Nos habíamos escapado creyéndonos invisibles entre toda esa gente, creyendo que separarnos discretamente del grupo doblando aquella esquina resultaría imperceptible, creyendo que mientras corriéramos sin mirar atrás nada podría sucedernos, que al otro lado de la puerta de un bar la oscuridad nos mantendría a salvo, como si aún no supiéramos que el peligro venía de quien nos daba pulso. Allí, detrás de esa puerta, escuché Diecinueve por primera vez. Lo recuerdo por tu cara, porque empezaste a mirar muy fuerte, y rompiste a llorar.
Era en esa época en la que todo lo que ocurría era tan real y producía consecuencias drásticas, que cada paso que dábamos resultaba trascendente. La conciencia eran siete puntas afiladas, y las bordeaba un abismo. Y vivir era terrible porque sabíamos que tendríamos que atravesarnos las entrañas con una de esas puntas, que era como tenerlas ya dentro, o bien caeríamos al vacío para siempre, que era como estar cayendo. Y también, y al mismo tiempo, era maravilloso, porque esa trascendencia constante nos hacía sentir vivos. Y el amor. El miedo y el amor son dos grandes amplificadores de la conciencia de estar vivo, de ser frágiles, de saber que, en realidad, no tenemos ningún control sobre nada, que ni siquiera tenemos nada, solo ese sentir que reverbera y grita, y siente, terrible y maravilloso.
Unos años después reaparece Maga en concierto. Ya no corremos por la calle para ponernos a salvo sino porque vamos tarde. Ya no estamos en peligro. Salvados.
Por la mañana, antes del concierto, repaso Diecinueve, Como nubes a mi te, Vacaciones de un minuto, y me llevan a ese origen salvaje en un instante, y cuando me quiero dar cuenta estoy mirando fuerte. Quiero hacer ese viaje contigo, y no pensar, solo sentir. Entonces te llamo y te digo que estoy pensando en no llevar la cámara. ¿Te pasaba algo esta mañana? Me dices. No, nada. Está todo bien. Contesto.