La escala de los mapas

En mi cuarto día en casa he decidido huir hasta que la casa volviera a estar vacía. Fuera llueve. En esta casa se oye cuando llueve. Se oye golpear la lluvia en las baldosas del patio, la lluvia en los adoquines de la acera, la lluvia en el techo de los coches, se oye sobre los paraguas de los transeúntes. Antes de salir voy a buscar algo impermeable en el armario de mi hijo. Tiene un chubasquero que le regalaron y no le gusta, así que lo cojo. Me queda bien, así que decido que no volverá al armario de mi hijo, y salgo.

En la cafetería me termino La Escala de los mapas, de Belén Gopegui. No había leído nada de ella desde Deseo de ser punk. Me daba miedo. La misma clase de miedo que te confesé cuando te pusiste tan contento ante la posibilidad de volver a Aveiro. Me da miedo esperar lo mismo y que no sea lo mismo, y no va a ser lo mismo, porque es imposible, y sé que eso no significa necesariamente que vaya a ser peor, pero tengo miedo de que sea peor. Podríamos convertirlo en un refugio. Dijiste. Sergio Prim es el protagonista de La Escala de los mapas, y los llama huecos. A los refugios.

«no hay nada malo en frecuentar unos cuantos huecos de vez en cuando» «Busqué un hueco. Lo encontré en la tela del abrigo de mi compañero de asiento. Y durante el resto del viaje moré allí.»

El libro recoge las reflexiones que deja escritas Sergio Prim cuando se enamora de Brezo, su miedo, sus dudas. Todo en clave de pensamiento interno, de exhortación, lleno de lirismo. Este es el primer pensamiento que tiene para Brezo. Esto resume muy bien el fondo y la forma.

«Mi primer movimiento sería una retirada en toda regla, y diría así: «Óyeme, loca, muchacha que acaricias las tazas como si fueran gatos y a un hombre como si fuera una banda de música, óyeme: yo ya no tengo ímpetu. Han pasado los años y me he instalado en el retraimiento. Vivo como ese pequeño país autárquico que ponían de ejemplo en los colegios, soy Albania. (…) Vivo en mi casa breve de lecho breve y breves vistas al exterior. Y no puedo ilusionarme, porque soy un escéptico«.

El lenguaje es bellísimo. Las metáforas son bellísimas. La historia es pequeña. La historia es el pensamiento de ese hombre con respecto a prácticamente un único tema, Brezo, durante un periodo de tiempo. El pensamiento a veces es algo denso, porque el pensamiento es denso. Creo que te gustaría. Si lo coges, sabe que de la página 96 pasa a la 121, y que la 97 está después de la 144, y creo que hay algún otro baile, pero que están todas las páginas, solo hay que bailar.

Cuando he terminado me ha parecido un poco raro encontrarme en una cafetería, rodeada de gente, en ese momento de vacío que se me queda cuando termino un libro. He necesitado escribir, pero me había dejado mi cuaderno en casa, porque como tengo apuntada mi lista de cosas que quiero hacer, llevo la libreta de un lado para otro, porque cada vez que se me ocurre una nueva cosa que quiero hacer estoy un sitio distinto, las ideas no son ordenadas, no tienen su sitio, ni su hora, y después olvido volver a guardar el cuaderno. No me he dado por vencida, y he cogido servilletas, y lo he intentado, pero el boli no pintaba encima. Entonces pago el café y y vuelvo a la calle. Aún faltan dos horas para poder volver a casa. Al pasar delante de un escaparate veo mi reflejo, y me fijo en el chubasquero que llevo puesto. Me sonrío. Tú ahora sabes por qué.

19 de octubre

Ayer por la noche me acordé de una conversación tomando café. Tú te habías enamorado de mí, y no era la primera vez que me lo decías. En esa conversación yo te dije que te lo sacaras de la cabeza. Que en realidad, no estabas enamorado sino confuso, y que tu confusión mental te hacía verme diferente. Que quizás me vieras como una rara avis, porque hacía cosas que te resultaban exóticas, y quizá eso te había impresionado. Pero no te engañes, te dije, porque en realidad no soy tan distinta. Soy una mujer como cualquier otra, con dos piernas, dos brazos, una cabeza, un sexo, dos tetas, que duerme por las noches, y hace pis, y caga, y toma café para desayunar. Te quería convencer, con un discurso cargado de cinismo, de que el enamoramiento era solo un estado de confusión carente de sentido, porque al final, todos somos muy parecidos, y si todo es lo mismo, o tan parecido, si nadie es realmente especial salvo en momentos especiales, qué sentido tiene escoger, y más aún, qué sentido tiene cambiar. Te recomendé que hablaras con tu mujer, que fueras sincero, que le dijeras que estabas atravesando una crisis, que te sentías confundido.

¿Qué es algo exótico? Algo que no ocurre con frecuencia, sorprendente, alejado de la rutina, de lo que consideramos normal. Es algo así como el lenguaje poético.Que utiliza símbolos y asociaciones, utiliza todos los recursos a su alcance para alejarse de lo común. Pero si algo exótico se repitiera una y otra vez, todos los días, de una forma repetitiva y sistemática, continuaría siendo exótico? Quizás si yo leyera una y otra vez, un día tras otro, preferiblemente después de cenar y con un vaso de agua, «el hombre debiera ser lo que desea, debiera ser en la medida de su ilusión y su deseo, y entonces yo sería tú, que eres tú mismo, lo más deseado del total deseo», llegaría el día en que esas palabras me resultaran tan indiferentes como escuchar el agua saliendo del grifo cuando lo abro para lavarme las manos, o tan previsibles como que amanezca cada mañana. Y entonces llegarían las preguntas, ¿es que ya no te gusta el agua? ¿es que ya no te gusta la luz? ¿es que ya no te gusta Juan Ramón Jiménez? Sí, claro que sí. Pero he dejado de asombrarme.

Ayer también estuve pensando en la época en la que utilizábamos símbolos. Entonces había días de dos lunas, de mirar piedras, de buscar islas, y de hablar del tiempo y después de deportes. Y en que creábamos un mensaje cifrado en cada objeto cotidiano, un libro, el café, una taza, una cabina de teléfonos, una foto. A todo le poníamos un significado oculto con un único propósito, y solo tú y yo éramos capaces de entenderlo. Cuando todo lo cotidiano nos era negado, fue necesario que nos pusiéramos a salvo construyendo un mundo propio que era exótico, puro lenguaje poético. Y lo hicimos.

Por último me miré un poco por encima. No vi ninguna rara avis. Ni mensajes cifrados. No vi estas palabras. Pero estaban. Solo vi una mujer que tiene dos piernas, dos brazos, una cabeza, dos tetas y un sexo, tumbada en una cama con tu brazo por debajo de mi cuello, que hace un momento se ha quedado dormida en el sofá, y ahora se propone seguir durmiendo. Nada más. Lo normal. Lo que ocurre cada noche. Imaginé que no distaría mucho de lo que hacía un rato habías visto tú.  Me miré y no vi estas palabras, pero sin embargo estaban.

Creo que aquel día tomando café,  yo estaba equivocada, y que tenías razón.

 

El feminismo y la rabia

La primera vez que escuché la palabra “hembrismo” fue en boca de mi hijo mayor. Habían estado debatiendo en clase de valores éticos acerca del feminismo, de la igualdad de derechos de la mujer, y a raíz de eso al llegar a casa primero me afeó que utilizara la palabra “coñazo” porque se trataba de un micromachismo, y después me preguntó qué opinión me merecía el “hembrismo”. A lo que le contesté con un, ¿y eso qué es? Me contestó que, al igual que el machismo consideraba que el hombre era superior a la mujer y el feminismo el movimiento que los consideraba iguales, el hembrismo era el movimiento de las mujeres que pensaban que eran superiores a los hombres, vamos, como el machismo pero al contrario. A mí fue un movimiento que me pareció extraño y absurdo, aunque alguna vez haya tenido la tentación de pensar acerca de las mujeres desde un plano de superioridad con respecto a los hombres, para qué mentir…

Lo que sí que es cierto es que, en la forma de reivindicar el feminismo, hay voces especialmente rabiosas, que transmiten un resentimiento, y a veces hasta una agresividad con la que yo personalmente no me siento identificada. Yo personalmente, claro, porque yo no he sido víctima de violencia machista, ni de un salario menor al de un compañero de igual cualificación por el hecho de ser mujer, ni de una agresión sexual… no me siento acomplejada por mi condición de mujer, es algo en lo que no pienso, y cuando me planto delante de un hombre o de una mujer lo hago de igual a igual, de la misma forma que no pienso ni me siento condicionada por mi raza en este caso blanca, ni por mi orientación sexual, en este caso heterosexual. Sin embargo, aunque no sufra graves casos de machismo, no es menos cierto que como mínimo convivo con lo que yo llamo el machismo latente. Ese que llevamos asumido por el hecho de cargar con una herencia de dos mil años de historia machista, por no ponernos a sumar años de prehistoria, y que -lo peor de todo-, muchas veces ni siquiera identificamos. Cuando sí que lo identifico me indigno y me cabreo, con resultado de una soflama casera o un artículo un viernes.

Tras la conversación con mi hijo, y una vez descubierto este nuevo término llamado hembrismo, que tiene también el sinónimo de feminazi, y leyendo artículos de personas descritas como tales, llego a la rápida conclusión de que las denominadas hembristas o feminazis no abanderan una supremacía de la mujer o un holocausto macho, o algo por el estilo, sino que es así como tildan a las feministas que se expresan con ese punto de rabia y quizás con cierta agresividad. Una hembrista o feminazi no es más que una feminista cabreada -o indignada-. Nota curiosa, quienes utilizan estos términos, suelen explicar que la rabia de las supuestas hembristas y feminazis es consecuencia de la falta de una buena polla.

¿Aparte del hecho de gozar o no de un buen miembro viril, tiene una mujer razones para el cabreo? Pues sí. El patriarcado existe, me temo. El poder sigue siendo masculino. Los tradicionales roles femeninos y masculinos en las familias se mantienen. La violencia del hombre contra la mujer continúa. La mujer sigue siendo sexualizada y cosificada. Las redes sociales te permiten conocer lo que piensa mucha gente que está fuera de tu círculo más cercano, ese que escoges y llenas de personas inteligentes, cultas, educadas, respetuosas, feministas, y entonces te das cuenta de que el mundo real no es tu círculo, de que el mundo real está lleno de simios, simios en un grado de evolución tan alejado del tuyo que es inútil todo intento de diálogo y de acercamiento o de comprensión entre las partes. Y que para que cambie esa mentalidad la única esperanza es el relevo generacional. Os prometo que ahí fuera hay personas que piensan que una mujer no debería ostentar cargos de responsabilidad y poder, negacionistas de la violencia machista, que españa es para los españoles o que los homosexuales son un error de la naturaleza. Os juro que existen y que son muchos.

Y eso explica, volviendo al feminismo, que todavía hoy por hoy sea necesaria la discriminación positiva, o los cupos. Ojalá no fuera necesario. Ojalá no hiciera falta. Pero la hace. Y también hace falta una visión crítica y concienzuda acerca de los machismos invisibles que perviven y de los que nos somos conscientes. Aunque a veces sintamos la incómoda sensación de vernos reflejados (creo que por eso hay muchas personas que reaccionan a estas denuncias con una gran virulencia, porque se sienten interpelados o interpeladas, y además son tan abundantes que podríamos llegar a verlo hasta cuando no existiera, como a los fantasmas-claro, lo de los dos mil años de historia por no hablar de la prehistoria- y a veces abruma, y cuesta digerirlo, y habiendo tantos machismos mucho más urgentes de resolver para qué desgastarnos con el menos visible, con cosas como el lenguaje publicitario, o con el tratamiento de una determinada noticia, o que si coñazo y cojonudo… Pero todo forma parte de lo mismo. Y solo identificando y tomando conciencia, se podrán ir modificando actitudes.

Por eso, aunque no empatice demasiado con la rabia y el resentimiento -salvo cuando estoy rabiosa y resentida-, agradezco y valoro enormemente el trabajo que realizan aquellas mujeres que dedican todas sus energías en identificar y denunciar el machismo a diario, enfadándose a diario, indignándose a diario, desgastándose a diario, porque gracias a ellas, y a las que se desgastaron antes que ellas, ahora las mujeres tenemos unos derechos y una presencia (en el mundo occidental) que hace cien años eran inimaginables, y gracias a ellas, y a otras que vendrán detrás, quién sabe si dentro de otros cien podremos dejar de hablar de patriarcado, o de machismo.

Brújulas y tiempo

En los primeros tiempos, cuando su mujer aún no sabía que lo habían despedido, Durán solía ir a echarse la siesta a la sala de espera de la Tesorería General de la Seguridad Social. Salía de casa a la hora de siempre, con traje azul marino casi negro, camisa blanca, y una corbata roja o verde con rayas según fuera día par o impar, y cera en el pelo. Ya en la calle, en lugar de coger la línea diez cogía la seis, bajaba en Arguelles, tomaba un café en la barra de un bar pequeño, subía por Santa Cruz de Marcenado, cogía un número en la máquina, y se sentaba en la fila de sillones detrás de la columna. Una vez, un hombre de cierta edad lo despertó para indicarle que se había quedado dormido, seguro de que había sido un acto involuntario, preocupado por si perdía su turno. Ese fue el último día en que Durán fue a la sala de espera.

Después de eso buscó un bar, uno donde quedarse. Lo encontró después de explorar los que encontró en varias estaciones de metro, el día que decidió bajar en Usera. El ambiente era ruidoso y obrero. El bar disponía de sillas y mesas de aluminio, dos máquinas tragaperras, dos televisores, prensa, y una barra donde varios hombres con ropa de trabajo desayunaban destilados de alta graduación y hablaban con un tono de voz elevado.  En ese bar no habría entrado en otros tiempos, pero en esos le hacía sentir a salvo. Aunque no se diferenciaba demasiado de otros a los que había entrado en días anteriores, cuando aún continuaba con la exploración, esta vez tuvo ganas de volver. Llegaba cada mañana, se sentaba en una mesa de aluminio, pedía un café cortado y cogía un periódico. Leerlo entero, salvo aquellos artículos con los que corría serios riesgos de morir de aburrimiento o de ira, como los editoriales, le ocupaba alrededor de una hora. Cuando terminaba pedía otro cortado y cogía el segundo. El bar disponía de tres periódicos de tirada nacional y dos de prensa deportiva. Cinco horas más tarde salía de allí camino a casa, atormentado con la actualidad más reciente y con acidez de estómago. Al cabo de un par de meses, Durán consideró que el uso diario de la misma mesa le otorgaba ciertos privilegios usufructuarios, así que en salvaguarda de su maltrecha economía y de su maltrecho estómago, redujo el número de cafés a dos.

No empezó a jugar hasta mucho más tarde. No fue por necesidad ni impulsado por los cantos de sirena de la máquina tragaperras sonando a sus espaldas durante meses. Ocurrió después de escuchar una conversación entre dos asiduos. Durán lo recuerda con exactitud. Uno de ellos le contaba a su compañero mientras alimentaba a la Santa Fé, que se negaba a repartir un solo premio, algo acerca de una timba. Le invitaba a asistir alguna vez. El compañero le decía que no tenía traje. El amigo se ofrecía a prestarle uno. Durán los miraba con impunidad pues se hallaban de espaldas, y se preguntó cómo un ingenuo que le ofrecía un traje a su amigo que pesaba la mitad,  podía jugar al póquer. Se imaginó por un momento al amigo con el traje del gordo, y cuenta que en ese momento le vino a la cabeza la Alicia de Carrol después de beber la poción que la encogió, y pensó que en esas condiciones, ningún juego en el que intervinieran unos naipes podría terminar de otra forma que no fuera perdiendo la cabeza por una reina de corazones. Pero después, el gordo de la timba le contó que la primera noche había invertido mil quinientos euros y había vuelto a casa con cinco mil. Primero pensó que en una sola noche, él podría invertir su prestación de desempleo de un mes y multiplicarla por cinco. También pensó que en una timba de esas características podría invertir muchas horas con su traje azul marino casi negro con más propiedad. Pero esos eran los razonamientos con los que se justificaba su deseo, porque lo que definitivamente le hizo levantarse de la silla fue la posibilidad de ganar.

Brais Andrada Lemos había sido compañero suyo de clase en la facultad y de póquer en primero y segundo. Sus padres ostentaban cargos en consejos de administración de varias empresas, y costeaban sus estudios en una universidad privada, pero de una forma indirecta. Le asignaban a su hijo un sueldo que debía administrarse para pagar sus estudios y su ocio. Brais Andrada Lemos parecía un alumno más, pero desde los dieciocho años administraba un presupuesto anual de treinta mil euros. Durante el día asistía a algunas clases y jugaba al mus y al póquer con sus compañeros, por las tardes emprendía pequeños negocios, y por las noches participaba en timbas con traje de chaqueta y chaleco, puros, cocaína, escorts. Durán había aprendido con él en la horas diurnas, solo hasta que su relación con Berenice se consolidó hasta el punto de que se quedara embarazada. Entonces pidió el traslado al turno de noche de la universidad pública, durante el día aceptó un trabajo en prácticas como contable, alquiló un piso y se casó. La última vez que había visto a Brais Andrada Lemos había sido en el hospital al nacer su hijo. Durán no había vuelto a pensar en él hasta escuchar al gordo y al flaco de la tragaperras, entonces se puso a buscar su rastro en Internet. No tardó en encontrarlo.

Brais Andrada Lemos seguía viviendo en Madrid. Quizás fuera por cariño, o por sentido de lealtad, pero rápidamente concertó una cita con él. Trabajaba en corporate finance y era socio de varias empresas, algunas de ellas del sector petrolero, y en su día a día se relacionaba con líderes de países como Venezuela o Irak. Durán le pidió que le introdujera en una timba, en una seria. Brais Andrada aceptó. En ningún momento se le pasó por la cabeza pedirle además un trabajo.

Durán acudió como el protegido de Brais Andrada, y no le importó demasiado perder todo lo que llevaba en las dos primeras ocasiones a cambio del respeto con el que era tratado por el resto de los jugadores, y porque además resultó elegido por una de las tres mujeres que había en la sala. Tuvo que esperar a la tercera noche, a ganar una mano con dobles parejas de ases damas con la que se llevó cuatro mil setecientos veinte euros, para poder pagarla. Las seis primeras veces. Se hacía llamar Renée, pero su nombre era Carmen. Estudiaba traducción e interpretación y cobraba setecientos euros por una noche. Había conseguido el contacto gracias a su prima Martina, que no se llamaba Martina sino Beatriz. Una noche, Beatriz fue a una discoteca de moda y allí conoció a Brais. Éste la cortejó con cava, nadie bebía cava en discotecas, al menos ella nunca lo había visto, y después la llevó a su casa en un coche con chófer, y ella no sabía muy bien qué iba a ocurrir, porque estaba abrumada con el lujo, pero tampoco tuvo que pensar demasiado porque quien parecía saber exactamente en cada momento lo que pasaría, como si fuera el responsable de mover los hilos de los acontecimientos, era Brais. Así se lo contaría Martina a su prima Renée, y así se lo contó  ésta después a Durán. Por lo visto pasaron una buena noche. Brais no era un hombre atractivo, pero sí seguro y experimentado. Beatriz le contó que era estudiante, que habitualmente no iba a esos lugares porque no tenía ingresos, y contaba con una ayuda de los padres para pagarse sus gastos, un par de copas a la semana, ir de vez en cuando al cine, ropa barata. Brais entonces le propuso las timbas. Solo tendría que ir allí y acompañar. Por eso no iba a ganar nada, evidentemente, pero si algún jugador le interesaba y quería pasar la noche con él, entonces sí podía cobrar. El caché estaba en torno a los 1.000 euros. Algo así como lo que había ocurrido esa noche con él, pero cobrando. Y ella podía elegir. Si hacerlo o no, y con quién.

Beatriz Martina se lo propuso a su vez a Carmen, que también estaba estudiando en Madrid, y que a veces tenía que trabajar de camarera por las noches para ayudar a sus padres con los gastos. El negocio era bueno. Pero Renée no tenía tan buen ojo para los negocios como su amiga, y en cuanto vio a Durán supo que le gustaba. Esa misma noche se ofreció a pasar la noche con él, cosa que rechazó por motivos económicos. Ella a su vez rechazó las propuestas que otros dos jugadores le hicieron a su vez, y decidió esperar , pues una cosa era que se hubiera fijado en quien a todas luces tenía menos dinero de la mesa, y otra muy distinta hacer por gusto gratis algo que podría cobrando con el mismo gusto. Por su parte, la primera noche de timba, la noche de la propuesta de Renée, Durán no pudo dormir. Pensó un poco en el saldo de la cuenta de ahorros destinado a pagar la carrera de su segundo hijo que tenía ahora dos mil euros menos. Pero no se detuvo demasiado en eso. Pensó en Brais. Pensó en la partida. Repasó las cartas, repasó las jugadas, analizó sus errores. Pensó en Renée, en cómo lo había mirado. En su propuesta. Y en la sorpresa del resto de los jugadores. Era hermosísima. Nunca lo había mirado una mujer así. Nunca lo había mirado una mujer que no fuera Berenice. Y con el paso de los años la mirada de Berenice se había ido diluyendo. Ahora, en ocasiones lo miraba de la misma forma que al microondas antes de meter la taza para calentar la leche por las mañanas, aunque la mayor parte de las veces lo miraba como a la cama deshecha, o a la montaña de ropa pendiente de plancha. Él también se paró a pensar de qué forma miraba él a Berenice. Llegó a la conclusión de que era como a la tele antes de encenderla, o a la tele después de haberla encendido, o a la nevera después de abrirla, según el caso. Esa noche Berenice estaba allí durmiendo a su lado como cada noche. Durán recuerda que esa noche, después de mirarla miró las cortinas, y las fotos encima de la cómoda. Y la cómoda. Repasó visualmente todo lo que había dentro de aquel dormitorio y que después de ese repaso no pasó nada. Pensó que aplicando la suficiente cantidad de tiempo todo acababa siendo nada. Se dio cuenta de que en todo aquello que veía ya la había aplicado. Sin embargo pensó en sus hijos, y pasaron cosas, y el tiempo aplicado había sido prácticamente el mismo. Pensó en algo más antiguo todavía, en sus padres, en Because, en Cien años de soledad, en Ancia y pasaron cosas. En todo aquello llevaba aplicando el tiempo del que se componía toda su vida, o una gran parte de ella. ¿Habría entonces posibilidad de sobrevivir? Puede que existiera la esperanza, sí, con el límite de la muerte, que llega con total certeza mediante la aplicación del tiempo necesario. Volvió a pensar en Renée, y pasaron cosas. Entonces la imaginó con el camisón de Berenice, la imaginó tendiendo, la imaginó dormida en el sofá con un hilo de baba cayendo de la comisura, la imaginó en la cola del supermercado, la imaginó con el pelo sucio, la imaginó con chándal de algodón, la imaginó con un forro polar, la imaginó con canas, la imaginó de mal humor. No obstante seguían pasando cosas. Se dio cuenta de que imaginar el paso del tiempo no tenía el mismo efecto que el propio paso del tiempo. Dejó de tratar de matar la excitación y se masturbó.

Conocí a Durán unos meses después de aquello, cuando a su mujer un día le dio por abrir una carta del banco y vio el saldo de la cuenta de ahorros. Cuando le preguntó por qué había tan poco dinero, y dónde estaba el que faltaba, Durán le contó serenamente toda la historia, desde el principio. Lo hizo bien, porque con Renée había descubierto, además de otras habilidades de índole sexual, su talento como narrador. Él, que nunca hasta entonces había hablado demasiado, se sorprendió cuando Renée escuchaba con atención las historias que le contaba. Ese interés le sirvió de estímulo, y los días que transcurrían entre encuentro y encuentro, Durán los dedicaba a pensar en la siguiente historia, a buscar los recursos narrativos más apropiados, a estudiar las pausas, la entonación…se lo tomaba tan en serio que a veces realizaba prácticas frente a un espejo, y todo ese esfuerzo era recompensado con la emoción con que los escuchaba su joven amante, o su joven escort, o su joven puta, o lo que quiera que fuera. Nunca se le llegó a ocurrir que esa atención estuviera incluida en el precio que continuaba pagando por su compañía. Al final apenas acudía a las timbas, y su fuente de ingresos para pagar a Renée terminó siendo casi en exclusiva la cuenta de ahorros familiar. La narración de esa historia a su mujer fue realmente sobresaliente, y Durán la terminó muy satisfecho con el resultado, pero la reacción de Berenice no fue positiva, y poco después me la estaría contando a mí con una pequeña maleta mientras lo entrevistaba para alquilarle la habitación que tenía libre. Sin duda fue la mejor que escuché, aunque debo decir que solo entrevisté a dos personas. No parecía afectado, no resultaba frágil. Me gustó. Se instaló en su cuarto y salió después de varias horas. Yo no había alquilado nunca una habitación, no sabía cómo se convivía con un inquilino. Me pareció que lo natural era proponerle que cenara conmigo. Me pidió prestados algunos libros. Nos acostamos esa misma noche. Cuando le pregunté por el póquer y por Renée me dijo que el póquer había dejado de divertirle y que a Renée ya no podía pagarla. Le pregunté si le provocaba dolor. Me contestó que no. Que era una etapa que había terminado. Que ahora estaba aquí. Y que mañana no tenía ni la menor idea de dónde estaría.

Durante el día yo me iba a trabajar. Él solía arreglar un poco la casa, y dejaba preparado el almuerzo. A veces salía a la calle. Otras se quedaba en casa leyendo. Por las noches solía contarme lo que había hecho. Continuó desarrollando su afición por narrar. Así que no se trataba de una mera enumeración del tipo he limpiado los cristales, he hecho la compra y la comida y me he ido a pasear, sino que cada noche, durante la cena, me regalaba una historia. Y es cierto, tenía talento, y yo me convertí en su entregado público. A veces tiraba de recuerdos, pero a medida que se iba quedando sin pasado empezó a narrar lo cotidiano, que nunca parecía cotidiano, o sí, pero conseguía que me pareciera fascinante, y es muy posible muchas veces lo inventara, pero eso es algo que carece de importancia. Además, si Durán era vanidoso y necesitaba obtener todos los días mi admiración y sorpresa, yo también lo soy, y escuchar sus relatos me empujaba a contarle mi día en esos términos épicos y aventurescos. Pronto me descubrí elaborando mentalmente la historia que le contaría a Durán, con la esperanza de asombrarlo, de hacerlo reír, de conmoverlo. En esa época no vivía los días, los protagonizaba.

Algunas veces vinieron sus hijos a visitarlo. Yo me metía en la habitación para procurarles intimidad. O para que creyeran que la tenían, porque desde mi cuarto se oía todo. Ellos no entendían muy bien a su padre. Supongo que no era fácil. A mí misma me costaba mucho reconocer a Durán en el hombre de traje azul marino casi negro, con camisa blanca, y una corbata roja o verde con rayas según fuera día par o impar, que había estado trabajando en una oficina durante más de veinte años, con un matrimonio estable y apacible de la misma duración. Si no hubiera sido por las visitas de los hijos, y por las conversaciones que sostenían, sobre todo al principio, cuando aún no habían aceptado que su padre estaba completamente desnortado -adjetivo empleado literalmente por el mayor-, habría pensado que se trataba de una sus ficciones para amenizar la cena. Durán me comentó que le había gustado el término desnortado, por lo preciso, y que estaba de acuerdo con su hijo. El trabajo había sido un imán, y cuando lo perdió empezó a moverse en todas direcciones. Y le gustaba. Eso es, decía, estoy completamente desnortado. Lo decía con orgullo. Yo creo que los hijos terminaron por aceptarlo, porque continuaron viniendo, y porque, aunque no lo entendieran, dejaron de estar enfadados. La mayor parte de las veces son los padres quienes se sorprenden con hijos que no eran como esperaban y no les queda más remedio que aceptar, pero está claro que a veces también ocurre al revés.

Cuando a Durán se le terminó el subsidio por desempleo trasladó sus cosas a mi cuarto, donde al fin y al cabo dormía casi cada noche, y yo alquilé de nuevo la habitación a una estudiante de filosofía llamada Eva. Creo que no estábamos enamorados, sea lo que sea eso, desde luego no en una concepción clásica. No me reventaba el pecho, nunca hubo ansiedad, ni los siempres, ni anhelos, ni celos… Algunos días yo dormía fuera de casa. Otras veces él se acostaba con la estudiante. Los guiones se enriquecían, y nos llenaban de ideas para poner en práctica. Desde que alquilé la habitación a la estudiante, nuestras veladas dejaron de transcurrir en el salón, y las trasladamos a mi cama. Terminábamos de cenar los tres, después nosotros íbamos a mi cuarto y poníamos un disco. Entonces nos contábamos. Si alguno de los dos había salido y volvía tarde, o no volvía, la velada quedaba pospuesta. Creo que yo lo miraba como mira un niño a su mejor amigo a la hora del recreo, solo que además de jugar follábamos, y el sexo genera con frecuencia ciertas confusiones.  Pero eso no impide que algunas noches me sorprendiera mirando a Durán mientras dormía, y mirando después las cortinas, y la cómoda, ni que me preguntara por el tiempo pendiente de aplicar.

Beatriz Punne

Estuvimos trabajando juntos algo más de dos años. Yo había empezado a limpiar jardines por casualidad. Antes de eso había trabajado en una editorial pequeña que no supo sobrevivir a la tecnología, y después estuve en el paro varios meses. Al principio mis búsquedas se ciñeron a mi profesión,  y ofrecí mis servicios a varios medios de prensa escrita y editoriales.  Después de rellenar el formulario que aparecía tras pinchar el enlace de «trabaje con nosotros», con mis datos personales, académicos, profesionales, y una carta de motivación, algunas veces llegaba un correo electrónico automático en el que agradecían mi interés y me aseguraban que iban a estudiar mi solicitud. Otras veces no llegaba nada. Sospecho que, en todas ellas, mis datos personales, académicos, profesionales y mi carta de motivación terminaban en el buzón de spam de los respectivos responsables de recursos humanos. También postulé como profesor en colegios, academias, on-line, clases particulares, pero los resultados fueron prácticamente idénticos. Recuerdo que una tarde estuve hablando con mi amigo Daniel Estero. Él era arquitecto pero se ganaba la vida maquetando las servilletas de bares y restaurantes que querían aprovechar ese espacio para comunicar algo más que un gracias por su visita. Daniel estuvo disertando un buen rato acerca de los caminos para solucionar los problemas laborales desde su propia experiencia, e insistió mucho en que resultaba imprescindible la reinvención. Lo llamó así, de eso estoy seguro. Reinvención. Dijo que yo necesitaba reinventarme dado el contexto económico y social que estábamos viviendo. Dijo que yo no podía restringir mis posibilidades a ningún campo, que debía flexibilizar mi mente, estar dispuesto a ser otra persona distinta a la que creía que era. Dijo que lo que me había ocurrido ya lo había vivido él, que por eso podía darme el consejo desde la perspectiva de la oportunidad. Dijo que yo no estaba en paro, que en realidad yo estaba viviendo la oportunidad de hacer algo que de otra forma jamás habría hecho, y que ese algo descubriría de mí aspectos que yo ignoraba y que permanecían ocultos. Y que, por tanto, después sería un ser más completo. Yo le escuché y no quise pronunciar en voz alta las dudas que me ofrecía su discurso, ni tampoco preguntarle qué había aprendido de sí mismo perdiendo un trabajo de arquitecto satisfactorio, vocacional y bien pagado a cambio de poder descubrir su yo maquetador de servilletas de bar durante cuarenta horas a la semana a cambio del salario mínimo. No le manifesté tampoco lo mucho que me había irritado aquello de que yo necesitara reinventarme, porque yo no quería reinventarme, yo estaba bien siendo quien era, me gustaba, me gustaba mi profesión, era bueno en ella, me gustaba mi familia, me gustaba mi vida, y yo mismo no estaba mal, si no fuera porque no conseguía encontrar un trabajo para poder continuarme y pagar el alquiler y la luz, y algo de cena cada noche. No le dije nada. Tan solo escuché y le di las gracias porque, a pesar de la torpeza en la exposición, y de esa ingenuidad exasperante en una persona de la que esperaba algo más de inteligencia, o al menos de honestidad, sí acerté a comprender la intención del discurso. A partir de ese momento, aunque por razones muy diferentes a las expuestas por Daniel Estero, presenté mi candidatura a toda oferta de trabajo que apareciera, fuera de lo que fuera, y no vacilé a la hora de inventar mis datos académicos, mi experiencia profesional o mi motivación en función del trabajo que estuviera solicitando. Y un día me llamaron para limpiar jardines.

Nunca utilicé el nombre de Punne. Sé que era Beatriz, pero lo supe mucho tiempo después de haberla conocido, de haberla llamado Punne, de haber pensado en ella como Punne. El primer día de trabajo me dieron un mono verde, un chaleco reflectante para ponerme sobre el mono, una escoba grande y un cogedor. Me asignaron el Retiro. En el Retiro trabajaba una brigada de seis limpiadores. Teníamos que limpiar los caminos de hojas e inmundicias. El más antiguo se llamaba Azcona y tenía la responsabilidad de organizar el trabajo, y lo había hecho dividiendo el parque en tres zonas asignando cada una de ellas a  un grupo de dos. A mí me tocó con ella.

Punne y yo trabajábamos en silencio, solo hablábamos en el descanso del almuerzo. Yo era nuevo y ella no. Los primeros días permanecimos en silencio. Yo no estaba con mucho humor, no tenía ganas de hacer esfuerzos. La primera conversación la empezó ella. No me preguntó mi nombre, ni si vivía lejos, ni qué me parecía el trabajo. No me preguntó nada. Dijo que por la mañana había visto un coche Mini muy grande. Como si hubieran creado una versión maxi pero que también se llamaba Mini, y que tenía un maletero inmenso, o que a lo mejor eran siete plazas. Y me preguntó qué opinaba. No supe muy bien qué responder. Creo que en realidad ni siquiera le importaba mi opinión, y era una forma cortés para exponer la suya, cosa que no tardó en hacer. Dijo algo así como que no entendía por qué alguien podría querer un coche Mini, cuyo nombre no era azaroso, pero en una versión gigante, cuando ya había muchos modelos de coches enormes. Me dijo, te imaginas un cuatro por cuatro de dos plazas? A ninguno de los dos nos interesaban los coches lo más mínimo, de hecho, ninguno de los dos tenía coche, pero sin embargo estuvimos disertando un buen rato acerca del por qué de las elecciones de las personas en esa materia, e imaginando modelos absurdos, como una moto limusina o un smart cuatro por cuatro, con la absoluta convicción de que algún día los veríamos rodando por la ciudad. Eso ocurrió el primer día. El segundo empezó ella también, y el tercero. Y así se generó la dinámica. Ella comenzaba a disertar sobre algún tema, y nos dedicábamos a analizar,  a filosofar. Hablamos de física cuántica, de secretos que no quieren ser revelados, hablamos de señales, hablamos de vocaciones, hablamos de la teoría del caos, discutimos la conveniencia o no de la teletransportación… hablamos de arte, de política, de espacios urbanos, hablamos de sueños. Algunos días Punne no pronunciaba una sola palabra. Sacaba su almuerzo de la bolsa, un termo con café y una manzana, y lo tomaba tranquila y ceremoniosa, sin mirarme siquiera, como si junto a ella no hubiera nadie más, y yo estuviera allí pero no estuviera allí, como si estuviera escondido, o detrás de un falso espejo y ella no pudiera verme pero yo a ella sí. Da igual, si ella no hablaba guardábamos silencio y permanecíamos solos el uno junto al otro. Alguna vez, pocas, hablamos de la niñez. Punne al menos sí lo hizo. Me dijo que cuando era niña quería ser la virgen maría, pero que no había resultado porque todo el mundo le había dicho que eso no era posible, que como mucho podría ser monja, pero ella monja no quería ser, porque el sexo le gustaba, y si era virgen maría solo tendría que esperar para practicarlo hasta haber concebido de una forma pura, pero la incertidumbre de no saber en qué momento un espíritu tendría a bien fecundarla, cosa que podría suceder teniendo ella dieciséis, espera que sí le resultaba asequible, o treinta y nueve, posibilidad inaceptable, la hizo perder su vocación. Lo que quiero decir es que jamás hablábamos de nuestra vida presente fuera del trabajo, de lo que íbamos a hacer por la tarde, el fin de semana, con quién vivíamos o dónde… era como si la única vida que tuviéramos fuera la que transcurría en ese parque limpiando hojas, y sobre todo la de la hora del almuerzo. Y más allá de eso no hubiera nada más, salvo una infancia remota.  En cierto modo terminó siendo así.

Yo me preguntaba muchas cosas de Punne. De hecho, no tardó en ocupar todos mis pensamientos fuera de la hora del almuerzo (almorzando estaba obligado a concentrarme y pensar únicamente en los análisis filosóficos). Pero después, y antes, me preguntaba cuál sería su profesión, que habría estudiado, a qué se habría dedicado antes de haberse reinventado en limpiadora de jardines con un chaleco reflectante, estaba convencido de que esa mujer no había pasado toda su vida recogiendo hojas. O sí, y quizás esa actividad le permitiera libertad de reflexión. Seguramente leería mucho. Me preguntaba cómo serían los almuerzos con su anterior compañero o compañera de almuerzos, y me negaba a pensar que fueran iguales que los nuestros.  Me preguntaba cómo sería la casa en la que vivía. Yo me la imaginaba en una buhardilla pequeña y bohemia, llena de objetos insólitos y una cama grande con dosel. No sé por qué lo del dosel, pero así la imaginaba. Me preguntaba si tendría pareja, y apostaba a que no, o quizás lo que ocurría es que yo quería pensar que no, pero seguro que alguien la follaría por las noches, al menos algunas, y yo me preguntaba cómo lo haría, cómo le gustaría a ella.  Me preguntaba también si ella se preguntaría por mí, pero aunque yo quería pensar que sí, no podía evitar pensar que no. De haberlo hecho podría habérmelo preguntado ya que Punne tenía la iniciativa de las conversaciones. Pero jamás me preguntó nada. Ni siquiera cuando empezamos a follar.

También ella tomó la iniciativa. Fueron polvos rápidos e intensos, en el mismo parque, detrás de algún seto. Ella se sentaba encima de mí, silenciosa, y me miraba todo el tiempo, como si también estuviera pensando algo mientras tanto, pero como si lo estuviera pensando dentro de mi cabeza, como si ella misma estuviera dentro de mi cabeza, joder, ¡estaba dentro de mi cabeza!, y con esos ojos clavados me lo hacía saber, como si no lo supiera yo, todo el tiempo. Cuando se corría, Punne cerraba los ojos, fruncía un poco el ceño, y temblaba un poco. No me besaba. Ni antes, ni durante ni mucho menos después. Volvía a sentarse donde estuviera, sacaba el termo, y generalmente se quedaba en silencio. Serían diez o doce veces durante los últimos meses.

La última vez me dijo que quería ir a una habitación por horas. Me negué a pensar por qué no me invitaba a su casa. Me negué. Tampoco yo iba a invitarla a la mía. Fue la única vez que la vi desnuda. Ese día asumí la iniciativa, y la besé, y me dejó, la follé, y me dejó, varias veces, y marqué el ritmo, y me dejó, y la abracé, y la sujeté de tal forma que no pudiera irse. En las ocho horas que estuvimos juntos cerró los ojos muchas veces. Antes de irnos, me dijo que estaba casada y que tenía hijos. Yo le dije que también estaba casado, pero que la quería. Ella no dijo nada más.

Al día siguiente no fue a trabajar. Ni al otro. Al tercero me presentaron al que iba a ser mi nuevo compañero. Nunca más volví a verla. Yo dejé de limpiar jardines poco tiempo después.