Ático en Doña Urraca

Que le gustaría tener más información… creo que se lo he contado todo. Se refiere a… nadie pregunta jamás por eso… yo… no suelo dar este tipo de detalles. Para hacerlo tendría que hablarle de ella, le aviso que es una historia larga. Hacía tiempo que … La he buscado algunas veces. No sé, solo por saludar. Solo por saber cómo le iba la vida, si era feliz, por saber que está bien. Puede que incluso por oír su voz. A otras personas saber esas cosas les retuerce el estómago, pero a mí sin embargo me tranquiliza.

En esa época ya era agente inmobiliario. Usted pensará que no hay mucho que saber acerca del oficio. Enseñar pisos, ya sabe, para venderlos, para alquilarlos. Eso. Antes de enseñar los pisos hay que visitarlos primero, para estudiar sus virtudes, y tratar de encontrar remedio a sus defectos. Hasta aquí nada diferente de lo que usted concibe de un profesional de este ramo, imagino. Pero un piso, una casa, un lugar donde alguien ha vivido, no es solo un escenario. Es parte de esas vivencias. Quedan rastros. Nadie que no esté atento a ellos podría darse cuenta. Especialmente con una mano de pintura, un barniz, cortinas nuevas, o unos muebles. Pero para mí, ciertos detalles no pasan desapercibidos. Me refiero a detalles que no se pueden apreciar a través de los sentidos, pero que de alguna forma yo sentía. Imagino que su pregunta va por ahí… Quiere que continúe?

Bien, estos detalles que se referían a vivencias anteriores no eran algo que yo después contara a mis clientes. Por varios motivos. El primero de ellos es que normalmente nadie más siente esas cosas, y el ser humano es escéptico. Y no solo escéptico, sino que tendemos a pensar que quien es diferente o ve cosas diferentes, o percibe cosas diferentes, lo hace como consecuencia de algún tipo de trastorno mental. Y una vez que un cliente me hubiera catalogado como loco, cualquier otra cosa que yo pudiera decirle con respecto al piso habría sido puesta en cuestión. Nadie le alquila el piso a un loco. Nadie firma un contrato con un loco. Nadie habla con un loco. Nadie se relaciona con un loco. Nadie excepto ella.

La conocí enseñándole el ático. Por aquel entonces el edificio estaba recién rehabilitado. Pintura nueva, ascensor nuevo, parquet recién barnizado, y lo demás igual, el dormitorio y el salón con la cocina integrada, las vigas de madera en el techo abuhardillado, las mismas vistas a la catedral. Orientación este. Muy luminoso. Una pequeña joya para alguien con pocas necesidades de espacio.

No pasaron inadvertidos para mí dos detalles desde la primera vez que visité ese apartamento. El primero de ellos fue el fragmento de poema de Alberti en forma de vinilo cuando salía de la estación de metro. Decía así:

«Gira más deprisa el aire.
El mundo, con ser el mundo,
en la mano de una niña
cabe.
¡Campanas!
Una carta del cielo bajó un ángel.»

Normalmente tengo problemas para memorizar, pero de estos me acuerdo. Claro que como después enseñé muchos pisos por esta zona, y los leo cada vez que paso, tampoco es de extrañar. Creerá que me estoy desviando, pero, de alguna forma, determinaron mi primera impresión sobre aquel apartamento.

Sin embargo el segundo de ellos, el que sí era una huella del apartamento, fue aquel olor. Apenas era perceptible por el de barniz y pintura. Pero además había otra cosa. Tardé un par de visitas en identificarlo. Me di cuenta la tarde que vino ella, mientras le explicaba que desde el balcón se veía amanecer. Entonces por fin lo supe. Era olor a tristeza, a opresión, a cárcel. Era un olor que aunque resultara imperceptible se metía hacia dentro hasta calar. Y lo dije en voz alta. Estaba tan entusiasmado por haberle puesto nombre a aquello que lo dije en voz alta. Lo sé porque ella me miró con extrañeza, y me sinceré, pero a medias. Le dije que en aquel apartamento me olía a tristeza y a opresión, sí, le dije que tenía esa habilidad, que lo sentía, o que me parecía sentirlo. Pero para aliviar, para hacerlo más llevadero, me inventé que mi instinto me decía que se trataba de una tristeza animal, como si en esa casa hubiera estado un pajarillo en una jaula, o un ratón. Un ratón de esos que se llaman de campo, pero que nacen en cautiverio y mueren en cautiverio, que nunca sufren ni hambre ni sed, y cuya vida transcurre plácida corriendo en una rueda. Entonces la miré y estaba llorando. Era la tristeza que había allí dentro, que cuanto más tiempo permanecíamos más nos invadía, nos oprimía. Eso solo podía significar una cosa. Que yo no estaba loco, que mis percepciones eran reales porque no eran solo mías. Tuve el impulso de abrazarla. Ya no solo por un tema de consuelo, sino porque imagínese lo que fue para mí que una persona sintiera esas cosas que pensé que solo yo sentía. Imagínese, en ese momento me di cuenta de que no estaba loco, y sobre todo, que no estaba solo. Estábamos allí invadidos por una tristeza que no era nuestra, pero que de alguna forma compartíamos. Y yo creo que nos habríamos abrazado. Pero no lo hicimos.  Entonces dije una estupidez. Algo parecido a Con usted habría sido feliz. ¿Qué? El ratón, digo, que con usted habría sido feliz. Estoy seguro.

No creo que alquilara el piso por ese motivo, ya le he contado los otros muchos que había, de mayor envergadura, sin duda, que esa absurda idea compensatoria mía. Pero lo cierto es que lo alquiló. A partir de entonces empezamos a vernos.

Cuando estaba por la zona la llamaba. La primera vez lo hice por preocupación, sabe, no sabía cómo le estaría afectando la tristeza. Pero ella parecía bien, se alegró de verme. Me contó que estaba a gusto, que las vistas eran de una belleza conmovedora. Pero que por las noches hacía mucho frío y había tenido que comprar una estufa. Le pregunté por la tristeza, en voz baja, casi sin vocalizar. Ella me dijo que todavía tenía que trabajar en ella. Que tenía sus días.

La siguiente vez que tuve que volver por la zona volví a llamarla. Con esa llamada senté definitivamente un precedente.

Ella solía estar en casa porque trabajaba allí. Era traductora de francés. A veces traducía novelas. Mientras iba traduciendo subrayaba en lápiz algunos párrafos que después me leía. Otras veces traducía tesis doctorales, o manuales de instrucciones. Entonces me contaba sus descubrimientos, como el de la lavadora que tenía un programa de autolimpieza, o como que en nuestro código genético existía un polimorfismo que tenía que ver con la longevidad. Le gustaba hablar, pero a veces, después de leerme un texto, o de explicarme algo que le hubiera sorprendido, se quedaba un rato callada, sin mirarme, como si estuviera concentrada en alguna reflexión de calado, o como si quisiera darme unos momentos para reflexionar a mí. Esta segunda posibilidad me ponía bastante nervioso, porque en ese caso se me tendría que ocurrir algo que decir. Algo a la altura. Algo con un mínimo de inteligencia o de interés. Y eso hacía que de forma inmediata se detuviera mi cerebro. Yo soy un agente inmobiliario sensible, y una discusión acerca del determinismo genético no era mi fuerte. De todos modos no solía durar demasiado, porque a ella le gustaba hablar, como le he dicho. Y cuando estaba contenta en seguida retomaba el tema, o buscaba otro. Los días en los que trabajaba contra la tristeza hablaba poco y se mostraba taciturna.

También le gustaban las historias de mis pisos, me las pedía, háblame de tus casas,  y le contaba las historias de las que estaba enseñando en ese momento, pero no las que contaba a quienes lo visitaban. A ella no le importaba lo más mínimo si la orientación era norte o sur, o el número de baños, ella quería escuchar lo otro, lo que yo no le contaba a nadie más. Y le gustaban. Sé que le gustaban porque, como le he dicho, me las pedía. A veces también le contaba mis maldades. Normalmente, trataba de convencer para el alquiler o la venta a las personas que me parecían más adecuadas para la casa, o quizás fuera más exacto al revés. Aún lo sigo haciendo. Le gustó mucho la historia de esa casa que tenía un indio pintado en una pared. Era un indio imponente, de los americanos, sabe? Con plumas y con una mirada de dignidad que no se corresponde con aquello que ocurrió, sino con lo que debería haber ocurrido, la victoria de un pueblo que no creía que la tierra, el aire, el calor o el cielo pudieran comprarse, y consideraba sagrado aquello que era conforme a su propia esencia. Esa casa estaba llena de esa dignidad y de valor para intentar esa búsqueda, ese camino difícil. El piso lo visitó mucha gente, y mucha gente lo quería, pero ponían como condición pintar esa pared para cubrir el mural. Entonces yo les hablaba de la orientación norte, de la escasa luz en invierno y del frío, para disuadir. Hasta que llegó aquella pareja de investigadores, que no tenían coche y se desplazaban en bici y en metro, que les gustaba la vida de barrio y compraban en pequeño comercio, que eran humildes y honestos, que tenían un bebé al que no atiborraban de juguetes y que sonreía constantemente. Ellos querían el piso, y lo querían con el indio. Y a ellos se lo alquilé.

Por contra, otras veces la justicia la empleaba de forma inversa. Como aquel otro piso, tan bonito y luminoso, repleto de muebles de diseño, baños de mármol, mirador, conserje veinticuatro horas, e infidelidad. Pero esto último solo lo notaba yo, sabe? Vino a verlo mucha gente, aunque era caro. Un hombre de negocios trasladado, una pareja encantadora que tenía un hijo con dificultades respiratorias, una pareja joven perfecta. Me decidí por estos últimos. A pesar de su juventud, tenían dos coches, el de él debía costar casi tanto como el piso. Parecían felices. Parecían quererse. Con un amor de esos que se sustentan sobre el éxito, no sé si me explico. Uno de esos amores que se sustenta en frecuentar restaurantes de moda,  en viajes exóticos, en renovar vestuario cada temporada, en la  juventud y la belleza, en desear para el futuro unos hijos, el mayor niño y la pequeña niña, él sería ingeniero, ella médico. Ambos tocarán el piano, él además practica tenis y ella ballet, y hablan tres idiomas. Esa clase de amor que se tambalea cuando ocurre algo que se sale del idilio previsto, y que deja de poder corregirse con dinero. Sí, se lo quedaron ellos. Usted ahora aprovechará para dudar de mi buena fe, pero yo creo que en ese piso tendrán la oportunidad de descubrir que existe otro tipo de amor. Ella lo entendió así cuando se lo conté, y estuvo muy de acuerdo con mi criterio.

Y, por si se lo pregunta ahora, si le alquilé este apartamento a ella fue porque estaba convencido de que ella podría cambiarlo. Además, ella lo supo. Fue la primera persona a la que le conté con total sinceridad qué tristeza había en ese piso. Y la lloramos juntos.

No hubo nada más. No hubo sexo, no hubo pasión, no hubo nada más que una amistad. Pero nunca había tenido otra igual. Para mí redefinió el término. Como si hablando con ella yo fuera más… yo, me entiende? Le ha pasado alguna vez? Imagino que ella tendría a alguien. Imagino que por eso nunca me invitó a subir a su casa. No lo imagino, porque de hecho una vez la vi entrar en el portal con un hombre que llevaba unas camisas en la mano y una pequeña maleta. Ese día, aunque estaba por la zona no me atreví a llamar.

Y un día se fue. Sin más. Sin avisar. Sin dar el preaviso de un mes, sin reclamar el importe de la fianza. Solo se fue. Debe de ser su forma habitual de actuar. Sabes, quien no está acostumbrado a hacer algo, quien tiene problemas para cambiar de casa, o no lo hace con frecuencia, por hablar del caso que nos ocupa, se pasa el día hablando de ello. No sé qué decisión tomar, no sé qué hacer, inconvenientes por aquí, ventajas por allá…. desde que comienza en su cabeza la idea de una mudanza hasta que por fin la lleva a cabo ha dado tiempo a que toda su red de amigos y conocidos tenga conocimiento y opinión acerca de ello. Solo quien está acostumbrado a actuar sin más sin dar explicaciones, sin preguntar, sin pedir opinión o sin contarlo siquiera, puede hacerlo. Claro, que tal vez sí lo contara a sus amigos y conocidos, pero hubiera querido contármelo a mí, a pesar de ser agente inmobiliario. Al fin y al cabo tampoco me contaba otras cosas. Nosotros hablábamos de lo que hablábamos.

Cuando ella se fue me lo volvieron a asignar para su alquiler. No había vuelto a subir al ático desde que ella había empezado a vivir allí. Cuando entré un año después, reparé enseguida en los cambios. Había algo distinto. Estuve rastreando por toda la casa. No, definitivamente nada de aquello de la primera vez. En el piso no había asomo de tristeza. Yo sí, yo sí estaba triste, pero esa tristeza había entrado conmigo, y se debía a echar de menos, a haber perdido a una amiga en su acepción más hermosa. Pero en la casa no. Ni tampoco opresión. Ni tan siquiera un poco de angustia. Había macetas por todas partes que había dejado allí, y marcas de chinchetas en las paredes. Solo dejó una chincheta puesta, sujetaba una poesía de Bolaño, que no formaba parte de sus traducciones, y que no leyó nunca para mí, pero sin embargo, si la dejó allí colgada creo que es porque quería que la leyera, que dejó aquello a modo de regalo, de carta o despedida.

Los perros románticos

 En aquel tiempo yo tenía veinte años 

y estaba loco.
Había perdido un país
pero había ganado un sueño.
Y si tenía ese sueño
lo demás no importaba.
Ni trabajar ni rezar
ni estudiar en la madrugada
junto a los perros románticos.
Y el sueño vivía en el espacio de mi espíritu.
Una habitación de madera,
en penumbras,
en uno de los pulmones del trópico.
Y a veces me volvía dentro de mí
y visitaba el sueño: estatua eternizada
en pensamientos líquidos,
un gusano blanco retorciéndose
en el amor.
Un amor desbocado.
Un sueño dentro de otro sueño.
Y la pesadilla me decía: crecerás.
Dejarás atrás las imágenes del dolor y del laberinto
y olvidarás.
Pero en aquel tiempo crecer hubiera sido un crimen.
Estoy aquí, dije, con los perros románticos
Y aquí me voy a quedar.

 

Quizás lo hizo porque no confiaba del todo en mi talento para percibir lo que ha quedado en una casa. En esta casa ahora está ella, sus sueños, su amor. Ya no queda nada de aquello que hubo y hacía daño. Han pasado ya mucho años, pero ella sigue aquí en este pequeño ático. Y… creo que esto es todo lo que le puedo contar sobre ella. Disculpe que me haya extendido, ya le digo que normalmente no suelo hablar de estas cosas. Solo añadir que en esta casa será usted muy feliz, estoy seguro. No… no puedo contarle nada más.

6 comentarios sobre “Ático en Doña Urraca

  1. Las casas conservan el hueco que dejan las ausencias y el rastro de lo que allí se vivió. Eso lo suelen percibir mejor los compradores -o los que los alquilan- que los vendedores. Salvo en el caso de este inusual agente inmobiliario.
    Magnífico relato.

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