El último día de mis últimas vacaciones quise despedirme del mar, con la intención de conectar por última vez, hasta dentro de un año al menos, con él. Bautizamos esa conexión como la conexión con el universo. Lo llamo conexión porque no se trata de ir a la playa para tomar el sol, para leer, para hacer un crucigrama, para dar un paseo ni siquiera para pensar en mis cosas. Es decir, no se trata de buscar un decorado ni un entorno. Se trata de ese momento en el que consigo no pensar en nada. Sólo sentir. Sentir la brisa, escuchar la arena que habla, bajito, casi susurrando a esas horas, el rumor periódico de las olas, formar parte. Hasta lograr una semi inconsciencia. Sentir y ser. Es mágico.
Por eso, el último de día de las últimas vacaciones, fuimos a la playa con una toalla a última hora de la tarde, cuando los bañistas están saliendo de forma masiva y la playa se queda a medio habitar, y el entorno es espacioso y calmo. A pesar de todo lo que tenía en la cabeza: las maletas, recoger la casa, acordarme de cerrar agua y luz, del viaje de mañana, buscar ruta, de mi adicción a La casa verde, que ne ce si to seguir leyendo, y otra serie de pensamientos de poca hondura que habitaban mi cabeza, a pesar de todo ese barullo, la última tarde de las vacaciones me había empeñado en conectar, y estábamos cumpliendo con las pautas propiciatorias.
Sin embargo, y quizás para demostrar que no siempre se puede planear todo, al llegar a la playa encontramos un imprevisto que amenazaba muy seriamente la tranquilidad necesaria para mis fines. Había instalado un pequeño atril cubierto por una estructura de madera y telas blancas ondeantes, un montón de sillas, una alfombra roja, flores, y una multitud personas, todas ellas vestidas de blanco, así como algún otro detalle que, de forma inequívoca, indicaba que, en la playa, la última tarde de mis últimas vacaciones, donde yo acudía en busca de un ambiente calmo para conectar por última vez con el universo, se iba a celebrar una boda.
Nos alejamos cuanto pudimos de allí y los pocos bañistas que quedaban se habían arremolinado alrededor de la carpa ceremonial para curiosear, de modo que la playa se había quedado casi en exclusiva para nosotros. Aún había esperanzas. Sólo tenía que tumbarme y empezar a dejarme llevar, y sacarme de la cabeza la boda, a Lituma y Bonifacia, lo que no podía olvidar preparar antes del viaje de vuelta y todo lo demás.
Es posible que lo hubiera conseguido si no hubiera sido por el uso de la microfonía en la ceremonia y la buena acústica del lugar gracias al fuerte viento de levante. Yo no tenía ningún interés en seguir el acto, pero los altavoces no me dieron opción. Fue corto, eso sí, a lo sumo quince minutos. Hablaron varias mujeres, imagino que amigas del novio o la novia. Todas ellas nombraron a dios al más puro estilo católico, con comentarios de tipo dios es amor, y demás. Me irrité. Y por qué te irritas, deja a la gente que se case como quiera. Si se pueden casar como quieran, pero no entiendo por qué, dado que los novios son religiosos, no se han casado en una iglesia en lugar de montar una boda civil de estilo ibicenco -sin ser esto Ibiza-, en la playa, y además, y precisamente, esta última tarde. En ese momento asumí que la conexión sería imposible, de modo que saqué La casa verde y me dispuse a una lectura voraz, para conseguir llegar al encaje de historias, personajes y espacios temporales y geográficos, brutales todos ellos, que ya vislumbraba en ese libro puzzle.
En eso estuve hasta que de la carpa llegó un sonido de tambores. Los novios habían contratado una batucada, y la verdad es que eso sí no lo había oído nunca en nupcias. De los discursos acerca del amor de dios y los hombres me puedo abstraer fácilmente, pero de la música no. Los tambores me atraen. Me pregunté qué demonios tendría que ver la batucada con los novios, porque a juzgar por el acento, eran locales y no de Salvador de Bahía. Quizás algún interviniete tocara en un grupo. Tampoco es tan raro, el rubio toca en uno. Pero si tuviera que apostar, lo haría a que la elección se basó en la sugerencia de su agencia de bodas únicas y diferentes, que les diría que se olvidaran de la salve rociera por ordinaria, de Puccini ni hablamos que la ópera era de hacía dos temporadas, y que lo vintage ya estaba muy manido así que el jazz imposible: lo que de verdad marcaba tendencia en el mundo de las bodas únicas y especiales, claramente, era la percusión brasileña. Y ahí estaban, sin repiques, pero ahí estaban. Nada. Olvídate también de leer.
Tratando de controlar mi irritación en aumento me dispuse a contemplar el atardecer. Y eso hice, hasta que, entre el crepúsculo y yo misma, se interpusieron los novios para su sesión de fotos de ensueño. La novia, entrada en carnes, siguiendo las indicaciones del fotógrafo, se sostenía en los brazos del novio inclinando el cuerpo hacia abajo hasta dar con la cabeza en la arena mientras levantaba una de sus piernas, en un equilibrio dudoso que no evitaba que el novio mirara, siempre muy intenso, ora la punta del pie estirado, ora la cabeza de su amada, en la que sería la primera de una larga serie de posturas todas igual de naturales y espontáneas. Posiblemente hoy alguno de los dos recién casados necesite estar llevando un collarín para sostener las cervicales después de semejante sesión. Para terminar, al novio, alto, apuesto y azul, le dedicaron una sesión individual, mientras corría por la playa sujetando por sus correas a tres o cuatro canes, seguramente cedidos por la agencia, si es que no cedieron también al novio, que posaba corriendo y saltando de vez en cuando mientras miraba y sonría al fotógrafo.
Eso fue más de lo que pude soportar y di por terminada mi despedida. Mientras sacudía la arena de la toalla me hacía preguntas. Por qué me irrita tanto la falta de autenticidad de la gente, me hacen algún daño sus ridiculeces? no, físico al menos. ¿A alguien? a sí mismos nada más, pero no creo que sean conscientes. ¿No tengo yo mis contradicciones e incoherencias? cada día. No tengo ningún motivo para que cosas así me irriten tanto, pero lo hacen. Pensé en la Guerra de los mundos. Me pregunté qué pensaría el hombre de Putney Hill acerca de los esnobs. Y pensando en marcianos asesinos asolando la tierra se me dibujó una sonrisa.
No creo que te irriten las tonterías de la gente, lo que creo que te irrita es la invasión del espacio, especialmente a través del ruido. A mí eso me cabrea, que es más que irritar, muchísimo. Cuántas mañanas no habré ido, muy temprano, al Retiro en busca de esa conexión tan difícil de conseguir en Madrid y me he encontrado con megafonías variadas y hordas de lo que tocara ese día. También es mala suerte que te encontraras con esos dos el último día pero, vista desde fuera, la historia es muy graciosa.
Las tonterías me irritan bastante, no te creas. Si además me invaden mi espacio se multiplica esa irritación, y me convierto en mr hyde y se me pasa por la cabeza la palabra exterminio (supongo que eso podría llegar a catalogarse como cabreo ;-P). Pero aunque sólo me entere de refilón y no me afecten en absoluto, tengo cierta intolerancia a las tonterías de la gente (o a lo que a mí al menos me parecen tonterías). Como los celíaco al gluten….
Puto esnobismo Patri, ahora está de moda la boda playera. Aun tuviste suerte que los canes no hicieran caquita ahí delante. En fín, si en tu interior está esa conexión dala por buena en tu propio espacio y tiempo. Saludos
La verdad es que lo de hacer cosas vacías de contenido cuya única finalidad es seguir tendencias me crispa. Pero bueno, para superarlo están el sentido del humor… o las aniquilaciones marcianas 🙂
Un abrazo