Ático en Doña Urraca

Que le gustaría tener más información… creo que se lo he contado todo. Se refiere a… nadie pregunta jamás por eso… yo… no suelo dar este tipo de detalles. Para hacerlo tendría que hablarle de ella, le aviso que es una historia larga. Hacía tiempo que … La he buscado algunas veces. No sé, solo por saludar. Solo por saber cómo le iba la vida, si era feliz, por saber que está bien. Puede que incluso por oír su voz. A otras personas saber esas cosas les retuerce el estómago, pero a mí sin embargo me tranquiliza.

En esa época ya era agente inmobiliario. Usted pensará que no hay mucho que saber acerca del oficio. Enseñar pisos, ya sabe, para venderlos, para alquilarlos. Eso. Antes de enseñar los pisos hay que visitarlos primero, para estudiar sus virtudes, y tratar de encontrar remedio a sus defectos. Hasta aquí nada diferente de lo que usted concibe de un profesional de este ramo, imagino. Pero un piso, una casa, un lugar donde alguien ha vivido, no es solo un escenario. Es parte de esas vivencias. Quedan rastros. Nadie que no esté atento a ellos podría darse cuenta. Especialmente con una mano de pintura, un barniz, cortinas nuevas, o unos muebles. Pero para mí, ciertos detalles no pasan desapercibidos. Me refiero a detalles que no se pueden apreciar a través de los sentidos, pero que de alguna forma yo sentía. Imagino que su pregunta va por ahí… Quiere que continúe?

Bien, estos detalles que se referían a vivencias anteriores no eran algo que yo después contara a mis clientes. Por varios motivos. El primero de ellos es que normalmente nadie más siente esas cosas, y el ser humano es escéptico. Y no solo escéptico, sino que tendemos a pensar que quien es diferente o ve cosas diferentes, o percibe cosas diferentes, lo hace como consecuencia de algún tipo de trastorno mental. Y una vez que un cliente me hubiera catalogado como loco, cualquier otra cosa que yo pudiera decirle con respecto al piso habría sido puesta en cuestión. Nadie le alquila el piso a un loco. Nadie firma un contrato con un loco. Nadie habla con un loco. Nadie se relaciona con un loco. Nadie excepto ella.

La conocí enseñándole el ático. Por aquel entonces el edificio estaba recién rehabilitado. Pintura nueva, ascensor nuevo, parquet recién barnizado, y lo demás igual, el dormitorio y el salón con la cocina integrada, las vigas de madera en el techo abuhardillado, las mismas vistas a la catedral. Orientación este. Muy luminoso. Una pequeña joya para alguien con pocas necesidades de espacio.

No pasaron inadvertidos para mí dos detalles desde la primera vez que visité ese apartamento. El primero de ellos fue el fragmento de poema de Alberti en forma de vinilo cuando salía de la estación de metro. Decía así:

«Gira más deprisa el aire.
El mundo, con ser el mundo,
en la mano de una niña
cabe.
¡Campanas!
Una carta del cielo bajó un ángel.»

Normalmente tengo problemas para memorizar, pero de estos me acuerdo. Claro que como después enseñé muchos pisos por esta zona, y los leo cada vez que paso, tampoco es de extrañar. Creerá que me estoy desviando, pero, de alguna forma, determinaron mi primera impresión sobre aquel apartamento.

Sin embargo el segundo de ellos, el que sí era una huella del apartamento, fue aquel olor. Apenas era perceptible por el de barniz y pintura. Pero además había otra cosa. Tardé un par de visitas en identificarlo. Me di cuenta la tarde que vino ella, mientras le explicaba que desde el balcón se veía amanecer. Entonces por fin lo supe. Era olor a tristeza, a opresión, a cárcel. Era un olor que aunque resultara imperceptible se metía hacia dentro hasta calar. Y lo dije en voz alta. Estaba tan entusiasmado por haberle puesto nombre a aquello que lo dije en voz alta. Lo sé porque ella me miró con extrañeza, y me sinceré, pero a medias. Le dije que en aquel apartamento me olía a tristeza y a opresión, sí, le dije que tenía esa habilidad, que lo sentía, o que me parecía sentirlo. Pero para aliviar, para hacerlo más llevadero, me inventé que mi instinto me decía que se trataba de una tristeza animal, como si en esa casa hubiera estado un pajarillo en una jaula, o un ratón. Un ratón de esos que se llaman de campo, pero que nacen en cautiverio y mueren en cautiverio, que nunca sufren ni hambre ni sed, y cuya vida transcurre plácida corriendo en una rueda. Entonces la miré y estaba llorando. Era la tristeza que había allí dentro, que cuanto más tiempo permanecíamos más nos invadía, nos oprimía. Eso solo podía significar una cosa. Que yo no estaba loco, que mis percepciones eran reales porque no eran solo mías. Tuve el impulso de abrazarla. Ya no solo por un tema de consuelo, sino porque imagínese lo que fue para mí que una persona sintiera esas cosas que pensé que solo yo sentía. Imagínese, en ese momento me di cuenta de que no estaba loco, y sobre todo, que no estaba solo. Estábamos allí invadidos por una tristeza que no era nuestra, pero que de alguna forma compartíamos. Y yo creo que nos habríamos abrazado. Pero no lo hicimos.  Entonces dije una estupidez. Algo parecido a Con usted habría sido feliz. ¿Qué? El ratón, digo, que con usted habría sido feliz. Estoy seguro.

No creo que alquilara el piso por ese motivo, ya le he contado los otros muchos que había, de mayor envergadura, sin duda, que esa absurda idea compensatoria mía. Pero lo cierto es que lo alquiló. A partir de entonces empezamos a vernos.

Cuando estaba por la zona la llamaba. La primera vez lo hice por preocupación, sabe, no sabía cómo le estaría afectando la tristeza. Pero ella parecía bien, se alegró de verme. Me contó que estaba a gusto, que las vistas eran de una belleza conmovedora. Pero que por las noches hacía mucho frío y había tenido que comprar una estufa. Le pregunté por la tristeza, en voz baja, casi sin vocalizar. Ella me dijo que todavía tenía que trabajar en ella. Que tenía sus días.

La siguiente vez que tuve que volver por la zona volví a llamarla. Con esa llamada senté definitivamente un precedente.

Ella solía estar en casa porque trabajaba allí. Era traductora de francés. A veces traducía novelas. Mientras iba traduciendo subrayaba en lápiz algunos párrafos que después me leía. Otras veces traducía tesis doctorales, o manuales de instrucciones. Entonces me contaba sus descubrimientos, como el de la lavadora que tenía un programa de autolimpieza, o como que en nuestro código genético existía un polimorfismo que tenía que ver con la longevidad. Le gustaba hablar, pero a veces, después de leerme un texto, o de explicarme algo que le hubiera sorprendido, se quedaba un rato callada, sin mirarme, como si estuviera concentrada en alguna reflexión de calado, o como si quisiera darme unos momentos para reflexionar a mí. Esta segunda posibilidad me ponía bastante nervioso, porque en ese caso se me tendría que ocurrir algo que decir. Algo a la altura. Algo con un mínimo de inteligencia o de interés. Y eso hacía que de forma inmediata se detuviera mi cerebro. Yo soy un agente inmobiliario sensible, y una discusión acerca del determinismo genético no era mi fuerte. De todos modos no solía durar demasiado, porque a ella le gustaba hablar, como le he dicho. Y cuando estaba contenta en seguida retomaba el tema, o buscaba otro. Los días en los que trabajaba contra la tristeza hablaba poco y se mostraba taciturna.

También le gustaban las historias de mis pisos, me las pedía, háblame de tus casas,  y le contaba las historias de las que estaba enseñando en ese momento, pero no las que contaba a quienes lo visitaban. A ella no le importaba lo más mínimo si la orientación era norte o sur, o el número de baños, ella quería escuchar lo otro, lo que yo no le contaba a nadie más. Y le gustaban. Sé que le gustaban porque, como le he dicho, me las pedía. A veces también le contaba mis maldades. Normalmente, trataba de convencer para el alquiler o la venta a las personas que me parecían más adecuadas para la casa, o quizás fuera más exacto al revés. Aún lo sigo haciendo. Le gustó mucho la historia de esa casa que tenía un indio pintado en una pared. Era un indio imponente, de los americanos, sabe? Con plumas y con una mirada de dignidad que no se corresponde con aquello que ocurrió, sino con lo que debería haber ocurrido, la victoria de un pueblo que no creía que la tierra, el aire, el calor o el cielo pudieran comprarse, y consideraba sagrado aquello que era conforme a su propia esencia. Esa casa estaba llena de esa dignidad y de valor para intentar esa búsqueda, ese camino difícil. El piso lo visitó mucha gente, y mucha gente lo quería, pero ponían como condición pintar esa pared para cubrir el mural. Entonces yo les hablaba de la orientación norte, de la escasa luz en invierno y del frío, para disuadir. Hasta que llegó aquella pareja de investigadores, que no tenían coche y se desplazaban en bici y en metro, que les gustaba la vida de barrio y compraban en pequeño comercio, que eran humildes y honestos, que tenían un bebé al que no atiborraban de juguetes y que sonreía constantemente. Ellos querían el piso, y lo querían con el indio. Y a ellos se lo alquilé.

Por contra, otras veces la justicia la empleaba de forma inversa. Como aquel otro piso, tan bonito y luminoso, repleto de muebles de diseño, baños de mármol, mirador, conserje veinticuatro horas, e infidelidad. Pero esto último solo lo notaba yo, sabe? Vino a verlo mucha gente, aunque era caro. Un hombre de negocios trasladado, una pareja encantadora que tenía un hijo con dificultades respiratorias, una pareja joven perfecta. Me decidí por estos últimos. A pesar de su juventud, tenían dos coches, el de él debía costar casi tanto como el piso. Parecían felices. Parecían quererse. Con un amor de esos que se sustentan sobre el éxito, no sé si me explico. Uno de esos amores que se sustenta en frecuentar restaurantes de moda,  en viajes exóticos, en renovar vestuario cada temporada, en la  juventud y la belleza, en desear para el futuro unos hijos, el mayor niño y la pequeña niña, él sería ingeniero, ella médico. Ambos tocarán el piano, él además practica tenis y ella ballet, y hablan tres idiomas. Esa clase de amor que se tambalea cuando ocurre algo que se sale del idilio previsto, y que deja de poder corregirse con dinero. Sí, se lo quedaron ellos. Usted ahora aprovechará para dudar de mi buena fe, pero yo creo que en ese piso tendrán la oportunidad de descubrir que existe otro tipo de amor. Ella lo entendió así cuando se lo conté, y estuvo muy de acuerdo con mi criterio.

Y, por si se lo pregunta ahora, si le alquilé este apartamento a ella fue porque estaba convencido de que ella podría cambiarlo. Además, ella lo supo. Fue la primera persona a la que le conté con total sinceridad qué tristeza había en ese piso. Y la lloramos juntos.

No hubo nada más. No hubo sexo, no hubo pasión, no hubo nada más que una amistad. Pero nunca había tenido otra igual. Para mí redefinió el término. Como si hablando con ella yo fuera más… yo, me entiende? Le ha pasado alguna vez? Imagino que ella tendría a alguien. Imagino que por eso nunca me invitó a subir a su casa. No lo imagino, porque de hecho una vez la vi entrar en el portal con un hombre que llevaba unas camisas en la mano y una pequeña maleta. Ese día, aunque estaba por la zona no me atreví a llamar.

Y un día se fue. Sin más. Sin avisar. Sin dar el preaviso de un mes, sin reclamar el importe de la fianza. Solo se fue. Debe de ser su forma habitual de actuar. Sabes, quien no está acostumbrado a hacer algo, quien tiene problemas para cambiar de casa, o no lo hace con frecuencia, por hablar del caso que nos ocupa, se pasa el día hablando de ello. No sé qué decisión tomar, no sé qué hacer, inconvenientes por aquí, ventajas por allá…. desde que comienza en su cabeza la idea de una mudanza hasta que por fin la lleva a cabo ha dado tiempo a que toda su red de amigos y conocidos tenga conocimiento y opinión acerca de ello. Solo quien está acostumbrado a actuar sin más sin dar explicaciones, sin preguntar, sin pedir opinión o sin contarlo siquiera, puede hacerlo. Claro, que tal vez sí lo contara a sus amigos y conocidos, pero hubiera querido contármelo a mí, a pesar de ser agente inmobiliario. Al fin y al cabo tampoco me contaba otras cosas. Nosotros hablábamos de lo que hablábamos.

Cuando ella se fue me lo volvieron a asignar para su alquiler. No había vuelto a subir al ático desde que ella había empezado a vivir allí. Cuando entré un año después, reparé enseguida en los cambios. Había algo distinto. Estuve rastreando por toda la casa. No, definitivamente nada de aquello de la primera vez. En el piso no había asomo de tristeza. Yo sí, yo sí estaba triste, pero esa tristeza había entrado conmigo, y se debía a echar de menos, a haber perdido a una amiga en su acepción más hermosa. Pero en la casa no. Ni tampoco opresión. Ni tan siquiera un poco de angustia. Había macetas por todas partes que había dejado allí, y marcas de chinchetas en las paredes. Solo dejó una chincheta puesta, sujetaba una poesía de Bolaño, que no formaba parte de sus traducciones, y que no leyó nunca para mí, pero sin embargo, si la dejó allí colgada creo que es porque quería que la leyera, que dejó aquello a modo de regalo, de carta o despedida.

Los perros románticos

 En aquel tiempo yo tenía veinte años 

y estaba loco.
Había perdido un país
pero había ganado un sueño.
Y si tenía ese sueño
lo demás no importaba.
Ni trabajar ni rezar
ni estudiar en la madrugada
junto a los perros románticos.
Y el sueño vivía en el espacio de mi espíritu.
Una habitación de madera,
en penumbras,
en uno de los pulmones del trópico.
Y a veces me volvía dentro de mí
y visitaba el sueño: estatua eternizada
en pensamientos líquidos,
un gusano blanco retorciéndose
en el amor.
Un amor desbocado.
Un sueño dentro de otro sueño.
Y la pesadilla me decía: crecerás.
Dejarás atrás las imágenes del dolor y del laberinto
y olvidarás.
Pero en aquel tiempo crecer hubiera sido un crimen.
Estoy aquí, dije, con los perros románticos
Y aquí me voy a quedar.

 

Quizás lo hizo porque no confiaba del todo en mi talento para percibir lo que ha quedado en una casa. En esta casa ahora está ella, sus sueños, su amor. Ya no queda nada de aquello que hubo y hacía daño. Han pasado ya mucho años, pero ella sigue aquí en este pequeño ático. Y… creo que esto es todo lo que le puedo contar sobre ella. Disculpe que me haya extendido, ya le digo que normalmente no suelo hablar de estas cosas. Solo añadir que en esta casa será usted muy feliz, estoy seguro. No… no puedo contarle nada más.

Rumbo a Chamberí

Hacía quince años que vivía en el mismo barrio y cuando pensaba en dejarlo sentía ciertas resistencias. Incluso si el nuevo me gustaba. Pero desde el mismo instante en que salí de allí a lomos del camión de mudanzas no he vuelto a pensar en ello hasta ahora, y solo a efectos narrativos. Iba sentada delante, junto a los dos rumanos que llevaron nuestras cosas.  Los rumanos que contraté para hacer la mudanza eran capaces de levantar a pulso cajas llenas de libros de doscientos kilos de peso, a veces levantaban dos al mismo tiempo. Era como si Hércules y algún amigo se hubieran encarnado en esos dos tipos que por fuera parecían dos simples mortales de constitución delgada. Los dioses de verdad no necesitan llamar la atención. Por qué no usáis la carretilla? Porque es más lento, contestaban. Por el camino, en el camión, iban mirando a las mujeres que hacían running por la calle. Con éstas no me importaba a mí hacer ejercicio un rato, decían, como si yo fuera uno más. Noté que el levantamiento de peso no tenía efectos sobre la libido, podría incluso funcionar como un estimulante. Mientras tanto recogí la mirada de complicidad y me puse a mirar por la ventana como un rumano más. Desde luego no se me ocurrió echar la vista atrás y mirar aquello que dejaba, estaba ocupada con las mujeres en pantalón corto. Pensaba que quince años tendrían más peso, pero aún no he conseguido encontrar rastros de nostalgia. Siento como mía mi nueva casa, mi nueva calle y mi nuevo barrio desde el instante en que llegué. Deduzco que debo tener una poderosa facilidad natural para enraizarme que no tiene nada que envidiarle a mi también poderosa facilidad natural para desenraizarme. O a lo mejor es que sólo es posible enraizarse si previamente está uno desenraizado, o a lo mejor es que ese paso es sencillo cuando uno se desplaza con las raíces puestas, junto a las personas que son su sujeción en el mundo. Y no me refiero a los rumanos.

En cualquier caso no soy tan ingenua, sé que una cosa es sentirse en casa y creerte del barrio, y otra cosa es que realmente formes parte.  Así que sé que aunque ya me sienta en mi sitio me queda trabajo por hacer, más allá del de vaciar las cajas. Porque para pertenecer hace falta no sólo que yo considere mío el lugar, sino que el lugar me considere mía a mí también. Nos tenemos que ganar mutuamente. Uno de los hitos para mí sintomático de pertenecer a un barrio es sentarme en un café y que el camarero me conozca, me salude, y sepa que el café lo tomo con la leche muy caliente. Si me pone también un vaso de agua soy capaz de abrazarlo. Sé que conseguir eso requiere un tiempo mayor que el que necesito para llamar a mi nueva casa casa. Tengo que caminar, tomar café en varios sitios, repetir en aquellos con mejores sensaciones hasta que solo queden uno o dos finalistas, y entonces seguir repitiendo, una y otra vez, hasta que se desarrollen los vínculos.

El primer día me senté en un café cercano, en mi misma calle y en mi misma acera. Tenía prisa porque me iban a traer un armario, así que no me entretuve mucho en explorar. Sólo había otro más cercano, justo en mi portal, con una dosis cañí bastante elevada, y esta me parece una cualidad favorecedora de vínculos, pero no tenía terraza para poder fumar ni sillas para poder sentarse. Solo una barra. Como ya dije, era cañí. En la terraza que elegí me atendió un camarero mayor, de esos que no llevan nada para anotar y son capaces de recordar lo que han pedido todos y cada uno de sus clientes, y le pedí un café y él me preguntó que si quería comer algo. Pues sí, algo dulce, ¿qué tiene? tengo de todo, le puedo traer un tortel… No creo que el camarero se hiciera una idea del regocijo que sentí al escuchar aquello del tortel, y eso que no me gustan demasiado, pero hacía tanto que no veía ni oía nombrar los torteles, quizás la última vez fuera a mi abuela siendo yo niña, que pensaba que debían ser ya especie protegida, y definitivamente cañí. Y le dije que sí. Me acordé de mi abuela. No tanto como cuando veo bartolillos, pero también. Cuando vaya a verla se lo contaré: abuela, ¿sabes que en mi barrio hay un café en que ponen torteles para desayunar? Y mi abuela no me hará mucho caso y me contestará con otra pregunta del tipo ¿Y tú sabes hija que esta mañana he estado hablando con mi padre? ¿Y qué te ha dicho? le diré yo, porque ella prefiere mantener su conversación, y porque además me parece mucho más interesante lo que tiene ella que contar. Me parece asombroso que con esa pila de años su cerebro se haya convertido en un prodigio para la ficción, habla y habla y todo es fantástico, y es capaz de inventárselo sobre la marcha, con el solo matiz de que para ella es verdad. Si yo tuviera ese don probablemente sería capaz de escribir una novela.

La nostalgia no traza líneas rectas. No aparece al dejar el barrio en el que he vivido durante quince años, pero sin embargo escucho la palabra tortel y me alboroza el saber que todavía existe, y lo pido para que siga existiendo. Que en realidad es lo que más me importa, el hecho mismo de la permanencia. Como con mi barrio. Hay lugares, sabores o personas donde no me hace falta estar o vivir, siempre que alguien me asegure su permanencia. Sí, sigue como siempre, y está bien. Y entonces yo puedo deshacer cajas, estrechar vínculos, tomar cafés, y enarbolar la reivindicación del tortel, o del bartolillo.

Refugio esencial

Murúa Niño recordó el primer aura, el que le llevó al hospital. Sabe su nombre porque es el que recibió en el parte de alta. Migraña con aura. Un diagnóstico inferido ante la falta de evidencias de otra enfermedad como ictus, tumor cerebral, o alguna otra de esas temibles.

El aura supo antes que Murúa Niño que la amaba, pero ese desconocimiento no significaba en absoluto que no existiera, muy a pesar de que esa existencia atentaba contra todos sus criterios morales, prácticos y razonables.

El segundo aura, y los sucesivos, ya no lo llevaron al hospital. Los conocía. Sabía cómo empezaban, cómo transcurrían y como terminaban. Dolor de cabeza seguido por un cosquilleo en alguno de los dos brazos hasta que el afectado se dormía del todo. Escucha lejana, como si hubiera dejado de estar allí y estuviera orbitando y mirando desde lejos. Y después una afasia que duraba unos minutos y posterior entumecimiento de la nuca. Poco a poco volvía a aparecer el lenguaje, el sonido a escucharse cercano, el brazo dejaba de estar dormido, y tras un último hormigueo terminaba. Auras aparatosos y espectaculares, pero inofensivos. Auras señales.

Las señales llegaron con las dudas, cuando Murúa Niño sabía que la amaba pero no quería aceptarlo. Cuando se sentía culpable. Cuando sabía pero negaba. Cuando pensaba que podía elegir. Se puede elegir lo que se hace, pero no lo que se siente. Y ni lo que se hace siquiera, porque auras, tristeza, apatía, libros, canciones, sombras, piedras, el universo al completo, se habrían alineado para empujarle a descubrir, a aceptar, a maravillarse con quién era, qué eran. No le habrían dejado no ser. Universo y existencia. Universo y esencia. Esencia y vida.

Con la aceptación, la alegría y la urgencia de ser desaparecieron las señales, conscientes de su inanidad. Murúa Niño, tras el descubrimiento y la felicidad de esa nueva existencia, tan familiar por otra parte, pues -en cierto modo- le parecía que por fin se había encontrado consigo mismo, se llenó de fuerza, y no hubo miedo, mudanza, esfuerzo, dolor o complicación que le impidieran renunciar a vivir ese descubrimiento esencial de ser con ella.

Murúa Niño a veces corre el riesgo de pensar que no necesita señales por el mero hecho de que ya están juntos. Pero estar es un verbo difuso, que implica muchas cosas que no tienen necesariamente que ver con el ser, y que además hace confundir ambos verbos o la propia identidad. A veces, incluso, estar impide ser, lo pospone, lo nubla, lo apacigua, lo duerme. Cuando esto ocurre, el universo se pone contento porque vuelve a sentirse necesario, y piensa en escoger las señales, y las envía para sacudir a Murúa Niño del rutinario estar, y en esta ocasión le ha bastado con hacerle pensar en esas auras del pasado para hacerle consciente de su alejamiento del ser, y de su necesidad de ser, con ella, de su necesidad urgente, inaplazable, alejada de los criterios razonables y serenos, porque en ese maravillarse del reencuentro esencial, en acudir al refugio aunque esto suponga salir corriendo, en rendirse ante lo sagrado, reside el equilibrio de su universo: la fuerza, el valor, la luz, la esencia, su propia vida.

Librería Burma, o el hijo.

Hoy he quedado con mi amiga Raquel para tomar un desayuno, y lo cierto es que de la mañana de hoy podría llenar una decena de artículos. Con Raquel siempre pasan cosas, porque es una de esas personas que interactúan mucho con todo lo que hay a su alrededor. Yo soy más cobardica, y me quedo en la observación. Pero ella, tras observar, interactúa.

El caso es que después del café entramos en una librería y ella me enseña una revista que hace una antigua compañera suya, y el librero nos pregunta que si la conocemos, pues sí, y entonces Raquel entabla una conversación con él,  mientras ella interactúa yo observo -escucho- mientras miro libros de relatos, y el librero cuenta que abrió en 2010, y que adora su librería, pero que ni su socia ni él han cobrado un sueldo, que sólo les supone dinero y tiempo. Es como un hobby caro, digo yo -que por fin me atrevo a decir algo- y él me contesta -es más bien como el hijo que no tengo. Los hijos necesitan tiempo y dinero,  yo tengo una librería. Raquel le pregunta muchas cosas. Y él le cuenta. Y está encantado de contar. Raquel le explica el por qué escogería ese libro antes que aquella revista, él le habla de las autoras del mismo, que van personalmente a llevarle los ejemplares para vender. Tiene autores clásicos, pero también noveles, autoeditados, una sección de autoras, organizan talleres, actividades, coloquios… ¿Y los talleres qué tal van? le pregunta Raquel. Cuesta trabajo, contesta él, poca gente quiere hacerlos porque poca gente quiere comprometerse, ni con talleres cortos. Yo en ese momento he vuelto a mi rol de observadora. Si fuera menos cobardica, le habría preguntado por su nombre y por su historia.

Nos habló de otra librería que había abierto más abajo, y que había empezado a transformarse en tienda de vinilos. Igual que entendía el amor por los libros entendía el amor por los vinilos. Hablamos de la magia de las portadas, y del sonido de la aguja posándose en el disco, y hablamos de la magia de sentir el papel entre las manos. Nos contaba estupefacto que había quienes entraban a mirar cómics y decían que los habían leído en sus terminales móviles. ¿Pero cómo es posible que alguien pueda disfrutar un cómic en la pantalla de un móvil? Un libro en papel se puede subrayar, se pueden doblar las esquinas, se puede tocar, se puede oler, se puede prestar, dije. Y contestó, «eso, ¡prestar!, los libros deben circular» .

Y yo pensé que ojalá el librero valiente pueda sostener a su hijo mientras éste lo necesite, y que un día pueda vivir de él. El librero ama su librería. Y eso marca la diferencia.

http://www.libreriaburma.es/

 

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