Encontré a Cristina una tarde, de forma casual. Quizás debería decir que ella me encontró a mí, porque cuando la reconocí sentada en aquella terraza de mi barrio ella ya se estaba levantando y se acercaba con una sonrisa enorme. Fue apresurado. Ella estaba con alguien, yo acompañaba a mi hijo al médico e íbamos con la hora justa, acordamos concertar una cita y vernos un día. Si ella no me hubiera visto y no se hubiera levantado a saludarme, ¿me habría acercado yo? Quizá no. Mi amigo Rafa decía que cuando llevaba más de dos años sin ver a alguien dejaba de saludarlo si se lo encontraba por la calle. Todo tiene un tiempo, pero no a todo se lo preestablecemos. Yo lo he hecho con la ropa, considero innecesaria y prescindible toda prenda que no me haya puesto en toda una temporada, pero con los amigos no. Sin embargo me alegró sinceramente que Cristina no fuera Rafa, quien no me saludará si nos encontramos, y saltara de la silla. Y también que pocas horas después me escribiera un mensaje, y que nuestros propósitos no hubieran resultado meros formalismos sociales.
Nos vimos unas semanas más tarde, coincidir no es tan sencillo. De nuevo ella me lo vuelve a poner fácil y la cita es en mi barrio, un lunes, los lunes ella está en mi barrio. Me concentro en recordarla mientras la veo. Sí, es ella, es su mismo pelo, es su misma cara (no ha envejecido), sus ojos me parecen un poco más claros, es su voz, y definitivamente es su forma de hablar. Habla suave y despacio. Me pregunto si habrá gritado alguna vez. Me resulta imposible imaginarla gritando, y me gustaría saber hablar así, suave, y me gustaría haber sabido siempre hablar así, suave, y eliminar de mi memoria todos los gritos que he gritado, todos los tonos elevados, cada vez que he resultado agresiva. A veces tiembla un poco. Cuando la miro recuerdo ese temblor suyo, pero ahora que intento recordarla sin mirarla al mismo tiempo dudo si el temblor es en su boca, en su ojo o un poco en la mano que mueve mientras habla. Me cuenta que no ha vuelto a tocar la flauta travesera y que ha dejado el teatro. Me cuenta que ha estado escribiendo relatos y que se ha apuntado a un coro. Me dice contenta que no es buena en nada pero que desarrolla su creatividad, y que eso le hace sentir bien. Me dice que había pasado muchos años pensando que era de ciencias y que no era creativa, y que ahora se da cuenta de que sí, que sí lo es. Yo le cuento que he dejado de escribir, que sigo con la editorial aunque tengo con ella una relación de amor-odio, que sigo tocando la batería y que ahora ando pensando en la posibilidad de aprender a tocar el piano. Según lo digo en voz alta siento vergüenza. También se lo conté al coach en prácticas con el que mantuve tres sesiones que forman parte de sus prácticas y con las que aún no he entendido muy bien en qué consiste esa cosa que se llama coaching, pero yo hablaba con el señor, y cuando veía que a él le parecía bien por dónde iba el discurso incidía, porque me gustaba que se sintiera contento. En la tercera sesión lo hice muy bien porque a mi coach se le notaba exultante, y pensé, pues bueno, yo creo que lo he hecho bien. Y recuerdo que le hablé mucho del piano, y cuanto más le hablaba más contento se ponía. Cuando terminó la sesión tuve la misma sensación de vergüenza. Como si estuviera haciendo planes que nunca fuera a llevar a cabo realmente, y no solo haciéndolos, sino contándolos en voz alta, con apariencia de verdad. El caso es que a Cristina le conté lo del piano. No sé si para engañarla a ella, para presionarme a mí, por pura incontinencia verbal. Además de mi tono de voz me gustaría quitarme esta costumbre de contar cosas que en realidad no tengo por qué contar, y menos si no existen. Prefiero hablar de lo que sí existe. Los proyectos me comprometen. Casi siempre me arrepiento de todo lo que cuento cuando hablo con otras personas. Casi siempre me propongo escuchar mucho y hablar poco. Casi nunca cumplo.
En un momento dado sale el tema de la empresa en la que trabajamos juntas, donde nos conocimos. Es curioso, allí nos llevábamos bien, pero si hubiera tenido que apostar con cuál de las personas con quienes me relacionaba mantendría el contacto una vez fuera, creo que no habría apostado por ella. Cristina me dice que a ella ya se le ha pasado el enfado, aunque cuando me vuelve a explicar que nunca entendió el por qué todo terminó como terminó aparece el temblor. Creo que es en la boca y en la mano. Dice que piensa en todas las cosas positivas que ha supuesto para ella, y que son más numerosas que las negativas. Yo no pienso demasiado en ello, lo primero que siento al pensar en esa época es amargura, sin embargo, eso no significa que tenga un trauma. Hubo experiencias buenas pero no terminó bien, y eso queda, como otras malas experiencias. Supongo que es inevitable explorar las raíces de nuestra amistad, pero me gusta más la Cristina que no supe ver en esa empresa y descubrí después, tomando cafés esporádicos. También me gusta más quien soy yo ahora, incluso hablando alto y de más.
Unos días más tarde me dices que me vas a regalar un piano. Miro los precios y me asusto, y falta afinador y transporte, miro lo que ocuparía en casa, los libros que hay que reubicar, la pérdida de espacio en un lugar común como el salón. Pienso en los engaños. Consulto en la web de una escuela. Dicen que hacen falta veinte minutos diarios. Dicen que no hay que comprar a lo loco. Dicen que en todo caso hay que comprar. Me imagino contando una y otra vez que quiero aprender a tocar. Imagino el salón con un piano convertido en mueble, con plantas encima y libros y hasta un cenicero, y a mí de nuevo una y otra vez, prometiendo. Me enseñas por la noche unas cuantas fotos de pianos de ocasión en Wallapop. Te contesto irritada, con ese tono de voz que me gustaría no tener. Te digo que me hacía ilusión un piano, pero que no es sensato comprar un piano. ¿Cómo lo habría dicho Cristina?
A veces me pregunto si Cristina y yo nos volveremos a ver. Ahora diría que sí, pero sé que cada vez puede ser la última. Le pedí que me enviara alguno de sus relatos, no lo ha hecho. Eso tampoco tiene por qué ser preludio de nada. A lo mejor le da miedo que no me gusten, como a mí me da miedo no tener la voluntad de aprender a tocar. ¿Nos volveremos a encontrar? Y si no es así, ¿tomaré yo la iniciativa? ¿Lo hará ella? En cualquier caso los lunes ya no podrá ser. He reservado una clase.