Reivindicación de la ausencia en cenas de navidad.

El primer correo electrónico de convocatoria de cena de navidad llegó el 22 de octubre. Me pareció motivo suficiente para no sumarme. Hay más: ese email era para proponer fechas y someterlas a votación, le siguió otro para proponer restaurantes y someterlos a votación. Y uno más para confirmar asistencia y reservar. Todo eso antes de hoy, 11 de noviembre. Eso es previsión. Y democracia. Y también el no contestar ninguno de ellos y leerlos únicamente porque Outlook preabre el correo entrante en la esquina inferior derecha. Podría haber desactivado esa opción, pero como es la cuenta del trabajo considero que leer lo que recibo forma parte de las funciones por las que me pagan.

Podría llegar a parecer que mis compañeros de trabajo no me caen bien, pero no lo es. Me caen bien, dos o tres hasta incluso muy bien. Los conozco a todos, a la mayoría muy por encima, a unos pocos más. Son todos amables, agradables, buena gente. Y yo, en mi trato con ellos, también lo soy. Podrían incluso llegar a pensar que soy simpática y sociable. Hasta que ocurren estas cosas. Como no acudir a una cena de navidad, ni a ninguna otra juerga extra laboral que se les haya ocurrido organizar. O como no mentir cuando se me pregunta.  ¿Vas a ir a la cena? No.  ¿Por qué? Porque es un viernes por la noche y los viernes por la noche son sagrados. ¿Tienes a los niños? Ni lo he mirado, pero si tengo a los niños son sagrados porque estoy con los niños, y si no tengo a los niños son sagrados porque estoy a solas con mi pareja. Ya, pero por un día… No voy a sacrificar un viernes por la noche por una macrocena de gente de trabajo. Ni muerta.              Sólo entonces se terminan las preguntas.

No me caen mal, es sólo que no tenemos nada que ver, y en reuniones multitudinarias se me hace todavía más evidente.  No sé de qué hablar: que no sea ni demasiado personal ni demasiado comprometido ni demasiado denso, algo trivial pero ameno, superficial pero agradable…  Y no me interesa escuchar eso trivial pero ameno, ni superficial y agradable. Me aburro. Pero  no es sólo esa falta de facilidad para la comunicación insustancial. Es sobre todo y también esa sensación de desubicación, tan familiar por otra parte, que en otra época trataba de vencer intentando adaptarme. Como si fuera una cuestión de voluntad. Desubicada en el colegio, desubicada en el otro colegio, desubicada en la universidad, desubicada en mi larga lista de trabajos, desubicada en mi matrimonio, desubicada siempre. Y no, no es una cuestión de voluntad. No es que yo no hiciera suficientes esfuerzos. Si me siento desubicada es porque estoy desubicada. Si siento que no tengo nada que ver es porque no tengo nada ver.  Lo sé ahora que sé cómo y con quién me reconozco.

Proceso de desintoxicación del league of legends

Lo que más odio de tener que reconocer que me he equivocado es haberme equivocado. Porque normalmente no me formo opiniones ni actúo, ni adopto una filosofía de vida al azar. No he tirado una puñetera moneda al aire y esperado al cara o cruz. Si pienso de una determinada forma sobre algo es porque, después de haber analizado y estudiado con mucha profundidad, creo que es la mejor forma de pensar. Hasta que llega el método del prueba y error y me demuestra lo segundo, mi puto error. Y más aún cuando se trataba de una apuesta importante. Como el estilo educativo con un hijo de catorce. Y más aún cuando lo que yo quería que fuese la realidad era algo bonito, y había coleccionado cientos de discursos, tan bonitos como mi fé, de grandes pedagogos, psicólogos, sociólogos, filósofos, y adoptado sus argumentos y sus nubes rosas. Y me he empapado de un discurso victimista acerca de lo mucho que sufren los niños de hoy en día, que si un sistema educativo desmotivador, que si una metodología mediocre, que si no se tiene en cuenta sus sentimientos, bla bla bla. Que si la empatía, el diálogo, y el consenso. Y he empatizado, hablado, comprendido, respetado, argumentado, ayudado, motivado, dialogado, preguntado, criticado, reconvenido, explicado, advertido, argumentado, solicitado opinión, re-advertido, amenazado. Una vez que no queda ya un resquicio de autoengaño al que acudir, ni victimismo con que exculpar, ni confianza que otorgar, queda oficialmente inaugurado el imperio del terror.

Si me preguntas que cómo lo vi te diría que contento.

Y no contento por estar unos días en Madrid, o no solo, me pareció que era feliz en general… no sé cómo explicarlo,  llevaba una amplia sonrisa, como la de los niños, con esa forma diferente que tienen ellos de sonreír, como si no hubieran estado tristes nunca, con una especie de alegría limpia y total. Y eso que, por lo que contó, en Berlín las cosas no son fáciles. De hecho quiere mudarse a Barcelona…

Le estuve preguntando en qué grupos estaba tocando ahora, y me dijo que en muchos. En muchísimos. En todos los que puede. Que apenas pagan por tocar en ningún sitio. Que el trabajo mejor pagado era el de músico de estudio, pero que siempre llaman a músicos alemanes, y que sólo tenía dos alumnos, como si ahora nadie estuviera interesado en aprender, o en pagar dinero por aprender. Contó que al menos la vivienda era barata, y que podías permitirte el lujo de malvivir como músico en un piso en una buena zona de Berlín. Nos tachó de idealizar la vida en Alemania, pero que allí la realidad era otra, que sufre mucha gente. Contaba esas cosas, se quejaba de lo cerrados que eran los alemanes, de lo difícil de la integración, de lo difícil de sobrevivir de la música, y acto seguido, volvía a sonreír, como si eso en realidad no fuera con él, como si estuviera por encima, como si en cualquier caso y a pesar de todo, estuviera encantado y entusiasmado con la vida….

Pero esto en realidad no es lo que me marcó. Fue la conversación que mantuvimos después, a raíz de que me preguntara que qué tal con la batera. A mí me pareció una pregunta de cortesía… imagina, qué puedo aportarle yo de mis experiencias de autoaprendiza a él que es profesional y toca con profesionales, y convive con profesionales. Pero como preguntó yo contesté, y le dije que bien, que técnicamente era muy mala, pero que me divertía. E igual esperaba que me detuviera ahí, con esa respuesta cortés tras una pregunta cortés, y más teniendo en cuenta que él y yo no habíamos hablado en la vida. Es decir, saludarnos, coincidir alguna vez en algún concierto, o después de un ensayo, eso sí. Pero yo creo que hablar nunca. Sin embargo no me detuve. Le conté lo que cuento siempre, que ya empiezo a aburrirme a mí misma, pero es que es lo que me pasa, y es también lógico que me aburra a mí misma porque yo me estoy oyendo siempre, pero él no, a él hacía muchos años que no lo veía, y además, era la primera conversación de tú a tú que manteníamos. Le solté eso de que yo no sé hacer nada, pero cuando suena la música, cuando la siento, entonces empiezo a moverme y se mueven las baquetas, y empieza a marcarse el ritmo y a pasar cosas. Le conté el ejemplo de las pruebas de sonido. Dios, qué mal lo paso en las pruebas de sonido en el estudio, me siento como una completa estafadora cuando en silencio y yo sola escucho por auriculares “ahora toca la caja, ahora el bombo, ahora el charles, ahora toca todo un poco”, y al otro lado de la pecera están los técnicos mirándome, y mis compañeros, y yo me quedo con cara de imbécil, y pienso y qué toco, si no sé tocar nada. O como cuando tocamos con Víctor, que es pura improvisación, la versión en música del sexo sin compromiso. Simplemente quedamos cada quince días nos desahogamos y nos largamos. No hay un proyecto de banda, no hay temas, no va a haber bolos, apenas nos conocemos y llevamos cuatro o cinco años tocando juntos, justo desde que empecé… hay lo que ocurre en la sala esas dos horas, como un fin en sí mismo.  Él empieza con un riff de guitarra, y lo seguimos. Yo cierro los ojos y lo único que hago es sentir y hacer lo que me pide el cuerpo. No pienso lo que hago, no soy muy consciente de lo que hago, sólo lo siento. Alguna vez me ha parado y me ha dicho, ¿puedes tocar lo que estabas haciendo? Y es como si hubieran encendido la luz, me hubiera despertado y no recordara nada. Y le he tenido que decir, lo siento, no puedo. Y cuando algunas veces tengo que tocar algo diferente de lo que intuitivamente me sale, me bloqueo, me descoordino, y vuelve esa sensación de estafadora.  De hecho, alguna vez me ha pedido que hiciera un ritmo determinado y me ha sentado hasta mal.

Entonces se rió y me dijo que, efectivamente, eso era exactamente igual que el sexo sin compromiso. Si no quieres compromiso no me impongas condiciones.

Exacto (en realidad si lo piensas, las condiciones son regulares también con compromisos, pero ese ya es otro tema, y por suerte reprimí el impulso de analizar y filosofar y desviarme del tema). Porque aún no he llegado al momento para mí más significativo de esa conversación. Que fue cuando le dije que una de las cosas que más me gusta de tocar, a pesar de mis limitaciones técnicas, es que además de esa emoción personal, estaba la magia colectiva. Al principio me parecía increíble, no sé cómo puede ocurrir, pero ocurre. Si yo estoy metida en el tema los demás también lo están, si estoy sintiendo, los demás también sienten. Pero no por mí, sino por todos, es decir, yo no podría sentir si los demás no lo hicieran. En una sala con varios músicos hay una única emoción, es imprescindible que todos y cada uno de los que están ahí dentro participando la sientan. Si estoy desconcentrada, si está siendo un mero ejercicio, si estoy fuera de la música, los demás también están fuera. O estamos todos dentro, o nos quedamos todos fuera. Y a mí, esa energía que se forma en el grupo, incluso aunque no nos miremos y estemos con los ojos cerrados, me parece completamente mágica, y amplifica la emoción.  Y entonces me dijo que estaba de acuerdo, y que esa emoción era el motivo por el cual él había decidido ser músico. Y me dijo otra cosa.  Me dijo que le estaba dando cierta envidia porque echaba de menos esa emoción. ¡¡¡La echaba de menos!!! ¿Te das cuenta de lo trágico de esa declaración? Él, que dedica su vida a la música porque se emocionaba tocando, ¡echa de menos emocionarse tocando!

A partir de ahí anduvimos disertando acerca de los pros y los contras de la profesionalización del arte, de las dificultades del artista que necesita vender su trabajo, de las consecuencias en su sensibilidad, mencionó la palabra prostitución, hablamos de libertad, y de la falta de ella, bueno, una conversación interesante pero algo larga y densa, que interrumpió para pedir más cerveza. Al volver tenía en la cara de nuevo su sonrisa despreocupada y feliz. Como si a pesar de los sacrificios y de lo que ha ido perdiendo por el camino continuara muy seguro de su camino, que es la música, y aún la amara. Incluso si algunas veces se emociona menos, incluso si a veces se le olvida lo importante porque tiene que comer, incluso si la vida es fría en Berlín, incluso. Eso sí, es posible que la próxima vez que nos veamos pase de preguntas de cortesía ahora que sabe que las contesto…

mecanismos para no olvidar la magia del juego

Los juegos surgen de las cosas más insólitas. No sé cuál es la clave, no creo que haya sólo una. Supongo que una de ellas es no esperarlos, no forzarlos, como con todo. Quizás sabría más si repaso mis juegos, cuándo llegan, podría saber algo más acerca del cómo. Aunque el saber más no me garantiza en absoluto que vaya a poder controlarlo, y jugar a mi antojo, porque jugar es divertido, jugar me pone alegre, y jugar se olvida demasiado deprisa.

Jugar, como el otro día que me obligué a hacer albóndigas aunque me daba una pereza terrible, porque sobrepasa el límite que he fijado, el límite de no hago nada que me obligue a estar más de veinte minutos en la cocina, pero como tengo tiempo me he obligado porque les gustan, y normalmente no las hago nunca porque nunca tengo tiempo, y porque además me da pereza, y me he obligado pero me lo he dejado, como hacía con los deberes, para el domingo por la noche. Y me llama mi madre, y la corto y le digo que tengo que hacer albóndigas, y mi madre me dice las cosas de madre, pues se te ha hecho muy tarde, te va a llevar por lo menos una hora. Y yo me desmoralizo porque sabía que iba a traspasar mi límite pero no pensaba que tanto, una hora!!!! una hora de un domingo por la noche en la cocina? de mis últimos momentos de fin de semana? y una mierda. Y entonces aparece, el juego, lo sé, porque empiezo a correr y porque noto su energía, contenta, con el reloj en la encimera, y no hay huevos pero me da igual, me invento la forma de sustituir, y como siempre, me invento media receta porque me encanta transgredir la norma escrita, hasta esa, y sigo corriendo, haciendo bolas a un ritmo trepidante, con las pulsaciones al máximo, y cuando por fin acabo compruebo mi marca: treinta y cinco minutos, y corro a por el teléfono y marco un número, y lo primero que digo cuando me descuelgan es ¡¡¡terminé!!!! y mi madre al cabo de un momento se acuerda de mis albóndigas y dice, Ah, las albóndigas, qué pronto, no? y me pregunta cuánta carne he usado, y se lo digo, pues como yo, me dice, y me pregunta que cuántas me han salido, para comprobar que no he hecho sólo una pelota gigante, y le digo que cuarenta, pues como a mí, y entonces me dice que ella tarda más porque las hace con calma, y yo le digo que tardo menos porque las hago compitiendo, pero no contra ella, sino contra el propio tiempo, contra el fin del domingo. Y al día siguiente le pregunto a pablo cómo estaban, y me dice que riquísimas, y yo me sonrío victoriosa por dentro, porque pablo es exigente y no regala mentiras piadosas.

O jugar, como cuando fui a yoga kundalini por primera vez, para probar, sin saber en realidad en que consiste, y voy a la clase, y hay que empezar cantando unos mantras, que no sé ni qué son, en un idioma que no sé ni cuál es, y yo pienso que me va a dar vergüenza, y le digo a la profe que yo no he hecho nunca y que mejor miro y aprendo y me dice que lo intente porque sana y me va a hacer bien, y pienso que si no lo intento qué sentido tiene el haber traspasado el umbral, y me siento en postura fácil, y miro el tercer ojo, y canto el mantra, y no puedo verlo porque estoy mirando el tercer ojo, pero sé que estoy sonriendo, y como si me hubiera criado abriendo chacras, me concentro con todas mis fuerzas en concentrarme, en respirar, en meditar, en pensar sat cuando inspiro y nam cuando espiro, sea lo que sea eso, y en ser consciente, y juego a ser una gran yogui, y a sentarme muy derecha y no como acostumbro, y me imagino que mi columna es la unión del cielo y la tierra, y que la he despejado y ahora es un camino fácil. Sentirme camino a recorrer me gusta. Y salgo de allí relajada y contenta, y estirada, y ligera, y muy divertida, y después os lo cuento en casa, porque sé que lo del tercer ojo os va a encantar, y nos reímos bastante. Pero decido que aunque me resulte una de las cosas más bizarras que he hecho en los últimos días, mientras salga de allí contenta, estirada, ligera y divertida, seguiré cruzando ese umbral.

Jugar, como el jueves pasado, cuando después de volver del trabajo y hacer recados varios por fin me senté en el sillón y te dije que aún había que tender. Y pienso en lo tedioso del día, de un trabajo de mierda, de recados aburridos, de sentarme a las ocho de la tarde, y aún con cosas por hacer. Y tú me contestaste que ya tendías tú, como sabía que harías, porque habías tenido más tiempo y me parecía que era lo justo, pero lo cortés, y más sabiendo que tenemos un sentido de la justicia similar, era esperar a que tú mismo lo propusieras. Todo normal para un jueves anodino y cansado. Tan cansado que después de escuchar lo que quería oír aproveché para quejarme de mi dolor de espalda. Y entonces tú: quieres que te dé un masaje? y yo sí, quiero, pero primero tienes que tender. Justo ahí, en ese instante, en una tarde de jueves bastante anodina, sé que ha empezado el juego. Lo siento porque de pronto me ha entrado la sonrisa y el cosquilleo de una diversión incipiente, y siento la energía. Me dejo llevar y sigo: Y  cuando termines tráeme una cerveza….  Y sólo cuando te levantas un tanto descolocado a tender, me escapo sin que me veas a la cama, y me desnudo, y te espero. Apareces con las manos llenas de ropa y te sorprende verme allí. Es por mi masaje, te digo, con mi sonrisa delatora de pensamientos malignos, políticamente incorrectos, o simplemente algo crueles que tan identificada tienes. Y sueltas toda esa ropa de cualquier manera, porque lo de tender o doblar la ropa en realidad nos da lo mismo, y y me das mi masaje, y te desnudas, y, espera, no hay prisa, ahora vamos a fumar, y voy a hacer yo los cigarros,  y hago dos cigarros, y te pongo un disco de Ella y Amstrong, y jugamos al juego de escribir el guión, y después jugamos al juego del cigarro simultáneo con reglas que me invento sobre la marcha. Y cuando ya nos hemos cansado de reír follamos contentos. Cuando nos queremos dar cuenta son las diez y veinte de la noche. Y preguntas qué vamos a cenar? Y yo contesto ¿y esa cerveza que me debes? Quieres salir fuera?  Sí! Y entonces nos duchamos y enciendes el transistor, y es el primer momento en varias horas en el que vuelvo a ser consciente de que hay un mundo ahí fuera, detrás de la puerta de nuestra habitación. La semifinal del eurobasket. Sé tan poco de basket que tengo que comprobar en google cómo demonios se escribe. Sólo faltan los últimos cinco minutos. Y te vistes sin dejar de prestar atención al partido pero yo no me muevo. No pretenderás irte ahora que falta lo más emocionante, te digo, además, estoy jugando a mandar, y ahora vamos a ver cómo acaba. Y entonces juego a ser la persona que más vibra con el basket (se escriba como se escriba) del mundo. Y me pongo muy nerviosa y muy tensa, y grito, aunque no tanto como tú, porque aunque no me interese el basket, voy a jugar a que me encanta durante ese rato, y tengo suerte, porque para que pueda perfeccionar mi técnica la cosa se alarga y hay una prórroga de infarto. Y ganamos. Y cuando se acaba la prórroga salimos, y bebemos una cerveza al aire libre, comemos algo al aire libre y volvemos a casa. Sabes, podría llegar a acostumbrarme a esto. Y yo. 

Qué hay entre el yin y el yang

El último día de mis últimas vacaciones quise despedirme del mar, con la intención de conectar por última vez, hasta dentro de un año al menos, con él. Bautizamos esa conexión como la conexión con el universo. Lo llamo conexión porque no se trata de ir a la playa para tomar el sol, para leer, para hacer un crucigrama, para dar un paseo ni siquiera para pensar en mis cosas. Es decir, no se trata de buscar un decorado ni un entorno. Se trata de ese momento en el que consigo no pensar en nada. Sólo sentir. Sentir la brisa, escuchar la arena que habla, bajito, casi susurrando a esas horas, el rumor periódico de las olas, formar parte. Hasta lograr una semi inconsciencia. Sentir y ser. Es mágico.

Por eso, el último de día de las últimas vacaciones, fuimos a la playa con una toalla a última hora de la tarde, cuando los bañistas están saliendo de forma masiva y la playa se queda a medio habitar, y el entorno es espacioso y calmo. A pesar de todo lo que tenía en la cabeza: las maletas, recoger la casa, acordarme de cerrar agua y luz, del viaje de mañana, buscar ruta, de mi adicción a La casa verde, que ne ce si to seguir leyendo, y otra serie de pensamientos de poca hondura que habitaban mi cabeza, a pesar de todo ese barullo, la última tarde de las vacaciones me había empeñado en conectar, y estábamos cumpliendo con las pautas propiciatorias.

Sin embargo, y quizás para demostrar que no siempre se puede planear todo, al llegar a la playa encontramos un imprevisto que amenazaba muy seriamente la tranquilidad necesaria para mis fines. Había instalado un pequeño atril cubierto por una estructura de madera y telas blancas ondeantes, un montón de sillas, una alfombra roja, flores, y una multitud personas, todas ellas vestidas de blanco, así como algún otro detalle que, de forma inequívoca, indicaba que, en la playa, la última tarde de mis últimas vacaciones,  donde yo acudía en busca de un ambiente calmo para conectar por última vez con el universo, se iba a celebrar una boda.

Nos alejamos cuanto pudimos de allí y los pocos bañistas que quedaban se habían arremolinado alrededor de la carpa ceremonial para curiosear, de modo que la playa se había quedado casi en exclusiva para nosotros. Aún había esperanzas. Sólo tenía que tumbarme y empezar a dejarme llevar, y sacarme de la cabeza la boda, a Lituma y Bonifacia, lo que no podía olvidar preparar antes del viaje de vuelta y todo lo demás.

Es posible que lo hubiera conseguido si no hubiera sido por el uso de la microfonía en la ceremonia y la buena acústica del lugar gracias al fuerte viento de levante. Yo no tenía ningún interés en seguir el acto, pero los altavoces no me dieron opción. Fue corto, eso sí, a lo sumo quince minutos. Hablaron varias mujeres, imagino que amigas del novio o la novia. Todas ellas nombraron a dios al más puro estilo católico, con comentarios de tipo dios es amor, y demás. Me irrité. Y por qué te irritas, deja a la gente que se case como quiera. Si se pueden casar como quieran, pero no entiendo por qué, dado que los novios son religiosos, no se han casado en una iglesia en lugar de montar una boda civil de estilo ibicenco -sin ser esto Ibiza-, en la playa, y además, y precisamente, esta última tarde. En ese momento asumí que la conexión sería imposible, de modo que saqué La casa verde y me dispuse a una lectura voraz, para conseguir llegar al encaje de historias, personajes y espacios temporales y geográficos, brutales todos ellos, que ya vislumbraba en ese libro puzzle.

En eso estuve hasta que de la carpa llegó un sonido de tambores. Los novios habían contratado una batucada, y la verdad es que eso sí no lo había oído nunca en nupcias. De los discursos acerca del amor de dios y los hombres me puedo abstraer fácilmente, pero de la música no. Los tambores me atraen. Me pregunté qué demonios tendría que ver la batucada con los novios, porque a juzgar por el acento, eran locales y no de Salvador de Bahía. Quizás algún interviniete tocara en un grupo. Tampoco es tan raro, el rubio toca en uno. Pero si tuviera que apostar, lo haría a que la elección se basó en la sugerencia de su agencia de bodas únicas y diferentes, que les diría que se olvidaran de la salve rociera por ordinaria, de Puccini ni hablamos que la ópera era de hacía dos temporadas, y que lo vintage ya estaba muy manido así que el jazz imposible: lo que de verdad marcaba tendencia en el mundo de las bodas únicas y especiales, claramente, era la percusión brasileña.  Y ahí estaban, sin repiques, pero ahí estaban. Nada. Olvídate también de leer.

Tratando de controlar mi irritación en aumento me dispuse a contemplar el atardecer. Y eso hice, hasta que, entre el crepúsculo y yo misma, se interpusieron los novios para su sesión de fotos de ensueño. La novia, entrada en carnes, siguiendo las indicaciones del fotógrafo, se sostenía en los brazos del novio inclinando el cuerpo hacia abajo hasta dar con la cabeza en la arena mientras levantaba una de sus piernas, en un equilibrio dudoso que no evitaba que el novio mirara, siempre muy intenso, ora la punta del pie estirado, ora la cabeza de su amada,  en la que sería la primera de una larga serie de posturas todas igual de naturales y espontáneas. Posiblemente hoy alguno de los dos recién casados necesite estar llevando un collarín para sostener las cervicales después de semejante sesión. Para terminar, al novio, alto, apuesto y azul, le dedicaron una sesión individual, mientras corría por la playa sujetando por sus correas a tres o cuatro canes, seguramente cedidos por la agencia, si es que no cedieron también al novio, que posaba corriendo y saltando de vez en cuando mientras miraba y sonría al fotógrafo.

Eso fue más de lo que pude soportar y di por terminada mi despedida. Mientras sacudía la arena de la toalla me hacía preguntas. Por qué me irrita tanto la falta de autenticidad de la gente, me hacen algún daño sus ridiculeces? no, físico al menos. ¿A alguien? a sí mismos nada más, pero no creo que sean conscientes. ¿No tengo yo mis contradicciones e incoherencias? cada día. No tengo ningún motivo para que cosas así me irriten tanto, pero lo hacen. Pensé en la Guerra de los mundos. Me pregunté qué pensaría el hombre de Putney Hill acerca de los esnobs. Y pensando en marcianos asesinos asolando la tierra se me dibujó una sonrisa.