Señales los martes

Los martes ya no soy llanero. Hoy martes no hay música puesta y me acuerdo de lo que iba a escribir ayer, que también venía a cuento de lo mismo, pero con otro enfoque, por no encasillarme en un disfraz. No creo en los horóscopos, no creo en dios, no creo en el más allá, pero reconozco que las señales me hacen gracia.

La otra tarde iba a entrar en el metro. Creo que me dirigía a mi casa para enseñarla, y llovía. A esas alturas ya me había cansado de tener que hacerlo. Enseñar mi casa. Tampoco lo había hecho hasta la fecha muchas veces, pero sí las suficientes como para sentir que no la enseñaba sino que la justificaba. Siempre he odiado justificarme. Cuando hago cosas que odio me duele la cabeza. Así que allá iba, en plan llanero con jaqueca, contra lluvia y viento moviéndome por metro de madrid, anticipando las gilipolleces de la gente que tenía que ver esa tarde, y cuando se fueron a abrir las puertas del vagón me dio por pensar las últimas dificultades como señales del universo. No sé, llámalo karma, llámalo alineación de los astros para vengarse por algún tipo de mal que yo haya infligido.

Me hice un juicio crítico. ¿Qué estoy haciendo mal? ¿En qué momentos siento más sucio mi estado de ánimo? Y entonces me puse a hablar con la voz imaginaria,  esa con la que hablaba cuando era niña y creía en seres sobrenaturales, la voz que soy yo misma haciendo de otro, solo que parece que el hablar conmigo enfrente hace compañía. Parece. En casa aún no lo hago, pero esa tarde en el vagón sí. Le decía a mi yo que hacía de otro: no me puedo creer que todo esto sea por mis enfados, porque tengo una forma diferente de entender las cosas. Pues anda y que te jodan, ya puedes seguir poniendo piedras.

Hoy martes he vuelto a salir de casa. Me había puesto un vestido, esta vez sin las botas militares y sin las de llanero, con el disfraz de señorita y los labios pintados. Salí a la calle con la mirada limpia y sonriendo, procuro no enfadar a la voz, estoy bien, estoy en paz, todo va a ir bien. Llueve. Me encuentro con el tipo de la farola, y me saluda como cada día. Le pregunto que cómo está, que hace mucho frío. Me dice que bien, y me dice que estoy muy guapa. Le doy las gracias y me dice que si voy a pasear con ese tiempo. No, voy a buscar un trabajo. Y me dice que seguro que lo voy a conseguir, y que voy muy guapa otra vez. Nos despedimos y yo sigo un poco más segura porque he vuelto a caer en la trampa de las señales, y si el señor de la farola me ha dicho que lo voy a conseguir es porque lo voy a conseguir, y convierto nuestra conversación en amuleto.

Llego a mi antigua oficina. La chica que hay en recepción es nueva, entró poco tiempo antes de que venciera mi contrato, yo la entrevisté, pero no me recuerda. Lo sé porque me pregunta mi nombre y el motivo de mi visita. Se lo digo. Me dice que le suena, que de hecho, aún sigo en la lista de empleados. Y me la enseña. Ya, le digo. Entro y espero en la sala de espera. Pienso que van a venir a buscarme, pero no, y al poco tiempo la recepcionista me dice que puedo pasar a la sala de reuniones, que si quiero que me acompañe. No, sé llegar.

Allí me están esperando cuatro antiguos compañeros. Me dan dos besos y me piden que me siente. Pienso que me van a preguntar cómo estoy, qué tal este último mes. Pero me preguntan que si quiero que me cuenten cuál es la actividad del centro. Me quedo un poco confundida. No hace falta, ya sé lo que se hace. Me piden que les cuente un poco sobre mí. Qué queréis que os cuente. Pues un poco lo que haces. He trabajado con ellos los últimos cuatro años, tomado café a diario, comido, sé los nombres de sus hijos, a qué se dedica su departamento, los últimos contratos que han firmado porque los he hecho yo, así que no entiendo nada. Pero me limito a contestar a lo que se me pregunta, continúo con el juego de hacer que no nos conocemos. Contesto sus preguntas. Desde que me licencié hace quince años hasta ahora. Me escucho hablar y me oigo la voz temblorosa. Me explican el contenido del puesto al que aspiro. Coincide exactamente con aquello que he estado desarrollando hasta ahora. Me preguntan que si me veo capacitada. Me da la sensación de que están llevando el juego demasiado lejos, el juego ralla la crueldad, quiero llorar porque me gustaría mandarles a tomar por culo, pero no lo hago, y además ya me he hecho demasiado pequeña. La jaqueca está en camino. Intento tocar el amuleto pero ya no está.

Salgo de allí sin ganas de hablar con nadie, especialmente no quiero encontrarme con mi voz. Hija de puta, seguro que se siente muy contenta. Hija de puta, seguro que piensa en lo sencillo que ha resultado ponerme dócil. En el tren continúo con Las intermitencias de la muerte. Después de comer me quedo sola. Durante un rato me pongo a buscar alternativas en Internet. Cuando me doy por vencida me he quedado sola en casa, me tumbo en la cama y bajo la persiana. Estoy tiritando pero al final me quedo dormida. Me despierto sin ganas y tengo que hacer un esfuerzo importante para levantarme. Me abrazas y lloro. No puedo dejar de llorar. Y sigo llorando mientras hago café, y sigo llorando mientras me lo tomo, y sigo llorando hasta que enciendo la tele. Me veo los cuatro primeros episodios de breaking bad. Hija de puta, hoy ha ganado. Pero escucha esto, hasta los martes se acaban.

 

Vudú

Lo pasé mal el primer día. Nada más. Después se me pasó. Es difícil no tomárselo como algo personal. En el sentido no me quieren. Es difícil separar lo que haces de lo que eres. Y te quedas sin trabajo y entonces lo que eres resulta dañado de una forma colateral. Supongo que si el malestar duró solo un día es porque yo por aquel entonces tenía un buen concepto de mí misma, y porque solía ser -y creo que aún soy-, una optimista irredenta. Decidí poner el enfoque en la cantidad de horas libres de soledad que iba a disfrutar. Algunas veces decido poner el enfoque en la parte positiva de un hecho, pero a pesar de haberlo decidido no consigo hacerlo. Aquella vez sí. Es cierto que hice uso de alguna sustancia ilegal, creo que era una marihuana creativa que me había regalado un amigo que la cultivaba, que también cultivaba grosellas, frambuesas y tomates cherry, pero como existe tanta censura con este asunto de las drogas, guardaré secreto con respecto a su nombre, y si la policía me preguntara alguna vez, quizás por haber encontrado este manuscrito, lo negaría todo alegando ficción literaria. La degradación, la ilicitud, la delincuencia y la perversión son mucho más atractivas para el lector, eso les diría. Lo cierto es que fumé algún canuto y que, en relación a lo positivo de mi actitud, este hecho tuvo una relación más accidental que causal.

Recuerdo que también decidí continuar con mis antiguas rutinas. Decidí mantener el despertador a las 6:50 de la mañana, hacer café, ver las noticias, ducharme, vestirme, y utilizar mi técnica de hacer listas para centrarme, para aprovechar ese tiempo y no dilapidarlo con mi tendencia a la indisciplina y la dispersión. Abrir una lista de cosas que quieres hacer es emocionante, es como un niño escribiendo a los Reyes Magos. Imagina, una hoja en blanco, un montón de horas por delante, y una sola pregunta: ¿qué quieres? Debería escribirla en negrita: ¿qué quieres? ¿Cuántas veces nos hacemos esa pregunta? ¿Cuántas veces sabemos contestarla? Muchas veces solo la contestamos cuando sabemos que aquello que queremos no es posible, la contestamos solo para generar sufrimiento. Como si soñar con aquello que podemos conseguir diera miedo. La responsabilidad, supongo. De hecho, recuerdo que al principio empecé a escribir en esa lista deseos pequeños. Quizás porque ese buen concepto de mí misma tenía fisuras. Quizás porque no sabía con cuánto tiempo contaba, como si eso pudiera saberse, pero ¿y si me embarcaba en un deseo extremadamente ambicioso y encontraba trabajo pronto y no podía terminarlo? O quizás porque me daba miedo fallar. Quizás necesitaba empezar por deseos pequeños, deseos sencillos, fácilmente concretables, deseos que se pudieran empezar y terminar en un corto periodo de tiempo, incluso en una misma mañana, incluso varios en una misma mañana, y que, cuando terminara el día, pudiera ver una larga lista de cosas que quería hacer y finalmente hice, deseos cumplidos.

Sí, empecé a escribir deseos en una lista y también a ponerme un plazo porque tiendo a la dispersión. Tenía que luchar contra la dispersión. Y es que podía escribir, por ejemplo, «llenar la casa de plantas», y al ponerme con ese deseo, que aparentemente es lineal y sencillo: bastaría con hacerme con unos esquejes, comprar tierra y buscar recipientes por casa que convertir en macetas, me daría cuenta de que no, de que se revelaría curvo y laberíntico. Empezaría a hacer primero un trabajo de investigación acerca de las especies de interior que mejor se adaptan a las condiciones ambientales que hay en mi casa, porque no tendría ningún sentido dedicar mi tiempo y mi esfuerzo a darle vida a una planta que, de puro sufrimiento, va a terminar muriendo. Perderíamos las dos, aunque la planta un poco más. Así que sí,  primero investigaría hasta saber que lo que yo puedo ofrecer le va a parecer bien al potos, al ficus benjamina, a la cinta. Y entonces me pondría a investigar acerca de cada una de esas especies, qué cuidados requieren, características de sus hojas, enfermedades frecuentes, lugares de origen. En ese momento mi navegador ya tendría más de treinta ventanas abiertas. Y entonces quizás me acordaría de que al lugar de origen, por ejemplo Malasia,  va a ir de viaje un primo mío, y me sorprendería a mí misma absorta, rememorando mi infancia, recordando a mis abuelos, que ya no están, a mi primo que sí, se casa y se va a Malasia, de donde son originarios los potos,  y un impulso fuerte me haría correr a la estantería y buscar los álbumes, y constatar la cantidad de polvo que hay cubriendo el álbum, cubriendo los libros, la estantería. Nunca hay tiempo para limpiar una estantería. Pero entonces sí lo tenía, y aunque limpiar no formara parte de la lista al final lo haría. Y así podría seguir hasta la hora de irme a la cama. Y habría sido un día frenético de investigación, recuerdos y tareas de lo más variopintas, pero al coger la lista no habría nada tachado, porque a pesar de todo no habría llenado nada con plantas, y eso me haría sentir mal. En el sentido de que hay cosas que quería hacer, he tenido el tiempo y la intención, y no he hecho. A eso me refiero. Y es que hasta las cosas más inocentes y más sencillas, como plantar una maceta, pueden no ser lineales, y para mí casi nada lo es. Y puedo saber cómo comienzo algo, pero no cómo lo voy a terminar, ni mucho menos cómo, o cuál será el recorrido. Lo predigo lineal, lo predigo sencillo, lo predigo directo, predigo que plantar una maceta consistirá en hacerme con un esqueje, con tierra y un recipiente, poner el esqueje y la tierra en el recipiente, y regar con agua y fin, lo predigo lineal y directo,  predigo un tiempo estimado de media hora, pero al final, ni siquiera lo más sencillo suele ser así. Como el final de esta historia.

Además de la lista de deseos estaba la lista de cosas que no quería hacer pero que sin embargo tenía que hacer. Una de ellas era buscar trabajo. Lo peor de buscar trabajo era leer las ofertas. Me parecía que el espíritu que guiaba la confección de un currículo y el de una oferta de empleo eran antagónicos. Yo, como la mayoría, escribía en el currículo todo aquello que podía gustar. Mis títulos académicos, los idiomas que era capaz de hablar, mis experiencias profesionales positivas y mis méritos en ellas, mis cualidades y virtudes personales…. A veces incluso adornaba ciertos aspectos si la verdad no me parecía suficientemente atractiva, destacaba lo bueno, me callaba lo malo. Mi intención era, insisto,  gustar. Sin embargo, las ofertas parecían escritas para ser detestadas. Un listado inacabable de tareas y responsabilidades, de requisitos, de idiomas que dominar, de exigencias: disponibilidad para viajar, disponibilidad horaria, compromiso, capacidad de sacrificio, capacidad para soportar presión… las ofertas decían de una forma indirecta pero inequívoca que el trabajo era duro, el clima laboral terrible, tu superior un ser difícil. Y que para para hacer esa mierda, querían al mejor. Yo les habría agradecido que mintieran. Al menos al principio, que dijeran algo que resultara motivador, como mínimo el sueldo, y no ese «retribución según valía». Lo peor de todo era leer lo terrible y lo duro que iba a resultar, lo mucho que se exigía a cambio de un ya veremos cuánto, y aún así, tener que decir: sí, quiero, sí, yo soy la mejor, y por eso estoy dispuesta a trabajar bajo presión, a que dispongáis de mi tiempo, estoy dispuesta a hacer los sacrificios necesarios por vosotros, sí, elegidme. ¿No era eso un síntoma inequívoco de que yo no podía ser tan buena? ¿No era una forma indirecta de aceptar que soy imbécil?

Buscar trabajo se estaba convirtiendo en hacer una recopilación de virtudes y suplicar con ellas (o gracias a ellas) un lugar en el infierno. En algunas ofertas se exigía narrar por qué querías ese puesto de trabajo. Creo que lo intenté, de veras, pero fui incapaz. De modo que terminé editando mi currículo, ensalzando mis exigencias y puntos débiles, como que mi nivel de inglés tiraba a mediocre, o que soy orgullosa y no me gusta que me lleven la contraria, que no soportaba acatar criterios menos inteligentes que los míos, mi tendencia a cuestionarlo todo, y también detallaba mi gusto por el portazo como método para aliviar el estrés. Por supuesto manifesté mi negativa a realizar horas extra, y a viajar salvo circunstancias a mi juicio justificadas y excepcionales. Y que mi motivación para querer trabajar era únicamente pagar facturas a fin de mes. Ese fue el currículo que empecé a enviar a partir de ese momento, y, de alguna forma, me sentí un poco menos imbécil.

Las primeras semanas estuve recluida en mi casa, con mi lista de deseos pequeños, sin ganas de salir a la calle, sin ganas de hablar por teléfono, sin ganas de tener contacto con otros seres humanos. Tampoco había tantas personas a las que ver. Ahora me parece increíble, pero por aquellos entonces era una persona bastante introvertida, no tenía pareja y me rodeaba de un círculo de amigos más bien pequeño. Sentía una enorme avidez por la soledad. Pero poco a poco, los deseos realizables se fueron agotando, que es lo mismo que decir que se fue agotando mi capacidad para desear. Hubiera deseado no desear nada. Poder sentirme en paz simplemente tumbada en un sillón con música y un libro, leyendo y fumando una hora detrás de otra. Y así cada día. Pero no podía. No era capaz. Ni con sustancias ilegales. Me empezaba a picar la impaciencia, me revolvía la musculatura, el pensamiento, no podía concentrarme en aquello que leía. Necesitaba una actividad física y mental constante y yo diría que hasta febril. Con eso tenía que convivir. Eso era yo. Al final, a falta de deseos realizables de los que poder apuntar en mi lista, empecé con los imposibles. Se me empezó a pasar por la cabeza montar mi propio negocio, algo que sí me gustara. Entonces veía un pequeño café, adornado con potos que brotaban de latas de conserva, tarros de cristal, botellas o bombillas, exposiciones fotográficas y pictóricas, veía conciertos, veía talleres y tertulias. Mi imaginación se disparaba, yo rodeada de gente, yo entusiasmada, yo haciendo posible que otras personas compartieran su obra, yo camarera psicóloga… yo haciendo algo imposible sin tener dinero. Yo soñando en el sofá de mi casa. Yo sin ganas de escribir nada en ninguna lista.

Hice entonces varias cosas para tratar de facilitarme toda esa gestión del tiempo. Por primera vez me planteé con urgencia conseguir un empleo, porque la inseguridad, el tiempo libre y los sueños imposibles estaban empezando a desquiciarme. Para conseguirlo me propuse mejorar mi nivel de inglés, quizás mi punto más débil. Ya había pasado por varias entrevistas personales en las que me habían puesto a prueba y no habían sido momentos gratos. Por otra parte no estaba en condiciones de invertir dinero en academias. En realidad solo necesitaba hablar y recuperar fluidez. No me podía creer que no hubiera en toda la ciudad algún nativo anglosajón con quien poder charlar en su idioma a cambio de algo que no fuera dinero. ¿Qué podría dar yo a cambio? Yo podría enseñarle español, a cocinar algo de aquí, o simplemente a cocinar algo que no fuera un sándwich, un reportaje fotográfico, o a plantar potos.

La última cosa que escribí en la lista de deseos fue «hacer fotografías».Ese era un deseo que me permitía pasar una buena temporada sin pensar en más, y que además podía tachar a diario. Me obligaba también a salir de casa, porque a veces la soledad genera una cierta adicción. Cualquiera desde fuera habría temido por mi salud. Desde fuera yo era una mujer de mediana edad, sola, que había perdido su trabajo, que apenas salía de casa, que no contestaba el teléfono, que no quedaba con nadie. Desde fuera podría haber parecido deprimida, desesperada. Desde fuera nadie podía saber que yo estaba inmersa en hacer aquello que quería y que ese ostracismo se debía tan solo al entusiasmo con que me empleaba en hacerlo…. o al menos al principio.

Puedo recordar con exactitud que mi búsqueda de nativo anglosajón y el deseo de realizar fotografías coincidieron en el tiempo, porque el día en que conocí a Abebi llevaba mi cámara. Habíamos quedado en el Retiro, y a pesar de que ya era noviembre hacía sol. Abebi era alta, negra y caminaba erguida. Lo cierto es que no hablaba demasiado, no hablaba casi nada, y ese primer día me resultó un encuentro un tanto difícil. Yo ya me había acostumbrado a la soledad, y además, no me resultaban sencillos los monólogos, ni tampoco los interrogatorios. Le pregunté que de dónde era y me dijo que de Nigeria, de un pueblo cuyo nombre era impronunciable, en la región de Borno (del nombre de la región evidentemente sí me acuerdo). Le pregunté que cuánto tiempo llevaba en España y me dijo que seis meses. Le pregunté que si quería que yo le enseñara español y me dijo que no era necesario. La conversación no fluía, me resultaba forzada, con el agravante del inglés. De modo que me puse a hablar yo. Y de una forma un tanto nerviosa y compulsiva y atropellada, le conté que no tenía trabajo, le conté que me había propuesto mejorar mi inglés y que por eso había contestado su anuncio, le conté que me había propuesto sacar fotografías porque ya no se me ocurrían más deseos en mi lista de deseos. Le conté que no me gustaba buscar trabajo, que me resultaba humillante. Le conté un montón de cosas de las que después me arrepentí. Qué debió pensar ella de mi humillación y mis quejas, ella que venía de Nigeria, que a saber cómo había llegado hasta aquí y por qué, que quizás sabía de mafias, de países en guerra, de explotación sexual, de atravesar estrechos a bordo de una patera, ella que estaba en un país extraño, que había tenido que aprender el idioma, que quizás vivía como ilegal, que quizás habría tenido también que buscar trabajo, y qué clase de trabajo, y yo le había dicho que para mí era humillante, qué debió pensar. No me interrumpió en ningún momento, no me corrigió mis fallos con el idioma, no me miró, solo caminaba a mi lado mirando al frente, a un frente mucho más elevado que el mío, porque debía sacarme al menos una cabeza, ella caminaba con una espalda que no se doblegaba, que no perdía ni por un segundo una verticalidad arquitecta, que no perdía ni por un momento un ángulo de ciento ochenta grados grados exactos con su cuello, de noventa con sus hombros. Cuando nos despedimos, Abebi miró mi cámara, y me dijo en un castellano perfecto que le gustaría que yo le hiciera unas fotografías. Y que si podría hacérselas en mi casa.

Le dije que sí, qué otra cosa podía hacer después de que hubiera soportado con semejante estoicismo mi verborrea en un inglés deficiente. Creo recordar que después me entraron dudas. En realidad yo no sabía nada sobre esa mujer, y la iba a meter en mi casa, me podría atacar, hacerme daño, hacerse fuerte en una habitación y negarse a abandonarla. Ese tipo de dudas mezquinas y clasistas de las que después siento vergüenza, pero que aparecen sin pedir permiso. No obstante, no me eché para atrás, y Abebi vino a hacerse una sesión. Yo había hecho algunos reportajes, siempre a nivel amateur, nunca me había dedicado de manera profesional. Se me daba bien, tenía una buena cámara, pocos conocimientos, y unas pequeñas nociones de revelado digital. Lo suficiente para hacer un regalo a algún amigo o familiar que quisiera un recuerdo gráfico en confianza sin gastarse una fortuna, sin gastarse nada, en realidad. Pero no tenía un estudio, no tenía medios técnicos, no tenía iluminación. Abebi llegó silenciosa como la primera vez. No tenía ni idea de qué tipo de fotos iba a querer, ni para qué, no tenía ni idea de qué tipo de persona era Abebi, ni lo sabría nunca.

No me hizo falta tener ideas porque ella tenía claro lo que quería. Me dijo que iba a hacer un baile, y que quería fotografías bailando. Me sorprendió la propuesta, pero fue mayor el alivio que sentí por no tener que pensar. Igual era bailarina, igual las necesitaba para buscar trabajo ella también, para un portfolio, una presentación, un cartel… Qué más daba. Me concentré en preparar el espacio. Estuvimos haciendo sitio en el salón, procurando fondos neutros, retirando mis objetos personales de manera que no apareciesen. Abebi sacó un CD y unas muñecas de trapo bastante feas, colocó el CD en la cadena de música, las muñecas en el suelo formando un círculo. Quiso bajar la luz y encender velas. Abebi se visitó con un pañuelo, y se colocó en medio del círculo. Me hizo una señal para que pusiera la música. Entonces comenzó todo. Tras un par de minutos de silencio sepulcral comenzó un sonido de tambores y cantos. Primero muy lejanos, después, muy poco a poco, se fueron acercando. Abebi empezó a moverse poco a poco de una forma que a mí me resultaba desconocida, con una cadencia bella y extraña… visceral. Las muñecas le servían de límite, se mantenía siempre dentro del círculo que formaban. En el resto de la habitación no paraban de moverse al mismo ritmo todas las luces y todas las sombras que formaba Abebi, cada vez más salvaje. No eran los pasos de ningún baile, era una danza. No es lo mismo bailar que danzar. Abebi había dejado de ser una mujer para ser puro instinto, un cuerpo que la música guiaba y sacudía con total libertad, sin que mediara ningún acto consciente. Yo no podía dejar de disparar. Rezaba para que la escasa iluminación y los movimientos me permitieran lograr alguna imagen enfocada. Abebi entonces se deshizo el nudo del pañuelo que llevaba como vestido, que cayó por completo, y continuó su danza completamente desnuda, con las mismas contorsiones y saltos, a veces furiosos, a veces sensuales, a veces abstractos, pero ahora yo podía ver todo su cuerpo en movimiento, musculoso, largo, negro y brillante. Era un animal perfecto. En ese momento supe que estaba presenciando la escena de mayor belleza a la que hubiera asistido jamás, y también la escena de mayor belleza a la que asistiría nunca.

La danza duró unos diez minutos. Cuando terminaron los tambores ella cayó en su círculo exhausta, y se quedó un rato así, en silencio. Yo sabía que estaba viva porque veía su espalda moverse al ritmo de su respiración agitada. No fui capaz de articular palabra, ni tampoco de hacer una sola fotografía más. Era como si el silencio que se había creado al terminar fuera mucho más importante que ninguna otra cosa, y, sobre todo, como si yo no tuviera derecho a interrumpirlo, o como si el hacerlo resultara obsceno. Cuando Abebi recuperó el resuello se levantó sin mirarme, como si estuviera sola, creo que en cierto sentido lo estaba; se visitó con el pañuelo y volvió a su posición erguida. Me pidió que le grabara las fotos. Me quejé como pude, siempre en mi inglés maldito, le pedí unas horas para poder retocarlas, seleccionar las que hubieran quedado bien, ponerlas en blanco y negro, porque así me gusta trabajar a mí. Me dijo que era necesario que se las llevara todas en ese mismo momento. Dijo necesario, no dijo preferible, no dijo importante. Dijo necesario. Yo simplemente obedecí. Descargué todas las fotos, las pasé a un CD, y se lo dí. No me dejó quedarme con ninguna de ellas. Con ninguna. Me lamenté mucho, intenté aferrar en mi cabeza las imágenes aún recientes de la danza de Abebi desnuda en mi salón, pero aunque lo intenté no me quedé tranquila, no tenía demasiada fe en mi memoria. Era mucho más seguro conservar fotografías. Ni siquiera había podido ver cómo había quedado el trabajo que había hecho. Esa noche me llamaron de una empresa para una entrevista de trabajo.

La entrevista fue en inglés, y lo recuerdo porque jamás en mi vida había hablado de esa forma. Fue un momento extraño, como si me hubiera poseído una intérprete desde la Gran Bretaña, apenas comprendía los giros y expresiones que salían de mi boca, con mi mismo tono de voz. Y me contrataron. Respetando el horario que les impuse, respetando todas y cada una de mis condiciones, incluido el sueldo loco que yo jamás pensé que ganaría, más del triple del mejor que yo había recibido nunca, uno que se arrimaba a los cien mil euros anuales.

Como empecé a trabajar, dejé de tener tiempo y necesidad, y no volví a llamar a Abebi. Ella tampoco se puso en contacto conmigo. De vez en cuando, cuando me metía en la cama resonaban en mi cabeza los tambores y veía entre luces y sombras, en un perfecto tono sepia, el cuerpo de Abebi rugiendo. Abebi a veces se transformaba en una pantera, otras veces era un hada blanca, a veces la veía impresa imaginando una foto imposible, una foto de Pulitzer, una foto que yo jamás habría podido hacer, pero así la imaginaba. Y después imaginaba mi café, abarrotado de gente, de intelectuales fríos y analíticos. Y en mi café de pronto caía la luz y sonaba la música tribal, y en medio de un círculo estaba Abebi, y danzaba, y dejaba caer su pañuelo, y todos nos quedábamos conmovidos con su cuerpo salvaje, sus movimientos salvajes, y nos llenábamos de angustia porque no éramos capaces de contener en nosotros tal cantidad de belleza e instinto. Y teníamos la certeza de estar contemplando por primera vez algo real. No, real no, algo auténtico. Y nadie conseguía analizar aquello que estaba presenciando, nadie podía explicar por qué sentíamos tanto porque nadie podía pensar mientras estaba sintiendo. Todo eso imaginaba. En mi café yo era feliz, Abebi también, quienes estaban dentro también.

Cuatro años más tarde ya había ahorrado lo suficiente. Dejé mi trabajo y alquilé un local céntrico. Monté mi negocio más o menos como lo había imaginado. Me exigió mucho esfuerzo, y mucha dedicación. La noche antes de su inauguración soñé de nuevo con Abebi. La había estado llamando. Ahora ya tenía mi sueño grande, ahora cabía ella. Nadie contestó el teléfono. Lo intenté durante una temporada, la busqué casi hasta la obsesión. Incluso contraté un detective privado, pero fue imposible. Nunca más volví a saber nada de ella. Para conjurarla llamé al local Café Borno, y contraté a un camarero nigeriano, Soni, que no tenía ninguna experiencia y que hasta entonces vendía revistas en la calle y vivía de la solidaridad de asociaciones. Soni tenía una sonrisa sincera, una alegría contagiosa, una mujer y un hijo de dos años. Yo tampoco tenía experiencia y mi inglés continuaba siendo nefasto, así que Soni y yo aprendimos juntos. Soni atendía a los clientes extranjeros, me ayudaba con la música tribal, a buscar artistas, a llenar de ideas el local. Una vez a la semana hacíamos una noche negra. Yo investigaba acerca de cafés, tés, cócteles, investigaba el arte local, y trabajaba en la barra. A esa barra se acercó un día el guitarrista de un grupo que había estado tocando, y me enamoré. Nos enamoramos. Y desde entonces llevamos una vida un tanto loca pero hemos sido muy felices, en cualquier caso, esa es otra historia. Soni terminó siendo mi socio, y cuando ya estuve demasiado cansada para continuar trabajando, le entregué las riendas del Café. Ahora el Café Borno lo gestiona él. No ha servido para hacernos ricos, pero nos hemos divertido, sí, y nos ha permitido vivir a su familia, a la mía, y a la de otro camarero, y continúa siendo un referente cultural y artístico. De vez en cuando incluso hemos podido ser mecenas de algunas personas con un talento tan especial que nos resultaba inconcebible que no pudiera desarrollarlo. No ocurre tan frecuentemente. Soni tiene una gran sensibilidad para detectarlo.

Me habría encantado que conociera a Abebi. Creo que si la hubiera podido ver bailar habría vibrado tanto que se le habría desintegrado la piel, o las terminaciones nerviosas. Así que quizás haya sido mejor así. Algunas veces pienso que Abebi no existió nunca y que es fruto de mi imaginación. La he visto dos veces y la he soñado el resto de mi vida. Pero real o imaginaria, la danza de Abebi es lo más auténtico que he visto jamás. A mí me gusta creer que ella cambió mi vida. Estoy convencida de que hubo algo mágico en ese baile que hizo que, de alguna forma imposible, me llamaran de aquel trabajo, me contrataran, y pudiera abrir mi café. A Soni le he contado cien veces esta historia, no porque necesitara compartirla tanto, sino esperando que algún día él me diera alguna explicación que confirmara mi creencia, como si la hubiera….  Soni me escuchaba siempre, y a su vez me narraba la forma en que yo le encontré a él, y creo que con eso quería hacerme entender, de una manera retorcida, que a veces ocurren cosas sin ningún motivo, casualidades maravillosas que cambian nuestra vida y que no llegamos a entender. Que bajo mi punto de vista no deja de ser otra forma de magia. Pero a mí me sigue gustando más mi versión. De todos modos, eso es algo que no tiene demasiado trascendencia.

lunes 7 de noviembre, on the road again.

Lo bonito que tienen las etapas vitales en las que eso que ahora se ha dado en llamar zonas de confort se resquebrajan, es que te permiten ser un llanero, y que, además, te permiten escribir la palabra llanero. Y te empujan a caminar por la calle con botas y blue jeans un lunes por la mañana, y unas buenas gafas de sol. Y a fumar picadura sin filtro, y para encenderlos usar una cerilla, y con un escorzo decidido la prendo mediante el rozamiento con la suela.

Puedo hacer cualquier cosa ahora que camino sobre arenas movedizas, puedo hacer cualquier cosa ahora que de fondo suena un blues del delta del mississipi, puedo hacer cualquier cosa mientras un slide se vaya deslizando al límite, sin llegar a caer nunca al abismo y sin llegar a pisar jamás tierra firme.

Saberme en peligro me hace osada, a veces me empuja incluso a la temeridad. Y se da la contradictoria circunstancia de que justo cuando todo puede saltar en mil pedazos, o precisamente porque todo puede saltar en mil pedazos, mi cuerpo se mueve y avanza sabiéndose invencible.

Up against the wall

Hoy me volvieron a pedir la canción en el coche, mientras los llevaba al entrenamiento. Llevo a mi hijo Miguel y a su amigo Dani. Dani suele ser bastante crítico con la música que pongo. Últimamente suelo ir con clásicos. Rock clásico: Bo diddley, Chuck Berry, Little Richard, Jerry Lee Lewis… jazz clásico: Amstrong, Ella… ese tipo. A veces también me cogen en un día indie, del tipo atormentado que no va nada con su carácter, de modo que procuro que no coincida. Dani dice que vaya mierda de música, que ya no estamos en los noventa. Ni siquiera me molesto en rectificarle, porque para ellos el mundo antes de esa década no existía, antes de los noventa el mundo era un gran agujero negro, eran los hombres de las cavernas, era el big ben. Fuera del reggeaton que pinchan en la radio fórmula el mundo es extraño y ajeno. Miguel sí tiene cultura musical. Ahora ya existe la democracia en el coche y vamos pinchando por turnos unos y otros, pero antes de eso, primero existió el tiempo de la dictadura de Miliki, y después el tiempo en que escuchaban  lo que yo ponía. Y muchas cosas le gustaban. Me recuerda a los años en los que era yo la que iba en el asiento de atrás y escuchaba música country. Todo el tiempo. A mí no me entusiasmó nunca, pero le decía a mi padre que sí para no herir sus sentimientos. Y esto me da qué pensar.

Cuando Miguel empezó a pinchar nos enseñaba las canciones que escuchaba con sus amigos en el colegio, en el campamento, las que les molan a sus amigos, las que a él le recuerdan a sus buenos momentos… Pero no recibieron una buena acogida. A mí el reggaeton no me gusta, pero me indignaba un poco que le dijeran que sus gustos eran una mierda. A todos nos gusta que se respete lo que nos gusta, y además todos tenemos un pasado, pero el caso es que a Miguel le terminó pudiendo su deseo de ser aceptado, reservó el perreo para su intimidad, y en el coche fue probando otras cosas. Siempre está escuchando música, y ya he dicho que su gusto es amplio, de modo que tiene recursos. Una mañana, camino del cole, me sorprendió pinchando una lista que se llamaba The road to the punk rock. De esa lista le gustaban Surfin bird de The Trashmen, All day and all of the night de The kinks, y alguna que otra más, pero después de dejarlo seguí con ella puesta y entonces la escuché. Supe que con ella los iba a conquistar. Y lo hice. La prueba la he tenido hoy.

Al recogerlos esta tarde primero me han contado que el examen de naturales bien, pero que el de sociales, que ayer mantuvo, al menos a Miguel, recluido toda la tarde en la habitación, regular. Podría habérselo estudiado más dosificado, pero qué le voy a decir cuando yo siempre he sido de atracones la tarde de antes. Me acordé de mi padre, que tenía fe en la justicia, y me decía que cuando uno se ha esforzado los buenos resultados llegan. A mi a veces me gusta pensar que sí, pero al margen de las sociales, y de mi misma, sé que la justicia no es una ley exacta, y que no siempre llega cuando se la invoca con el esfuerzo. Después de eso, me han pedido la canción.

Lo tiene todo, una letra fácil de recordar porque solo consta de una línea, contenido explícito (como se dice ahora), y es insolente y provocadora. Hemos ido los tres a gritos cantando «up against the wall motherfuckers». Y joder, cómo libera. No tanto como decir contra la pared, hijos de puta, pero libera. No sé en qué pensarían ellos, si en su examen de sociales, en su tutor, en el sistema central, o en los ríos de la vertiente atlántica. A mí se me pasaron por la cabeza muchos de los rostros que protagonizan las noticias en los telediarios. Me sonreí. No es muy didáctico, pero al final, dijéramos lo que dijéramos, no estábamos haciendo daño a nadie, ni siendo violentos. Solo cantábamos, cantábamos los tres en un coche, cantábamos up against the wall, motherfuckers, cantábamos llenándonos la boca, y cantando nos sentíamos un poco más ligeros, como si fuera escapando la rabia con cada una de las pocas notas de esa canción tan simple.

Cuando los dejé el parking estaba lleno, así que me quedé en doble fila, esperando que alguien se fuera para aparcar bien el coche y poder esperar leyendo. Esos son mis ratos consagrados de lectura. Dos horas lunes y miércoles encerrada en el coche, la contrapartida placentera a mi trabajo de chófer.

En general, las normas para aparcar cuando está lleno el parking son claras, están basadas en la justicia y no en la suerte. El que más tiempo lleva en doble fila esperando es el primero que aparca su coche cuando alguien sale. Un sistema de turnos clásico. El mismo sistema que impera cuando uno va a al cine un sábado por la tarde, a un supermercado, etc, creo que no merece más explicación. O sí. Porque cuando después de media hora esperando por fin se iba un coche y el hueco que dejaba ya me tocaba a mí, y mientras estaba yo haciendo las maniobras para aparcar, llegó una señora con un mercedes azul que acababa de llegar, y lo metió. Como acababa de llegar y quizás no se había percatado de la cola, me bajé de mi coche y me acerqué al suyo para explicarle que había cola, y gente esperando, y que era mi turno. La señora ya tenía una cierta edad. Tenía el pelo teñido de rubio muy claro, y lo llevaba bien peinado, con un recogido de peluquería, pendientes grandes, un pañuelo en el cuello, collar… una señora de bien que llevaba a su nieto a entrenar. Pero la señora no bajó la ventanilla, me miró por un momento como quien mira a un ser insignificante, prácticamente invisible, y se encogió de hombros. Ella sin duda creyó que las normas tenían que ver con la suerte. Le dije que no daba igual, que se trataba de una cuestión de respeto. Y que tenía el aspecto de haber sido bien educada, y que al menos se dignara a bajar la ventana para poder hablar a un volumen normal. Pero no lo hizo, así que intenté abrir la puerta de su mercedes, pero lo tenía cerrado. Así que me despedí diciéndole a un volumen que pudiera escuchar a pesar de no haber bajado su ventana, que aunque fuera disfrazada de señora, en realidad era una mujer chabacana y vulgar.

Volví a meterme en mi coche. Me temblaban las manos de rabia. Y me coloqué en doble fila con brusquedad justo detrás de ella. Entonces aún no me había dado cuenta de que la señora no había salido aún del coche, ni tampoco de que no lo había hecho porque tenía miedo. Pero cuando el destino quiso que la siguiente plaza que se quedara libre fuera justo la que había al lado de su bonito deportivo, aparqué mi coche, y la vi, y la miré, y ella me miró, lo supe. La señora seguí ahí metida porque me tenía miedo. A mi. Y volví a pensar en la justicia, incluso un poco en la suerte. La señora no podía saber que yo habitualmente soy de esas pocas personas que no sale del coche en dos horas, no va a ver el entrenamiento y permanece allí dentro leyendo. De modo que el hecho de que yo tampoco saliera de mi vehículo y le devolviera la mirada con cara de odiarla con gran intensidad, debió interpretarlo como un gesto amenazante, así que también permaneció dentro, jugando con el móvil. Y me sirvió en bandeja mi venganza. No se atrevía a salir del coche e ir a tomar un café, o a ver a su nieto, por no dejar su flamante coche solo conmigo allí al lado, con esa cara de loca furiosa, con esa cara de ir a escribirle puta con una llave en la puerta, con esa cara de ir a rajarle una rueda con la navaja que sin duda escondería en el fondo de mi bolso, con esa cara de ir a estallarle una piedra en su cristal. Porque yo no tenía pinta de señora de bien. Yo seguro que era capaz de cualquier cosa. Y lo era. Eso no obstante no quiere decir que lo hubiera hecho.

Me mantuve inmóvil con el libro en el regazo, con los pies sobre el asiento, fumando de vez en cuando, el codo por fuera de la ventanilla, mirándola con cara de psicópata de tanto en tanto. Estuve tentada de poner música a todo volumen, de buscarle una lista de punkarras o de screamers, me planteé incluso el reggaeton. Pero al fin y al cabo yo qué culpa tenía de su prepotencia y de su falta de respeto. Con música no puedo leer.

Su miedo la mantuvo encerrada dentro del coche alrededor de una hora. Hasta que salió el nieto. Poco antes, salió a buscarlo sin perder de vista el coche, y sin dejar de mirar hacia atrás, con cara de pánico.

Cuando salió Miguel, antes de llegar a casa me puso la canción. Oh sí, Miguel, gracias! Up against the wall motherfuckers. De nuevo una imagen concreta en mi cabeza. Esta vez tenía el pelo teñido de rubio y cara de agobio. Y me sonreí.

 

llegados a este punto

Qué suerte que nacieras, y que viviendo todos estos años de un lado para otro, ahora estés justo donde estás, que es precisamente donde estoy yo. ¿No te parece una casualidad asombrosa? No, tú dices muy seguro que  las vidas que empezaron las otras veces que naciste, y las que vendrán cuando vuelvas a nacer, tienen en común que siempre llegas a este punto preciso donde estás ahora. Que es donde estoy yo.

En este punto somos jóvenes y valientes, en este punto estamos un poco locos, y es imprescindible permanecer desnudos.  Entonces aparecen los significados para nosotros. Aparecen por todas partes. En Amuleto de Bolaño, en el Mundo de Millás, en una bicicleta apoyada en una pared, en un robot de cajas de cartón, en una gata que se va a llamar Carmen, en la luna de medio día que aparece en zaragoza y se mete por mi ventana, en ese señor que estaba sentado en la mesa, y celebraba él solo con vino blanco y berberechos, en el mensaje que hay escrito en la pared, en la fuente de la república de españa, y en ese paisaje que algún día será tuyo.

Ya es mío. Es todo nuestro, ese es nuestro patrimonio de belleza y magia.