El otro día, cuando paseábamos por Gijón, pensé dos cosas. Las dos te las dije, pero no es lo mismo. No es lo mismo porque si las escribo las puedo pensar, y tengo todo el tiempo que necesite hasta que lo que escriba exprese con cierto parecido mi pensamiento. Sin ese tiempo, y sin poder rectificar, posiblemente lo que dijera se pareciera menos a lo que pensaba.
Tampoco es lo mismo porque esas dos cosas que pensé y te conté en el paseo de esa tarde lo más probable es que se nos olviden a ambos, mientras que si las escribo también las olvidaremos -no te crees grandes expectativas, son pensamientos intrascendentes- pero sin embargo, si dentro de un tiempo volviéramos aquí, al cuaderno, las recuperaríamos. Y esto tiene relación directa con el primer pensamiento de aquel paseo, cuando de pronto recordé una escena del pasado que había olvidado. Me vino a la cabeza de pronto, y con una cierta sensación de irrealidad. Te lo tuve que preguntar. ¿Hemos estado alguna vez en una playa, que tenía pinta de virgen? Es que me acaba de venir a la cabeza una imagen. En ella estamos tú y yo en una playa extraña. Es extraña porque en la arena hay también vegetación y barro. Hay gente alrededor que se está untando el cuerpo con el barro. No se ve el mar desde donde estamos, pero me veo andando entre esa vegetación y ese barro y el mar aparece. ¿Eso lo hemos vivido?
Tú me contestas que sí, que fue la playa de Poo, que estuvimos la otra vez que estuvimos en Asturias. ¿No te acuerdas? Aparcamos en un parking por ahí cerca, habíamos comido en Llanes, creo que elegimos un sitio horrible como nos suele pasar. Repaso mentalmente. De Llanes no recuerdo nada, de la comida tampoco. Recuerdo una foto que hice en el parking. Es un cartel de madera que pone playa. Recuerdo otra foto con un chico en un tractor. Sé que estuvimos en una playa. Comienzo a casar lo que sé a raíz del recuerdo de esas dos fotos con esa imagen que me acaba de venir a la memoria. Pero soy yo la que hago esa conexión. Es como si hubiera recuperado un pedacito de mí que se había perdido. No una historia de mí sino un momento concreto de mi existencia. Me asusta pensar la cantidad de esos momentos que habré perdido. Me doy cuenta de cómo las fotos ayudan a sujetar los momentos. También este cuaderno. Sin embargo se pierde casi todo. Salvamos la punta del iceberg. Por un lado siento pena por todo lo perdido. No sé lo que he perdido, pero sé que lo he perdido. Por otro lado, me queda la fascinación por la sorpresa de esa imagen que ha vuelto y he recuperado. Se había ido tan lejos que ni siquiera estaba segura de que fuera mía de verdad, que no se tratara de un sueño o de algo inventado. He buscado en google fotos de la playa de Poo. Ya sí estoy segura de su realidad. También he recordado, junto con esa imagen, la sensación que me acompañaba en esos primeros viajes en los que ya no nos sentíamos clandestinos, esa nueva sorpresa de estar juntos de otra forma.
Creo que fue ayer cuando leí un comentario de Santiago Pérez Malvido en el blog de un amigo. Decía «la memoria -esa forma intangible y un poco tramposa de la fotografía- tiene también algo de territorio ganado, de conquista de lo que somos».
La segunda cosa que pensé en ese paseo llegó después de varias observaciones. Vimos una pareja con dos niños pequeños. Los padres iban en un patinete y los niños en bicis pequeñitas. El padre decía ahora vamos a ir a un sitio que es chulísimo, ya lo veréis. Es lo que nosotros llamamos la zanahoria. Viajar con niños no es sencillo porque a ellos pasear o ver lo que los adultos quieren les aburre. Hace falta una estrategia de marketing que les convenza de que lo que hacen forma parte un juego, que tienen que andar, pedalear, o lo que sea, no como un fin en sí mismo, sino como medio para alcanzar algo que para ellos es excitante de alguna forma. Si son lo suficientemente pequeños, se les puede convencer con argumentos un tanto mágicos. Como ese «algo» chulísimo de ese padre. Después tendrán que ser sabios a la hora de manejar las expectativas y la imaginación de esos niños. Posiblemente esos niños en su cabeza habrán convertido ese «algo chulísimo» en una cosa completamente diferente a lo que después se encuentren. Quizás ellos han pensado en un parque con unos columpios enormes, un helado gigante, una nave extraterrestre o un bosque con tigres. Cuando se encuentren, como se encontrarán poco tiempo después, con una escultura de Chillida, necesitarán que los padres redoblen sus esfuerzos para que sus pequeñas cabezas consigan reconvertirla en un nuevo objeto dentro de su catálogo de «algos chulísimos».
Efectivamente, al cabo de un rato encontramos a la familia subiendo el camino empinado que conduce al impresionante monte donde está el Elogio del Horizonte de Chillida, con la ciudad a sus pies. Y allí pude ver otra escena de un padre tratando de transformar esa visita en algo de interés para su hijo, ajeno al paisaje y a la escultura. El padre, con los brazos en cruz, le convencía para realizar equilibrios saltando a la pata coja. Con mucho entusiasmo le decía mira, mira, y ahora vamos a hacer ésto!, como si en lugar de estar saltando a la pata coja en la cima de un monte estuvieran sobre una cuerda floja a dos mil metros de altura sin red de seguridad y hubiera una muchedumbre jaleando la hazaña desde abajo. El niño entraba en el juego sin tanto interés como el padre. Probablemente porque era el único juego que tenía.
Entonces vi a otros niños. Estos estaban jugando solos. Se estaban lanzando ladera abajo corriendo a toda velocidad, con chillidos nerviosos. Tú dijiste: mira esos niños, se van a matar. Esa es la verdadera diversión, te dije, la que entraña un riesgo tangible. Esos niños se divierten corriendo ladera abajo aunque con cualquier fallo de un pie podrían despeñarse, quizás y precisamente porque saben que, en cualquier momento, con cualquier fallo de un pie, podrían despeñarse.
¿Y por qué hace falta el riesgo? Si fuera solo correr y sentir el viento en la cara bastaría con correr en horizontal. Pero no. Si bastara imaginarlo sería suficiente con el ejercicio del niño a la pata coja, pero no. Quizás sea necesario saber que la vida va en serio, que han salido de esa burbuja de protección que crean los padres, esa que ofrece un entorno seguro pero inauténtico. Quizás sea esa forma de salir de esos algos chulísimos imaginarios para experimentar por un momento lo que es la vida real, con sus peligros asociados. No es una selva con tigres pero sí una caída libre por un prado vertical. Ni tan mal. Esa necesidad me resultó familiar. Yo estuve allí.
Entonces me preguntaste si me apetecía lanzarme ladera abajo. No, ahora mismo no necesito divertirme. Con observar me basta.
Observar también es una forma de divertirse, por lo menos para mí.
Me gustan tus reflexiones :))
Sí, me refería quizás a la intensidad de la diversión. Lanzarse ladera abajo como diversión intensa y la observación sosegada…. . Yo no necesito estar con la adrenalina al máximo todo el tiempo, y cuando lo necesito no es en ese sentido físico del riesgo o la aventura. Cuando era niña sí que me aburría la burbuja protectora y tenía ansia por salir. Y a falta de otros riesgos me conformaba con el aire de rodar laderas abajo si se me presentaba la ocasión…. Un beso y me alegra que te guste. Estoy desentrenada y de pronto me da pudor.
Los recuerdos que de repente aparecen de improviso, no como si los rescatásemos metódicamente de la memoria, sino directamente de lo más profundo de un sueño, es la manera que tiene el pasado de utilizar la estrategia zanahoria para hacernos regresar a ese lugar olvidado en el que podemos volver a saber quiénes somos -realmente-, de dónde venimos o, por lo menos, por dónde hemos estado. Y con quién. Pero ha de ser así su advenimiento, de una forma tan imprevista y circunstancial que nos hace sentir -ese recuerdo poderoso y accidental, del que llegamos incluso a dudar- como si nos deslizáramos por un prado demasiado inclinado, tan cerca del mar. Solo entonces sabemos que es no solo cierto, sino real.
(Luego están los fórceps de las fotografías y los diarios…)
Yo creo que esa impresión proviene precisamente de que se trata de recuerdos que no hemos buscado y que no esperamos, sino que se presentan por sorpresa. La sorpresa es maravillosa, hasta cuando es terrible. Pero por otro lado siempre queremos controlarlo todo, incluso cuando no es posible. Hay mecanismos de memoria que se pueden domesticar, como las fotos o los diarios. Otros que siempre actuarán sin control, de forma salvaje sobre el agujero negro de los recuerdos perdidos. Como los olores. O estímulos visuales no buscados y no esperados. Me ha encantado tu reflexión, y lo del fórceps de las fotografías y los diarios. Con ellos nos garantizamos conservar ciertas cosas, pero a cambio renunciamos a la sorpresa. Supongo que por no querer asumir el riesgo de que ciertos recuerdos no quieran sorprendernos jamás, y se queden para siempre en su agujero negro.