A pesar de mi desinterés y mi escaso entusiasmo terminó apareciendo en el coche un navegador. Desde pequeña tengo por costumbre dirigirme a las cosas como si tuvieran alma. Y aunque casi nunca les pongo un nombre especial, porque nombrar siempre me ha costado trabajo, cuando me dirijo a ellas lo hago como el Bolso con mayúsculas, la Planta con mayúsculas, el Teléfono con mayúsculas, el Libro con mayúsculas… pues no son objetos comunes, son propios, o si no propios, sí con quienes comparto mi existencia, y a quienes muchas veces hablo e interpelo, en voz baja eso sí, ya esté sola o acompañada, para no preocupar a nadie por mi salud mental, ni siquiera a mí.
El caso es que con el Navegador hice dos excepciones: le puse un nombre, bueno, un mote – el Tonto- y hablaba con él en voz alta. Quizá una cosa sea consecuencia de a otra, o viceversa. Además, el hecho de que el Navegador también hable en voz alta parece justificar mi comunicación con él, pues nadie hasta ahora, al vernos discutir, ha dado muestras de extrañeza. Ni siquiera yo.
Al principio estaba un poco preocupada por él, y es que tiene diferentes voces, he llegado a contar hasta cuatro, la de Ana, Enrique, Ricardo y Marina. Esas en castellano, que a veces le da por practicar inglés o alemán, y entonces toma la de John o la de Dieter. Pero pronto me di cuenta de que no padecía un trastorno de identidad disociativo, cosa que me tranquilizó bastante, y que sólo trataba de impresionarme, de modo que perdoné esos alardes narcisistas porque me resultaron enternecedores, quién no se ha comportado así alguna vez… El caso es que, a pesar de tanta variedad de timbres y tanto idioma, el Tonto tiene una personalidad muy definida, y si hay algo que le caracteriza es, más que su empeño por escoger siempre la ruta más larga –a eso debe su mote-, su terrible orgullo, que le impide reconocer que sus rutas siempre son mejorables.
Nuestra relación fue bien durante poco tiempo, porque cuando tras tres o cuatro intentos de dejarme guiar por él terminé por recorridos delirantes y laberínticos, comencé a perder la paciencia y la ternura, aparecieron los reproches, las decepciones, incluso algún exabrupto… Un día terminé diciéndole que habría sido mejor profesional si en lugar de haber puesto tanto empeño en el dominio lingüístico se hubiera estudiado los mapas. Se lo tomó muy a mal, y para evitar silencios tensos y malas caras lo dejé guardado en la guantera durante muchos meses.
Sin embargo, como no me gusta estar a malas con nadie, decidí darle una última oportunidad al llegar el verano y dejé que él planificara la ruta desde Madrid hasta el pueblo de Soria donde había decidido pasar unos días de vacaciones con mis hijos. Pero cuando me di cuenta de que pretendía llevarme por la N-I, haciéndome cruzar desde Pozuelo el centro de Madrid para tomarla, me di cuenta de que el orgullo herido del Tonto dirigía un afán vengativo, y que no me iba a perdonar mis reproches ni esa irritante forma mía de cuestionarle todo el tiempo. Así que no me dejó otra opción que desautorizarlo una vez más y rectificar para coger la N-II, que ya tuve que tomar en Avenida de América.
El Tonto de nuevo se lo tomó a mal, y en lugar de reconocer por una vez que yo lo había pensado mejor y recalcular su ruta, se mantuvo en sus trece, y durante kilómetros y kilómetros de la N-II estuve escuchándole decir en todos los idiomas, “dé la vuelta en cuanto le sea posible”. Lo decía de una forma tan insistente y con una seguridad tal que hizo tambalear la mía, y me preguntaba si quizá yo no habría mirado bien el mapa, si no habría sido mejor hacerle caso por una vez, y qué pasaría de estar yo equivocada, si de pronto llego a Zaragoza y no aparece ningún desvío a Soria, o peor, hasta Barcelona, o más allá incluso. Mi viaje de dos horas y media se convertiría en uno de muchas, de seis, de ocho, con dos niños quejumbrosos en el asiento trasero mientras yo trato de no dormirme ni perder la concentración.
Pero no, en Medinaceli apareció el desvío y entonces el Tonto enmudeció. Yo había mirado bien el mapa, y llegamos a destino sin descaminarnos.
Sin embargo, eso que me pareció orgullo del Tonto, “dé la vuelta en cuanto le sea posible” se transformó en vaticinio o premonición cuando nada más llegar al destino, mi hijo se rompió un brazo. Entonces pensé que, por una vez, el Tonto podría haber tenido razón, y yo debería haber dado la vuelta cuando él me lo dijo, pero no hacia Burgos sino de vuelta a casa, y así habría evitado una fractura el primer día de vacaciones, el turismo por el hospital de Soria, y alguna aventurilla imprevista más. O puede que no se estuviera vengando, y que su sexto sentido me estuviera advirtiendo “Dé la vuelta en cuanto le sea posible, lo mejor para que no pase nada es no hacer nada”. Donde nada significa nada.
A pesar de las advertencias y del riesgo, decidí continuar viajando. Eso sí, la siguiente vez que lo hice, me arrojé con los dos niños a la carretera sin más arma que un mapa de carreteras en la cabeza, que era lo que por otra parte había hecho hasta que apareció el furor del GPS. El Tonto ha quedado relegado a la guantera, pero no es despecho, todo lo contrario, ahora sé que no sólo no lo necesito sino que viajo mejor sin él. Sin embargo, cuando de vez en cuando abro la guantera y lo veo ahí, me mira muy serio y me dice, ahora en voz baja para que nadie más pueda oírle, que no me engañe, que lo mío es orgullo. Yo le sonrío condescendiente. Me ha vuelto a parecer tierno.
Bien narrada la escalada: «comencé a perder la paciencia y la ternura, aparecieron los reproches, las decepciones, incluso algún exabrupto…»
Me encanto tu relato.
Qué bien que te gustara! Y qué bien que lo hayas dicho. Gracias, Julián.
Un saludo