré de mucho y al final no pregunté, pero más porque odio tener la sensación de molestar o de quitar tiempo a otros que por miedo a saber. Creo que prefiero saber. La cosa es que poco después de aquello, Inma me dijo que iban a sacar una plaza para mí, que llevaba cinco años de interina. Participé en el proceso de selección bastante tranquila. Finalmente, Inma decidió darle la plaza a otra persona. Cuando me enteré estaba con mi hermana, mi madre, mis hijos, mis sobrinos. Era diciembre y habían empezado las vacaciones de navidad, habíamos ido al Parque del Oeste. Habían jugado con las hojas, había un poco de nieve, habíamos encontrado sitio para comer en una Pizzería en Moncloa sin reservar, prueba de que todo esto se corresponde con otra vida. Estábamos tomando el café cuando sonó el teléfono. El jefe de Inma me llamó por teléfono para decirme que lo sentía, pero que la persona elegida tenía un currículum impresionante, y que no obstante, si no superaba el periodo de prueba me llamarían a mí, que estaba la segunda en la lista. Yo le contesté que antes de volver a trabajar allí con Inma preferiría ver pasar hambre a mis hijos. Parece ser que la nueva no soportó a Inma más que tres meses y se fue por voluntad propia. Por supuesto no me llamaron. 

Tiempo después, al salir del instituto, mi hijo Pablo me dijo que lo que no se enseñaba en clase y debería ser obligatorio es la empatía, que si todos fuéramos un poco más empáticos, el mundo sería mucho mejor, y que, además, no habría tanto votante del PP. Estuvimos desarrollando una tesis sobre la relación que debía existir entre el nivel de empatía y ser de derechas o de izquierdas. 

A partir de ahí, me vino a la cabeza todo ese asunto de las determinaciones genéticas y empecé a preguntarme si la empatía no podría aislarse en nuestros genes, igual que se aísla la creatividad, las dificultades de lectura, la neurosis o la esquizofrenia. Porque está claro que de forma natural hay quien es más y menos empático, igual que hay quien es más o menos inteligente. Que después todo se entrena, todo se educa, se liman las aristas. Esto no me vino a la cabeza en voz baja. Lo fui verbalizando según se me ocurría mientras caminaba con Manu, mi pareja. Estábamos por el centro, creo que cerca de Pontejos. Y sigo. Todo sería más sencillo si según naciéramos nos hicieran un estudio de ADN y se viera la clase de persona que vamos a ser, ¿no? y se pudiera actuar antes de que fuera demasiado tarde, ¿no? Manu me mira divertido. ¿Eso no es un poco nazi? Bueno, hombre, si no metes a los psicópatas en cámaras de gas no tanto. Quizá bastaría con aislar a los no empáticos y proporcionarles una educación con un refuerzo en ese aspecto, ¿no? y, eso sí, mantenerlos siempre bajo una cierta vigilancia. Y a ser posible que no se reproduzcan. Así se le pondría freno a según qué mierdas, ¿no?. Así que de un refuerzo educativo estamos pasando a la eugenesia. Me mira divertido. Aunque hace tiempo que ya no sé nada de Inma no puedo evitar acordarme de ella cada vez que pienso en determinaciones genéticas o en psicópatas o en eugenesia. Aunque también reconozco que esta opción que planteo, que, aunque bien aplicada es práctica y beneficiosa para la humanidad -aquí uno piensa en Elon Musk, Putin, Trump, Ayuso, MAR, Inma, el abusón de 3º-, tiene flecos morales. ¿Y quién va a decidir con qué rasgos genéticos se aparta a una persona? Hombre, este poder no podría recaer nunca en manos de cualquiera –aquí uno piensa en Elon Musk, Putin, Trump, Ayuso, MAR, Inma, el abusón de 3º . Es muy peligroso. Solo en unas de confianza. ¿Como cuáles? Como las mías. Esto mejor no lo vayas diciendo por ahí. Entonces llegamos a Sol y el bullicio era tal que nos terminó callando. 

Delante de Palazzo compré un helado de chocolate con coñac. Pequeño y en tarrina. Necesito quitarme la amargura que se me ha quedado al volver a acordarme de Inma después de tanto tiempo. Me parece estar viéndola sonreír detrás de la taza de café. A lo mejor, si no hubiera sido por ella yo no habría cambiado de vida y ahora no sería profesora de lengua, y seguiría justificando subvenciones, preparando licitaciones y revisando contabilidades. Esto es mejor que el chocolate, pero no le pienso atribuir mis fuentes de satisfacción actuales. Que te jodan, Inma. Terminé el helado de chocolate y seguimos trotando por la calle del Carmen.

Lugares geográficos para reacciones psicofisiológicas

Estoy en la ducha cuando me asalta el pensamiento de que somos pura materia. No hay nada de espíritu. Eso que a veces llamamos alma o corazón y que separamos de la materia no existe. Es pura materia. Eso que es pensamiento es materia. Qué raros somos. Cómo es posible que la materia, las celulitas, den lugar al pensamiento, sin embargo no deja de ser materia. Ya me he lavado el pelo. Soy poco sistemática pero en la ducha sí lo soy. Primero el pelo, después la mascarilla y, mientras la dejo actuar, me enjabono el cuerpo. Según me lleno de espuma las piernas sigo pensando. Toco las piernas y es sencillo saber que son materia. El pensamiento no lo toco, imagino que por eso, porque a lo que no vemos y no tocamos y no entendemos le atribuimos cualidades un tanto espirituales y a veces hasta mágicas, como la inmortalidad, por eso se le ha asociado con esa cosa psicomágica llamada alma. Pero claro que es cuerpo. De hecho, tengo muy claro dónde ubicarlo geográficamente dentro de mi cuerpo. No lo había pensado nunca, pero mi pensamiento está ahí, justo detrás de los ojos. Desde ese lugar salen todas esas palabritas que me hablan todo el tiempo. Sin parar. Justo detrás de los ojos. Quizás por eso lo de los ojos como espejo del alma. Otra vez el alma.

Ya he terminado con la ducha. Ahora solo estoy debajo del chorro despilfarrando un agua tan caliente que me deja la piel roja, en el límite entre la quemadura y el placer. Pienso en el peluquero ese que me dijo que me tenía que lavar el pelo con el agua templada o fría. Pienso fuck you. Pienso en el rato de meditación después de las clases de yoga. El profesor la guía y va dando instrucciones. El profesor dice: respira hondo, piensa en el aire que te entra desde las puntas de los pies y va subiendo por tus piernas, y después por tu vientre, tus costillas, tus escápulas y por fin llena tus pulmones. Normalmente solo soy capaz de seguirle un par de minutos y soy capaz de sentir el aire entrando en mi cuerpo desde la punta de los pies, del dedo gordo en concreto, aunque sea mentira, pero lo consigo. Después mi pensamiento va por donde quiere, se distrae llevando el aire por lugares distintos, se detiene en el codo, divaga en zig zag, se separa de las instrucciones. Supongo que no soy muy buena meditando. Pienso, ahí debajo del chorro de agua hirviendo, en una meditación que consistiera en pensar desde la punta de los pies. Me concentro fuerte pero es imposible. Solo puedo pensar desde detrás de los ojos, justo donde está el cerebro, el que produce el pensamiento. Materia. Joder, qué raros somos.

Al cabo de un rato estamos los cinco en en un vagón del metro de la línea 1. El vagón está atestado. Miguel se ha quitado el abrigo y la sudadera. Los demás estamos tan apretados que aguantamos. Miguel dice me va a dar algo. Te va a dar qué. Algo, dice. Después empieza a hacer preguntas. ¿Qué preferiríais tener, tres cojones o uno solo? Pablo dice que uno, Manu dice que uno. Hugo creo que no contesta. Yo tampoco. Miguel tiene dudas. Creo que porque él habría dicho tres, pero la respuesta de los demás le hace replanteárselo. ¿Sabéis que cada cojón tiene más de 3.000 terminaciones nerviosas que van directamente al cerebro? Nos quedamos sorprendidos. ¿Solo tres mil? ¿Os parecen pocas? ¿Y cómo pudiste suspender anatomía con lo bien que te lo sabes? Ese tipo de conversaciones son las que tenemos en el vagón. Ya no pienso en pensar desde la punta de los pies.

En el restaurante les contamos los planes para el verano, y digo planes porque hay dos opciones: o Galicia o el sur de la Bretaña francesa. Gana Galicia porque está más cerca, porque la casa es más grande, porque Hugo no ha estado nunca, porque está mejor comunicada en el caso de que alguna novia quisiera venir a pasar algún día. Ni Pablo ni Miguel dicen nada de que no tengan intención de venir, ni siquiera asoman dudas. Parece que conseguiremos un año más de vacaciones a cinco. Nos damos los regalos de amigo invisible. Pasamos un buen rato. Pablo se va hacia Matadero porque ha quedado con unas amigas. Los demás volvemos hacia casa. Llueve un poco, pero poco. Como no tenemos prisa preferimos ir andando antes que volver a hacinarnos en la línea 1. A la altura de Bilbao Manu y Hugo se van porque han quedado también.

Seguimos Miguel y yo. Hemos estado hablando un rato acerca de lo poco que nos gusta salir de madrugada, el ambiente del club nocturno, la discoteca, volver a casa de día, lo despacio que transcurre el tiempo hasta que por fin llega la hora de llegar a casa después de haberlo deseado tanto mientras las personas con quienes trasnochas tienen el aspecto de estar pasándolo tan bien, lo extraño que se siente uno del resto, lo farsante. Cuando nos quedamos los dos solos de nuevo y se nos ha agotado ese tema, Miguel me pregunta ¿qué preferirías, ser ciega de nacimiento o quedarte ciega más tarde? Sin dudarlo contesto que más tarde. ¿Y no te daría mucha pena perder ese sentido una vez que lo has experimentado? Miguel preferiría no sentir esa pérdida y hacerse desde el comienzo a un mundo en el que para él no existe el concepto del color. Yo me decanto por poder haber experimentado qué significa azul, amarillo, rojo o negro aunque después tuviera que perderlos. Podría imaginarlos. Eso sería como no perder del todo el referente. O el sentido. Entonces llega la siguiente pregunta, ¿qué sentido preferirías perder? Después de repasarlos todos ambos llegamos a la conclusión de que preferiríamos renunciar al olfato, incluso al gusto. Jamás la vista, el oído o el tacto. Mientras estoy pensando para mis adentros sobre la importancia de la vista o del oído antes de descartarlos recuerdo la reflexión de la mañana. Me da la sensación de que el pensamiento está tan relacionado con ellos que me resulta casi imposible saber qué forma o qué lenguaje tiene el pensamiento de quien ni ve ni ha visto nunca y ni oye ni ha oído nunca. Entonces le hago la pregunta a Miguel. ¿Miguel, dónde tienes tú el pensamiento? Así de primeras no entiende la pregunta. Me refiero al pensamiento como vocecilla que escuchas en tu interior, ¿en qué lugar geográfico de tu cuerpo la situarías? Me contesta sin vacilar. Detrás de los ojos. Siento algo familiar, algo que está siempre pero que en algunos momentos se expande, bulle y chisporrotea y se desborda como puesto al fuego sin vigilancia. Una mezcla entre entusiasmo y amor. Sitúo geográficamente ese algo en el interior de mi caja torácica. A veces ese tipo de sentires están más abajo, en el vientre, pero casi ahí donde están ahora. Me pregunto a qué órgano asociarlos. El corazón no es. Me pregunto de dónde le viene la materia a las emociones y a los sentimientos, por qué cambian de lugar. Qué raros somos.

Llegamos a casa. Al entrar Miguel me da un abrazo fuerte, de esos que me da rodeando mi caja torácica y levantándome los pies del suelo. Después se encierra en su cuarto a jugar a la consola.

Un pequeño pinball

Esta mañana he leído un artículo que habla sobre los vínculos débiles y los vínculos fuertes con la finalidad de hacer un alegato en pro de la importancia de los vínculos débiles para sentirse menos solos y más felices. Supongo que lo llamativo es que lo que cualquier persona esperaría es que ese alegato se produjera en pro de los vínculos fuertes, pero no. Hoy he llegado a la oficina muy temprano y por eso me ha dado tiempo a leer el artículo en prensa antes de hacer las maletas. También he tomado un segundo café y me he fumado mi tercer cigarro del día. Me gusta coger el periódico antes de que lo manoseen. Me gusta que, además de comprar el Expansión y el Cinco Días y el Mundo y el ABC, los socios compren también El País. Creo que en la oficina no tengo más que vínculos débiles. De alguna u otra forma ellos contribuirán a que me sienta menos sola y más feliz, aunque todavía no sepa de cuál.

Ayer estuvo en la oficina la novia de Jacobo. Quería ver cómo era el lugar donde había trabajado, y todo el mundo estaba tan desconcertado que Sergio Lombardo del Olmo, la recibió y la acompañó en silencio sin levantar la vista del suelo hasta el sitio donde solía sentarse Jacobo, casi como con sentimiento de culpa, como si lo hubiera matado él. En realidad no tenemos sitios fijos establecidos, aunque sí hay una cierta distribución jerárquica. Los socios están en los despachos con puertas de cristal. Parecen peceras, en especial el de Cristina Arteta, que fuma mentolados de una forma compulsiva, a veces se ve su silueta. Los gerentes también tienen despachos. Los senior se sientan en las mesas de la izquierda y los asistentes en el resto de las mesas. Los asistentes somos los más numerosos. También estamos jerarquizados. Asistentes de primer año (A1) y asistentes de segundo año (A2). Yo soy A2. El año pasado estuve bastante tiempo en la oficina y tenía un sitio muy fijo. Este año ya no. Me siento donde puedo. Como ayer, cuando vino la novia de Jacobo y la visita me encontró sentada justo a espaldas. Si hubiera venido hoy no me habría enterado, porque hoy salimos a un cliente. Pero vino ayer. Hoy hemos cargado nada más llegar las carpetas y los portátiles en dos trolleys negros y hemos cogido un taxi. Vamos a un cliente pequeño y el equipo lo formamos Joaquín Latorre y yo. Joaquín era amigo de Jacobo. No sé si amigo amigo, pero sí amigo de su promoción. Creo que su vínculo sería intermedio. Ni débil como el que se tiene con el camarero del Bibey, ni fuerte como el que tienes con una persona con la que puedes llorar. De esos vínculos intermedios no hablaba nada el artículo. El año pasado los dos eran A2 y este año senior. Joaquín no habla mucho y aunque es serio no habla de cosas serias salvo cuando habla de trabajo. Creo que es el tema del que se siente más seguro hablando. No tengo mucha confianza con Joaquín Latorre. No sé de qué hablar con él, me cuesta mucho trabajo cultivar vínculos débiles. Me cuesta manejar la intrascendencia.

No es la primera vez que trabajo con Joaquín Latorre. Trabajé con él justo cuando entré en esta firma el año pasado, y yo era A1, y él era A2. Nuestro equipo era grande. Conmigo, de primer año, también estaba Óscar. Con Joaquín estaba Jacobo. Jacobo y él hablaban siempre en clave de humor, siempre de tonterías que mezclaban el ingenio y la fantasmada. Intrascendencias cómplices de vínculos medios. Teníamos un despacho bastante pequeño y cuando ya era tarde fumábamos dentro. Fumábamos Jacobo, Belén Alonso -la gerente- y yo. También había un senior, pero no recuerdo su nombre porque se fue de director financiero justo cuando terminamos el trabajo en ese cliente.

La gerente solo venía de vez en cuando. Solo hablaba de trabajo. No se cansaba nunca, no protestaba nunca, no parecía dormir nunca. Transpiraba fuerte y se le veían ronchas húmedas en las axilas. Antes de haberse rendido a la eficiencia, la camisa y los chalecos, le había gustado la música urbana, beber cervezas del botellín y salir por Carabanchel, tenía un punto macarra bastante atractivo. Lo sé porque lo contó ella. Cuando Belén hablaba de esa Belén, pocas veces, en alguna rara ocasión en que se quedaba a comer con nosotros y si es que en algún raro momento, entre el segundo y el postre, dejaba los temas de trabajo, creía ver una sombrita de pena en el rabillo de su ojo, sobre todo del derecho, como si echara de menos a esa de la que hablaba y que solía ser ella pero ya no.

Yo no sabía muy bien lo que tenía que hacer en ese que era mi primer trabajo nada más licenciarme. Cuando me lo explicaban estaba nerviosa y me concentraba en que pareciera que entendía y no tanto en entender. Después cogía los listados que me daban llenos de números que para mí no significaban nada, cogía las carpetas del año pasado y estudiaba qué comprobaciones se habían hecho con esos listados. A veces le encontraba el sentido a las comprobaciones. Esos eran momentos felices, porque encontrar el sentido, aunque sea a un listado lleno de números, o al por qué de los cálculos que tenía que hacer sobre ellos, me produce placer. Creo que es lo único que me gusta de este trabajo. Pero lo normal era que no ocurriera eso: los productos financieros siempre me han parecido una abstracción, un dogma de fe, y la auditoría de productos financieros la abstracción de una abstracción, una abstracción al cuadrado, el dogma de fe de un dogma de fe. Me pasaba los días entre listados haciendo cálculos que no entendía sobre unos números cuyo significado no entendía para obtener unas conclusiones que tampoco entendía. Solo entendía a Belén Alonso hablando de ella cuando era solo Belén, y no lo hacía casi nunca, porque Belén Alonso era casi siempre Belén Alonso y Belén Alonso solo trabajaba. De todas formas, lo normal era que la gerente no estuviera. Joaquín y Jacobo andaban siempre juntos compadreando, con ese compadreo chulesco de quién es más ocurrente, tiene planes más atractivos, o sarcasmos más mordaces. Creo que el que lideraba esa dinámica relacional era Jacobo, porque Joaquín era más serio y más sobrio y no se esmeraba tanto en demostrar. Pero se notaba que es una dinámica en la que Joaquín estaba curtido y en la que no le costaba trabajo entrar. Ahora, en el coche, mientras aún ni Joaquín ni yo hemos iniciado ninguna conversación, me pregunto qué tipo de dinámica relacional estableceremos los dos. Si seré capaz de aprender a cultivar ese tan beneficioso vínculo débil.

Cuando fuimos al tanatorio de Jacobo me acordé de que mi madre decía que ella prefería no ver a los muertos en sus cajas, porque era una imagen muy invasiva y le daba miedo que terminara eliminando los recuerdos del muerto cuando estaba vivo por los del muerto ya muerto, en la caja, con el satén blanco y las flores alrededor. Yo no había tenido la oportunidad todavía de ir a un tanatorio, y cuando fuimos al de Jacobo lo primero que hice fue desoír a mi madre y ver a mi primer muerto. Lo primero que pensé es que esa cosa de ahí no era Jacobo. Esa cosa de ahí tenía una cara inexpresiva sin un solo rastro del gesto pretencioso y ridículo que lo caracterizaba. Su cabeza era mucho más rectangular. Quizá tuvieron que reconstruirlo mucho. Tan poco se parecía esa cosa que era sencillo hacer humor negro y huir de los detalles espeluznantes sobre el episodio de su muerte que se escuchaban en los corrillos y sobre todo, huir de la empatía. Que se había dormido, que se había estrellado contra un árbol, que habían tardado más de dos horas en encontrarlo, que no llevaba el cinturón, que la agonía había sido muy larga. Esa información resonaba como lejana y se podía asociar a esa cosa que reposaba en la caja junto a las coronas de flores, pero de ninguna manera a Jacobo. Esa noche quedé con mi novio, y saqué mi humor más negro y mordaz, y él me dijo que no entendía cómo podía estar tan entera. Porque no tengo corazón.

Durante un tiempo había sido muy sencillo ignorar la ausencia de Jacobo. No estaba en el día a día como no había estado tantas veces porque le había tocado auditar a tal o cual cliente, y daba igual que supieras que estaba muerto porque no lo sentías muerto. Pero ayer, cuando llegó la novia a la oficina, como un zombie, como una loca persiguiendo sus rastros, buscando su hueco en la oficina y añadirlo a su colección de huecos, descubriendo todas las facetas que habían quedado ocultas, o reducidas a lo que ella imaginaba a raíz de lo que él le contara, se me cerró el estómago y me di cuenta de que respiraba con dificultad, y deseé que esa puta loca se largara de allí y me dejara seguir sintiendo tranquilamente la no muerte de Jacobo. Desde ayer no paro de ver la imagen de ese ser horrible en la caja, desfigurado y cerúleo. Como ahora este coche, donde trato de sacar algún tema para conversar con Joaquín fomentando nuestro vínculo débil como el tiempo, algún concierto o si hizo algo el pasado puente, pero solo me pregunto si a Joaquín le contaron que ayer estuvo en la oficina la novia de Jacobo y si entró a verlo en el tanatorio, y si lo reconoció, y si la visión de Jacobo en la caja le estaba empezando a invadir los recuerdos de Jacobo vivo, cuando era un cretino prepotente, que se hacía el listillo y quería hacer creer a todo el mundo que su novia era la más guapa, sus amigos los más listos, y sus planes los más envidiables, y su novia era horrible, pero cómo podía ser tan fea, de sus amigos nada sé, pero conociendo a Jacobo los más listos es seguro que no, y Jacobo ahora está muerto, muerto y enterrado y ese es un plan de mierda, es el peor plan para Jacobo y para cualquiera. Y de eso es de lo que me interesa hablar con Joaquín. Y preguntarle si lo echa de menos, si era su amigo o solo su compañero de promoción con el que coincidió en varios clientes y con el que compadreaba tontamente, y si alguna vez hablaron de verdad, de lo que querían, de lo que les importaba, de los que les daba miedo. ¿Pensaría Jacobo en la muerte? ¿Le daría miedo? ¿Pensaría que la suya llegaría tan pronto estando tan solo? A quién quiero engañar pensando que algún día podría conseguir una buena rede de vínculos débiles.

Joaquín rompe el silencio. Me habla de DH S.A. Me habla de su facturación anual, de sus riesgos fiscales, de su proceso de producción y del talante colaborador que había mostrado su director financiero. Yo lo miro con mi cara de estar escuchando atentamente con un interés máximo. Cuando se detiene el taxi, el contador marca 27,43 euros. Joaquín lo paga con tarjeta, pide factura, cogemos los portátiles mientras el taxista saca los trolleys. Solo entonces miro por la ventana y veo que estábamos en un polígono industrial. Pienso que es el lugar más feo del mundo.

Cafés esporádicos con Cristina

Encontré a Cristina una tarde, de forma casual. Quizás debería decir que ella me encontró a mí, porque cuando la reconocí sentada en aquella terraza de mi barrio ella ya se estaba levantando y se acercaba con una sonrisa enorme. Fue apresurado. Ella estaba con alguien, yo acompañaba a mi hijo al médico e íbamos con la hora justa, acordamos concertar una cita y vernos un día. Si ella no me hubiera visto y no se hubiera levantado a saludarme, ¿me habría acercado yo? Quizá no. Mi amigo Rafa decía que cuando llevaba más de dos años sin ver a alguien dejaba de saludarlo si se lo encontraba por la calle. Todo tiene un tiempo, pero no a todo se lo preestablecemos. Yo lo he hecho con la ropa, considero innecesaria y prescindible toda prenda que no me haya puesto en toda una temporada, pero con los amigos no. Sin embargo me alegró sinceramente que Cristina no fuera Rafa, quien no me saludará si nos encontramos, y saltara de la silla. Y también que pocas horas después me escribiera un mensaje, y que nuestros propósitos no hubieran resultado meros formalismos sociales.

Nos vimos unas semanas más tarde, coincidir no es tan sencillo. De nuevo ella me lo vuelve a poner fácil y la cita es en mi barrio, un lunes, los lunes ella está en mi barrio. Me concentro en recordarla mientras la veo. Sí, es ella, es su mismo pelo, es su misma cara (no ha envejecido), sus ojos me parecen un poco más claros, es su voz, y definitivamente es su forma de hablar. Habla suave y despacio. Me pregunto si habrá gritado alguna vez. Me resulta imposible imaginarla gritando, y me gustaría saber hablar así, suave, y me gustaría haber sabido siempre hablar así, suave, y eliminar de mi memoria todos los gritos que he gritado, todos los tonos elevados, cada vez que he resultado agresiva. A veces tiembla un poco. Cuando la miro recuerdo ese temblor suyo, pero ahora que intento recordarla sin mirarla al mismo tiempo dudo si el temblor es en su boca, en su ojo o un poco en la mano que mueve mientras habla. Me cuenta que no ha vuelto a tocar la flauta travesera y que ha dejado el teatro. Me cuenta que ha estado escribiendo relatos y que se ha apuntado a un coro. Me dice contenta que no es buena en nada pero que desarrolla su creatividad, y que eso le hace sentir bien. Me dice que había pasado muchos años pensando que era de ciencias y que no era creativa, y que ahora se da cuenta de que sí, que sí lo es. Yo le cuento que he dejado de escribir, que sigo con la editorial aunque tengo con ella una relación de amor-odio, que sigo tocando la batería y que ahora ando pensando en la posibilidad de aprender a tocar el piano. Según lo digo en voz alta siento vergüenza. También se lo conté al coach en prácticas con el que mantuve tres sesiones que forman parte de sus prácticas y con las que aún no he entendido muy bien en qué consiste esa cosa que se llama coaching, pero yo hablaba con el señor, y cuando veía que a él le parecía bien por dónde iba el discurso incidía, porque me gustaba que se sintiera contento. En la tercera sesión lo hice muy bien porque a mi coach se le notaba exultante, y pensé, pues bueno, yo creo que lo he hecho bien. Y recuerdo que le hablé mucho del piano, y cuanto más le hablaba más contento se ponía. Cuando terminó la sesión tuve la misma sensación de vergüenza. Como si estuviera haciendo planes que nunca fuera a llevar a cabo realmente, y no solo haciéndolos, sino contándolos en voz alta, con apariencia de verdad. El caso es que a Cristina le conté lo del piano. No sé si para engañarla a ella, para presionarme a mí, por pura incontinencia verbal. Además de mi tono de voz me gustaría quitarme esta costumbre de contar cosas que en realidad no tengo por qué contar, y menos si no existen. Prefiero hablar de lo que sí existe. Los proyectos me comprometen. Casi siempre me arrepiento de todo lo que cuento cuando hablo con otras personas. Casi siempre me propongo escuchar mucho y hablar poco. Casi nunca cumplo.

En un momento dado sale el tema de la empresa en la que trabajamos juntas, donde nos conocimos. Es curioso, allí nos llevábamos bien, pero si hubiera tenido que apostar con cuál de las personas con quienes me relacionaba mantendría el contacto una vez fuera, creo que no habría apostado por ella. Cristina me dice que a ella ya se le ha pasado el enfado, aunque cuando me vuelve a explicar que nunca entendió el por qué todo terminó como terminó aparece el temblor. Creo que es en la boca y en la mano. Dice que piensa en todas las cosas positivas que ha supuesto para ella, y que son más numerosas que las negativas. Yo no pienso demasiado en ello, lo primero que siento al pensar en esa época es amargura, sin embargo, eso no significa que tenga un trauma. Hubo experiencias buenas pero no terminó bien, y eso queda, como otras malas experiencias. Supongo que es inevitable explorar las raíces de nuestra amistad, pero me gusta más la Cristina que no supe ver en esa empresa y descubrí después, tomando cafés esporádicos. También me gusta más quien soy yo ahora, incluso hablando alto y de más.

Unos días más tarde me dices que me vas a regalar un piano. Miro los precios y me asusto, y falta afinador y transporte, miro lo que ocuparía en casa, los libros que hay que reubicar, la pérdida de espacio en un lugar común como el salón. Pienso en los engaños. Consulto en la web de una escuela. Dicen que hacen falta veinte minutos diarios. Dicen que no hay que comprar a lo loco. Dicen que en todo caso hay que comprar. Me imagino contando una y otra vez que quiero aprender a tocar. Imagino el salón con un piano convertido en mueble, con plantas encima y libros y hasta un cenicero, y a mí de nuevo una y otra vez, prometiendo. Me enseñas por la noche unas cuantas fotos de pianos de ocasión en Wallapop. Te contesto irritada, con ese tono de voz que me gustaría no tener. Te digo que me hacía ilusión un piano, pero que no es sensato comprar un piano. ¿Cómo lo habría dicho Cristina?

A veces me pregunto si Cristina y yo nos volveremos a ver. Ahora diría que sí, pero sé que cada vez puede ser la última. Le pedí que me enviara alguno de sus relatos, no lo ha hecho. Eso tampoco tiene por qué ser preludio de nada. A lo mejor le da miedo que no me gusten, como a mí me da miedo no tener la voluntad de aprender a tocar. ¿Nos volveremos a encontrar? Y si no es así, ¿tomaré yo la iniciativa? ¿Lo hará ella? En cualquier caso los lunes ya no podrá ser. He reservado una clase.

Capítulo 2. Las ventajas de la autolisis.

El lado positivo de haberse intentado suicidar era que no lo había conseguido. El terapeuta le había pedido a Raquel que apuntara en una libreta un aspecto positivo de todo aquello que le sucediera en el día. Esa ventaja no la tenía tan clara, porque también gracias a no haberlo conseguido seguía cansada, y tenía que hacer muchos esfuerzos para permanecer viva todo el día. Vivir era una tarea muy pesada y muy larga. A veces era tan pesada que no conseguía aguantar hasta la noche, y a media tarde, o bien después de comer, se tomaba dos ansiolíticos en lugar de uno, se metía en la cama y se quedaba durmiendo hasta el día siguiente. Antes de su ingreso en el hospital también lo hacía, pero como todavía no tenía ansiolíticos propios, se tomaba una de esas pastillas que tenía su madre para dormir, o para las crisis de nervios. En su casa siempre había alprazolam o diazepam. A veces también se acercaba al mueble bar, cogía alguna de las botellas y bebía a morro directamente. No demasiado. No siempre de la misma. Mientras el alcohol iba quemando su esófago virgen, tomaba el camino de regreso a su dormitorio. Al principio le escribía un whatsapp a su madre. Mamá, me duele la cabeza, no me despiertes. Las migrañas son valiosas como pasaporte para abandonar la partida. Esa era una buena herencia. Todavía no sabía que tenía que buscar el lado positivo a todo, pero en un futuro podrá apuntar en el papel de las ventajas -en este caso concreto, a las ventajas de su herencia genética-: migrañas. Poco a poco, conforme sus estados de letargo vespertinos se fueron normalizando dejó de anunciarlos. Si su madre llegaba a casa y se encontraba su habitación a oscuras sabía que no iba a salir de allí para cenar, que estaría durmiendo hasta la mañana siguiente. A su madre solo le pareció extraño las primeras veces. En alguna ocasión lo comentó con alguna compañera. Lo normal es que los jóvenes vayan adquiriendo unos horarios anárquicos, no te preocupes. Dejan de dormir por las noches, comienzan a dormir por el día. Le recomendaron el visionado de un vídeo llamado «El cerebro adolescente». Quizás normalizar consistiera en en perder el extrañamiento. Su terapeuta le había permitido continuar apartándose por la tarde si algún era especialmente duro, pero le había puesto una norma. Como máximo una vez por semana. Así que ahora tenía que seleccionar bien la dureza de los días y apartarse en el correcto. Todavía no sabía muy bien por qué asumía como dogmáticas las normas de su terapeuta, pero el hecho es que lo hacía.

El otro lado positivo de haberse intentado suicidar es que en clase todo el mundo la trataba con mucho cuidado. A veces el cuidado le gustaba. Era un cuidado sensible, como se cuidaría un negativo de Robert Capa, una copa de cristal veneciano, un libro de portadas color crema. Casi siempre. Pero a veces era el cuidado que se pone al caminar en un campo de minas, lleno de miedo. Raquel trataba de obviar esas sensaciones. Las sensaciones no son más que sensaciones. El terapeuta a veces formulaba unas sentencias poco esmeradas. Raquel lo miraba en esas ocasiones con desconcierto y él entonces se disponía satisfecho a desarrollar y explicar. En aquella ocasión se refería a la conveniencia de separar los hechos de las interpretaciones que se le otorgan a cada hecho. Teóricamente nadie en el centro escolar sabía nada de lo que había ocurrido. Sin embargo todo el mundo había cambiado. ¿Qué sabían entonces? ¿Por qué esos cuidados extraordinarios? De pronto, Nathalie e Irene la acompañaban siempre. Antes ya eran amables con ella, pero desde la distancia. Ahora estaban pendientes todo el tiempo. Si iba al baño alguna de ellas la acompañaba, en el recreo también, o a la salida. Los profesores le preguntaban constantemente si se encontraba bien. A veces se aburría y decía que necesitaba ir al pasillo, y preguntaban estás bien? estás bien? dos veces, y accedían a su petición. Pero de una forma extraña, porque entonces iba detrás de ella Nathalie o Irene, que perdían clase también. Y eso comenzaba a resultar un tanto irritante. Y entraba de nuevo a clase y preguntaban estás bien? estás bien? y si no había hecho los deberes recibía una amplia sonrisa por respuesta, no te preocupes, poco a poco, estás bien? estás bien? y entonces Raquel se sentía rellena de napalm, e imaginaba a su profesor de matemáticas caminando por un campo, ella estaba en el medio, y él entonces llegaba a un punto en el que no seguía avanzando y eran Nathalie e Irene las que llegaban corriendo porque él las enviaba, y a un metro le pedían que las acompañara, y ya se quedaban ahí, y nadie la tocaba. Nadie podía tocarla, nadie podía atravesar esa carne que la rodeaba, esa cara, esa boca, ese pelo negro y liso, esas manos suaves y torpes, ni una vez atravesada podrían sortear su esófago maltrecho, ni su vientre ni su sangre, ni podría jamás fundirse en ella, encontrar a esa Raquel que estaba tan lejos de todos, que al sentir otro cuerpo tratando de entrar pondría en funcionamiento toda esa carga explosiva. Y adiós Nathalie. Adiós Irene. Adiós profesor de matemáticas. Adiós Raquel. Y entonces se daba cuenta de en eso consistía su interpretación de una sonrisa.