Duermo abrazado a mi almohada desde que tengo memoria. No puedo conciliar el sueño de ninguna otra manera. Un día me desperté sobresaltado pues noté que mi almohada respiraba. Me pellizqué varias veces, pero ella seguía respirando. Entre mis brazos.
Pude sentirme el hombre más afortunado del mundo hasta que imaginé la reacción de mi mujer cuando la viera por la mañana. Lleno de angustia le pedí a mi almohada que me abrazara un poco. Al fin y al cabo, yo llevaba haciéndolo toda la vida.