Eugenesis

En otra vida estuve trabajando en un instituto de investigación científica. Las investigadoras eran biólogas, salvo dos nutricionistas. Yo no soy bióloga, ni nutricionista, entonces era responsable del departamento de administración: control financiero, contratación pública y justificación de subvenciones. Tomaba café con mis compañeras de administración. Mi jefa, Inmaculada Tamarindo, era una hija de puta. Le ocurría que era insegura y todo el mundo era una amenaza para ella. Es de esa clase de personas que siempre buscan una mala intención en cada palabra o cada gesto de otros. Esa clase de personas que critican siempre a todo el mundo: a los compañeros de administración, al jefe, a las investigadoras, a su hermana, a su madre, a su marido, a sus hijas, a la tutora de sus hijas. Solo se salvaba su perro. Cuando hablaba de su perro sonreía sin dobleces. Lo cierto es que Inma no tenía cara de hija de puta. También estaba muy sola. Hasta esa clase de gente necesita algo de cariño. Así que yo tomaba café con ella. La escuchaba. Creo que no desahogaba sus problemas personales con nadie más. 

A la hora de comer comía con las de bata blanca. En el Instituto había una cocina con microondas, nevera y platos. Yo todos los días llevaba una bolsa de lechuga y una lata de atún. Buscaba un tiempo de preparación que tendiera a cero y no tener que fregar ni llevar de un lado a otro tuppers que chorrearan. Otras llevaban un recipiente con comida elaborada para el primero, otro para el segundo, otro para una salsa, otro con fruta cortada, otro con yogur casero, otro con un poco de mermelada para el yogur, otro con frutos secos. ¿Cuánto tiempo dedicaban cada día en prepararse la comida del día siguiente? Lo que más me gustaba era cuando hablaban de trabajo, porque escuchaba palabras exóticas como pipetear, autoclave, secuenciación de ADN, o vigilancia de experimentos.

Una vez participé como voluntaria en un estudio que por una vez no excluía a fumadores. Como compensación me dieron un informe con mi secuencia genética. Había determinaciones genéticas que influían en rasgos físicos, otras en características como las probabilidades de desarrollar cáncer o alzhéimer, la longevidad, la profundidad del sueño, la tristeza o la extroversión. No entendí nada de los valores asociados. Tampoco sabía si quería entender, si quería saber si me había tocado la carta de la calavera. En realidad a todos nos toca, pero bueno, saber en concreto qué armas iba a usar contra mí. Busqué algo en google, porque siempre me ha gustado tratar de aprender por mí misma. Igual tenía alguna determinación genética de autosuficiencia o de autodidactismo, pero no me enteré de mucho y al final no pregunté, pero más porque odio tener la sensación de molestar o de quitar tiempo a otros que por miedo a saber. Creo que prefiero saber. La cosa es que poco después de aquello, Inma me dijo que iban a sacar una plaza para mí, que llevaba cinco años de interina. Participé en el proceso de selección bastante tranquila. Finalmente, Inma decidió darle la plaza a otra persona. Cuando me enteré estaba con mi hermana, mi madre, mis hijos, mis sobrinos. Era diciembre y habían empezado las vacaciones de navidad, habíamos ido al Parque del Oeste. Habían jugado con las hojas, había un poco de nieve, habíamos encontrado sitio para comer en una Pizzería en Moncloa sin reservar, prueba de que todo esto se corresponde con otra vida. Estábamos tomando el café cuando sonó el teléfono. El jefe de Inma me llamó por teléfono para decirme que lo sentía, pero que la persona elegida tenía un currículum impresionante, y que no obstante, si no superaba el periodo de prueba me llamarían a mí, que estaba la segunda en la lista. Yo le contesté que antes de volver a trabajar allí con Inma preferiría ver pasar hambre a mis hijos. Parece ser que la nueva no soportó a Inma más que tres meses y se fue por voluntad propia. Por supuesto no me llamaron. 

Tiempo después, al salir del instituto, mi hijo Pablo me dijo que lo que no se enseñaba en clase y debería ser obligatorio es la empatía, que si todos fuéramos un poco más empáticos, el mundo sería mucho mejor, y que, además, no habría tanto votante del PP. Estuvimos desarrollando una tesis sobre la relación que debía existir entre el nivel de empatía y ser de derechas o de izquierdas. 

A partir de ahí, me vino a la cabeza todo ese asunto de las determinaciones genéticas y empecé a preguntarme si la empatía no podría aislarse en nuestros genes, igual que se aísla la creatividad, las dificultades de lectura, la neurosis o la esquizofrenia. Porque está claro que de forma natural hay quien es más y menos empático, igual que hay quien es más o menos inteligente. Que después todo se entrena, todo se educa, se liman las aristas. Esto no me vino a la cabeza en voz baja. Lo fui verbalizando según se me ocurría mientras caminaba con Manu, mi pareja. Estábamos por el centro, creo que cerca de Pontejos. Y sigo. Todo sería más sencillo si según naciéramos nos hicieran un estudio de ADN y se viera la clase de persona que vamos a ser, ¿no? y se pudiera actuar antes de que fuera demasiado tarde, ¿no? Manu me mira divertido. ¿Eso no es un poco nazi? Bueno, hombre, si no metes a los psicópatas en cámaras de gas no tanto. Quizá bastaría con aislar a los no empáticos y proporcionarles una educación con un refuerzo en ese aspecto, ¿no? y, eso sí, mantenerlos siempre bajo una cierta vigilancia. Y a ser posible que no se reproduzcan. Así se le pondría freno a según qué mierdas, ¿no?. Así que de un refuerzo educativo estamos pasando a la eugenesia. Me mira divertido. Aunque hace tiempo que ya no sé nada de Inma no puedo evitar acordarme de ella cada vez que pienso en determinaciones genéticas o en psicópatas o en eugenesia. Aunque también reconozco que esta opción que planteo, que, aunque bien aplicada es práctica y beneficiosa para la humanidad -aquí uno piensa en Elon Musk, Putin, Trump, Ayuso, MAR, Inma, el abusón de 3º-, tiene flecos morales. ¿Y quién va a decidir con qué rasgos genéticos se aparta a una persona? Hombre, este poder no podría recaer nunca en manos de cualquiera –aquí uno piensa en Elon Musk, Putin, Trump, Ayuso, MAR, Inma, el abusón de 3º . Es muy peligroso. Solo en unas de confianza. ¿Como cuáles? Como las mías. Esto mejor no lo vayas diciendo por ahí. Entonces llegamos a Sol y el bullicio era tal que nos terminó callando. 

Delante de Palazzo compré un helado de chocolate con coñac. Pequeño y en tarrina. Necesito quitarme la amargura que se me ha quedado al volver a acordarme de Inma después de tanto tiempo. Me parece estar viéndola sonreír detrás de la taza de café. A lo mejor, si no hubiera sido por ella yo no habría cambiado de vida y ahora no sería profesora de lengua, y seguiría justificando subvenciones, preparando licitaciones y revisando contabilidades. Esto es mejor que el chocolate, pero no le pienso atribuir mis fuentes de satisfacción actuales. Que te jodan, Inma. Terminé el helado de chocolate y seguimos trotando por la calle del Carmen.

No vuelvas a atormentarme así (que mira qué cosas se me ocurren)

La mujer daba vueltas en la cama. Quería dormirse pero no podía. Se había jurado dormir pero no podía. Estaba casi segura de que iba a perder los nervios. Entonces empezarían los picores, tendría que levantarse y podía dar la noche definitivamente por perdida.

Estaba casi convencida de que había hecho bien dando permiso al hijo. No te preocupes, Jesús no va a beber. Casi.

De todas formas en algún momento tenía que haber una primera vez para correr el riesgo de volver a casa de madrugada en un coche. Se preguntaba si hacía falta haber empezado a correrlo esa misma noche.

Es que quiero ir a un concierto de Mägo de Oz. No me jodas, pensó la mujer. ¿Mägo de Oz?Pensó. ¿Pero es que esa gente no lo va a dejar nunca? Pensó. Pero había dicho sí, y ya no tenía remedio. Empezó a picarle la cadera. Se rascó y miró la hora en el teléfono. Las doce y media y un mensaje. «Han terminado los teloneros. Sigo vivo.» Le picó el hombro. Se rascó. Pensó que necesitaba dormirse para dejar de ser consciente de la espera y del riesgo. Le picó la pantorrilla derecha. Pensó que necesitaba que amaneciera, y saber si el hijo estaba vivo o muerto.

Al final, de eso se trataba, de ser capaz de manejar la incertidumbre. O de respetar los motivos que para cada quién tiene el poner la vida en riesgo. La mujer lo estaba intentando, pero no terminaba de conseguirlo. ¡¡¡Mägo de Oz!!!!. Es que no me jodas.

Mientras la mujer se rascaba el cuello decidió enfrentarse palabra por palabra a eso que le estaba recorriendo informe el pensamiento, y palabra por palabra pronunció para sí misma:

«Lo peor que puede ocurrir es que mi hijo muera esta noche en un accidente de tráfico por haber ido a un concierto de Mägo de Oz.»

Una vez hubo pronunciado esas palabras, una detrás de otra, vocalizando bien despacio, el siguiente paso era evaluar sus alternativas para continuar viviendo si se daba el peor desenlace de los que planteaba la noche. La mujer, como asistiendo a una revelación, pensó que si su hijo había muerto por poder ver a Mägo de Oz, quizás Mägo de Oz sí debía ser un grupo merecedor de culto. Y que, una vez muerto el hijo, ella solo podría dar sentido a su existencia ofreciéndola a ese culto.

Definitivamente la idea comenzó a cobrar sentido, y decidió que si esa noche sonaba el teléfono y algún amable policía le comunicaba con consternación el fallecimiento de su hijo, a ella no le quedaría más remedio que entregarse a la mitomanía y consagrar lo que le quedara de vida al culto a Mägo de Oz. Pensó que tendría que renovar su vestuario, comprarse ropa gótica, comenzar a darle al cuero sintético, a las botas con metales y cadenas, a las levitas, al negro riguroso. Decidió también que optaría por algún tinte verde o azul para el cabello. Por último se puso a buscar en su memoria algún rastro de canción que no hubiese conseguido olvidar, y se encontró de pronto canturreando «Ponte en pie alza el puño y ven a la fiesta pagana», y «En Satania estás, es el fin del camino».

Todas estas decisiones le fueron otorgando a la mujer la paz que necesitaba para poder conciliar el sueño. Aunque antes de dormirse aún pensó alguna que otra vez «más te vale volver a salvo dentro de un rato. Mägo de Oz…. Es que no me jodas.»

 

Fear the walking dead (y la historia)

Vuelvo a casa ilusionada porque Miguel quiere ver otro episodio de The Walking Dead. Quizás desde fuera parezca extraño que me alegre que se haya enganchado a una serie de zombis, pero es que Miguel habitualmente solo se interesa por los deportes en general y el fútbol en particular. En común tenemos el sentido del humor, el gusto por la música, y ahora estar enganchados a The Walking Dead. La serie en cuestión defiende una escala de valores de lo más paleta, y, como casi todas las apuestas acerca del comportamiento humano en un contexto apocalíptico, esta es también desoladora, los zombis me elevan los niveles de adrenalina y me voy a la cama al borde del infarto, pero aún así  me he enganchado. Son las drogas orgánicas. en mi caso la adrenalina. En el caso de Miguel, el hilo argumental no le interesa y no lo sigue, como le ocurre con el de cualquier historia, ya sea cinematográfica, televisiva, literaria o académica. Pero las escenas macabras, las cabezas saltando por los aires, los descuartizamientos, las desfiguraciones y sobre todo verme dar respingos en el sillón le hace reír a carcajadas. Si algo le gusta a Miguel es reír. Así que posiblemente también sean las drogas orgánicas las responsables de su adicción, en su caso endorfinas. Parece que yo gano en comicidad a los caminantes; ganar me gusta y alimenta mi ego. Y ver reír a Miguel. Cuarenta y cinco minutos de metraje le merecen la pena por un solo brinco mío. Incluso por la sola posibilidad.

Antes de ver la serie tengo que ayudarle a estudiar un examen de historia. Llevo todo el mes explicándole poco a poco el tema. A Miguel las historias no le gustan, no le interesan, no sigue los hilos argumentales, la Historia con mayúscula no es ninguna excepción. El tema abarca desde la prehistoria hasta la economía y sociedad española en el siglo XIX, explicado todo en 12 carillas repletas de fechas, nombres y términos como feudalismo, absolutismo, cortes, liberalismo, regencias, analfabetismo, ideas ilustradas, burguesía, proletario, sociedad de clases. Miguel no entiende siquiera esos términos. Tenemos una hora de tiempo. A pesar de que ya hubiéramos estado viéndolo poco a poco y de mi optimismo, el resultado es un completo desastre. Mis expectativas eran muy diferentes, así que al hacerme consciente de que era imposible hiciéramos lo que hiciéramos que tuviera la más mínima posibilidad de aprobar el examen, pierdo la paciencia y le grito. Mucho. Hasta hacerle llorar. Esa misma tarde había subrayado en un libro que no tener paciencia es falta de imaginación. Yo añadiría que también es una mala gestión de expectativas.

Después de pensar unos minutos en lo ocurrido fui a pedirle disculpas. Lo siento, Miguel. No debería haberte gritado, no debería haberte tratado así. He perdido la paciencia y lo siento. Se lo vuelvo a explicar una vez más. Me dice que lo ha entendido, aunque sé que no es así. Esta vez sabía que no iba a ser así antes de intentarlo. Supongo que lo hago para ponerme a mí a prueba, para redimirme, para saber que puedo tolerar la frustración y la impotencia sin convertirme en un polvorín. Impotencia por no ser capaz de ayudarlo. Por no poder hacer nada por remediar la mierda de sistema de estudios. De eso además debería saber, ya que asesoro con frecuencia a Pablo cuando se queja. Pablo, ahora mismo es lo que hay, si quieres mejorarlo, de mayor sé ministro de educación. Aguanto mi impotencia y ya no me convierto en ogro. Aprobar un examen no es tan importante, hoy lo importante son los zombis. De todas formas le digo a Miguel que puede conseguirlo tirando de la épica del deporte, tratando de hablarle como les habla su míster, o como yo imagino que lo hace.

Cenamos y vemos por fin un capítulo de The Walking Dead. Esta vez no doy respingo ni Miguel se ríe tanto. En el capítulo muere en el parto la mujer del protagonista, y su hijo mayor la remata de un tiro en la cabeza para que no se convierta. La mujer era una pesada insoportable, como a su manera casi todos los personajes de la serie, ella en concreto una pasivo agresiva de manual, que antes de morir no para de repetir como un mantra para despedirse de su hijo mayor «haz lo correcto, haz lo correcto», lo correcto según la moral paleta que rige la serie, claro, aunque esto Miguel no lo sabe porque es su segundo episodio y además no sigue líneas argumentales. Pero es de corazón sensible, y empatiza con el chaval. Y dice en voz alta ¿y era su madre? Sí. ¿Y le tiene que disparar? Sí, para que no se convierta en zombi. ¿A su madre? Sí. (silencio) Joé. Y se queda cabizbajo. Cero endorfinas. Es el principio del fin de la serie para Miguel, él aún no lo sabe. Se acabaron las endorfinas y a él no le hace segregar adrenalina. La verdad, no me extraña que no le inquiete. El verdadero miedo no es un apocalipsis zombi, sino un examen de historia.

Óscar y el presidente

Mi casa antigua tenía conserje, pero la nueva tiene portero. Siempre me he preguntado la diferencia entre un conserje y un portero, aunque tampoco me lo he preguntado tanto como para informarme acerca del tema, quizás la diferencia esté solo en el nombre y que portero sea el término del milenio precedente.

El portero se llama Óscar, y cada vez que me lo encuentro me cuenta cosas. Por eso sé que  solo lleva trabajando seis meses en esta portería, que está casado, que tiene una hija de tres años y un hijo de un mes, y que a partir de agosto van a vivir en la portería, como pasaba antes, en el milenio anterior, cuando yo fui una niña y mientras mi madre trabajaba me cuidaba la mujer del portero de mi casa, que se llamaba Rosa. Y en cuanto mi madre se iba Rosa me llevaba a su casa, que estaba en la portería, y allí estaban Mariano, el portero, y su hijo mayor, que tocaba la guitarra española. Los tres fumaban mucho. Y recuerdo el ambiente espeso y alegre, y a mí misma dibujando en el salón de su casa con un boli bic naranja en los márgenes del periódico.

Óscar también me ha contado que su mujer es conserje y su suegro portero (diferenció con precisión ambos términos), y que todos ellos trabajan en portales de esa misma calle. Debería haber aprovechado para preguntarle por la diferencia entre conserje y portero,  pero el darme cuenta de que estoy frente a uno de los miembros de la dinastía dueña del mayor emporio de la portería de mi barrio me deja sin reflejos, y también intimidada,  así que me abstengo de hacer ese tipo de preguntas de ignorante.  Quizás después acuda a Google.

Lo cierto es que Óscar habla mucho, pero solo de él, y en contra de la leyenda acerca de la falta de discreción de los porteros, hasta la fecha no ha hecho alusión a ninguno de mis vecinos, con la única excepción del presidente, a quien ha nombrado en dos ocasiones, y solo a través de ellas conozco su inquietante existencia.

La primera fue el día en que unos operarios de una compañía de telefonía vinieron a instalarme mis conexiones a internet, y a raíz de sus trabajos en el patio. Aún no se habían marchado del domicilio cuando llamaron a la puerta. Era Óscar y traía el rostro empapado en ira. Hay unos operarios en tu casa? Sí. ¿Puedo hablar con ellos? Claro, qué pasa? Han estado trabajando en el patio y lo han dejado sucio, y ya saben que lo tienen que limpiar. Y ha tenido que venir el presidente a decirme que los técnicos que habían venido a instalarte el teléfono habían dejado el patio sucio. Pues habla con ellos, si se lo dices con esa cara seguro que te hacen caso. ¿Y dices que lo ha visto el presidente? Sí, vive también en un primero y los ha debido oír. Vaya, ¿y qué tal es el presidente? Es un señor mayor, muy amable…. No sé por qué pero no me terminó de resultar creíble. 

La segunda vez fue unos días más tarde, cuando al volver del trabajo, Óscar me llamó y me pidió que me acercara a su garita. Perdona, ¿es posible que se te cayera ayer un calcetín al patio? Pues sí, al quitar la ropa del tendedero, pero pasó de noche y no me había dado tiempo a decírtelo. Es que me lo ha dicho el presidente, que había un calcetín en el patio y que era de tu colada. ¿Óscar, el presidente lo ve todo? Sí, es como Dios.

De entrada me incomodó un poco saber que un señor mira desde su ventana todo lo que hago, la ropa que tiendo, y sepa cuáles son mis calcetines, mis tangas, y mi ropa en general. Pero solo fue durante unos segundos. Que los vea. Que me vea. Ni tengo cortinas ni me importa lo más mínimo. Y a veces, si me paseo desnuda por mi casa y paso por delante de las ventanas que dan al patio, pienso en el presidente, y me sonrío mientras continúo caminando con total libertad. Y después pienso también en el pobre Óscar, y en cómo a él sí le cambia la voz y el talante cuando la figura del presidente se cierne sobre él, como una lúgubre amenaza para el recién estrenado emporio de porterías del barrio.

 

Rumbo a Chamberí

Hacía quince años que vivía en el mismo barrio y cuando pensaba en dejarlo sentía ciertas resistencias. Incluso si el nuevo me gustaba. Pero desde el mismo instante en que salí de allí a lomos del camión de mudanzas no he vuelto a pensar en ello hasta ahora, y solo a efectos narrativos. Iba sentada delante, junto a los dos rumanos que llevaron nuestras cosas.  Los rumanos que contraté para hacer la mudanza eran capaces de levantar a pulso cajas llenas de libros de doscientos kilos de peso, a veces levantaban dos al mismo tiempo. Era como si Hércules y algún amigo se hubieran encarnado en esos dos tipos que por fuera parecían dos simples mortales de constitución delgada. Los dioses de verdad no necesitan llamar la atención. Por qué no usáis la carretilla? Porque es más lento, contestaban. Por el camino, en el camión, iban mirando a las mujeres que hacían running por la calle. Con éstas no me importaba a mí hacer ejercicio un rato, decían, como si yo fuera uno más. Noté que el levantamiento de peso no tenía efectos sobre la libido, podría incluso funcionar como un estimulante. Mientras tanto recogí la mirada de complicidad y me puse a mirar por la ventana como un rumano más. Desde luego no se me ocurrió echar la vista atrás y mirar aquello que dejaba, estaba ocupada con las mujeres en pantalón corto. Pensaba que quince años tendrían más peso, pero aún no he conseguido encontrar rastros de nostalgia. Siento como mía mi nueva casa, mi nueva calle y mi nuevo barrio desde el instante en que llegué. Deduzco que debo tener una poderosa facilidad natural para enraizarme que no tiene nada que envidiarle a mi también poderosa facilidad natural para desenraizarme. O a lo mejor es que sólo es posible enraizarse si previamente está uno desenraizado, o a lo mejor es que ese paso es sencillo cuando uno se desplaza con las raíces puestas, junto a las personas que son su sujeción en el mundo. Y no me refiero a los rumanos.

En cualquier caso no soy tan ingenua, sé que una cosa es sentirse en casa y creerte del barrio, y otra cosa es que realmente formes parte.  Así que sé que aunque ya me sienta en mi sitio me queda trabajo por hacer, más allá del de vaciar las cajas. Porque para pertenecer hace falta no sólo que yo considere mío el lugar, sino que el lugar me considere mía a mí también. Nos tenemos que ganar mutuamente. Uno de los hitos para mí sintomático de pertenecer a un barrio es sentarme en un café y que el camarero me conozca, me salude, y sepa que el café lo tomo con la leche muy caliente. Si me pone también un vaso de agua soy capaz de abrazarlo. Sé que conseguir eso requiere un tiempo mayor que el que necesito para llamar a mi nueva casa casa. Tengo que caminar, tomar café en varios sitios, repetir en aquellos con mejores sensaciones hasta que solo queden uno o dos finalistas, y entonces seguir repitiendo, una y otra vez, hasta que se desarrollen los vínculos.

El primer día me senté en un café cercano, en mi misma calle y en mi misma acera. Tenía prisa porque me iban a traer un armario, así que no me entretuve mucho en explorar. Sólo había otro más cercano, justo en mi portal, con una dosis cañí bastante elevada, y esta me parece una cualidad favorecedora de vínculos, pero no tenía terraza para poder fumar ni sillas para poder sentarse. Solo una barra. Como ya dije, era cañí. En la terraza que elegí me atendió un camarero mayor, de esos que no llevan nada para anotar y son capaces de recordar lo que han pedido todos y cada uno de sus clientes, y le pedí un café y él me preguntó que si quería comer algo. Pues sí, algo dulce, ¿qué tiene? tengo de todo, le puedo traer un tortel… No creo que el camarero se hiciera una idea del regocijo que sentí al escuchar aquello del tortel, y eso que no me gustan demasiado, pero hacía tanto que no veía ni oía nombrar los torteles, quizás la última vez fuera a mi abuela siendo yo niña, que pensaba que debían ser ya especie protegida, y definitivamente cañí. Y le dije que sí. Me acordé de mi abuela. No tanto como cuando veo bartolillos, pero también. Cuando vaya a verla se lo contaré: abuela, ¿sabes que en mi barrio hay un café en que ponen torteles para desayunar? Y mi abuela no me hará mucho caso y me contestará con otra pregunta del tipo ¿Y tú sabes hija que esta mañana he estado hablando con mi padre? ¿Y qué te ha dicho? le diré yo, porque ella prefiere mantener su conversación, y porque además me parece mucho más interesante lo que tiene ella que contar. Me parece asombroso que con esa pila de años su cerebro se haya convertido en un prodigio para la ficción, habla y habla y todo es fantástico, y es capaz de inventárselo sobre la marcha, con el solo matiz de que para ella es verdad. Si yo tuviera ese don probablemente sería capaz de escribir una novela.

La nostalgia no traza líneas rectas. No aparece al dejar el barrio en el que he vivido durante quince años, pero sin embargo escucho la palabra tortel y me alboroza el saber que todavía existe, y lo pido para que siga existiendo. Que en realidad es lo que más me importa, el hecho mismo de la permanencia. Como con mi barrio. Hay lugares, sabores o personas donde no me hace falta estar o vivir, siempre que alguien me asegure su permanencia. Sí, sigue como siempre, y está bien. Y entonces yo puedo deshacer cajas, estrechar vínculos, tomar cafés, y enarbolar la reivindicación del tortel, o del bartolillo.