Zonas grises

Cuando entré en su habitación ya conocía toda la historia. Primero porque me lo había contado mi madre, y, segundo, porque me lo había contado ella misma por teléfono. Aún así, hablamos de ello una vez más aunque ya estuviera hablado, de qué si no.

Me dijo que cuando se dio cuenta de que había roto la bolsa, de vacaciones en aquel pueblecito de costa, y fue al hospital, y entró diciendo que era un embarazo monocorial biamniótico con posible síndrome de transfusión feto-fetal y rotura de bolsa de veintidós semanas de gestación, la atendieron con suma urgencia, como cabría esperar que atendieran a un tráfico, o a un accidente vascular.

En el hospital del pueblecito de costa eran especialistas en picaduras de medusa, traumatismos y golpes de calor, pero en embarazos monocoriales biamnióticos no, y la residente que atendió el caso puso cara de angustia y dijo que ella no podía hacer nada. La bolsa de una de las gemelas se había fisurado y había perdido líquido, aunque no todo, y las niñas estaban bien, por el momento. Pero existía el riesgo de que se desencadenara el parto y entonces necesitaría asistencia médica para dar a luz a dos niñas que nacerían muertas.

Ella llamó a su ginecólogo, el que sí era especialista, y le confirmó que tras una rotura en la bolsa tenía que esperar cuarenta y ocho horas en el hospital por si se desencadenaba el parto. Pero que si tras ese tiempo seguía estable, que pidiera el alta voluntaria y volviera cuanto antes a su ciudad directa a su hospital de referencia. Allí sí sabían qué hacer.

Aguantó esa cuarenta y ocho horas estable y pidió el alta voluntaria. Me contó que en el viaje de vuelta llevaban anotados los hospitales que había en el camino, la ruta y la distancia a cada uno de ellos, por si acaso ocurría algo, pero que no obstante su marido condujo tan deprisa llevado por el pánico (en ese momento imagino que él no conducía un coche aunque pareciera un coche, sino una ambulancia no medicalizada), que ella me contaba que por un momento pensó que si no moría desangrada por complicaciones durante el camino, lo haría en un accidente de tráfico.

Sin embargo llegaron a salvo al gran hospital de referencia, y volvió a entrar presentándose como embarazo monocorial biamniótico con fisura en una bolsa de veintidós semanas de gestación, volvieron a darle prioridad frente al resto de los pacientes que esperaban en urgencias, y la ingresaron. Ella se quedó allí y su marido se fue a casa con la otra hija de ambos, de dos años.

Entonces empezó a llegar la información. Las niñas estaban bien, ella no tenía ninguna señal de ir a ponerse de parto y le estaban suministrando antibióticos de forma preventiva para evitar una posible infección de los fetos a través de la fisura. Pero que, no obstante, no se podía descartar la posibilidad de que ese parto prematuro se desencadenara en cualquier momento. Pero que ese cualquier momento ocurriera tendría unas consecuencias muy distintas según el estado de gestación. En ese hospital, dados sus sofisticados medios, eran capaces de poder intentar sacar adelante fetos nacidos a partir de la semana veintitrés. Pero las estadísticas en cuanto a supervivencia eran poco alentadoras, y, en caso de sobrevivir, el riesgo de que las niñas quedaran con secuelas se elevaba al 70%. ¿Qué tipo de secuelas? Preguntaron. Secuelas que pueden ir desde una sordera hasta una parálisis cerebral. Y todas ellas, las leves y las graves, entraban dentro del mismo porcentaje.

Los médicos les informaron de que entre la semana veintitrés y la semana veinticinco era la llamada zona gris. Eso quiere decir que sin ayuda médica las niñas morirían al nacer, pero si las reanimaban podrían intentar sacarlas adelante con esas perspectivas que les habían contado. Y que eran los padres quienes debían decidir, y dejar por escrito qué querían que hicieran los médicos si el parto se producía en ese cualquier momento, en el de la zona gris. Intentar salvarlas o dejarlas morir. Después, entre la semana veinticinco hasta la veintiocho o la veintinueve, ya no había elección para los padres. Los porcentajes de supervivencia aumentaban y los riesgos de secuelas disminuían hasta un 50%. Y si conseguía aguantar y que nacieran después de la semana veintinueve, ya no serían grandes prematuros sino prematuros de engorde, y el pronóstico sería muy bueno.

Ella me estuvo hablando del sufrimiento que les había supuesto esa decisión, y del conflicto moral al que se habían enfrentado. Y que decidieron que si el parto se producía en esa llamada zona gris, negarse a la intervención médica. Me dijo que, en general, sus familiares y amigos habían sido comprensivos con la decisión que habían tomado, aunque sí que habían recibido algún reproche por parte de alguna persona puntual.

Entonces intervine, y le planteé la cuestión que a mí me surgió ante todo aquello que me estaba contando. ¿Y por qué le habéis contado a todo el mundo este dilema y la decisión que habéis tomado? ¿Qué necesidad tenéis de someteros a un juicio público?

Entonces ella me contestó que por dos motivos. El primero de ellos era que necesitaban desahogarse y compartir esa situación que estaban viviendo. Y que el segundo, que aunque estas disyuntivas morales no se daban muy a menudo, ocurrían, pero que nadie lo cuenta, así que nadie lo sabe, así que entonces es como si no existieran. Pero existen. Y entonces un día te ocurre a ti, y te parece que estás solo. Que eres la única persona en el mundo que tiene que tomar una decisión así de terrible, y les parecía importante que ciertas cosas también se supieran, que se supiera que ocurren, que se creara sensibilidad, y que se generara respeto. Y que, además, aunque sonara horrible, la zona gris, aquella zona en la que habían podido elegir, aunque esta decisión hubiera sido tan difícil, les había dado una cierta tranquilidad. En esos momentos, cuando yo estaba con ella, ya había salido de esa zona. En esos momentos ya no podía decidir, si se ponía de parto los médicos intentarían sacar a sus hijas adelante, con un riesgo de secuela de un 50%. Me decía que los médicos le hablaban de que ya se encontraban ante un riesgo bajo y asumible. Pero supongo que ella pensaba en la posibilidad del 50% de tener dos hijas con parálisis cerebral, y, desde su perspectiva, el porcentaje no era ni tan bajo ni tan asumible. Así que por delante le esperaban tres semanas de gestación críticas, sin moverse apenas en aquella cama de hospital, separada de su marido y su hija, para intentar que sus hijas se desarrollaran lo suficiente como para tener casi las mismas oportunidades de cualquier bebé nacido a término, de nacer sanas, y poder llevar una vida normal.

Después, creo que hablamos de personal sanitario, de educación, de adolescentes, de un peligroso juego suicida en redes, y de lo mucho que hablamos las mujeres de mi familia. La llevé una botella de agua, dejé puesta la televisión tal y como me pidió, para estar un poco distraída, dijo, y salí. Los pasillos del pabellón de maternidad ya estaban oscuros. Solo se oía el llanto de algún recién nacido.

 

Los amorosos

Hoy he cumplido 39 y se me ha olvidado escribir. Y no solo. Estamos poco imaginativos. Perder la imaginación es como quedarse ciego.  Hoy he cumplido 39 y he empezado de cero aunque no sea posible empezar de cero. Hoy he cumplido 39 y he escrito tres líneas. Casi cuatro. Que es casi como empezar de cero, o llámalo volver a empezar, o, si quieres, volver.

Los amorosos. Jaime Sabines.

Los amorosos callan.
El amor es el silencio más fino,
el más tembloroso, el más insoportable.
Los amorosos buscan,
los amorosos son los que abandonan,
son los que cambian, los que olvidan.

Su corazón les dice que nunca han de encontrar,
no encuentran, buscan.
Los amorosos andan como locos
porque están solos, solos, solos,
entregándose, dándose a cada rato,
llorando porque no salvan al amor.

Les preocupa el amor. Los amorosos
viven al día, no pueden hacer más, no saben.
Siempre se están yendo,
siempre, hacia alguna parte.
Esperan,
no esperan nada, pero esperan.

Saben que nunca han de encontrar.
El amor es la prórroga perpetua,
siempre el paso siguiente, el otro, el otro.
Los amorosos son los insaciables,
los que siempre -¡que bueno!- han de estar solos.
Los amorosos son la hidra del cuento.

Tienen serpientes en lugar de brazos.
Las venas del cuello se les hinchan
también como serpientes para asfixiarlos.
Los amorosos no pueden dormir
porque si se duermen se los comen los gusanos.
En la oscuridad abren los ojos
y les cae en ellos el espanto.
Encuentran alacranes bajo la sábana
y su cama flota como sobre un lago.

Los amorosos son locos, sólo locos,
sin Dios y sin diablo.
Los amorosos salen de sus cuevas
temblorosos, hambrientos,
a cazar fantasmas.
Se ríen de las gentes que lo saben todo,
de las que aman a perpetuidad, verídicamente,
de las que creen en el amor
como una lámpara de inagotable aceite.

Los amorosos juegan a coger el agua,
a tatuar el humo, a no irse.
Juegan el largo, el triste juego del amor.
Nadie ha de resignarse.
Dicen que nadie ha de resignarse.
Los amorosos se avergüenzan de toda conformación.
Vacíos, pero vacíos de una a otra costilla,
la muerte les fermenta detrás de los ojos,
y ellos caminan, lloran hasta la madrugada
en que trenes y gallos se despiden dolorosamente.

Les llega a veces un olor a tierra recién nacida,
a mujeres que duermen con la mano en el sexo,
complacidas,
a arroyos de agua tierna y a cocinas.
Los amorosos se ponen a cantar entre labios
una canción no aprendida,
y se van llorando, llorando,
la hermosa vida.

Lavapiés no es Ushuaia

Al África subsahariana llegamos en metro. Hacemos cola en el cajero, y al lado hay un par de mesas atendidas por mujeres que, por cómo se hablan y se tratan, deben estar allí cada día, o cada sábado, o cada fin de semana. Intento leer los carteles de la mesa y no llego a identificar quiénes son, pero dicen algo de vivienda digna, quizá sean de la pah, pero no me lo parecen las siglas. Visten de verde. Ellas no son del África subsahariana, por el blanco de su piel lo digo. Nosotros tampoco. Pero caminamos por la calle del Sombrerete como Pedro por su casa, y a nuestro lado los africanos se saludan, como lo hacían antiguamente los vecinos, pero a la manera africana. Algunos son del norte, y aprovechando el buen tiempo están haciendo tertulia sentados en la acera fumando una shisha y bebiendo té. En Mesón de Paredes me fijo en las corralas, y en la ropa tendida que siempre me inspira tanta ternura, y pienso que una de esas camisetas puede ser la camiseta de la suerte de alguien que habita justo detrás de ese trozo de fachada, y que antes de lavarla se la puso para jugar un partido, o para decirle a esa chica que si quería acompañarle a tomar una cerveza o a ver la forma de las nubes, y como es su camiseta de la suerte y la llevaba puesta metió dos goles, y además la chica le dijo que sí, y las nubes se disfrazaron de perro verde, y de trébol de cuatro hojas. Quizás. Una de esas camisetas. Las corralas son castizas con senegaleses asomados a las ventanas, son castizas siempre. Igual que una camiseta de la suerte es camiseta de la suerte siempre. Hay cosas que son lo que son muy al margen de la nacionalidad de quien la habite. Hombres y mujeres visten túnicas de color rojo, blanco, amarillo, verde, solo nosotros vamos de negro, de camino al Baobab. El Baobab no es un restaurante, es un símbolo. Es un símbolo de momentos felices. Siempre nos hemos sentado allí felices, menos una vez que he olvidado, y ya se ha convertido en algo indisoluble. Jamás se nos ocurriría ir al Baobab en un día triste. Jamás. Los momentos felices hay que sellarlos. Porque al sellar se les reviste de valor y de permanencia. Los momentos felices son demasiado valioso como para tratarlos de cualquier manera.

«confía, me digo, confía. esta última semana me lo he dicho un millón de veces, y cuando me lo digo no lo escucho con mi voz, sino con la tuya»

Cuando llegamos la terraza del Baobab está llena. Hay tanta gente que tenemos que asumir que no vamos a poder sellar nuestra felicidad allí, con la fuente de Cabestros de testigo a nuestra espalda, con su inscripción: República de España. ¿O era república española? Reconoce que por un momento pensaste que corría peligro. La felicidad. Porque los dos sabemos que somos frágiles. Pero nos obstinamos en no echar a perder lo conseguido esa mañana, la audacia de las palabras que derriban muros, que arriesgamos, expuestos, y ganamos quedarnos tan cerca. Y tan felices. Decidimos no continuar subiendo hacia la India, y desandamos lo andado, nos aferramos al plan, vamos en busca del otro restaurante senegalés de Lavapiés, porque a lo mejor no se trata tanto del restaurante Baobab en concreto, sino del Thiebou de pescado. Todas las mesas de las terrazas por las que vamos pasando están llenas. Porque Madrid está radiante, y todos quieren sellar su felicidad: subsaharianos, indios, marroquís, madrileños. Y muy en el fondo, aunque ninguno diga nada, los dos albergamos la sombría duda de que quizás tampoco podamos sellar nada en el restaurante senegalés de urgencia, que aún no es un símbolo pero podría llegar a serlo, y que nuestra felicidad se podría quedar huérfana de símbolo en un día tan maravilloso como este. Pero justo se levantan unas señoras justo de una mesa del senegalés de urgencia. Nos sentamos, ente aliviados y triunfantes.  El mismo camarero atiende las mesas de la terraza del restaurante senegalés de urgencia y de uno cubano.

«no tengas miedo, deja de tener miedo. es el miedo el que lo destruye todo»

Las terrazas comparten camarero y también música. Mientras estamos nosotros suena la cubana. Llega el camarero y le saludo, «hola, ¿qué tal?» y el camarero me contesta «estoy bien, gracias». Y como no dice nada más continúo con la iniciativa y le pido dos cervezas y un thiebou djenne. El balcón que hay justo encima de nosotros se abre y una señora sale y se sienta en un taburete. Ella nos mira desde arriba y nosotros la miramos desde abajo. Se nos acerca un señor con barba y un hatillo de libros y nos pregunta que si nos gusta leer. No me apetece ser amable ni tener que empezar a comprar cosas y y le digo que no, pero el señor te ha mirado a ti, menos mal, y te dice «la has mirado a ella, por algo será». Aún ninguno sabe que en ese tiro a tres bandas hemos ganado todos. Nos cuenta que escribe poesía, y que acaba de publicar un libro que está vendiendo por diez euros. Y nos pone un ejemplar en cada mano. «Yo no sé si lo hago bien, pero a mí me gusta y mis amigos me dicen que continúe, así que sigo escribiendo.» Por supuesto nos quedamos con un libro, y lo pagas tú con un billete de veinte, porque eres quien hizo la cola en el cajero. Y él se va dentro a buscar cambio. Mientras está dentro abro el libro por una página cualquiera y te leo:

«Yo hago jazz, yo teatro, yo
esgrima, yo escribo, si multicultura
en un barrio madrileño.
Yo soy de Senegal, yo de Italia,
yo de Grecia, yo de Alemania y
todo va unido a lo dicho.
Plaza y calle de Lavapiés, calle
Argumosa, Ave María, calle valencia,
típico y castizo barrio madrileño
donde la universidad hace alarde.
Bankia, La Boca del Lobo, BBVA,
Bar la Perdiz, la plaza de Lavapiés
y muchas cosas para vivir y conocer
gentes, turismo,
el gran museo llamado Reina Sofía y el
arte de amar y sentir la vida.
Yo de Portugal, yo de Lavapiés,
donde vivo.»

El sábado, cuando la leí, me pareció más emocionante que ahora, me pareció tan emocionante leerlo en ese momento, en voz alta, en aquel lugar y para ti, que casi se me escapa una lágrima, y eso que yo nunca lloro. Y entonces llegó otra mujer y nos preguntó de nuevo que si nos gustaba leer, también para vendernos otra cosa. Y le dijimos que sí, pero que acabábamos de comprar un libro y que ya no íbamos a comprar nada más. Nos estuvo contando que hacía encuadernaciones artesanales, también restauraciones. Y nos dejó una tarjeta, escrita a mano. Así sé que la mujer tiene el nombre de Fuensanta. ¿De quién es el libro? ¿Del poeta? Sí. Cuánto me alegro, es que yo lo conozco, ¿dónde está? dentro buscando cambio. Y el poeta, Carlos Martínez Torres salió del bar cubano con el cambio, y Fuensanta se le acercó, y lo abrazó, y le dijo «ay, Carlos, bonito, cuánto me alegra que lo estés vendiendo, te lo mereces» y le dio besos sonoros en el carrillo. Y por la calle pasaban dos tíos, uno de ellos parecía italiano, el otro le iba haciendo de guía turístico. «No, no vamos a seguir por allí porque si no nos salimos del barrio. Para que sepas donde estás, aquí la gente es moderna y casi toda de izquierdas.» Pasó un chico con una guitarra, y otro y otro, una chica con un contrabajo, y otra con un violín.

El senegalés nos trajo el Thiebou a ritmo de merengue, y, mientras, yo pensaba cuánto me gustaba Lavapiés. A pesar de no pertenecer. Veo que el poeta está en la mesa del bar de al lado. Se ha encontrado con alguien y quizás está celebrando la venta de un ejemplar. Él sí pertenece. Yo no, yo solo me pierdo por allí, sello mi felicidad y observo, pero me parece un gran lugar al que pertenecer.

Volvemos por la India, y paso por delante de la librería Burma. Está abierta. Permanece. No entro porque entrar en una librería y no salir con dos o tres libros me resulta imposible, y no es el día. Pero permanece. Y terminamos de alejarnos, y llegamos hasta la plaza del Ángel y nos tomamos un café en el Central, aunque sea medio día, y no haya concierto.

Amo Lavapiés, pero no pertenezco. En realidad tengo esa sensación prácticamente en todas partes, en el barrio en el que me crié, en el que vivo, en casi todos, y me pasa también con muchas personas, con casi todas. Lavapiés está lleno de gente que sí pertenece. Amo Lavapiés porque es un lugar al que me parecería bien pertenecer. Y por eso vuelvo. A mezclarme, a fundirme, a observar. A sellar una mañana feliz. A sujetarla en la memoria con palabras. Ahora que lo pienso, la frontera del lugar al que pertenezco eres tú.

 

 

Bolaño y la respetabilidad.

Mientras esperabas para la prueba no se me ocurrió otra cosa para distraerte del pánico que sacar mi libro de cuentos de Bolaño y empezar a leerte Los mitos de Cthulhu. Qué torpeza. Antes de empezar no me di cuenta de que el pánico es algo demasiado poderoso como para dejar que le distraigan, y mucho menos con la densidad de Bolaño, de que cuando uno se está preparando, e incluso despidiendo por lo que le puedan llegar a diagnosticar, aunque no ese día no llegara a ocurrir, por suerte, cosa que yo ya sabía pero tú no, no puede uno prestarle atención a prácticamente nada que no sea la propia preparación para el final, la propia despedida de uno, el propio miedo. Lo dejé a medias, porque aunque tarde, me di cuenta de que no era momento. No sé por qué, creo que simplemente porque he salido a la calle, o porque he estado en una librería de las que tienen mesas con los diez libros más vendidos, o porque le he hecho una foto a la carta que ha publicado en un cartón el señor que duerme en la glorieta dando las gracias, sí, dando las gracias, pero me he acordado de Los mitos de Cthulhu otra vez, y he necesitado volver, y no al principio, a la parte que te leí aquel día, sino a la que me faltó.  Es esta:

«Hoy he leído una entrevista con un prestigioso y resabiado escritor latinoamericano. Le dicen que cite a tres personajes que admire. Responde. Nelson Mandela, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa. Se podría escribir una tesis sobre el estado de la literatura latinoamericana sólo basándose en esa respuesta. El lector ocioso puede preguntarse en qué se parecen estos tres personajes. Hay algo que une a dos de ellos: el Premio Nobel. Hay más de algo que los une a los tres: hace años fueron de izquierda. Es probable que los tres admiren la voz de Miriam Makeba. Es probable que los tres hayan bailado, García Márquez y Vargas Llosa en abigarrados apartamentos de latinoamericanos, Mándela en la soledad de su celda, el pegadizo pata-pata. Los tres dejan delfines lamentables, escritores epigonales, pero claros y amenos, en el caso de García Márquez y Vargas Llosa, y el inefable Thabo Mbeki, actual presidente de Sudáfrica, que niega la existencia del sida, en el caso de Mandela. ¿Cómo alguien puede decir, y quedarse tan fresco, que los personajes que más admira son estos tres? ¿Por qué no Bush, Putin y Castro? ¿Por qué no el mulá Omar, Haider y Berlusconi? ¿Por qué no Sánchez Dragó, Sánchez Dragó y Sánchez Dragó, disfrazado de Santísima Trinidad?

Con declaraciones como ésta, así nos va. Por supuesto, estoy dispuesto a hacer lo que sea necesario (aunque esto suene innecesariamente melodramático) para que ese escritor resabiado pueda hacer esta y cualquier otra declaración, según sea su gusto y ganas. Que cualquiera pueda decir lo que quiera decir y escribir lo que quiera escribir y además pueda publicar. Estoy en contra de la censura y de la autocensura. Con una sola condición, como dijo Alceo de Mitilene: que si vas a decir lo que quieres, también vas a oír lo que no quieres.

En realidad la literatura latinoamericana no es Borges ni Macedonio Fernández ni Onetti ni Bioy ni Cortázar ni Rulfo ni Revueltas ni siquiera el dueto de machos ancianos formado por García Márquez y Vargas Llosa. La literatura latinoamericana es Isabel Allende, Luis Sepúlveda, Ángeles Mastretta, Sergio Ramírez, Tomás Eloy Martínez, un tal Aguilar Camín o Comín y muchos otros nombres ilustres que en este momento no recuerdo.

La obra de Reinaldo Arenas ya está perdida. La de Puig, la de Copi, la de Roberto Arlt. Ya nadie lee a Ibargüengoitia. Monterroso, que perfectamente bien hubiera podido declarar que tres de sus personajes inolvidables son Mandela, García Márquez y Vargas Llosa, tal vez cambiando a Vargas Llosa por Bryce Echenique, no tardará en entrar de lleno en la mecánica del olvido. Ahora es la época del escritor funcionario, del escritor matón, del escritor que va al gimnasio, del escritor que cura sus males en Houston o en la Clínica Mayo de Nueva York. La mejor lección de literatura que dio Vargas Llosa fue salir a hacer jogging con las primeras luces del alba. La mejor lección de García Márquez fue recibir al Papa de Roma en La Habana, calzado con botines de charol, García, no el Papa, que supongo iría con sandalias, junto a Castro, que iba con botas. Aún recuerdo la sonrisa que García Márquez, en aquella magna fiesta, no pudo disimular del todo. Los ojos entrecerrados, la piel estirada como si acabara de hacerse un lifting, los labios ligeramente fruncidos, labios sarracenos habría dicho Amado Nervo muerto de envidia.

¿Qué pueden hacer Sergio Pitol, Fernando Vallejo y Ricardo Piglia contra la avalancha de glamour? Poca cosa. Literatura. Pero la literatura no vale nada si no va acompañada de algo más refulgente que el mero acto de sobrevivir. La literatura, sobre todo en Latinoamérica, y sospecho que también en España, es éxito, éxito social, claro, es decir es grandes tirajes, traducciones a más de treinta idiomas (yo puedo nombrar veinte idiomas, pero a partir del idioma número 25 empiezo a tener problemas, no porque crea que el idioma número 26 no existe sino porque me cuesta imaginar una industria editorial y unos lectores birmanos temblando de emoción con los avatares mágico-realistas de Eva Luna), casa en Nueva York o Los Ángeles, cenas con grandes magnatarios (para que así descubramos que Bill Clinton puede recitar de memoria párrafos enteros de Huckleberry Finn con la misma soltura con que el presidente Aznar lee a Cernuda), portadas en Newsweek y anticipos millonarios.

Los escritores actuales no son ya, como bien hiciera notar Pere Gimferrer, señoritos dispuestos a fulminar la respetabilidad social ni mucho menos un hatajo de inadaptados sino gente salida de la clase media y del proletariado dispuesta a escalar el Everest de la respetabilidad, deseosa de respetabilidad. Son rubios y morenos hijos del pueblo de Madrid, son gente de clase media baja que espera terminar sus días en la clase media alta. No rechazan la respetabilidad. La buscan desesperadamente. Para llegar a ella tienen que transpirar mucho. Firmar libros, sonreír, viajar a lugares desconocidos, sonreír, hacer de payaso en los programas del corazón, sonreír mucho, sobre todo no morder la mano que les da de comer, asistir a ferias de libros y contestar de buen talante las preguntas más cretinas, sonreír en las peores situaciones, poner cara de inteligentes, controlar el crecimiento demográfico, dar siempre las gracias.

No es de extrañar que de golpe se sientan cansados. La lucha por la respetabilidad es agotadora. Pero los nuevos escritores tuvieron y algunos aún tienen (y Dios se los conserve por muchos años) padres que se agotaron y gastaron por un simple jornal de obrero y por lo tanto saben, los nuevos escritores, que hay cosas mucho más agotadoras que sonreír incesantemente y decirle sí al poder. Claro que hay cosas mucho más agotadoras. Y de alguna forma es conmovedor buscar un sitio, aunque sea a codazos, en los pastizales de la respetabilidad. Ya no existe Aldana, ya nadie dice que ahora es preciso morir, pero existe, en cambio, el opinador profesional, el tertuliano, el académico, el regalón del partido, sea éste de derecha o de izquierda, existe el hábil plagiario, el trepa contumaz, el cobarde maquiavélico, figuras que en el sistema literario no desentonan de las figuras del pasado, que cumplen, a trancas y barrancas, a menudo con cierta elegancia, su rol, y que nosotros, los lectores o los espectadores o el público, el público, el público, como le decía al oído Margarita Xirgu a García Lorca, nos merecemos.

Dios bendiga a Hernán Rivera Letelier, Dios bendiga su cursilería, su sentimentalismo, sus posiciones políticamente correctas, sus torpes trampas formales, pues yo he contribuido a ello. Dios bendiga a los hijos tarados de García Márquez y a los hijos tarados de Octavio Paz, pues yo soy responsable de esos alumbramientos. Dios bendiga los campos de concentración para homosexuales de Fidel Castro y los veinte mil desaparecidos de Argentina y la jeta perpleja de Videla y la sonrisa de macho anciano de Perón que se proyecta en el cielo y a los asesinos de niños de Río de Janeiro y el castellano que utiliza Hugo Chávez, que huele a mierda y es mierda y que he creado yo.

Todo es, a final de cuentas, folclore. Somos buenos para pelear y somos malos para la cama. ¿O tal vez era al revés, Maquieira? Ya no me acuerdo. Tiene razón Fuguet: hay que conseguir becas y anticipos sustanciosos. Hay que venderse antes de que ellos, quienes sean, pierdan el interés por comprarte. Los últimos latinoamericanos que supieron quién era Jacques Vaché fueron Julio Cortázar y Mario Santiago y ambos están muertos. La novela de Penélope Cruz en la India está a la altura de nuestros más preclaros estilistas. Llega Pe a la India. Como le gusta el color local o lo auténtico va a comer a uno de los peores restaurantes de Calcuta o de Bombay. Así lo dice Pe. Uno de los peores o uno de los más baratos o uno de los más populares. En la puerta ve a un niño famélico quien a su vez no le quita los ojos de encima. Pe se levanta y sale y le pregunta al niño qué le pasa. El niño le dice si le puede dar un vaso de leche. Curioso, pues Pe no está bebiendo leche. En cualquier caso nuestra actriz consigue un vaso de leche y se lo lleva al niño, que sigue en la puerta. Acto seguido el niño bebe el vaso de leche ante la atenta mirada de Pe. Cuando se lo acaba, cuenta Pe, la mirada de agradecimiento y de felicidad del niño la lleva a pensar en la cantidad de cosas que ella posee y que no necesita, aunque allí Pe se equivoca, pues todo, absolutamente todo lo que posee, lo necesita. Al cabo de unos días Pe mantiene una larga conversación filosófica y también de orden práctico con la madre Teresa de Calcuta. En determinado momento Pe le cuenta esta historia. Habla de lo necesario y de lo superfluo, de ser y no ser, de ser con relación a y de no ser en relación ¿con qué?, ¿y cómo?, ¿y a final de cuentas qué es eso de ser?, ¿ser tú misma?, Pe se hace un lío. La madre Teresa, mientras tanto, no para de moverse como una comadreja reumática de un lado a otro de la habitación o del porche que las cobija, mientras el sol de Calcuta, el sol balsámico y también el sol de los muertos vivientes, espolvorea sus postreros rayos imantado ya por el oeste. Eso, eso, dice la madre Teresa de Calcuta, y luego murmura algo que Pe no entiende. ¿Qué?, dice Pe en inglés. Sé tú misma. No te preocupes por arreglar el mundo, dice la madre Teresa, ayuda, ayuda, ayuda a uno, dale un vaso de leche a uno y ya será suficiente, apadrina a un niño, sólo a uno, y ya será suficiente, dice la madre Teresa en italiano y con evidente mal humor. Al caer la noche Pe vuelve al hotel. Se ducha, se cambia de ropa, se pone unas gotas de perfume sin poder dejar de pensar en las palabras de la madre Teresa. A la hora de los postres, de golpe, la iluminación. Todo consiste en sacar un pellizco microscópico de los ahorros. Todo consiste en no atribularse. Tú dale a un niño indio doce mil pesetas al año y ya estarás haciendo algo. Y no te atribules ni tengas mala conciencia. No fumes, come frutos secos y no tengas mala conciencia. El ahorro y el bien están indisolublemente unidos.

Quedan algunos enigmas flotando como ectoplasmas en el aire. ¿Si Pe iba a comer a un restaurante barato cómo es que no le dio una gastroenteritis? ¿Y por qué Pe, que tiene dinero, iba precisamente a comer a un restaurante barato? ¿Por ahorrar?

Somos malos para la cama, somos malos para la intemperie, pero buenos para el ahorro. Todo lo guardamos. Como si supiéramos que el manicomio se va a quemar. Todo lo escondemos. No sólo los tesoros que cíclicamente sustraerá Pizarro, sino las cosas más inútiles, las baratijas, hilos sueltos, cartas, botones, que enterramos en sitios que luego se borran de nuestra memoria, pues nuestra memoria es débil. Nos gusta, sin embargo, guardar, atesorar, ahorrar. Si pudiéramos, nos ahorraríamos a nosotros mismos para épocas mejores. No sabemos estar sin papá y mamá. Aunque sospechamos que papá y mamá nos hicieron feos y tontos y malos para así engrandecerse aún más ellos mismos ante las generaciones venideras. Pues para papá y mamá el ahorro era interpretado como perdurabilidad y como obra y como panteón de hombres ilustres, mientras que para nosotros el ahorro es éxito, dinero, respetabilidad. Sólo nos interesa el éxito, el dinero, la respetabilidad. Somos la generación de la clase media.

La perdurabilidad ha sido vencida por la velocidad de las imágenes vacías. El panteón de los hombres ilustres, lo descubrimos con estupor, es la perrera del manicomio que se quema.

Si pudiéramos crucificar a Borges, lo crucificaríamos. Somos los asesinos tímidos, los asesinos prudentes. Creemos que nuestro cerebro es un mausoleo de mármol, cuando en realidad es una casa hecha con cartones, una chabola perdida entre un descampado y un crepúsculo interminable. (Quién dice, por otra parte, que no hayamos crucificado a Borges. Lo dice Borges, que murió en Ginebra).

Sigamos, pues, los dictados de García Márquez y leamos a Alejandro Dumas. Hagámosle caso a Pérez Dragó o a García Conte y leamos a Pérez Reverte. En el folletón está la salvación del lector (y de paso, de la industria editorial). Quién nos lo iba a decir. Mucho presumir de Proust, mucho estudiar las páginas de Joyce que cuelgan de un alambre, y la respuesta estaba en el folletón. Ay, el folletón. Pero somos malos para la cama y probablemente volveremos a meter la pata. Todo lleva a pensar que esto no tiene salida.»

Roberto Bolaño.

Los mitos de Cthulhu. Conferencia publicada en El gaucho insufrible.

Trastornos

Mi psiquiatra dice que mi trastorno estaba ahí antes de aquello, latente, y tendrá razón, seguro, pero hasta entonces llevaba una vida aparentemente normal, o no muy diferente al menos a la del resto de la gente, que viene a ser lo mismo. Lo digo en el sentido de que, por ejemplo, a mí no me parece normal dormir con un revólver bajo la almohada, quiero decir, que si salgo una noche con un tipo, tomamos una copa, nos parecemos bien, decidiéramos tener sexo y decidiéramos que fuera en su casa, -yo suelo preferirlo porque así me puedo ir cuando quiero, me siento más libre- y si ya en su casa, aprovechando el momento en que él está en el baño, quizás después de haber practicado sexo, yo sintiera curiosidad, porque soy una persona curiosa y creo que eso no es necesariamente consecuencia de mi trastorno, y me pusiera a mirar un poco, superficialmente, como si fuera normal, y levantara la almohada, solo para ver qué tipo de pijama usa para dormir, y encontrara un arma de fuego, saldría de allí pitando. Intentaría vestirme a toda velocidad, puede que incluso saliera de la casa con la ropa en la mano, y me fuera poniendo las bragas en el descansillo, y abrochándome la camisa en el ascensor, confiando en que a esas horas los vecinos duermen, pensando sin duda antes en ponerme a salvo de un tipo que tiene una puta pistola en su casa antes que de miradas ajenas, porque al final mi cuerpo es muy parecido a otros cuerpos, no tiene nada de especial, a pesar de que puestos a hablar de anormalidades, encontrar a una mujer poniéndose el sujetador en el descansillo lo es, y puede que el vecino en cuestión también saliera de allí pitando, pero más por un miedo a la anormalidad, que es un miedo que existe, que por miedo a perder la vida. Pero si en lugar de haber nacido en Madrid me hubiera criado en Texas, si al ponerme a curiosear inocentemente bajo la almohada de mi amante hubiera encontrado un arma de fuego, me habría parecido normal, no habría temido por mi vida ni me habría arrojado desnuda a un descansillo, porque además, si me hubiera criado en Texas sabría que mi desnudez resultaría mucho más agresiva que un arma, y me habría quedado tranquilamente en la cama esperando a que mi amante saliera del baño, tranquilamente, con la paz que da el tener un revólver al lado. De hecho, probablemente, si  yo me hubiera criado en Texas también tendría un arma. O dos. Seguro. Lo sé porque me conozco, y más allá del trastorno las tendría.

Me he excedido con la relatividad de lo que es normal y me he desviado de mi trastorno, que es el gran protagonista, y que, como decía, debía padecer ya antes de que se manifestara. La ubicación del momento donde empezó todo fue un supermercado. Habría preferido otra localización, pero ocurrió donde ocurrió.  La culpa la tuvieron esas cajas de autocobro que instalaron, que despidieran a tres cajeras y mi furia porque el supermercado redujera servicio al cliente, puestos de trabajo, y no bajara los precios. Una tomadura de pelo en toda regla. Al principio miraba las cajas recelosa, ni siquiera sabía muy bien qué era eso.  Después me indigné, me entró la vena sindical, «esto lo único que consigue es destruir empleo», y continuaba poniéndome a la cola de las cajas tradicionales, que cada vez eran menos y las colas más largas, y miraba con odio a quienes se colocaban en las nuevas, y esperaba mi turno para pagar sintiendo una gran gloria, pensándome salvadora y adalid de la conservación del empleo y la dignidad humana, y nadie se daba cuenta, pero yo en mi cabeza tenía en alto el puño izquierdo y cantaba la internacional, y se me ponían los pelos de punta.

Pero unos días más tarde, o unas semanas más tarde, o un tiempo más tarde, el que fuera, qué más da, me acerqué a una de esas cajas nuevas, un día en que parecían decirme «prueba, sé cajera por un día». Me prometí a mí misma que solo sería una vez. Y probé. Quizás por conocer al enemigo. Por ahorrar tiempo. Y sobre todo por aquello de imaginarme siendo cajera, y más aún en esta época de las experiencias. Regala una experiencia. Parece que vivir ha dejado de ser experiencial, y tenemos que rellenar ese vacío a golpe de visa, como hacemos con todo. O es que como ya no sabemos en qué chorrada gastarnos el dinero, pagamos por tirarnos de un puente con una cuerda, por una batalla de pistolas láser, por dormir una noche en una casa rural, por ordeñar un día a una vaca, por protagonizar una sesión fotográfica de estudio. Así que yo lo enfoqué así, tenía la oportunidad de ser cajera por un día y además gratis. De modo que me di los buenos días, pasé mis artículos por el lector, me informé del importe de mi compra, y me pregunté si iba a pagarlo en efectivo o con tarjeta. Con tarjeta, me contesté. Así que verifiqué mi identidad enseñándome mi DNI y pagué. Pero una vez hecho todo esto, me di cuenta de que no había tenido en cuenta las bolsas: tenía un montón de artículos pagados y no podía recogerlos. Había bolsas, pero tendría que haberlas escaneado previamente y pagado junto con el resto de artículos. En esa encrucijada tuve que ser fuerte y tomar una decisión que marcaría un antes y un después en mi vida, aunque en ese momento no fui consciente de la trascendencia, y opté por robar.

Salí de allí apresurada y con un nudo en el estómago, pero no pasó nada. No sonó ninguna alarma, nadie me denunció, no me interceptaron los guardias de seguridad en la puerta, nada. Salí de allí como si fuera cualquier otro día, crucé la calle como si fuera cualquier otro día, y es posible que si no hubiera sido por la adrenalina que segregué con mi pequeño hurto, todo habría seguido igual. Pero aunque todo pareciera igual no lo era. Volví aparentando normalidad pero en cuanto traspasé el umbral de mi casa, di un grito, se me escapó una carcajada nerviosa y  estuve riendo durante un buen rato. Nada pudo detener lo que ocurrió a continuación en mi cabeza, que ya estaba preparando el siguiente golpe. Después del éxito de las bolsas en el supermercado necesitaba dar un paso más. Un paquete de chicles. Después quizás algo de ropa en un gran almacén, y con un poco de tesón, inteligencia y estudio, podría llegar a perpetrar algo memorable, un golpe de los que después inspiran guiones de películas, que posiblemente interpretaría algún actor con perfil de tipo duro estilo… no sé, Clint Eastwood, o alguna buenorra de cuerpo atlético, como Anjelina Jolie, para hacerlo más verosímil.

Creo que en esos momentos me alivió el no haber probado ser sicaria por un día, y no por disquisiciones morales, sino porque entonces supe que matar también podría llegar a gustarme. Joder, por eso se hacen las normas. Por eso se crean esos límites infranqueables. Porque quizás por matar a alguien, a una sola persona, una sola vez,  en un momento determinado, no arrastrado por un impulso malvado y violento, sino por curiosidad, como hecho experiencial, como un oye, es que yo no me quiero morir sin haberlo probado, pues entiendo que tampoco habría un gran problema. Es posible que incluso, en casos determinados, resultara un gran bien común. Pero lo jodido de todo es que una vez traspasado ese límite se le puede coger gusto. Al menos en mi caso, aunque en mi caso quizás sea por el trastorno. Y un asesinato es una cosa muy seria, y muy distinto es practicarlo una vez de manera excepcional que tener que andar matando a diario, por vicio. Así que en cierto modo, a pesar de haberme iniciado en la disciplina del robo, me tranquilizó saberme con la lucidez suficiente como para tener tan claro que el asesinato mejor no probarlo. Y eso que por aquellos entonces aún no visitaba al psiquiatra. Después de esa reflexión pude dedicarme por completo a planear mis siguientes golpes.

Hablar con un psiquiatra me resulta bastante reconfortante. Hablar me resulta reconfortante. También por entonces. Vivía sola. Trabajaba de asistente en unos laboratorios de control de calidad de la industria cárnica. El horario de laboratorio terminaba a las cinco de la tarde. Un poco antes del cierre llegaba yo, y me quedaba en los laboratorios para vigilar que la maquinaria se mantuviera con los parámetros necesarios de humedad y temperatura, encargarme de los experimentos que terminaran por la tarde, autoclavar el instrumental para el día siguiente, y quizás redactar algún informe. No era madame Curie, pero me ganaba la vida y nadie se metía con mi trabajo. A las doce de la noche llegaba mi relevo. Y nada más. También sola toda la tarde. Por eso, con frecuencia, cuando terminaba, entraba al café Lunar a tomarme una copa y a hablar un poco. A veces en la barra había alguna persona receptiva con la que entablar una conversación y pasaba un buen rato. Incluso algunas veces hasta podía encontrar sexo. Pero la mayor parte de los días terminaba hablando con el malagueño que ponía las copas. Sin embargo desde que empecé con los robos, dejó de ser lo mismo.

Esa nueva faceta mía no podía compartirla. No creo que nadie fuera a denunciarme, en realidad es posible que nadie me creyera, o que al menos no me tomaran muy en serio, porque ningún delincuente va por ahí contando sus delitos en la barra de un bar. Pero pensarían que estoy chiflada. Y si la delincuencia espanta, la locura todavía más. Joder, yo me pasaba el día sola, y no acudía a un bar a las doce de la noche para continuar sola y espantar a la gente. Eso sí, ya que no podía sincerarme, aprovechaba para cometer algún pequeño hurto. Algo que no me pudieran achacar a mí, que era cliente habitual. Especialmente las noches en que terminaba en la cama de algún desconocido. Les quitaba alguna cosa pequeña. La cartera no, habría sido una torpeza, pero sí las examinaba. Cuántas tarjetas tenían, el carnet de identidad, el de conducir, los resguardos de las compras, alguno aún llevaba fotografías… En base a mi experiencia puedo decir que casi ningún hombre mentía acerca de su edad, pero sí acerca de sus trabajos y de sus cargos, era sencillo comprobarlo con solo mirar las tarjetas de visita. En casa, de vuelta, me entretenía a veces fisgando los movimientos de sus cuentas bancarias. Fotografiaba las tarjetas de coordenadas de sus bancos, y las contraseñas solían ser las fechas de nacimiento de los hijos. Casi siempre tenían hijos. Yo accedía a todo aquello, pero después me quedaba de recuerdo con la tarjeta de un restaurante, con una nota escrita a mano, con una foto que hubiera en la casa. Por aquellos entonces con eso me bastaba. Comprobar hasta dónde podía llegar, pero quedarme solo con un símbolo de lo que pude hacer y no hice.

Era una vida bastante solitaria. Emocionante, pero solitaria hasta el extremo de doler. Hay personas que son capaces de mantenerse siempre ocultas bajo la identidad que proyectan y sentirse bien. Yo no. Sin embargo, casi me había resignado. Hasta que apareció esa mujer una noche en el Lunar. Debía tener unos sesenta años, y llevaba uno de esos trajes de chaqueta un poco antiguos, de cuadros pequeños, la falda por debajo de las rodillas, medias de compresión, y zapato de horma ancha. Debajo del traje un jersey fino, y un pañuelo pequeño en el cuello. Una señora con pinta de ama de casa de las de antes, de las que se han encargado de llevar a los hijos al colegio, de que hicieran la tarea, de lavar y de planchar. De las que hacen croquetas con las sobras del cocido, y albóndigas y ensaladilla rusa, y que jamás han servido alimentos precocinados. De las que en casa se ponen una batita de flores, pero para salir a la calle se visten. De las que planchan los calcetines, los calzoncillos y las toallas. De las que van a la peluquería una vez cada quince días, y a misa los domingos, y que una vez al mes quedan con amigas para tomar chocolate con churros en una cafetería. Una señora que no desentonaría entrando en una mercería, pero definitivamente sí haciéndolo en el bar Lunar a media noche, trastabillando. Definitivamente sí sentada en esa mesita con las piernas juntas y el bolso viejo de piel marrón en su regazo. Definitivamente sí pidiendo una copa de jerez tratando de no perder una compostura que después de haber mantenido toda una vida amenazaba resquebrajarse tras beber un par de copas.

Me senté en su mesa, y me dijo que se llamaba Carmen. Para mí doña Carmen, le dije. Le pregunté qué hacía allí. Y doña Carmen no trató de inventar ninguna historia, ni justificar su actitud ni revestirse de respetabilidad. Sencillamente me contestó que un día había empezado a beber, y le había hecho sentir bien, así que había tomado la decisión de hacerlo más a menudo. Sin más. No trató de justificarse hablándome de una vida insatisfactoria, o de una viudedad, de deudas o problemas económicos. Lo resumió en que había tomado la decisión de beber. Y me pareció una respuesta tan sencilla y tan franca, tan sublime, que yo le conté a ella que robaba. Me dio un poco de miedo, pero no pareció recelar de mí, ni aferrarse más fuerte a su bolso, ni siquiera modificó su semblante. Dio otro sorbo de jerez, pero no por lo que acababa de escuchar, sino porque le tocaba -parecía beber a intervalos regulares, como si le marcara el ritmo algún tipo de mecanismo interno-, y simplemente dijo «qué cosas se te ocurren, hija». A lo que le contesté «pues anda que a usted, doña Carmen» «pues tienes razón.» Y de esa forma tácita nos aceptamos con nuestras decisiones absurdas, o trastornos, o lo que fueran. Así empezamos a sentarnos cada noche juntas, y a charlar. Doña Carmen solo había tenido una hija, que se había colocado muy bien, y trabajaba en el extranjero, en Alemania. Me contó que ella había ido tres o cuatro veces, pero que le daba miedo el avión, y que Berlín no le gustaba mucho. Que para turismo estaba bien, pero no entendía cómo su hija podía vivir allí y parecer tan acostumbrada, porque a ella, por más que iba, se pasaba la estancia en un continuo desconcierto. Por la ciudad, por el frío, por las costumbres, y sobre todo por su yerno, que era muy extraño, cosa que achacó a su nacionalidad germana. Me contó que tenía dos nietos, y me enseñó fotos, y me decía que su marido solo había conocido al mayor. También me enseñó alguna foto del marido.

Doña Carmen hablaba primero, cuando llegaba, antes de que el jerez empezara a hacerle efecto. Solo se tomaba un par de copas, pero el alcohol, aunque lo consumiera regularmente, le sentaba regular, y cuando empezaba a trabársele la lengua se le terminaba la conversación. Se supone que debería ser al contrario, que el alcohol suelta. Yo creo que le daba vergüenza. Pensándolo bien, yo por mi parte le había contado que robaba. De hecho, cuando me llegaba el turno de palabra, le contaba mis golpes del día, y doña Carmen los apreciaba. Casi siempre se reía bastante, no les daba demasiada importancia, decía cosas como «por dios, qué chiquilla». Sin embargo, jamás hubiera consentido que ella me viera robando. Una cosa es la franqueza y otra diferente perder el pudor.

Me di cuenta de que le había tomado verdadero afecto a aquella señora. Hasta dejé de ligar, porque no sentarme con ella para ir a charlar con algún tío me hacía sentir mal, como si la estuviera abandonando. Pero no me sentaba con ella para hacerle un favor, esperaba el momento contenta. Por las mañanas solía robar algo para ella. Un día le llevé una laca de uñas perlado, que era el color que solía usar. A mí me parecía espantoso, y tuve que hacer todo un ejercicio de respeto para no robarle también uno rojo o marrón, que llevaban nombres absurdos como glad passion, o nude dark, o gilipolleces así. Otro día le llevé una gargantilla de oro y brillantes, le dije que era mala para no hacerle sentir mal. Creo que fue la única vez que le mentí. Se la puso solo un par de días, me dijo que le daba miedo porque que la bisutería le solía dar alergia. No la saqué de su error.

No sé cuánto tiempo duró aquello, porque los síntomas de su enfermedad empezaron poco después. Ni siquiera me lo contó ella. Tuve que enterarme directamente en el hospital. Un par de días se ausentaba, he estado enferma, decía. Tenía una forma de hablar tranquila y serena, e igual contaba que por la mañana había comprado rabillo de ternera para hacer un guiso que simplemente un día tomó la decisión de beber. Hablaba de todo como si no tuviera excesiva importancia. Casi ninguna, en realidad. Me preguntaba si ese era un poder que llegaba con la edad. Y a raíz de hacerme esa pregunta me he dado cuenta de que, en los últimos tiempos, yo también he dejado de preocuparme por casi todo. Continúo robando, pero ya es porque he adquirido esa costumbre, casi como un compromiso conmigo misma, pero no me importa demasiado la perspectiva de ser descubierta. Ni siquiera en aquellos robos cuyas cuantías me habrían encausado por vía penal, quizás hasta con riesgo de cárcel. En realidad, qué pasaba si iba a la cárcel? Nada. ¿Y si perdía mi trabajo? Nada, ya habría otro. ¿Y si llovía y había salido sin paraguas? ¿Y si en mi destino para las vacaciones había estallado una guerra civil? ¿Y si el ébola se extendía de forma incontrolada y moríamos todos? ¿Y si las elecciones las volvía a ganar el PP? Nada. Nada es tan importante, en realidad. A veces le he hablado de esto a mi psiquiatra pero creo que no le termina de quedar claro el concepto. Aún no tiene el poder. No pasa nada. Hay quien lo adquiere y hay quien no. Hay quien no consigue adquirirlo nunca, y sufre por todo hasta el final. Y sigue sin pasar nada.

Pero cuando doña Carmen, después de ausencias intermitentes, estuvo más de una semana sin aparecer por allí, me preocupé. No podía soportar no saber dónde estaba, ni qué le pasaba, ni cuánto tiempo iba a estar fuera. Juro que a doña Carmen la había respetado casi del todo, pero lo mío es un trastorno, y a veces la voluntad por sí sola no basta para mantenerlo a raya. Así que un día también le había fisgado la cartera, y sabía dónde vivía. Fui hasta allí una mañana, y llamé al timbre media docena de veces. No contestó nadie. Busqué una cafetería para desayunar, para hacer un poco de tiempo antes de volver a intentarlo. Entré en una, pedí café con leche y churros, y me quedé mirando la puerta. Me entretuve imaginando que doña Carmen entraba, fantaseando con la cara que pondría al verme, que se tomaría un desayuno conmigo en lugar de un jerez, y que después me invitaría a subir a su casa. Y me daría croquetas, y me enseñaría un millón de álbumes de fotos. Evidentemente no entró, así que pagué el desayuno, volví al portal y seguí insistiendo, pero nada. Entonces llamé a las puertas contiguas, hasta que alguien me contestó, y pregunté por doña Carmen, porque en los barrios los vecinos, y más los mayores, aún se conocen, y así fue, y entonces me dijo que estaba ingresada, y dónde. Me fui al hospital, y pregunté por ella. Porque como le había fisgado la cartera conocía sus apellidos, Carmen Alegría Hernán. Me dijeron que estaba en la habitación 362, y cuando me acerqué al directorio, porque los grandes hospitales son laberintos con complejos sistemas de señales, vi que la habitación estaba en la unidad de cuidados paliativos. Doña Camen, pero ¿por qué está aquí? porque estoy enferma. ¿Y por qué está sola? porque no se lo quiero decir a nadie. ¿quiere usted que me vaya? no, ya que estás aquí…

Dejé mi trabajo y me quedé con ella el tiempo que estuvo ingresada. Creo que le senté muy bien, porque doña Carmen estaba hecha un desastre, sin arreglar, con esas batas horribles del hospital con las que se enseña el culo de espalda y con el pelo horrible. Yo robé para ella tal colección de camisones que terminó siendo la envidia de la planta, y le arreglaba el pelo y las uñas, aunque no me dejaban pintárselas. Me decía que le iban a dar el título de Miss Cuidados Paliativos. Seguía haciendo como que tampoco le importaba demasiado, pero bien que se pasaba un buen rato pensando qué camisón ponerse cada mañana después del aseo, antes de que me la llevara a dar un paseo por la planta en su silla de ruedas. También le llevé una botella de jerez, y por la noche se tomaba dos copas. Solo me pidió una vez una cosa, que fuera a su casa y le regara las plantas. Cuando me fue a dar las llaves le dije que no era necesario. Una vez dentro no lo pude evitar y fisgué. Miré los álbumes, y me dio por llorar, y me los llevé. En el hospital me los estuvo enseñando doña Carmen, que como tenía esa forma tan serena de contar las cosas no me puso triste. También le llevé morfina extra, que conseguí en la farmacia, y que nos vino muy bien para el final. Yo me quedé con unas dosis extra para mí, porque me gustan los trofeos y nunca había robado en una farmacia de hospital, y porque nunca se sabe. Los últimos días ella dejó de estar consciente. Como ya no podía enfadarse conmigo por hacerlo, le mandé un telegrama a su hija, y cuando llegó ella desaparecí. Me enteré de la muerte de doña Carmen pocos días después. Tuve que entrar una última vez en su casa.

A partir de entonces intensifiqué mi actividad. Como había dejado mi trabajo tenía que vivir de mis robos. Pero las cosas no se transforman bien en dinero. Al final me denunció un amante resentido, que se tomó que le vaciara su cuenta  como algo personal. No sé muy bien cómo dieron con mi rastro, putos delitos informáticos. Siempre me sentí mucho más cómoda en el mundo analógico. Habían sido seis mil ochocientos euros, y como no tenía antecedentes y por algo que debí decir al declarar, me condenaron a una rehabilitación psiquiátrica. Escuché la sentencia con la gargantilla de brillantes de doña Carmen. Pensé que le habría gustado.

Hablar con mi psiquiatra es reconfortante. A él le puedo contar muchas cosas de las que siento, y también del bar Lunar, del malagueño, de mis prácticas sexuales -que él denomina promiscuas y las relaciona con mi trastorno, aunque yo pienso que mi terapeuta tiene prejuicios religiosos. En realidad me da igual. No le puedo hablar de mis robos actuales, que han vuelto a ser vocacionales porque he conseguido un trabajo, solo puedo hablarle de los antiguos. Si acabara en la cárcel no pasaría nada, pero prefiero no ir. Tampoco puedo hablarle de doña Carmen. Ahora no puedo hablar con nadie de eso. Así que es posible que de vez en cuando hable sola. Es posible que me lo cuente todo a mí misma, como para darle realidad, porque de lo contrario podría parecerme que es solo algo que me invento, y salvo porque conservo mis trofeos y la gargantilla, y algunas fotos, correría el riesgo de pensar que estoy volviéndome loca, que es peor que padecer un trastorno. Aunque de ser cierto, tampoco pasaría nada.