Cafés esporádicos con Cristina

Encontré a Cristina una tarde, de forma casual. Quizás debería decir que ella me encontró a mí, porque cuando la reconocí sentada en aquella terraza de mi barrio ella ya se estaba levantando y se acercaba con una sonrisa enorme. Fue apresurado. Ella estaba con alguien, yo acompañaba a mi hijo al médico e íbamos con la hora justa, acordamos concertar una cita y vernos un día. Si ella no me hubiera visto y no se hubiera levantado a saludarme, ¿me habría acercado yo? Quizá no. Mi amigo Rafa decía que cuando llevaba más de dos años sin ver a alguien dejaba de saludarlo si se lo encontraba por la calle. Todo tiene un tiempo, pero no a todo se lo preestablecemos. Yo lo he hecho con la ropa, considero innecesaria y prescindible toda prenda que no me haya puesto en toda una temporada, pero con los amigos no. Sin embargo me alegró sinceramente que Cristina no fuera Rafa, quien no me saludará si nos encontramos, y saltara de la silla. Y también que pocas horas después me escribiera un mensaje, y que nuestros propósitos no hubieran resultado meros formalismos sociales.

Nos vimos unas semanas más tarde, coincidir no es tan sencillo. De nuevo ella me lo vuelve a poner fácil y la cita es en mi barrio, un lunes, los lunes ella está en mi barrio. Me concentro en recordarla mientras la veo. Sí, es ella, es su mismo pelo, es su misma cara (no ha envejecido), sus ojos me parecen un poco más claros, es su voz, y definitivamente es su forma de hablar. Habla suave y despacio. Me pregunto si habrá gritado alguna vez. Me resulta imposible imaginarla gritando, y me gustaría saber hablar así, suave, y me gustaría haber sabido siempre hablar así, suave, y eliminar de mi memoria todos los gritos que he gritado, todos los tonos elevados, cada vez que he resultado agresiva. A veces tiembla un poco. Cuando la miro recuerdo ese temblor suyo, pero ahora que intento recordarla sin mirarla al mismo tiempo dudo si el temblor es en su boca, en su ojo o un poco en la mano que mueve mientras habla. Me cuenta que no ha vuelto a tocar la flauta travesera y que ha dejado el teatro. Me cuenta que ha estado escribiendo relatos y que se ha apuntado a un coro. Me dice contenta que no es buena en nada pero que desarrolla su creatividad, y que eso le hace sentir bien. Me dice que había pasado muchos años pensando que era de ciencias y que no era creativa, y que ahora se da cuenta de que sí, que sí lo es. Yo le cuento que he dejado de escribir, que sigo con la editorial aunque tengo con ella una relación de amor-odio, que sigo tocando la batería y que ahora ando pensando en la posibilidad de aprender a tocar el piano. Según lo digo en voz alta siento vergüenza. También se lo conté al coach en prácticas con el que mantuve tres sesiones que forman parte de sus prácticas y con las que aún no he entendido muy bien en qué consiste esa cosa que se llama coaching, pero yo hablaba con el señor, y cuando veía que a él le parecía bien por dónde iba el discurso incidía, porque me gustaba que se sintiera contento. En la tercera sesión lo hice muy bien porque a mi coach se le notaba exultante, y pensé, pues bueno, yo creo que lo he hecho bien. Y recuerdo que le hablé mucho del piano, y cuanto más le hablaba más contento se ponía. Cuando terminó la sesión tuve la misma sensación de vergüenza. Como si estuviera haciendo planes que nunca fuera a llevar a cabo realmente, y no solo haciéndolos, sino contándolos en voz alta, con apariencia de verdad. El caso es que a Cristina le conté lo del piano. No sé si para engañarla a ella, para presionarme a mí, por pura incontinencia verbal. Además de mi tono de voz me gustaría quitarme esta costumbre de contar cosas que en realidad no tengo por qué contar, y menos si no existen. Prefiero hablar de lo que sí existe. Los proyectos me comprometen. Casi siempre me arrepiento de todo lo que cuento cuando hablo con otras personas. Casi siempre me propongo escuchar mucho y hablar poco. Casi nunca cumplo.

En un momento dado sale el tema de la empresa en la que trabajamos juntas, donde nos conocimos. Es curioso, allí nos llevábamos bien, pero si hubiera tenido que apostar con cuál de las personas con quienes me relacionaba mantendría el contacto una vez fuera, creo que no habría apostado por ella. Cristina me dice que a ella ya se le ha pasado el enfado, aunque cuando me vuelve a explicar que nunca entendió el por qué todo terminó como terminó aparece el temblor. Creo que es en la boca y en la mano. Dice que piensa en todas las cosas positivas que ha supuesto para ella, y que son más numerosas que las negativas. Yo no pienso demasiado en ello, lo primero que siento al pensar en esa época es amargura, sin embargo, eso no significa que tenga un trauma. Hubo experiencias buenas pero no terminó bien, y eso queda, como otras malas experiencias. Supongo que es inevitable explorar las raíces de nuestra amistad, pero me gusta más la Cristina que no supe ver en esa empresa y descubrí después, tomando cafés esporádicos. También me gusta más quien soy yo ahora, incluso hablando alto y de más.

Unos días más tarde me dices que me vas a regalar un piano. Miro los precios y me asusto, y falta afinador y transporte, miro lo que ocuparía en casa, los libros que hay que reubicar, la pérdida de espacio en un lugar común como el salón. Pienso en los engaños. Consulto en la web de una escuela. Dicen que hacen falta veinte minutos diarios. Dicen que no hay que comprar a lo loco. Dicen que en todo caso hay que comprar. Me imagino contando una y otra vez que quiero aprender a tocar. Imagino el salón con un piano convertido en mueble, con plantas encima y libros y hasta un cenicero, y a mí de nuevo una y otra vez, prometiendo. Me enseñas por la noche unas cuantas fotos de pianos de ocasión en Wallapop. Te contesto irritada, con ese tono de voz que me gustaría no tener. Te digo que me hacía ilusión un piano, pero que no es sensato comprar un piano. ¿Cómo lo habría dicho Cristina?

A veces me pregunto si Cristina y yo nos volveremos a ver. Ahora diría que sí, pero sé que cada vez puede ser la última. Le pedí que me enviara alguno de sus relatos, no lo ha hecho. Eso tampoco tiene por qué ser preludio de nada. A lo mejor le da miedo que no me gusten, como a mí me da miedo no tener la voluntad de aprender a tocar. ¿Nos volveremos a encontrar? Y si no es así, ¿tomaré yo la iniciativa? ¿Lo hará ella? En cualquier caso los lunes ya no podrá ser. He reservado una clase.

La feminización de la política, una aproximación.

Esta reflexión viene a cuenta del barullo que se montó con las palabras de Pablo Iglesias, que decía el otro día que, en materia de igualdad, no se trataba solo de que aumentara el número de mujeres que ostentaran cargos en el gobierno, sino que además era necesaria una feminización en el estilo de hacer política.

¿A qué se refería con la feminización? ¿Qué estilo es ese y por qué está asociado a la mujer? ¿Qué estilo es el asociado al hombre y por qué? Realmente, ¿es una cuestión de sexo?Históricamente, los grandes  (y los pequeños) líderes lo han sido gracias a un método de imposición y fuerza. El líder concentra todo el poder y nadie desafía sus decisiones. El liderazgo clásico es un liderazgo unidireccional, lo único que tienen que hacer los subordinados es obedecer las directrices que marca el líder. Los líderes ejercen un control férreo sobre equipos y además lo hacen mediante la afirmación del poder (esto se hace así porque lo digo yo), tienen un estilo autoritario. A esto se le llama estilo autocrático o autoritario. Si repasamos a los grandes líderes históricos, identificaremos rápidamente este estilo. No me imagino a Napoleón Bonaparte consensuando con sus tropas, ni a Alejandro Magno, ni a Julio César, ni prácticamente a nadie. Este estilo autocrático también ha sido el imperante en el ámbito económico. Los señores feudales administraban y legislaban con autoritarismo, con la revolución industrial también autoritarios fueron los capataces de fábricas y latifundios, y después los empresarios, y los miembros de los consejos de administración, y los CEOS, y los general directors, y los jefes de departamento, y puede que a la mayoría de los que lean esto y hayan trabajo en el mundo de la empresa o en otros muchos, no les suene a chino el haber tenido un jefe autoritario y controlador. Pero el estilo autoritario también se extendía a nivel doméstico. Es decir, el estilo autoritario también era el estilo educativo dominante. Los hijos eran educados en la obediencia absoluta a los padres, que se sometían si cuestionar a las decisiones paternas. Si un hijo tenía que ser cura y otro seguir con el negocio del padre un hijo se hacía cura y el otro continuaba con el negocio del padre. Si un hijo se tenía que casar con fulanita el hijo se casaba con fulanita. Si un hijo tenía que estudiar medicina el hijo estudiaba medicina. Si un hijo tenía que ponerse de aprendiz en una fábrica el hijo se ponía de aprendiz. Y esto puede que suene un poco lejano, pero si sigo con el “he dicho que en casa a las diez y en casa a las diez”, “a mí no me contestes”, o con el “esto se hace así porque lo digo yo”, igual ya nos va sonando más. Y sí, es estilo autoritario.

Imagino que este es el estilo que Pablo Iglesias el otro día quería sustituir por otro diferente, al que denominó feminizado, así que, por deducción entiendo que este estilo autoritario se asocia con el hombre. ¿Por qué? Pues porque durante dos mil años de historia (por no abundar también con la prehistoria), los personajes visibles, es decir, líderes políticos y económicos, han sido hombres. Y han ejercido sus liderazgos haciendo gala de un autoritarismo y una autocracia más o menos cruel, pero autocracia al fin y al cabo. Sin embargo, si nos acercamos a los entornos en los que podemos observar a las mujeres y sus estilos, que son los meramente domésticos, vemos que aquellas que lideraban en los ámbitos en los que estaban confinadas (al servicio doméstico, o a sus hijos), lo hacían también, en su mayoría, con ese estilo. Y si nos acercamos a un pasado más reciente, o incluso a la actualidad, cuando la mujer comienza a ostentar poder político y económico, nos encontramos con figuras como Margaret Thatcher, Angela Merkell, Marie le Pen, o empresarias y directivas, que son mujeres, y siéndolo, ejercen su poder con ese mismo autoritarismo.

Pero existen otros estilos. Estilos llamados abiertos, democráticos, colaboradores o participativos, con muy distintos matices, pero que tienen en común que, de una forma o de otra, se escuchan las opiniones del resto de la organización, y se tienen en cuenta a la hora de tomar decisiones. Este estilo es flexible, y existe comunicación entre líder y subordinados. Las directrices son debatidas por el grupo y decididas por éste con el estímulo y apoyo del líder. Se basa en la colaboración y participación de todos los miembros del grupo. El líder y los subordinados actúan como una unidad. Este es un estilo que también se amplía al ámbito doméstico: al de la educación, y se ha implantado con fuerza en muchas familias a lo largo de las últimas décadas. Ahora es más frecuente que, en las familias, la opinión de los hijos sea tenida en cuenta, y sean ellos los que tomen ciertas decisiones, como elegir sus actividades extraescolares, elegir su ropa o su peinado, elegir su profesión. Incluso muchas veces, a la hora de establecer las normas y las tareas de cada uno, se tiene en cuenta también la opinión de los hijos, y se busca que las normas resulten aceptadas por todos. Asimismo, cuando hay conflictos, se escuchan los argumentos de los hijos y se les permite e invita a dar su punto de vista. Y los padres a su vez también tienden a explicar los motivos de sus decisiones. ¿Por qué se asocia este estilo más cuidadoso con el grupo, más respetuoso y comunicativo con las mujeres? ¿Por qué se habla de esta forma de liderar como femenina? Pues imagino que, dado que el ámbito donde esta forma de dirigir está más extendida es en los hogares y quizás en escuelas, y todavía, por seguir siendo mayoritario, seguimos asociando los roles de crianza y educación con la mujer, asociamos el liderazgo abierto, democrático y participativo con lo femenino. Pero hay muchos hombres que educan con ese estilo. En algunas empresas se empieza a adoptar este tipo de liderazgo al margen de que el líder o el directivo sea un hombre o una mujer, y líderes como Gandhi, Mandela, o Martin Luther King, son exponentes de este tipo de liderazgo, y son hombres.

Lo que quiero decir con esto es que el autoritarismo ha sido el estilo de liderazgo que culturalmente ha predominado en dos mil años de Historia, y que la democracia, entendida como estilo de liderar, está introduciéndose desde antes de ayer. Y que el hombre ha sido quien ha ostentado el liderazgo durante dos mil años de Historia y la mujer comienza tímidamente a liderar desde antes de ayer. Que el autoritarismo no es un estilo exclusivamente masculino, ni la comunicación, la escucha y el tener en cuenta a otras personas está reservado en exclusiva a las mujeres. Y que se asocie este estilo con las mujeres no me molesta, porque sin duda es un estilo con el que me identifico, y que me gustaría que culturalmente se implantara y desarrollara en todos los ámbitos, pero creo que no es justo atribuírnoslo como un rasgo que esté ligado a nuestro sexo, como algo biológico. Si está asociado a la mujer pienso que se trata en una buena parte a que es un estilo más extendido en el ámbito doméstico, y aún somos una mayoría de mujeres con este ámbito doméstico a las espaldas. Los roles de género terminan influyendo en las personalidades o cualidades de género, y es muy difícil desligar educación y cultura de los rasgos o condicionantes que biológicamente están ligados al sexo.

Cuando durante una buena temporada, y me refiero con esto a varias generaciones, la crianza se lleve a cabo de forma conjunta y equilibrada entre hombres y mujeres, y haya una proporción similar de hombres y mujeres con cargos mandatarios y directivos, en definitiva, cuando no exista una diferenciación significativa de roles en función del sexo, probablemente podamos realizar unas asociaciones más acertadas entre cualidades y rasgos conductuales diferenciales en función de que una persona sea hombre o mujer. Y apuesto a que serán muchos menos de los que se realizan ahora.

En cualquier caso, creo que el estilo al que aludía Pablo Iglesias es el estilo democrático, participativo o incluso transformacional. Claro que quizás, si lo llamamos democrático, muchos piensen, si ya tenemos un estilo democrático, ¿pues no se vota cada cuatro años? y no, se puede tener un sistema democrático y gobernar de forma autoritaria. Y si lo llamamos estilo participativo, supongo que será tachado de perroflauta o populista (que es un adjetivo que ahora se usa para todo aquello que se quiere deslegitimar y ridiculizar, y, con tanta frecuencia que ya no sabe ni qué es), y ya por transformacional se podría llegar a pensar en un insulto, transformacional? eso lo será tu madre. Lo cierto es que es un estilo de liderazgo incipiente, poco conocido -e incomprendido por tanto-, susceptible al fin y al cabo de no ser tomado en serio le ponga uno el nombre que le ponga. Demasiado moderno para el lastre histórico de autocracia, machismo y demás pesos que arrastramos.

(La línea de Euler)

Rumbo a Chamberí

Hacía quince años que vivía en el mismo barrio y cuando pensaba en dejarlo sentía ciertas resistencias. Incluso si el nuevo me gustaba. Pero desde el mismo instante en que salí de allí a lomos del camión de mudanzas no he vuelto a pensar en ello hasta ahora, y solo a efectos narrativos. Iba sentada delante, junto a los dos rumanos que llevaron nuestras cosas.  Los rumanos que contraté para hacer la mudanza eran capaces de levantar a pulso cajas llenas de libros de doscientos kilos de peso, a veces levantaban dos al mismo tiempo. Era como si Hércules y algún amigo se hubieran encarnado en esos dos tipos que por fuera parecían dos simples mortales de constitución delgada. Los dioses de verdad no necesitan llamar la atención. Por qué no usáis la carretilla? Porque es más lento, contestaban. Por el camino, en el camión, iban mirando a las mujeres que hacían running por la calle. Con éstas no me importaba a mí hacer ejercicio un rato, decían, como si yo fuera uno más. Noté que el levantamiento de peso no tenía efectos sobre la libido, podría incluso funcionar como un estimulante. Mientras tanto recogí la mirada de complicidad y me puse a mirar por la ventana como un rumano más. Desde luego no se me ocurrió echar la vista atrás y mirar aquello que dejaba, estaba ocupada con las mujeres en pantalón corto. Pensaba que quince años tendrían más peso, pero aún no he conseguido encontrar rastros de nostalgia. Siento como mía mi nueva casa, mi nueva calle y mi nuevo barrio desde el instante en que llegué. Deduzco que debo tener una poderosa facilidad natural para enraizarme que no tiene nada que envidiarle a mi también poderosa facilidad natural para desenraizarme. O a lo mejor es que sólo es posible enraizarse si previamente está uno desenraizado, o a lo mejor es que ese paso es sencillo cuando uno se desplaza con las raíces puestas, junto a las personas que son su sujeción en el mundo. Y no me refiero a los rumanos.

En cualquier caso no soy tan ingenua, sé que una cosa es sentirse en casa y creerte del barrio, y otra cosa es que realmente formes parte.  Así que sé que aunque ya me sienta en mi sitio me queda trabajo por hacer, más allá del de vaciar las cajas. Porque para pertenecer hace falta no sólo que yo considere mío el lugar, sino que el lugar me considere mía a mí también. Nos tenemos que ganar mutuamente. Uno de los hitos para mí sintomático de pertenecer a un barrio es sentarme en un café y que el camarero me conozca, me salude, y sepa que el café lo tomo con la leche muy caliente. Si me pone también un vaso de agua soy capaz de abrazarlo. Sé que conseguir eso requiere un tiempo mayor que el que necesito para llamar a mi nueva casa casa. Tengo que caminar, tomar café en varios sitios, repetir en aquellos con mejores sensaciones hasta que solo queden uno o dos finalistas, y entonces seguir repitiendo, una y otra vez, hasta que se desarrollen los vínculos.

El primer día me senté en un café cercano, en mi misma calle y en mi misma acera. Tenía prisa porque me iban a traer un armario, así que no me entretuve mucho en explorar. Sólo había otro más cercano, justo en mi portal, con una dosis cañí bastante elevada, y esta me parece una cualidad favorecedora de vínculos, pero no tenía terraza para poder fumar ni sillas para poder sentarse. Solo una barra. Como ya dije, era cañí. En la terraza que elegí me atendió un camarero mayor, de esos que no llevan nada para anotar y son capaces de recordar lo que han pedido todos y cada uno de sus clientes, y le pedí un café y él me preguntó que si quería comer algo. Pues sí, algo dulce, ¿qué tiene? tengo de todo, le puedo traer un tortel… No creo que el camarero se hiciera una idea del regocijo que sentí al escuchar aquello del tortel, y eso que no me gustan demasiado, pero hacía tanto que no veía ni oía nombrar los torteles, quizás la última vez fuera a mi abuela siendo yo niña, que pensaba que debían ser ya especie protegida, y definitivamente cañí. Y le dije que sí. Me acordé de mi abuela. No tanto como cuando veo bartolillos, pero también. Cuando vaya a verla se lo contaré: abuela, ¿sabes que en mi barrio hay un café en que ponen torteles para desayunar? Y mi abuela no me hará mucho caso y me contestará con otra pregunta del tipo ¿Y tú sabes hija que esta mañana he estado hablando con mi padre? ¿Y qué te ha dicho? le diré yo, porque ella prefiere mantener su conversación, y porque además me parece mucho más interesante lo que tiene ella que contar. Me parece asombroso que con esa pila de años su cerebro se haya convertido en un prodigio para la ficción, habla y habla y todo es fantástico, y es capaz de inventárselo sobre la marcha, con el solo matiz de que para ella es verdad. Si yo tuviera ese don probablemente sería capaz de escribir una novela.

La nostalgia no traza líneas rectas. No aparece al dejar el barrio en el que he vivido durante quince años, pero sin embargo escucho la palabra tortel y me alboroza el saber que todavía existe, y lo pido para que siga existiendo. Que en realidad es lo que más me importa, el hecho mismo de la permanencia. Como con mi barrio. Hay lugares, sabores o personas donde no me hace falta estar o vivir, siempre que alguien me asegure su permanencia. Sí, sigue como siempre, y está bien. Y entonces yo puedo deshacer cajas, estrechar vínculos, tomar cafés, y enarbolar la reivindicación del tortel, o del bartolillo.

Alicante (I)

Cristian sin h nos ofrece zumo de naranja, café, cruasán y tostada. El desayuno está incluido en el precio de la habitación, y empiezo el día en este punto porque antes del café no hay prácticamente nada. Cristian sin h es el regente del hostal. La contraseña del wifi es cristian-audrey, de modo que imagino que su pareja debe llamarse así, o que él la llama así, o bien no hay ninguna pareja y él es un mitómano nostálgico, pero prefiero pensar que existe una audrey de carne y hueso que lo está esperando con cara de niña y mirada pícara fumando un cigarro largo y fino en alguna de las habitaciones.

Pablo dice que solo quiere cruasán, yo solo quiero tostada. Cristian le pregunta que si ha estirado y está preparado para su convención de capoeira. Y que si la capoeira es deporte o danza. Cristian sin h pregunta mucho y habla mucho. Pablo contesta con monosílabos. Parece incómodo con el interrogatorio. En general no le gusta hablar de él, así que contesto yo. No es capoeira, es batucada, y es música. Percusión.

Cristian pregunta que cuántos son en el grupo, en qué hotel se alojan, y si no habríamos preferido alojarnos con ellos.

Terminamos de desayunar y tengo que llamar al teletaxi porque el que había pedido el día anterior no llega. Cinco minutos después aparece nuestro coche. El taxista nos cuenta que su hijo vive en Inglaterra. Que se fue allí a aprender inglés y se enamoró, y que ahora tiene una mujer y un hijo ingleses. Y también que es veterinario y gana un buen dinero, y que no cree que vuelva a España. Nos cuenta que tiene otro hijo que ha estudiado alta cocina, y que ha estado con los mejores. Cita varios nombres pero a mí solo me suena Martín Berasategui. Cuenta que ahora está en Madrid haciendo una sustitución en un instituto porque, su hijo que ha estudiado alta cocina, lo que quiere es ser funcionario. Nos cuenta que su tercer hijo es el más listo de todos y el menos afortunado, porque había decidido llevar un taxi, como él, pero era diabético, que al principio no fue un problema, pero después también fue epiléptico, y entonces tuvo que dejar de conducir. El último de los cuatro trabaja en Valencia pero hemos llegado a destino y no da tiempo a que nos cuente de qué.

Nos pregunta entre medias que qué tal está el hostal, que es muy nuevo, y que ahora había mucha gente que prefería los hostales pequeños de trato personal en lugar de los hoteles, que son muy fríos. Pablo dice que él prefiere los hostales, y que el tipo que lo lleva es muy atento. Yo pensaba que a él le había resultado incómodo y que habría preferido la impersonalidad de un hotel.

Al llegar encontramos a los compañeros de Pablo descargando los instrumentos del camión. Pregunto a qué hora tocan por la tarde, le doy dinero, y le digo que me voy y que si me necesita que me llame. Me pregunta cómo me voy a ir de allí. En tranvía.

Me voy con la sensación de que quizás habría preferido que me quedara. Sin embargo, cuando me quedo con él tengo la sensación de que le estorbo. A veces no sé qué quiere, porque no dice las cosas claras, y tengo que  interpretar. No sé si siempre acierto en mis interpretaciones. En realidad, casi nadie dice las cosas claras. Es difícil. Porque, entre otras cosas, no es fácil tener las cosas claras. A lo mejor por un lado preferiría que me quedara con él, porque le da seguridad . Y por otro prefiere que me vaya para no tener que estar pendiente de mí, y poder comportarse más libremente con sus compañeros. Así que es posible que cuando me despido, veo su lado que habría preferido que me quedara. Y que ahora que ya no estoy sus compañeros estén viendo su lado contento porque me he ido.

Mientras espero el tranvía decido volver al hotel para dejar peso y coger el plano de la ciudad, y después salir a descubrirla. Pero a pesar de haber decidido eso, cuando el tranvía para en una estación llamada Mercado, me levanto movida por un impulso, y abandono el tren. Al salir veo el mercado a la derecha, pero en lugar de ir a verlo me pongo a caminar por una calle que me llama la atención, sin saber en qué parte de la ciudad estoy, ni hacia dónde me dirijo, y juego a guiarme con el método de seguir los caminos que me llaman la atención.

En el trayecto veo la catedral de San Nicolás, casas de belleza decadente e incluso a veces ruinosa, bares de copas cerrados, el ayuntamiento, una iglesia al final de unas escaleras que suben, y subo, y hay un coro cantando en la puerta, y al final un museo de arte contemporáneo. Entro. La entrada es gratuita, pero me obligan a dejar la mochila en consigna. No trato siquiera de explicar que no voy a meter dentro de ella ningún lienzo ni escultura, ni ninguna otra instalación, y que si lo hiciera, llamaría enormemente la atención y no les resultaría difícil detenerme e impedírmelo. La dejo sin más. También me prohíben tajantemente sacar fotografías. Como me parece absurdo tener que dejar la mochila y no poder hacer fotos sin flash, y consciente de estar comportándome de una forma pueril, me dedico a la fotografía furtiva.

El museo es pequeño, pero tienen un chillida, un tápies, un par de mirós, un juan gris… me parece que tiene un cierto interés. Pequeño pero escogido. Sin embargo, a lo que más tiempo le dedico es a un mural lleno de dibujos de niños, cuyo tema es «El miedo es» y cada niño, en un folio, ha dibujado o escrito su propio concepto. Y voy leyendo uno a uno. Miedo es la soledad, miedo es soñar con zombies, miedo es las arañas y los elefantes, miedo es la muerte, miedo es estar solo, miedo es el fin del mundo, miedo es yo no le tengo miedo a nada, miedo es la intensidad del atleti. Saco una foto y se la mando a Miguel.