Gijón. 18 de agosto. La ciudad más bonita.

Cuando bajamos del Elogio del Horizonte estaba cansada y me dolía la espalda. Noté que se me estaba torciendo el humor y creí que era porque no encontrábamos un lugar donde sentarnos. Aquí no creo que pongan café. Aquí hay mucho ruido. Aquí da el sol. Aquí hay mucho viento. Pensé que acabábamos de estar en un prado con unas vistas increíbles donde no había querido correr ladera abajo pero sí podría habérseme ocurrido tumbarme a descansar y a respirar. Y no será porque otros no hubieran tenido esa grandiosa idea primero y que bien podrían haberme servido de inspiración. De hecho ese día me había dado por la fotografía documental. Estaba muy contenta con la captura de la señora mayor despatarrada en la playa con pinta de éxtasis y un gorrito de tela como el que se ponía mi abuela, con el banco lleno de viejecillos reunidos todos ellos con sombreros de colores, con los chavales de la pista de skate que me habían hecho pensar en Pablo, con la señora tumbada de lado en bikini, leyendo en el prado, y que fuera del contexto playa a mí me parece una musa a la que le falta el pintor con caballete, el pintor sería posiblemente de principios del siglo XX, justo antes de las vanguardias, pero eso que le falta es lo prescindible, lo importante, la musa, ella, sí está, y con el otro señor también tumbado en ese mismo parque con aspecto más placentero si cabe, aunque vestido. Debía estar tan ocupada en mirar cómo vivía la gente que no se me ocurrió vivir yo. Seguro que yo no le habría inspirado a nadie una foto documental. Darme cuenta tarde de eso me irritó. Qué quieres hacer, me dices, quieres que vayamos a sentarnos a la plaza mayor? Quiero que se me hubiera ocurrido tumbarme allí arriba cuando estábamos allí arriba. No querrás volver a subir otra vez, no? No. Al final nos tomamos un café. Después pienso que nos hemos perdido tumbarnos allí arriba, pero aún nos quedan lugares, tratando de reconducirme. Podemos buscar un banco frente al mar. Hace viento y un poco de frío. La playa está casi vacía y empieza a atardecer. Entonces pienso que no me puedo quedar allí mirando de lejos. Te apetece pisar la playa? Nos descalzamos, meto los zapatos en el bolso para mantener las manos libres.  Al pisar la arena dices que la arena es finísima. Lo ensalzas todo. Te emociona todo. Hasta las gaitas. Me hace gracia verte folclórico. Te digo que sí, y que de hecho es la arena más fina que he pisado en mi vida. El agua está helada, la luz es preciosa, la arena mojada se ha convertido en un espejo y el reflejo es precioso. Tú eres precioso.

No, en serio, qué te parece Gijón? En serio, me parece una ciudad muy bonita. ¿Muy bonita?¿Solo eso? Entonces es que te la he enseñado fatal. Me la has enseñado muy bien, pero nunca va a ser lo mismo para ti que para mí: para mí Gijón es una ciudad bonita, pero toda mi experiencia con ella es la de haber paseado dos días. Para ti es una ciudad bonita, pero también son todos los veranos de tu infancia y el lugar donde fuiste feliz.

Pensé después, aunque ya no te lo dije, que existía otro componente que intensificaba la emoción además de la belleza y de la experiencia de felicidad. El de la pérdida. Si no hubieras dejado de ir cada verano, si tus abuelos y tu tío estuvieran vivos, si pudieras seguir yendo a una casa que ahora es ajena, la emoción sería menos intensa, más calma. Seguirías sin poder volver a tu infancia, pero una cierta continuidad del presente te conectaría de una forma más firme con ese niño feliz. Ahora, el lazo palpable y físico que te vincula a él es la propia ciudad.

Anduvimos mucho rato por la orilla, casi solos.

 

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