He llegado primero y me quedo esperando en la puerta. No me resulta cómodo apostarme en la barra de un bar, pedir una bebida y esperar a solas. No sé si debería entablar una conversación con el camarero, y sobre todo, no sabría hacerlo. Tampoco sé muy bien cuál es la postura corporal de espera en solitario apostado en barra de bar. Cuando estoy cómoda no pienso en cómo debo colocarme, estoy colocada sin más, de una manera inconsciente, pero hay ocasiones en las que de pronto soy consciente de mi cuerpo y no sé qué hacer con él, cómo moverlo, dónde poner cada brazo, cada, mano, cada pierna. Como cuando estoy sola en la barra de un bar. Sé que es algo que le pasa a mucha gente y no voy a ahondar sobre este hecho tan poco singular. Esto a Víctor no le pasa. Víctor a veces sale solo por las noches y se queda solo en las barras de los bares y no creo que no sepa cómo colocar sus brazos. Creo que lo hace con total naturalidad. No es que no tenga amigos, tiene muchos. Pero también es muy bueno hablando con los camareros. Es muy buen conversador en general. Sobre todo es muy buen contador de historias, en especial las suyas. Siempre le ha sucedido alguna anécdota delirante, imprevisible, espantosa hasta el punto de haber estado a punto de morir, o al menos de comprometer su seguridad muy seriamente, pero al mismo tiempo suele mediar el absurdo y de alguna manera termina haciendo reír hasta la lágrima a su auditorio. Es rápido, inteligente, mordaz y también un poco cruel. Lo tiene todo para ser el centro de atención. Si a veces sale solo es porque sus amigos se han ido emparejando, casando, teniendo hijos y no han podido seguirle el ritmo, pero Víctor va haciendo más. Como el camarero del bar al que íbamos a entrar, del que sabía que era filósofo, hedonista, argentino, culturista y chamán.
Me quedo fumando fuera. Víctor llega poco después, es puntual. Me nombra por mi apellido, me da dos besos y me habla sin mirarme a los ojos. Nunca mira a los ojos, esquiva las miradas directas como si fueran eclipses y cegaran, como si solo sabiéndolas cerca fuera suficiente, como si las pupilas que conectan con sus centros fueran mariposas, ardillas, dos seres silvestres y oscuros que no se dejan tocar. Saca su cajita metálica para picar maría, se lía un canuto y lo fumamos a medias. Habitualmente yo no fumo hierba y no bebo cerveza, sé que no le voy a poder seguir el ritmo, nunca puedo seguirle el ritmo pero siempre lo intento.
Cuando entramos me enseña la pizarra que hay frente a la barra, me dice que son las cervezas artesanas que se pueden probar esta noche en los diez grifos que tienen. Me dice que vamos a probar la ipa, que conoce a los fabricantes, pide dos pintas, y después me explica qué es una ipa, qué son las stout, las pale ale, las lager, las porter. Pruebo la ipa y me sabe a flores, es espesa, turbia y con poco gas, y me parece que es como beberse un primer plato, y que las patatitas y las aceitunas que nos han puesto al lado distraen del sabor, y pienso también que no sé si voy a ser capaz de beberme una pinta entera con un sabor tan intenso, pero me la bebo. Antes de haberla terminado, Víctor ya ha pedido la porter, y me llegan a duras penas los reflejos para decirle al camarero que es filósofo, hedonista y argentino que por favor me ponga solo media pinta. Es negra y tiene un toque a café y a regaliz. Esta es un postre.
A Víctor siempre le ha gustado mucho la cerveza. Hace uno o dos años, cuando yo me había quedado sin trabajo, se me ocurrió que quería abrir un bar y estuve contándole todas mis ideas, y paseamos por las calles de Madrid donde estaban los bares a los que me gustaría parecerme. Ahora él estaba en un momento delicado en su empresa, y estaba barajando la opción de dedicarse a fabricar cerveza artesana, estudiaba todo lo relacionado con el tema y estaba dedicando gran parte de la tarde a compartir conmigo sus conocimientos. Y a emborracharme. Según me emborracho lo escucho más diifuso, más lejos, con menos detalle y mientras lo miro lo imagino en su pueblo rodeado de grandes bidones, mimando los lúpulos (dios, ¿qué aspecto misterioso tendrá un lúpulo?) y creando sabores que no necesitan ni aceitunas ni patatas, pero sobre todo lo imagino acudiendo a las ferias y a las cervecerías de degustación con sus muestras, contando lo que le pasó cuando viajó con su moto por unos pueblos asturianos para encontrar al dealer que le había traído galena desde Reino Unido, y entonces una furgoneta que transportaba queso de cabrales y lleva el portón mal cerrado pierde parte de la carga, su moto patina y se rompe el brazo y cuatro costillas, y el dealer va a visitarlo al hospital y el tipo se ofrece a llevarlo de vuelta a Madrid, y en el viaje se hacen amigos -porque es difícil no hacerse amigo de Víctor- y en Madrid se queda una semana en su casa del ático de la calle San Mateo, y van a ver un par de conciertos de rock urbano y después acaban en una fiesta privada de un piso consumiendo drogas gratis y descubriendo el mundo de la cerveza artesana a los artistas y cineastas que conocieron allí. Nadie podría resistirse a comprarle toda la cerveza tras contar esa historia. Finalmente ni yo monté un bar ni él se dedicará al negocio de las cervezas artesanas.
Salimos fuera, yo esta vez me fumo un cigarro y él saca su caja metálica. Víctor fuma unos veinte porros al día desde que lo conozco hace ya más de diez años, y siempre ha hecho gala de la misma agilidad mental. Cuando lo conocí me sentía un tanto abrumada a su lado, me daba la sensación de que debía aburrirse conmigo. Al cabo de los años ya me he ido quitando ese complejo, y he terminado creyendo que de verdad le gusta que nos veamos aunque yo sea mucho más lenta mentalmente y nunca le siga el ritmo con la cerveza. Empiezo a estar un poco mareada. Estoy encontrando el límite. Entramos y Víctor pide una lager. Debe estar viéndome en ese límite y pide también un bocadillo. Creo que piensa que aguanto más de lo que aguanto.
Mientras nos comemos el bocadillo me cuenta algunas de las discusiones que ha tenido con su jefa. Me cuenta cómo su exnovia, que trabaja con él, lo aconseja. Sé que él la respeta y la quiere. Ella también a él. Su exnovia es la única pareja que le he conocido. Le pregunto por primera vez qué les pasó, y me cuenta la historia del día en que se la encontró en la cama con otro cuando él volvía del hospital donde se estaba muriendo su padre. Consigue que me ría a carcajadas mientras por dentro me parte la pena, Víctor sabe hacer muy bien estas cosas, y pienso que me gustaría poder abrazarlo y protegerlo de los eclipses, y del cáncer y de la pérdida. Pero no puedo protegerlo de nada. Sus mariposillas revolotean esquivas mientras habla. El camarero filósofo argentino sale de la barra y se acerca a nosotros. A pesar de que el bocadillo me ha sentado bien, si me concentro me doy cuenta de que estoy mareada así que aprovecho que están juntos y entretenidos para ir al baño y pasar desapercibida. Introduzco en mi boca el dedo índice de la mano derecha y me provoco el vómito varias veces, hasta que creo que he sacado toda la cerveza de flores, la negra, el bocadillo, las aceitunas, y puede que hasta la pena.
Cuando salgo, Víctor ya me ha pedido otra media pinta. Repetimos la stout. Creo que dije en voz alta aquello de la metáfora del postre. El camarero filósofo sigue allí, recomienda unos aceites que hace con marihuana de huerto, y asegura que su consumo reduciría el ambiente de crispación que se vive en la ciudad, y sonaría menos el claxon y dice claxon. Brindamos los tres. Dejo de recordar con precisión nada de lo que pasa a partir de entonces, bebo alguna cerveza más. Me voy a casa. Víctor y el camarero se quedan. Un día le preparamos a Víctor una fiesta de cumpleaños y no vino.
