Sólo una vez me adentré en el océano, sola. Y dentro del agua, cuando se apagaba de pronto el estruendo de las olas, y sólo veía agua verde, lo suficientemente turbia como para no distinguir qué podría haber un metro más allá de mí pero lo suficientemente transparente como para que dejara entrar la luz, o la oscuridad según la traspasara el sol o lo cubriera una gran ola, allí, sumergida en el mar agitado, inquietante en esa falsa calma submarina, sentí la necesidad de continuar, de adentrarme aún más allá, de seguir buceando cada vez más lejos de la orilla, hasta dejar de hacer pie, hasta que nada me retuviera o me impidiera seguir mar adentro, y continuar mirando bajo el agua, y no distinguir más que agua, hasta el punto de ser yo misma agua, inmensa agua, tan silenciosa y calma ahí debajo como salvaje en superficie. Y a pesar de la inquietud y del miedo, y de todos modos, necesité ser ahí. Sólo entonces, sin suelo en el que sujetar los pies, sin ver más que agua en la superficie, sin ver más que agua en el agua, siendo yo misma agua, sólo entonces, habiéndome entregado al océano, me di la vuelta. Y vi la orilla a lo lejos, y a ti, diminuto, agitando los brazos haciéndome señales. Recuperé entonces mi forma, mis brazos, mis piernas, y con ellas comencé a bucear en sentido contrario, y las corrientes de las que había formado parte segundos antes corrieron a mi favor y me dejé arrastrar por las olas que se sucedían con fuerza. En un par de ellas ya hacía pie, y en pocas más estaba, otra vez, caminando en firme.
Qué bonito
gracias 🙂