El tema del dinosaurio de esta semana era frontera. Me había propuesto escribir algo el lunes, pero había llegado al día sin haber pensado absolutamente nada. Hasta el punto que tuve que rebuscar en el correo porque ni siquiera recordaba el tema. Me lo había propuesto el lunes para asignarme alguna tarea de las que aún soy capaz de hacer en jornada laboral, y así difuminar un poco el jodido absurdo de tener que desplazarme veinte kilómetros para pasarme siete horas sin otra cosa que hacer que mirar el correo electrónico, y sólo porque me pagan. Pero me pasé las siete horas enfadada. Por el absurdo.
Sin embargo cuando salí de allí, de vuelta a casa, hice un esfuerzo por reconducirme hacia la frontera. Y comencé a pensar en todo tipo de fronteras. Porque hay palabras que es complicado tomar por la primera acepción del diccionario. Me enfadé conmigo por complicarme hasta con eso, y me pregunté por qué demonios no podía hacer algo del todo convencional, e inventarme una situación cualquiera que se desarrollase en una frontera cualquiera. Frontera de primera acepción. Sin metafísica, cojones. El límite que separa dos países. Como la que hay entre españa y francia, o entre españa y portugal, o entre vietnam y camboya, o entre la usa y canadá. La que fuera. Frontera, no? Pues frontera. Por una puta vez.
Pero llegué a casa con el mismo vacío de ideas que antes. POr la tarde decidí volver andando al apartamento, sin i-pod, sin nada. Porque el estar escondiendo permanentemente la vocecilla me hace sentir extraña. ¿Qué pasa que de pronto no pienso, no veo cosas, no tengo impresiones, no tengo sensaciones? No pasa nada más que he dejado de escucharlas.
Pues eso, que volví andando conmigo misma. Miraba a la gente que corría y que montaba en bici por el río. Una chica que iba en bici cantando casi me atropella y me pidió perdón. Claro, cómo no te voy a perdonar, yendo por ahí alegre y cantando. No pasa nada, trata de no atropellar, pero sobre todo no dejes de canturrear con esa falta de pudor y ese desenfado.
Noté que me faltaba a mí ese desenfado. Vi un señor que corría con una camiseta negra y unos pantalones con rayas amarillas a los lados. Cómo será eso de correr. ¿Saldrá ese hombre todos los días? Igual se ha impuesto esa disciplina, todos los días a las 20 salgo a correr. Una hora. ¿Te imaginas que siempre se pone la misma ropa? Claro, como ahora hace calor la podría lavar cada noche, y estaría seca al día siguiente. Entonces pasó otro corredor junto a mí, cerca, y al aspirar pensé o ponérsela cada día y simplemente no lavarla. ¿Te imaginas siempre el mismo recorrido? Porque seguro que lo hace. Somos de hacer costumbres. Yo casi siempre que decido volver andando escojo el mismo recorrido. Y comencé a imaginarme las costumbre que podría llegar a tener el metódico corredor.
Hasta que de pronto pasé por delante de las tumbonas. Se mecían unas adolescentes en una, y unos niños en otra. Y me dio envidia. Como los columpios. A veces me entran ganas. Pero sin embargo, a pesar de que me habría apetecido tumbarme, no me desvié. COmo si hubiera entre mi camino planificado y la tumbona un alambre de espinos. Coño, una frontera. Son traicioneras, las fronteras. Entonces me di cuenta de lo imprescindible que es traspasarlas. POrque cuando no se traspasan nunca se hacen inespugnables. Pero a fuerza de romperlas termina resultando un poco menos difícil el seguir los propios impulsos, incluso los más sencillos, que a veces nos negamos con excusas absurdas cuando el verdadero motivo es el alambre de espinos. Y me di cuenta que el ir aprendiendo a saltarlo fue lo que impulsó a algo tan sencillo como subir las escaleras del Mercado Negro, que en otro tiempo jamás habría hecho, o atreverme a responder el anuncio de Víctor, o ponerme a ver locales, u otras mil cosas. Y sin embargo no había sido capaz de modificar mi trayectoria para tumbarme en esa hamaca. Esa tarde no habría sido, pero esa mierda de frontera no se iba a quedar ahí, limitando.
El martes con la idea del corredor metódico inventado, llevando el método al límite, sobre el que proyectaría mi propia frontera de la tarde, y conseguí llenar una hora de mi absurda mañana. Lo llamé inespugnable.
Hoy, a primera hora de la mañana, cuando aún estaban colocando las calles, he ido a buscar el coche rompiendo todos mis esquemas, dando un paseo por el río. CUando he pasado por el parque de las hamacas me he parado y me he tumbado en una. Las cuerdas eran gruesas y duras y se me clavaban en la espalda. No estaba nada cómoda. Pero me empujé un rato con un pie en el suelo, jugueteando con los escombros del caído muro de berlín. Y mientras estaba allí pensé en qué pensaría el corredor de camiseta transpirable y pantalón negro con líneas amarillas a los lados si en ese momento pasara por allí.