Magnanimidad vs sentido común

Este año me robaron dos veces. La primera vez fue mi cartera. Ni me enteré. Sé que comí en un Starbucks y que pagué mi comida, y que salí de allí derecha al metro y ya no había cartera, ni billete de metro. Al cabo de unos días en un sobre manuscrito, cuidadosamente cerrado con celo y  franqueado en correos, llegaba al buzón íntegro el contenido de mi cartera, salvo el poco efectivo que tenía: mi colección de billetes de metro gastados, mis fotos, mi dni, el carné de conducir, los tickets de la compra…. todo. Fue un gesto que me conmovió.

Un par de meses después me robaron el bolso entero. Fue en marzo, creo. Todavía no ha llegado el sobre. Lo estoy esperando. Pero mientras llega conduzco a diario sin carné.

Esta tarde, volvía de visitar a mi abuela, con la ventanilla bajada, la música alta, y un poco ajena a todo, menos a la sensación de tristeza que me había dejado el verla tan frágil. Y parada en un semáforo del Puente de Vallecas se acercó un policía. Inmediatamente pensé en mi carné. En mi no carné.

El agente me dijo que había cometido una infracción porque había utilizado un carril que sólo era para uso de bus y taxi. «¿No eres del barrio?» Pues no, y no había visto ningún cartel -perdón, se dice señal, no?-, ni había mirado. Y pensaba, por favor no me pidas el carné, no me lo pidas, porque aún teniendo licencia para conducir en vigor, aún habiendo hecho mis renovaciones, superando y pagando mis psicotécnicos, conservando todos mis puntos, aún teniendo un sistema informatizado que con sólo teclear mi documento nacional de identidad le permite saber todo eso, existe la absurda obligación de llevar consigo ese absurdo plástico, y en virtud de esa normativa absurda me pondría una multa que dinamitaría mi presupuesto mensual. Qué coño, mi presupuesto anual.

Y yo tendría que explicarle que me lo robaron, pero que a lo mejor un día, una persona, la que sea, lo encuentra por ahí, y tiene el detalle de tomarse la molestia de meterlo en un sobre, escribir en él mi nombre y mi dirección, y al abrir el buzón yo me conmovería. Pero el agente no entendería nada. Y aún teniendo acceso a todos mis datos, y a mi licencia en vigor, necesitaría personificarme en un trozo de plástico, para no penalizarme en virtud de una normativa, que si se parara a pensar se le revelaría absurda, pero que no obstante, aún parándose a pensar, probablemente cumpliría, y me sancionaría.

Entonces el agente me explicó cuál era el recorrido correcto, y me dijo que tuviera cuidado la próxima vez, porque él me acababa de ahorrar noventa euros. Su magnanimidad, supongo. Y yo le puse mi mejor cara de dama en apuros recién salvada de un terrible desastre. Para hacerle sentir más importante. Noventa no, cuatrocientos noventa, para ser exactos. Y le di las gracias, señor agente, con esa cara que le pone el salvado al salvador. Me pareció que incluso había sobreactuado. Pero el agente no debió darse mucha cuenta. Estaba, de hecho, tan henchido de satisfacción por haber realizado el bien común, – levantó la barbilla y miró como al horizonte, sacando pecho con los brazos en jarras – como salvar a una dama en apuros, perdida en un barrio desconocido, víctima de su ignorancia en un terreno hostil, que no apreció la sorna.

Continué mi camino sin contratiempos, queriendo pensar que quizá estaba siendo víctima de un prejuicio, y que en el caso de haberme solicitado el carné, y haberle explicado que  el pobre sigue en paradero desconocido esperando a que alguien me lo envíe, pero que no obstante las nuevas tecnologías le permitían acceder a mis datos, su sentido común también le habría hecho saltarse la normativa como lo había hecho antes su magnanimidad ante una dama en apuros, tan indefensa y vulnerable.

Mas sólo quise pensarlo. No llegué a hacerlo, porque en cuanto lo perdí de vista volví a estar ajena a todo, con la ventanilla bajada y la música alta, en ese rato de soledad en el que me estaba permitido.

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