Cafés esporádicos con Cristina

Encontré a Cristina una tarde, de forma casual. Quizás debería decir que ella me encontró a mí, porque cuando la reconocí sentada en aquella terraza de mi barrio ella ya se estaba levantando y se acercaba con una sonrisa enorme. Fue apresurado. Ella estaba con alguien, yo acompañaba a mi hijo al médico e íbamos con la hora justa, acordamos concertar una cita y vernos un día. Si ella no me hubiera visto y no se hubiera levantado a saludarme, ¿me habría acercado yo? Quizá no. Mi amigo Rafa decía que cuando llevaba más de dos años sin ver a alguien dejaba de saludarlo si se lo encontraba por la calle. Todo tiene un tiempo, pero no a todo se lo preestablecemos. Yo lo he hecho con la ropa, considero innecesaria y prescindible toda prenda que no me haya puesto en toda una temporada, pero con los amigos no. Sin embargo me alegró sinceramente que Cristina no fuera Rafa, quien no me saludará si nos encontramos, y saltara de la silla. Y también que pocas horas después me escribiera un mensaje, y que nuestros propósitos no hubieran resultado meros formalismos sociales.

Nos vimos unas semanas más tarde, coincidir no es tan sencillo. De nuevo ella me lo vuelve a poner fácil y la cita es en mi barrio, un lunes, los lunes ella está en mi barrio. Me concentro en recordarla mientras la veo. Sí, es ella, es su mismo pelo, es su misma cara (no ha envejecido), sus ojos me parecen un poco más claros, es su voz, y definitivamente es su forma de hablar. Habla suave y despacio. Me pregunto si habrá gritado alguna vez. Me resulta imposible imaginarla gritando, y me gustaría saber hablar así, suave, y me gustaría haber sabido siempre hablar así, suave, y eliminar de mi memoria todos los gritos que he gritado, todos los tonos elevados, cada vez que he resultado agresiva. A veces tiembla un poco. Cuando la miro recuerdo ese temblor suyo, pero ahora que intento recordarla sin mirarla al mismo tiempo dudo si el temblor es en su boca, en su ojo o un poco en la mano que mueve mientras habla. Me cuenta que no ha vuelto a tocar la flauta travesera y que ha dejado el teatro. Me cuenta que ha estado escribiendo relatos y que se ha apuntado a un coro. Me dice contenta que no es buena en nada pero que desarrolla su creatividad, y que eso le hace sentir bien. Me dice que había pasado muchos años pensando que era de ciencias y que no era creativa, y que ahora se da cuenta de que sí, que sí lo es. Yo le cuento que he dejado de escribir, que sigo con la editorial aunque tengo con ella una relación de amor-odio, que sigo tocando la batería y que ahora ando pensando en la posibilidad de aprender a tocar el piano. Según lo digo en voz alta siento vergüenza. También se lo conté al coach en prácticas con el que mantuve tres sesiones que forman parte de sus prácticas y con las que aún no he entendido muy bien en qué consiste esa cosa que se llama coaching, pero yo hablaba con el señor, y cuando veía que a él le parecía bien por dónde iba el discurso incidía, porque me gustaba que se sintiera contento. En la tercera sesión lo hice muy bien porque a mi coach se le notaba exultante, y pensé, pues bueno, yo creo que lo he hecho bien. Y recuerdo que le hablé mucho del piano, y cuanto más le hablaba más contento se ponía. Cuando terminó la sesión tuve la misma sensación de vergüenza. Como si estuviera haciendo planes que nunca fuera a llevar a cabo realmente, y no solo haciéndolos, sino contándolos en voz alta, con apariencia de verdad. El caso es que a Cristina le conté lo del piano. No sé si para engañarla a ella, para presionarme a mí, por pura incontinencia verbal. Además de mi tono de voz me gustaría quitarme esta costumbre de contar cosas que en realidad no tengo por qué contar, y menos si no existen. Prefiero hablar de lo que sí existe. Los proyectos me comprometen. Casi siempre me arrepiento de todo lo que cuento cuando hablo con otras personas. Casi siempre me propongo escuchar mucho y hablar poco. Casi nunca cumplo.

En un momento dado sale el tema de la empresa en la que trabajamos juntas, donde nos conocimos. Es curioso, allí nos llevábamos bien, pero si hubiera tenido que apostar con cuál de las personas con quienes me relacionaba mantendría el contacto una vez fuera, creo que no habría apostado por ella. Cristina me dice que a ella ya se le ha pasado el enfado, aunque cuando me vuelve a explicar que nunca entendió el por qué todo terminó como terminó aparece el temblor. Creo que es en la boca y en la mano. Dice que piensa en todas las cosas positivas que ha supuesto para ella, y que son más numerosas que las negativas. Yo no pienso demasiado en ello, lo primero que siento al pensar en esa época es amargura, sin embargo, eso no significa que tenga un trauma. Hubo experiencias buenas pero no terminó bien, y eso queda, como otras malas experiencias. Supongo que es inevitable explorar las raíces de nuestra amistad, pero me gusta más la Cristina que no supe ver en esa empresa y descubrí después, tomando cafés esporádicos. También me gusta más quien soy yo ahora, incluso hablando alto y de más.

Unos días más tarde me dices que me vas a regalar un piano. Miro los precios y me asusto, y falta afinador y transporte, miro lo que ocuparía en casa, los libros que hay que reubicar, la pérdida de espacio en un lugar común como el salón. Pienso en los engaños. Consulto en la web de una escuela. Dicen que hacen falta veinte minutos diarios. Dicen que no hay que comprar a lo loco. Dicen que en todo caso hay que comprar. Me imagino contando una y otra vez que quiero aprender a tocar. Imagino el salón con un piano convertido en mueble, con plantas encima y libros y hasta un cenicero, y a mí de nuevo una y otra vez, prometiendo. Me enseñas por la noche unas cuantas fotos de pianos de ocasión en Wallapop. Te contesto irritada, con ese tono de voz que me gustaría no tener. Te digo que me hacía ilusión un piano, pero que no es sensato comprar un piano. ¿Cómo lo habría dicho Cristina?

A veces me pregunto si Cristina y yo nos volveremos a ver. Ahora diría que sí, pero sé que cada vez puede ser la última. Le pedí que me enviara alguno de sus relatos, no lo ha hecho. Eso tampoco tiene por qué ser preludio de nada. A lo mejor le da miedo que no me gusten, como a mí me da miedo no tener la voluntad de aprender a tocar. ¿Nos volveremos a encontrar? Y si no es así, ¿tomaré yo la iniciativa? ¿Lo hará ella? En cualquier caso los lunes ya no podrá ser. He reservado una clase.

Brújulas y tiempo

En los primeros tiempos, cuando su mujer aún no sabía que lo habían despedido, Durán solía ir a echarse la siesta a la sala de espera de la Tesorería General de la Seguridad Social. Salía de casa a la hora de siempre, con traje azul marino casi negro, camisa blanca, y una corbata roja o verde con rayas según fuera día par o impar, y cera en el pelo. Ya en la calle, en lugar de coger la línea diez cogía la seis, bajaba en Arguelles, tomaba un café en la barra de un bar pequeño, subía por Santa Cruz de Marcenado, cogía un número en la máquina, y se sentaba en la fila de sillones detrás de la columna. Una vez, un hombre de cierta edad lo despertó para indicarle que se había quedado dormido, seguro de que había sido un acto involuntario, preocupado por si perdía su turno. Ese fue el último día en que Durán fue a la sala de espera.

Después de eso buscó un bar, uno donde quedarse. Lo encontró después de explorar los que encontró en varias estaciones de metro, el día que decidió bajar en Usera. El ambiente era ruidoso y obrero. El bar disponía de sillas y mesas de aluminio, dos máquinas tragaperras, dos televisores, prensa, y una barra donde varios hombres con ropa de trabajo desayunaban destilados de alta graduación y hablaban con un tono de voz elevado.  En ese bar no habría entrado en otros tiempos, pero en esos le hacía sentir a salvo. Aunque no se diferenciaba demasiado de otros a los que había entrado en días anteriores, cuando aún continuaba con la exploración, esta vez tuvo ganas de volver. Llegaba cada mañana, se sentaba en una mesa de aluminio, pedía un café cortado y cogía un periódico. Leerlo entero, salvo aquellos artículos con los que corría serios riesgos de morir de aburrimiento o de ira, como los editoriales, le ocupaba alrededor de una hora. Cuando terminaba pedía otro cortado y cogía el segundo. El bar disponía de tres periódicos de tirada nacional y dos de prensa deportiva. Cinco horas más tarde salía de allí camino a casa, atormentado con la actualidad más reciente y con acidez de estómago. Al cabo de un par de meses, Durán consideró que el uso diario de la misma mesa le otorgaba ciertos privilegios usufructuarios, así que en salvaguarda de su maltrecha economía y de su maltrecho estómago, redujo el número de cafés a dos.

No empezó a jugar hasta mucho más tarde. No fue por necesidad ni impulsado por los cantos de sirena de la máquina tragaperras sonando a sus espaldas durante meses. Ocurrió después de escuchar una conversación entre dos asiduos. Durán lo recuerda con exactitud. Uno de ellos le contaba a su compañero mientras alimentaba a la Santa Fé, que se negaba a repartir un solo premio, algo acerca de una timba. Le invitaba a asistir alguna vez. El compañero le decía que no tenía traje. El amigo se ofrecía a prestarle uno. Durán los miraba con impunidad pues se hallaban de espaldas, y se preguntó cómo un ingenuo que le ofrecía un traje a su amigo que pesaba la mitad,  podía jugar al póquer. Se imaginó por un momento al amigo con el traje del gordo, y cuenta que en ese momento le vino a la cabeza la Alicia de Carrol después de beber la poción que la encogió, y pensó que en esas condiciones, ningún juego en el que intervinieran unos naipes podría terminar de otra forma que no fuera perdiendo la cabeza por una reina de corazones. Pero después, el gordo de la timba le contó que la primera noche había invertido mil quinientos euros y había vuelto a casa con cinco mil. Primero pensó que en una sola noche, él podría invertir su prestación de desempleo de un mes y multiplicarla por cinco. También pensó que en una timba de esas características podría invertir muchas horas con su traje azul marino casi negro con más propiedad. Pero esos eran los razonamientos con los que se justificaba su deseo, porque lo que definitivamente le hizo levantarse de la silla fue la posibilidad de ganar.

Brais Andrada Lemos había sido compañero suyo de clase en la facultad y de póquer en primero y segundo. Sus padres ostentaban cargos en consejos de administración de varias empresas, y costeaban sus estudios en una universidad privada, pero de una forma indirecta. Le asignaban a su hijo un sueldo que debía administrarse para pagar sus estudios y su ocio. Brais Andrada Lemos parecía un alumno más, pero desde los dieciocho años administraba un presupuesto anual de treinta mil euros. Durante el día asistía a algunas clases y jugaba al mus y al póquer con sus compañeros, por las tardes emprendía pequeños negocios, y por las noches participaba en timbas con traje de chaqueta y chaleco, puros, cocaína, escorts. Durán había aprendido con él en la horas diurnas, solo hasta que su relación con Berenice se consolidó hasta el punto de que se quedara embarazada. Entonces pidió el traslado al turno de noche de la universidad pública, durante el día aceptó un trabajo en prácticas como contable, alquiló un piso y se casó. La última vez que había visto a Brais Andrada Lemos había sido en el hospital al nacer su hijo. Durán no había vuelto a pensar en él hasta escuchar al gordo y al flaco de la tragaperras, entonces se puso a buscar su rastro en Internet. No tardó en encontrarlo.

Brais Andrada Lemos seguía viviendo en Madrid. Quizás fuera por cariño, o por sentido de lealtad, pero rápidamente concertó una cita con él. Trabajaba en corporate finance y era socio de varias empresas, algunas de ellas del sector petrolero, y en su día a día se relacionaba con líderes de países como Venezuela o Irak. Durán le pidió que le introdujera en una timba, en una seria. Brais Andrada aceptó. En ningún momento se le pasó por la cabeza pedirle además un trabajo.

Durán acudió como el protegido de Brais Andrada, y no le importó demasiado perder todo lo que llevaba en las dos primeras ocasiones a cambio del respeto con el que era tratado por el resto de los jugadores, y porque además resultó elegido por una de las tres mujeres que había en la sala. Tuvo que esperar a la tercera noche, a ganar una mano con dobles parejas de ases damas con la que se llevó cuatro mil setecientos veinte euros, para poder pagarla. Las seis primeras veces. Se hacía llamar Renée, pero su nombre era Carmen. Estudiaba traducción e interpretación y cobraba setecientos euros por una noche. Había conseguido el contacto gracias a su prima Martina, que no se llamaba Martina sino Beatriz. Una noche, Beatriz fue a una discoteca de moda y allí conoció a Brais. Éste la cortejó con cava, nadie bebía cava en discotecas, al menos ella nunca lo había visto, y después la llevó a su casa en un coche con chófer, y ella no sabía muy bien qué iba a ocurrir, porque estaba abrumada con el lujo, pero tampoco tuvo que pensar demasiado porque quien parecía saber exactamente en cada momento lo que pasaría, como si fuera el responsable de mover los hilos de los acontecimientos, era Brais. Así se lo contaría Martina a su prima Renée, y así se lo contó  ésta después a Durán. Por lo visto pasaron una buena noche. Brais no era un hombre atractivo, pero sí seguro y experimentado. Beatriz le contó que era estudiante, que habitualmente no iba a esos lugares porque no tenía ingresos, y contaba con una ayuda de los padres para pagarse sus gastos, un par de copas a la semana, ir de vez en cuando al cine, ropa barata. Brais entonces le propuso las timbas. Solo tendría que ir allí y acompañar. Por eso no iba a ganar nada, evidentemente, pero si algún jugador le interesaba y quería pasar la noche con él, entonces sí podía cobrar. El caché estaba en torno a los 1.000 euros. Algo así como lo que había ocurrido esa noche con él, pero cobrando. Y ella podía elegir. Si hacerlo o no, y con quién.

Beatriz Martina se lo propuso a su vez a Carmen, que también estaba estudiando en Madrid, y que a veces tenía que trabajar de camarera por las noches para ayudar a sus padres con los gastos. El negocio era bueno. Pero Renée no tenía tan buen ojo para los negocios como su amiga, y en cuanto vio a Durán supo que le gustaba. Esa misma noche se ofreció a pasar la noche con él, cosa que rechazó por motivos económicos. Ella a su vez rechazó las propuestas que otros dos jugadores le hicieron a su vez, y decidió esperar , pues una cosa era que se hubiera fijado en quien a todas luces tenía menos dinero de la mesa, y otra muy distinta hacer por gusto gratis algo que podría cobrando con el mismo gusto. Por su parte, la primera noche de timba, la noche de la propuesta de Renée, Durán no pudo dormir. Pensó un poco en el saldo de la cuenta de ahorros destinado a pagar la carrera de su segundo hijo que tenía ahora dos mil euros menos. Pero no se detuvo demasiado en eso. Pensó en Brais. Pensó en la partida. Repasó las cartas, repasó las jugadas, analizó sus errores. Pensó en Renée, en cómo lo había mirado. En su propuesta. Y en la sorpresa del resto de los jugadores. Era hermosísima. Nunca lo había mirado una mujer así. Nunca lo había mirado una mujer que no fuera Berenice. Y con el paso de los años la mirada de Berenice se había ido diluyendo. Ahora, en ocasiones lo miraba de la misma forma que al microondas antes de meter la taza para calentar la leche por las mañanas, aunque la mayor parte de las veces lo miraba como a la cama deshecha, o a la montaña de ropa pendiente de plancha. Él también se paró a pensar de qué forma miraba él a Berenice. Llegó a la conclusión de que era como a la tele antes de encenderla, o a la tele después de haberla encendido, o a la nevera después de abrirla, según el caso. Esa noche Berenice estaba allí durmiendo a su lado como cada noche. Durán recuerda que esa noche, después de mirarla miró las cortinas, y las fotos encima de la cómoda. Y la cómoda. Repasó visualmente todo lo que había dentro de aquel dormitorio y que después de ese repaso no pasó nada. Pensó que aplicando la suficiente cantidad de tiempo todo acababa siendo nada. Se dio cuenta de que en todo aquello que veía ya la había aplicado. Sin embargo pensó en sus hijos, y pasaron cosas, y el tiempo aplicado había sido prácticamente el mismo. Pensó en algo más antiguo todavía, en sus padres, en Because, en Cien años de soledad, en Ancia y pasaron cosas. En todo aquello llevaba aplicando el tiempo del que se componía toda su vida, o una gran parte de ella. ¿Habría entonces posibilidad de sobrevivir? Puede que existiera la esperanza, sí, con el límite de la muerte, que llega con total certeza mediante la aplicación del tiempo necesario. Volvió a pensar en Renée, y pasaron cosas. Entonces la imaginó con el camisón de Berenice, la imaginó tendiendo, la imaginó dormida en el sofá con un hilo de baba cayendo de la comisura, la imaginó en la cola del supermercado, la imaginó con el pelo sucio, la imaginó con chándal de algodón, la imaginó con un forro polar, la imaginó con canas, la imaginó de mal humor. No obstante seguían pasando cosas. Se dio cuenta de que imaginar el paso del tiempo no tenía el mismo efecto que el propio paso del tiempo. Dejó de tratar de matar la excitación y se masturbó.

Conocí a Durán unos meses después de aquello, cuando a su mujer un día le dio por abrir una carta del banco y vio el saldo de la cuenta de ahorros. Cuando le preguntó por qué había tan poco dinero, y dónde estaba el que faltaba, Durán le contó serenamente toda la historia, desde el principio. Lo hizo bien, porque con Renée había descubierto, además de otras habilidades de índole sexual, su talento como narrador. Él, que nunca hasta entonces había hablado demasiado, se sorprendió cuando Renée escuchaba con atención las historias que le contaba. Ese interés le sirvió de estímulo, y los días que transcurrían entre encuentro y encuentro, Durán los dedicaba a pensar en la siguiente historia, a buscar los recursos narrativos más apropiados, a estudiar las pausas, la entonación…se lo tomaba tan en serio que a veces realizaba prácticas frente a un espejo, y todo ese esfuerzo era recompensado con la emoción con que los escuchaba su joven amante, o su joven escort, o su joven puta, o lo que quiera que fuera. Nunca se le llegó a ocurrir que esa atención estuviera incluida en el precio que continuaba pagando por su compañía. Al final apenas acudía a las timbas, y su fuente de ingresos para pagar a Renée terminó siendo casi en exclusiva la cuenta de ahorros familiar. La narración de esa historia a su mujer fue realmente sobresaliente, y Durán la terminó muy satisfecho con el resultado, pero la reacción de Berenice no fue positiva, y poco después me la estaría contando a mí con una pequeña maleta mientras lo entrevistaba para alquilarle la habitación que tenía libre. Sin duda fue la mejor que escuché, aunque debo decir que solo entrevisté a dos personas. No parecía afectado, no resultaba frágil. Me gustó. Se instaló en su cuarto y salió después de varias horas. Yo no había alquilado nunca una habitación, no sabía cómo se convivía con un inquilino. Me pareció que lo natural era proponerle que cenara conmigo. Me pidió prestados algunos libros. Nos acostamos esa misma noche. Cuando le pregunté por el póquer y por Renée me dijo que el póquer había dejado de divertirle y que a Renée ya no podía pagarla. Le pregunté si le provocaba dolor. Me contestó que no. Que era una etapa que había terminado. Que ahora estaba aquí. Y que mañana no tenía ni la menor idea de dónde estaría.

Durante el día yo me iba a trabajar. Él solía arreglar un poco la casa, y dejaba preparado el almuerzo. A veces salía a la calle. Otras se quedaba en casa leyendo. Por las noches solía contarme lo que había hecho. Continuó desarrollando su afición por narrar. Así que no se trataba de una mera enumeración del tipo he limpiado los cristales, he hecho la compra y la comida y me he ido a pasear, sino que cada noche, durante la cena, me regalaba una historia. Y es cierto, tenía talento, y yo me convertí en su entregado público. A veces tiraba de recuerdos, pero a medida que se iba quedando sin pasado empezó a narrar lo cotidiano, que nunca parecía cotidiano, o sí, pero conseguía que me pareciera fascinante, y es muy posible muchas veces lo inventara, pero eso es algo que carece de importancia. Además, si Durán era vanidoso y necesitaba obtener todos los días mi admiración y sorpresa, yo también lo soy, y escuchar sus relatos me empujaba a contarle mi día en esos términos épicos y aventurescos. Pronto me descubrí elaborando mentalmente la historia que le contaría a Durán, con la esperanza de asombrarlo, de hacerlo reír, de conmoverlo. En esa época no vivía los días, los protagonizaba.

Algunas veces vinieron sus hijos a visitarlo. Yo me metía en la habitación para procurarles intimidad. O para que creyeran que la tenían, porque desde mi cuarto se oía todo. Ellos no entendían muy bien a su padre. Supongo que no era fácil. A mí misma me costaba mucho reconocer a Durán en el hombre de traje azul marino casi negro, con camisa blanca, y una corbata roja o verde con rayas según fuera día par o impar, que había estado trabajando en una oficina durante más de veinte años, con un matrimonio estable y apacible de la misma duración. Si no hubiera sido por las visitas de los hijos, y por las conversaciones que sostenían, sobre todo al principio, cuando aún no habían aceptado que su padre estaba completamente desnortado -adjetivo empleado literalmente por el mayor-, habría pensado que se trataba de una sus ficciones para amenizar la cena. Durán me comentó que le había gustado el término desnortado, por lo preciso, y que estaba de acuerdo con su hijo. El trabajo había sido un imán, y cuando lo perdió empezó a moverse en todas direcciones. Y le gustaba. Eso es, decía, estoy completamente desnortado. Lo decía con orgullo. Yo creo que los hijos terminaron por aceptarlo, porque continuaron viniendo, y porque, aunque no lo entendieran, dejaron de estar enfadados. La mayor parte de las veces son los padres quienes se sorprenden con hijos que no eran como esperaban y no les queda más remedio que aceptar, pero está claro que a veces también ocurre al revés.

Cuando a Durán se le terminó el subsidio por desempleo trasladó sus cosas a mi cuarto, donde al fin y al cabo dormía casi cada noche, y yo alquilé de nuevo la habitación a una estudiante de filosofía llamada Eva. Creo que no estábamos enamorados, sea lo que sea eso, desde luego no en una concepción clásica. No me reventaba el pecho, nunca hubo ansiedad, ni los siempres, ni anhelos, ni celos… Algunos días yo dormía fuera de casa. Otras veces él se acostaba con la estudiante. Los guiones se enriquecían, y nos llenaban de ideas para poner en práctica. Desde que alquilé la habitación a la estudiante, nuestras veladas dejaron de transcurrir en el salón, y las trasladamos a mi cama. Terminábamos de cenar los tres, después nosotros íbamos a mi cuarto y poníamos un disco. Entonces nos contábamos. Si alguno de los dos había salido y volvía tarde, o no volvía, la velada quedaba pospuesta. Creo que yo lo miraba como mira un niño a su mejor amigo a la hora del recreo, solo que además de jugar follábamos, y el sexo genera con frecuencia ciertas confusiones.  Pero eso no impide que algunas noches me sorprendiera mirando a Durán mientras dormía, y mirando después las cortinas, y la cómoda, ni que me preguntara por el tiempo pendiente de aplicar.

Beatriz Punne

Estuvimos trabajando juntos algo más de dos años. Yo había empezado a limpiar jardines por casualidad. Antes de eso había trabajado en una editorial pequeña que no supo sobrevivir a la tecnología, y después estuve en el paro varios meses. Al principio mis búsquedas se ciñeron a mi profesión,  y ofrecí mis servicios a varios medios de prensa escrita y editoriales.  Después de rellenar el formulario que aparecía tras pinchar el enlace de «trabaje con nosotros», con mis datos personales, académicos, profesionales, y una carta de motivación, algunas veces llegaba un correo electrónico automático en el que agradecían mi interés y me aseguraban que iban a estudiar mi solicitud. Otras veces no llegaba nada. Sospecho que, en todas ellas, mis datos personales, académicos, profesionales y mi carta de motivación terminaban en el buzón de spam de los respectivos responsables de recursos humanos. También postulé como profesor en colegios, academias, on-line, clases particulares, pero los resultados fueron prácticamente idénticos. Recuerdo que una tarde estuve hablando con mi amigo Daniel Estero. Él era arquitecto pero se ganaba la vida maquetando las servilletas de bares y restaurantes que querían aprovechar ese espacio para comunicar algo más que un gracias por su visita. Daniel estuvo disertando un buen rato acerca de los caminos para solucionar los problemas laborales desde su propia experiencia, e insistió mucho en que resultaba imprescindible la reinvención. Lo llamó así, de eso estoy seguro. Reinvención. Dijo que yo necesitaba reinventarme dado el contexto económico y social que estábamos viviendo. Dijo que yo no podía restringir mis posibilidades a ningún campo, que debía flexibilizar mi mente, estar dispuesto a ser otra persona distinta a la que creía que era. Dijo que lo que me había ocurrido ya lo había vivido él, que por eso podía darme el consejo desde la perspectiva de la oportunidad. Dijo que yo no estaba en paro, que en realidad yo estaba viviendo la oportunidad de hacer algo que de otra forma jamás habría hecho, y que ese algo descubriría de mí aspectos que yo ignoraba y que permanecían ocultos. Y que, por tanto, después sería un ser más completo. Yo le escuché y no quise pronunciar en voz alta las dudas que me ofrecía su discurso, ni tampoco preguntarle qué había aprendido de sí mismo perdiendo un trabajo de arquitecto satisfactorio, vocacional y bien pagado a cambio de poder descubrir su yo maquetador de servilletas de bar durante cuarenta horas a la semana a cambio del salario mínimo. No le manifesté tampoco lo mucho que me había irritado aquello de que yo necesitara reinventarme, porque yo no quería reinventarme, yo estaba bien siendo quien era, me gustaba, me gustaba mi profesión, era bueno en ella, me gustaba mi familia, me gustaba mi vida, y yo mismo no estaba mal, si no fuera porque no conseguía encontrar un trabajo para poder continuarme y pagar el alquiler y la luz, y algo de cena cada noche. No le dije nada. Tan solo escuché y le di las gracias porque, a pesar de la torpeza en la exposición, y de esa ingenuidad exasperante en una persona de la que esperaba algo más de inteligencia, o al menos de honestidad, sí acerté a comprender la intención del discurso. A partir de ese momento, aunque por razones muy diferentes a las expuestas por Daniel Estero, presenté mi candidatura a toda oferta de trabajo que apareciera, fuera de lo que fuera, y no vacilé a la hora de inventar mis datos académicos, mi experiencia profesional o mi motivación en función del trabajo que estuviera solicitando. Y un día me llamaron para limpiar jardines.

Nunca utilicé el nombre de Punne. Sé que era Beatriz, pero lo supe mucho tiempo después de haberla conocido, de haberla llamado Punne, de haber pensado en ella como Punne. El primer día de trabajo me dieron un mono verde, un chaleco reflectante para ponerme sobre el mono, una escoba grande y un cogedor. Me asignaron el Retiro. En el Retiro trabajaba una brigada de seis limpiadores. Teníamos que limpiar los caminos de hojas e inmundicias. El más antiguo se llamaba Azcona y tenía la responsabilidad de organizar el trabajo, y lo había hecho dividiendo el parque en tres zonas asignando cada una de ellas a  un grupo de dos. A mí me tocó con ella.

Punne y yo trabajábamos en silencio, solo hablábamos en el descanso del almuerzo. Yo era nuevo y ella no. Los primeros días permanecimos en silencio. Yo no estaba con mucho humor, no tenía ganas de hacer esfuerzos. La primera conversación la empezó ella. No me preguntó mi nombre, ni si vivía lejos, ni qué me parecía el trabajo. No me preguntó nada. Dijo que por la mañana había visto un coche Mini muy grande. Como si hubieran creado una versión maxi pero que también se llamaba Mini, y que tenía un maletero inmenso, o que a lo mejor eran siete plazas. Y me preguntó qué opinaba. No supe muy bien qué responder. Creo que en realidad ni siquiera le importaba mi opinión, y era una forma cortés para exponer la suya, cosa que no tardó en hacer. Dijo algo así como que no entendía por qué alguien podría querer un coche Mini, cuyo nombre no era azaroso, pero en una versión gigante, cuando ya había muchos modelos de coches enormes. Me dijo, te imaginas un cuatro por cuatro de dos plazas? A ninguno de los dos nos interesaban los coches lo más mínimo, de hecho, ninguno de los dos tenía coche, pero sin embargo estuvimos disertando un buen rato acerca del por qué de las elecciones de las personas en esa materia, e imaginando modelos absurdos, como una moto limusina o un smart cuatro por cuatro, con la absoluta convicción de que algún día los veríamos rodando por la ciudad. Eso ocurrió el primer día. El segundo empezó ella también, y el tercero. Y así se generó la dinámica. Ella comenzaba a disertar sobre algún tema, y nos dedicábamos a analizar,  a filosofar. Hablamos de física cuántica, de secretos que no quieren ser revelados, hablamos de señales, hablamos de vocaciones, hablamos de la teoría del caos, discutimos la conveniencia o no de la teletransportación… hablamos de arte, de política, de espacios urbanos, hablamos de sueños. Algunos días Punne no pronunciaba una sola palabra. Sacaba su almuerzo de la bolsa, un termo con café y una manzana, y lo tomaba tranquila y ceremoniosa, sin mirarme siquiera, como si junto a ella no hubiera nadie más, y yo estuviera allí pero no estuviera allí, como si estuviera escondido, o detrás de un falso espejo y ella no pudiera verme pero yo a ella sí. Da igual, si ella no hablaba guardábamos silencio y permanecíamos solos el uno junto al otro. Alguna vez, pocas, hablamos de la niñez. Punne al menos sí lo hizo. Me dijo que cuando era niña quería ser la virgen maría, pero que no había resultado porque todo el mundo le había dicho que eso no era posible, que como mucho podría ser monja, pero ella monja no quería ser, porque el sexo le gustaba, y si era virgen maría solo tendría que esperar para practicarlo hasta haber concebido de una forma pura, pero la incertidumbre de no saber en qué momento un espíritu tendría a bien fecundarla, cosa que podría suceder teniendo ella dieciséis, espera que sí le resultaba asequible, o treinta y nueve, posibilidad inaceptable, la hizo perder su vocación. Lo que quiero decir es que jamás hablábamos de nuestra vida presente fuera del trabajo, de lo que íbamos a hacer por la tarde, el fin de semana, con quién vivíamos o dónde… era como si la única vida que tuviéramos fuera la que transcurría en ese parque limpiando hojas, y sobre todo la de la hora del almuerzo. Y más allá de eso no hubiera nada más, salvo una infancia remota.  En cierto modo terminó siendo así.

Yo me preguntaba muchas cosas de Punne. De hecho, no tardó en ocupar todos mis pensamientos fuera de la hora del almuerzo (almorzando estaba obligado a concentrarme y pensar únicamente en los análisis filosóficos). Pero después, y antes, me preguntaba cuál sería su profesión, que habría estudiado, a qué se habría dedicado antes de haberse reinventado en limpiadora de jardines con un chaleco reflectante, estaba convencido de que esa mujer no había pasado toda su vida recogiendo hojas. O sí, y quizás esa actividad le permitiera libertad de reflexión. Seguramente leería mucho. Me preguntaba cómo serían los almuerzos con su anterior compañero o compañera de almuerzos, y me negaba a pensar que fueran iguales que los nuestros.  Me preguntaba cómo sería la casa en la que vivía. Yo me la imaginaba en una buhardilla pequeña y bohemia, llena de objetos insólitos y una cama grande con dosel. No sé por qué lo del dosel, pero así la imaginaba. Me preguntaba si tendría pareja, y apostaba a que no, o quizás lo que ocurría es que yo quería pensar que no, pero seguro que alguien la follaría por las noches, al menos algunas, y yo me preguntaba cómo lo haría, cómo le gustaría a ella.  Me preguntaba también si ella se preguntaría por mí, pero aunque yo quería pensar que sí, no podía evitar pensar que no. De haberlo hecho podría habérmelo preguntado ya que Punne tenía la iniciativa de las conversaciones. Pero jamás me preguntó nada. Ni siquiera cuando empezamos a follar.

También ella tomó la iniciativa. Fueron polvos rápidos e intensos, en el mismo parque, detrás de algún seto. Ella se sentaba encima de mí, silenciosa, y me miraba todo el tiempo, como si también estuviera pensando algo mientras tanto, pero como si lo estuviera pensando dentro de mi cabeza, como si ella misma estuviera dentro de mi cabeza, joder, ¡estaba dentro de mi cabeza!, y con esos ojos clavados me lo hacía saber, como si no lo supiera yo, todo el tiempo. Cuando se corría, Punne cerraba los ojos, fruncía un poco el ceño, y temblaba un poco. No me besaba. Ni antes, ni durante ni mucho menos después. Volvía a sentarse donde estuviera, sacaba el termo, y generalmente se quedaba en silencio. Serían diez o doce veces durante los últimos meses.

La última vez me dijo que quería ir a una habitación por horas. Me negué a pensar por qué no me invitaba a su casa. Me negué. Tampoco yo iba a invitarla a la mía. Fue la única vez que la vi desnuda. Ese día asumí la iniciativa, y la besé, y me dejó, la follé, y me dejó, varias veces, y marqué el ritmo, y me dejó, y la abracé, y la sujeté de tal forma que no pudiera irse. En las ocho horas que estuvimos juntos cerró los ojos muchas veces. Antes de irnos, me dijo que estaba casada y que tenía hijos. Yo le dije que también estaba casado, pero que la quería. Ella no dijo nada más.

Al día siguiente no fue a trabajar. Ni al otro. Al tercero me presentaron al que iba a ser mi nuevo compañero. Nunca más volví a verla. Yo dejé de limpiar jardines poco tiempo después.

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La otra tarde Raquel y yo fuimos primero al Vips porque ella no había comido, y quería comer, y yo odio el Vips, pero me dio igual porque al fin y al cabo era ella la que tenía hambre, y pidió un salteado oriental, que es lo que pedías tú cuando ibas a comer allí, cuando tenías una tarjeta y todo, es posible incluso que yo en algún momento de mi vida haya tenido una tarjeta del Vips. Fíjate que hasta tuve una de El Corte Inglés. Qué tiempos  extraños.

Cuando acabó, buscamos un lugar un poco más bonito para tomar un café, y fuimos al Ocho y Medio, que no sé por qué yo lo llamo el Café de las Estrellas, igual porque además de café es una librería de cine, y aunque lo vea a menudo y cada vez que lo vea piense «si se llama Ocho y Medio»,  cuando vuelvo a ir otra vez, o a pensar en ese sitio, mi cerebro le asigna de nuevo el nombre Café de las Estrellas, y es que él ha decidido llamarlo así.

Y estábamos allí sentadas las dos, y te aclaro que allí eran las mesas de la terraza, y esto es significativo para lo que voy a contarte ahora, cuando de pronto Raquel dejó de mirarme para mirar a la calle fijamente, porque allí en la calle estaba apareciendo una persona conocida. Y esto lo sé porque siempre cuando quedo con Raquel, siempre, encuentra al menos a una persona conocida. Quedemos donde quedemos. Quedemos en Ópera, quedemos en Quevedo, quedemos en Plaza de España, quedemos donde quedemos, siempre encuentra a alguien. No es extraño que unos momentos antes me hubiera contado que a veces Madrid se le hacía pequeño, a veces casi aldea.

Poco a poco se fue acercando la persona conocida a nuestra mesa. Era un chico joven paseando a su bebé. El chico se llamaba David, y nos pidió por favor que no nos levantáramos. Por lo menos dos veces. Y el chico era tan amable y tan cariñoso que yo no me atreví a llevarle la contraria, y además me parecía lo prudente quedarme un poco al margen para que ellos, que son los que se conocían y se habían encontrado, pudieran saludarse con un poco más de intimidad.

Supongo que por las licencias que da la confianza a Raquel no le supuso ningún reparo llevarle la contraria a David, y sí se levantó, y se pusieron a hablar de pie, pero no entre ellos, sino incluyéndome, porque Raquel no tardó en presentarme de esa forma en que me presenta siempre y que a mí me da un poco de vergüenza, como su amiga más antigua, y es que en general las presentaciones me dan un poco de vergüenza, y me sentí bastante estúpida  ahí sentada para no llevarle la contraria a David, mientras ellos hablaban ahí de pie de mí y conmigo. El caso es que mientras estaba yo ahí sentada como una completa imbécil, Raquel también me presentó a David, y también dijo cosas bonitas de él, en concreto que dibujaba genial. Y entonces David nos dijo que le acababan de contratar para hacer unos dibujos, y también contó otra cosa, y aquí es donde está todo el meollo del asunto y lo que en verdad ha sido la causa de que haya comenzado a escribir todo esto.

Contó que había estado leyendo unas cartas de Van Gogh, y que en una de ellas le contaba a un amigo que con treinta y cinco años aún no sabía qué se le daba bien hacer, y que se sentía perdido en el mundo. Y un tiempo después descubrió que le gustaba dibujar, y entonces empezó a dibujar, y se dio cuenta de que además de gustarle se le daba bien. Y que entonces se sintió mejor en el mundo, porque por fin había encontrado aquello para lo que valía. Imagina!!!! El puto Van Gogh, con treinta y cinco años, aún no se había descubierto! David lo contaba como si él llevara dibujando poco, como si antes hubiera estado haciendo otras cosas, buscando y buscando, y él también ahora se hubiera descubierto, y además le habían hecho un contrato para hacer dibujos.

El caso es que me pareció una historia esperanzadora. Y terminaba David con sus conclusiones, diciendo que para él eso significaba que lo que tenemos que hacer cuando aún estamos confusos y perdidos, es buscar, seguir buscando siempre, al margen de nuestra edad, de nuestra profesión, seguir buscando.

Y a veces cuando pasan cosas que te llaman la atención parece que el mundo se confabula para que allá donde mires todo te venga a decir lo mismo, que aunque el Dr.Puig lo explique como un fenómeno que crea nuestro propio cerebro, que lo leí ayer en un artículo que titulaban «Lo que el corazón quiere la mente se lo muestra«, y que me pareció muy interesante y muy sorprendente y lo compartí en Facebook, pero no lo pudiste leer, me gusta más pensar que el mundo se pone a emitir señales, a vibrar para que pasen cosas, y para que tú te des cuenta y no las dejes pasar, y estés atento, y por eso me encontré también con la carta de Bukowski  contra el trabajo que sí leíste conmigo, y que también compartí. Y es que él también se descubrió tarde, y lo explica aunque de una forma beligerante y rabiosa. Y casualmente ayer recibo una propuesta de Raquel para participar de una forma o de otra en su proyecto, y digo sí, aunque no sé muy bien qué cosas podría hacer bien para él, o de dónde voy a sacar el tiempo, pero es un sí.

Y esta mañana iba pensando todo esto. Y mientras lo iba pensando así, de la misma forma en que escribo ahora, dirigiéndome a ti, como si fueran pensamientos carta, que después convierto en carta, pensé también que hacía mucho que no pensaba de esa forma, y por eso hacía mucho tiempo que no escribía de esta forma. Y cuando me he dado cuenta, lo que más me ha gustado, más que Van Gogh, más que su carta, más que la esperanza y que Bukowski, más que las señales, que el café, que buscar o encontrar, es haberme encontrado pensado de esta forma.

 

Óscar y el presidente

Mi casa antigua tenía conserje, pero la nueva tiene portero. Siempre me he preguntado la diferencia entre un conserje y un portero, aunque tampoco me lo he preguntado tanto como para informarme acerca del tema, quizás la diferencia esté solo en el nombre y que portero sea el término del milenio precedente.

El portero se llama Óscar, y cada vez que me lo encuentro me cuenta cosas. Por eso sé que  solo lleva trabajando seis meses en esta portería, que está casado, que tiene una hija de tres años y un hijo de un mes, y que a partir de agosto van a vivir en la portería, como pasaba antes, en el milenio anterior, cuando yo fui una niña y mientras mi madre trabajaba me cuidaba la mujer del portero de mi casa, que se llamaba Rosa. Y en cuanto mi madre se iba Rosa me llevaba a su casa, que estaba en la portería, y allí estaban Mariano, el portero, y su hijo mayor, que tocaba la guitarra española. Los tres fumaban mucho. Y recuerdo el ambiente espeso y alegre, y a mí misma dibujando en el salón de su casa con un boli bic naranja en los márgenes del periódico.

Óscar también me ha contado que su mujer es conserje y su suegro portero (diferenció con precisión ambos términos), y que todos ellos trabajan en portales de esa misma calle. Debería haber aprovechado para preguntarle por la diferencia entre conserje y portero,  pero el darme cuenta de que estoy frente a uno de los miembros de la dinastía dueña del mayor emporio de la portería de mi barrio me deja sin reflejos, y también intimidada,  así que me abstengo de hacer ese tipo de preguntas de ignorante.  Quizás después acuda a Google.

Lo cierto es que Óscar habla mucho, pero solo de él, y en contra de la leyenda acerca de la falta de discreción de los porteros, hasta la fecha no ha hecho alusión a ninguno de mis vecinos, con la única excepción del presidente, a quien ha nombrado en dos ocasiones, y solo a través de ellas conozco su inquietante existencia.

La primera fue el día en que unos operarios de una compañía de telefonía vinieron a instalarme mis conexiones a internet, y a raíz de sus trabajos en el patio. Aún no se habían marchado del domicilio cuando llamaron a la puerta. Era Óscar y traía el rostro empapado en ira. Hay unos operarios en tu casa? Sí. ¿Puedo hablar con ellos? Claro, qué pasa? Han estado trabajando en el patio y lo han dejado sucio, y ya saben que lo tienen que limpiar. Y ha tenido que venir el presidente a decirme que los técnicos que habían venido a instalarte el teléfono habían dejado el patio sucio. Pues habla con ellos, si se lo dices con esa cara seguro que te hacen caso. ¿Y dices que lo ha visto el presidente? Sí, vive también en un primero y los ha debido oír. Vaya, ¿y qué tal es el presidente? Es un señor mayor, muy amable…. No sé por qué pero no me terminó de resultar creíble. 

La segunda vez fue unos días más tarde, cuando al volver del trabajo, Óscar me llamó y me pidió que me acercara a su garita. Perdona, ¿es posible que se te cayera ayer un calcetín al patio? Pues sí, al quitar la ropa del tendedero, pero pasó de noche y no me había dado tiempo a decírtelo. Es que me lo ha dicho el presidente, que había un calcetín en el patio y que era de tu colada. ¿Óscar, el presidente lo ve todo? Sí, es como Dios.

De entrada me incomodó un poco saber que un señor mira desde su ventana todo lo que hago, la ropa que tiendo, y sepa cuáles son mis calcetines, mis tangas, y mi ropa en general. Pero solo fue durante unos segundos. Que los vea. Que me vea. Ni tengo cortinas ni me importa lo más mínimo. Y a veces, si me paseo desnuda por mi casa y paso por delante de las ventanas que dan al patio, pienso en el presidente, y me sonrío mientras continúo caminando con total libertad. Y después pienso también en el pobre Óscar, y en cómo a él sí le cambia la voz y el talante cuando la figura del presidente se cierne sobre él, como una lúgubre amenaza para el recién estrenado emporio de porterías del barrio.