Un día, cerca de un fin del mundo, mantuvimos una conversación absurda. Pregunté en voz alta, y desde luego sin pensar, desde cuándo Europa se nombraba Europa. No se trata de una pregunta que formulara desde la nada. Mientras tomábamos café, en un rato de aparente silencio, me había detenido a pensar en otro nombre que había leído varias veces esos días. Los picos de Europa. Y entonces me había dado por pensar por qué los habían llamado así. Llamar Los picos de Europa a Los picos de Europa, cuando en el continente hay cordilleras mucho más elevadas e imponentes, como los Alpes, Pirineos, Urales o la cordillera del Cáucaso… me había parecido tan pretencioso que ese nombre, Los Picos de Europa, solo podía provenir o bien de la ignorancia, o bien del chovinismo. Salvo, claro, que Europa, cuando fuera nombrada Europa, no comprendiera la misma extensión que es ahora. Unos Picos de Europa -en cualquier caso- habría resultado más acertado. O salvo claro, también, que no se estuvieran refiriendo a Europa continente sino a Europa diosa, y se tratara de algún tipo de ofrenda o tributo. Hacía mucho tiempo que no manteníamos conversaciones inútiles. Y solo después de mantenerla me di cuenta de que las echaba de menos.
Por la mañana habíamos estado postergando una conversación útil acerca de adónde ir. Las conversaciones útiles me asfixiaban. Creo que sencillamente se trataba de una falta de aire. Así que con el objeto de no vararme en una de ellas, tomé la decisión de que por la mañana seguiríamos el plan previsto inicialmente. Y después de comer jugamos a un juego. Yo señalaba un punto en el navegador, sin que tú supieras cuál es. Y tú conducías sin saber hacia dónde siguiendo las indicaciones. Habría carreteras secundarias, habría bosques, habría luces y sombras, habría montañas y precipicios, habría tanta belleza en el camino que daría igual dónde estuviéramos cuando el navegador pronunciara su «ha llegado a su destino». Y nada más.
Cuando llegamos al destino supimos que sí había un propósito en él. Un acantilado quedaba a nuestra izquierda, y, según avanzábamos, la certeza de que no habría un lugar para dejar el coche iba siendo mayor. Además, cada vez eran más los coches que veíamos aparcados en el arcén. Te obligué a dejarlo allí, en un lugar no establecido, no señalizado con líneas blancas pintadas en el suelo, y poco convencido accediste, y continuamos a pie. No había mucha gente y la que había estaba tomando el camino de vuelta. El camino a pie continuaba bordeando el acantilado. Se veía una playa allá abajo, en vertical, abierta entre dos grandes peñones. Yo sabía cuál era su nombre puesto que había pulsado ese punto en el mapa. La playa del silencio, y, al margen de su nombre, al verlo supe que se trataba del fin del mundo. Pero, para no pecar de ignorancia ni de presunción, lo dejaría en un fin del mundo. Allí se terminaba todo, y ante ese espectáculo lo menos que podía uno hacer era callarse, y admirar.
Llegar hasta allí abajo era sencillo: había que tomar un camino empinado rodeado de vegetación y flores, y después unas escaleras. Subir sería otra cosa. Ya he contado que las gentes ya volvían cuando nosotros llegamos. Y al cruzarnos con unos iban diciendo joder, con esta subidita tengo el chorizo y los garbanzos de la comida…. mientras, otro preguntaba y cuándo cenamos. Me di cuenta de lo acertado del nombre. Las palabras pueden hacer mucho daño. Las palabras son capaces de banalizar un fin del mundo imponente y sagrado. Y no hay castigo para eso. O quizás sí. Me habría gustado que fuera tan sencillo cerrar los oídos como cerrar los ojos, para mantenerme a salvo, para mantener a un fin del mundo a salvo de la degradación. Hasta qué punto todo es frágil. Ni siquiera un fin del mundo, que ha tenido a bien terminarse con bosques, y flores y acantilados, y una playa, y un sendero, y una luz que colorea de plata el mar que concluye lo demás hasta el horizonte, ni siquiera él está a salvo de la degradación, de convertirse -palabras mediante- en un vulgar destino turístico donde hacer tiempo y fotografías entre comida y comida.
El suelo de la playa no era de arena sino de piedras de cantos rodados. Allí solo hay dos niños pequeños. Juegan con las piedras. Una playa así les ofrece diversión durante horas. Nos sentamos algo alejados, y solo escuchábamos el ruido de las piedras al chocar contra el mar, y al propio mar. Nos tumbamos en unas rocas suaves, con formas anatómicas que nos acogían. Fumamos. Contemplamos un fin del mundo que desde entonces y en adelante ya sería nuestro. Me besaste. Y por supuesto no mantuvimos ninguna conversación acerca de la cena, ni pensamos dónde iríamos después, al salir de allí, ni ninguna otra conversación útil con la que romper ese lugar sagrado. Que lo era por su propia belleza, pero también y sobre todo, porque, conscientes, le estábamos otorgando ese valor.
Al salir de allí continuamos con el juego. Pulsé un lugar en el mapa. Resultó ser un pueblo de pescadores. Las casas eran de colores y en muchas había un cartel de Se vende. La entrada al pueblo era la única zona en llano, el resto del pueblo se iba alzando en vertical. Tomamos café, caminamos un poco, vimos un ciervo. Quizás en esta ocasión sí podría decir que no era un ciervo, sino el ciervo, nuestro ciervo. Ese que está representado en nuestras espaldas, y tuvo a bien hacerse símbolo de carne y hueso aquella tarde. Para nosotros. Y según iban pasando las horas me daba la sensación de que yo era cada vez más yo y que tú eras cada vez más tú. Y que por eso podíamos volver a vernos otra vez, del todo.
Me pregunto si siempre hace falta alejarse para encontrarse, para estar cerca. A diario hay mucho ruido. Hay ruido por todas partes. Todo el tiempo. Me pregunto cómo hace el resto del mundo para sobrevivir al diario. Incluso a un diario que ama. A un diario que amo, y al que estoy deseando volver después de un par de días alejada de él tanto como antes de irme necesitaba dejar lejos. Leo en un artículo que contiene una entrevista a Rafael Argullol, y que se llama «La memoria es nuestro mito» -el título ya por sí mismo justifica la lectura- que «el hecho de viajar supone para la persona que realiza tal acción el despojarse de cualquier rol de su vida diaria; digamos que viajar nos ayuda a ser más nosotros mismos, libres de cualquier atadura. Argullol se mostró totalmente de acuerdo con esta afirmación, y añadió que esto es así «porque desplaza al hombre de sí mismo y le hace mirar desde otro lado, otro territorio».
Quizás el problema sea identitario. Yo soy tan yo libre y desplazada desde ese otro territorio, como yo llena de las obligaciones que yo misma he elegido, y de las inercias y el ruido que me imponen. Y no existe la una sin la otra, y si una de las dos se diluye la otra sufre, y aquí estamos siempre tratando de conservar un equilibrio inestable, imposible, el propio, el nuestro. Olvidando y recordando de nuevo cómo se juega.