Un reportaje

Ayer hablé con mi madre. Nos habíamos estado escribiendo durante la semana por whatsapp en un chat en el que estamos mis padres mi hermana y yo. Tenemos otro en el que solo estamos mi hermana mi madre y yo. Y otro en el que están mis padres, mi hermana y mi cuñado, mi pareja mis hijos y yo. Un montón de combinaciones. Yo tardé mucho en tener un teléfono inteligente, y cuando lo tuve me propuse no instalarme jamás whastapp. Por supuesto aún no tenía cuenta en instagram y me había borrado hacía tiempo de facebook. Me había empezado a dar cuenta de que me estaba quedando un tanto aisalada. La gente me decía, claro, es que como no tienes whatsapp no nos podemos comunicar contigo. A mí me llamaba la atención que de pronto no se pudiera llamar o enviar un mensaje. Yo veía a todo el mundo sin despegarse del teléfono, entregándose a una adicción que no había hecho nada más que empezar. Y sé que yo no soy muy distinta del resto de los seres humanos. Si todos estaban idiotizados y enganchados a mí me ocurriría lo mismo. Mi resistencia terminó porque me lo pidió mi madre. Era la época en que mi abuela estaba enferma y mi madre nos daba el parte diario, y directamente me dijo que su día a día era bastante difícil, pero que si al menos yo tuviera la aplicación sería más fácil mantenernos informadas. Aun consciente del chantaje, consideré oportuno ceder. Uno de los primeros mensajes que leí en el recién inaugurado chat familiar fue: «Al tío José le ha dado un infarto. Está vivo.» Tiene que desarrollarse algún tipo de código de comunicación con esto, pensé. O quizá no, quizá este sea el canal en el que no sea necesaria la cortesía ni los paños calientes, donde la información se ofrezca cruda. A veces se echa de menos la crudeza. Más adelante ya empezaron los emoticonos a edulcorar. El caso es que esta semana los mensajes que hemos cruzado han sido amables, de felicitación de aniversario principalmente. Se casaron un 16 de enero. También enviaron una foto muy bonita que alguien les había hecho, y dijeron que era una primicia y que habría más.

Cuando hablé con ella le pregunté por la foto, le dije que salía muy bien. Mi madre es una de esas personas que suele salir peor en las fotos que tal y como es. Es difícil que alguna la refleje. Sin embargo, en la que mandó tenía una risa muy natural, era muy ella. Entonces me contó que habían contratado un reportaje. Que la fotógrafa les había hecho muchas fotos, y que en algunas salían juntos, pero que no era ese el objetivo, que lo que buscaban eran fotos en las que salir bien por separado. Mi padre había pensado que cuando le tocara su propio tanatorio no quería que todo el mundo lo viera con esas pintas de muerto, y que quería la tapa cerrada y una foto en la que estuviera guapo colocada encima. Y que ella había pensado que también le parecía bien la idea. Así que toma nota, me dice. Me imaginé cómo habría sido leerlo en un mensaje de whastapp. A mí me pareció divertido ese concepto de reportaje premortem. Le pregunté si se lo habían sugerido a la fotógrafa. Me dijo que no, que a ella no le habían dicho para qué querían las fotos, imagino que para ahorrarle el mal trago que en general a todo el mundo le supone pensar en la muerte, como si el no mentarla la fuera a hacer desaparecer, o el nombrarla una suerte de invocación.

Tengo mi teléfono inteligente lleno de todo tipo de aplicaciones con las que perder un montón de tiempo en asuntos que no me interesan lo más mínimo apartado. Acerté en mis miedos y me he convertido en una idiota más. De vez en cuando veo de refilón que la pantalla cambia porque hay una notificación de un mensaje de algún tipo. Me he propuesto no mirar al menos mientras estoy escribiendo, pero reconozco que me puede la curiosidad, y con cada notificación me pregunto si habrán llegado las fotos elegidas. Aún no las he visto y mi imaginación está construyendo imágenes para su contexto futuro que va a estar asociado desde el primer momento a ellas. Cuando murió mi abuelo usaron una foto suya para el recordatorio, estaba muy guapo, se la hicieron en la boda de mi tía. Fue el último día en que lo vi vivo. El recordatorio de su muerte, con esa foto, me recuerda a un día bonito. Con esta foto que se han hecho mis padres va a pasar un poco al revés. Cuando vea las foto voy a pensar en la muerte que aún no ha ocurrido. Espero que mientras tanto no se les ocurra ponerlas en el salón.

Lugares geográficos para reacciones psicofisiológicas

Estoy en la ducha cuando me asalta el pensamiento de que somos pura materia. No hay nada de espíritu. Eso que a veces llamamos alma o corazón y que separamos de la materia no existe. Es pura materia. Eso que es pensamiento es materia. Qué raros somos. Cómo es posible que la materia, las celulitas, den lugar al pensamiento, sin embargo no deja de ser materia. Ya me he lavado el pelo. Soy poco sistemática pero en la ducha sí lo soy. Primero el pelo, después la mascarilla y, mientras la dejo actuar, me enjabono el cuerpo. Según me lleno de espuma las piernas sigo pensando. Toco las piernas y es sencillo saber que son materia. El pensamiento no lo toco, imagino que por eso, porque a lo que no vemos y no tocamos y no entendemos le atribuimos cualidades un tanto espirituales y a veces hasta mágicas, como la inmortalidad, por eso se le ha asociado con esa cosa psicomágica llamada alma. Pero claro que es cuerpo. De hecho, tengo muy claro dónde ubicarlo geográficamente dentro de mi cuerpo. No lo había pensado nunca, pero mi pensamiento está ahí, justo detrás de los ojos. Desde ese lugar salen todas esas palabritas que me hablan todo el tiempo. Sin parar. Justo detrás de los ojos. Quizás por eso lo de los ojos como espejo del alma. Otra vez el alma.

Ya he terminado con la ducha. Ahora solo estoy debajo del chorro despilfarrando un agua tan caliente que me deja la piel roja, en el límite entre la quemadura y el placer. Pienso en el peluquero ese que me dijo que me tenía que lavar el pelo con el agua templada o fría. Pienso fuck you. Pienso en el rato de meditación después de las clases de yoga. El profesor la guía y va dando instrucciones. El profesor dice: respira hondo, piensa en el aire que te entra desde las puntas de los pies y va subiendo por tus piernas, y después por tu vientre, tus costillas, tus escápulas y por fin llena tus pulmones. Normalmente solo soy capaz de seguirle un par de minutos y soy capaz de sentir el aire entrando en mi cuerpo desde la punta de los pies, del dedo gordo en concreto, aunque sea mentira, pero lo consigo. Después mi pensamiento va por donde quiere, se distrae llevando el aire por lugares distintos, se detiene en el codo, divaga en zig zag, se separa de las instrucciones. Supongo que no soy muy buena meditando. Pienso, ahí debajo del chorro de agua hirviendo, en una meditación que consistiera en pensar desde la punta de los pies. Me concentro fuerte pero es imposible. Solo puedo pensar desde detrás de los ojos, justo donde está el cerebro, el que produce el pensamiento. Materia. Joder, qué raros somos.

Al cabo de un rato estamos los cinco en en un vagón del metro de la línea 1. El vagón está atestado. Miguel se ha quitado el abrigo y la sudadera. Los demás estamos tan apretados que aguantamos. Miguel dice me va a dar algo. Te va a dar qué. Algo, dice. Después empieza a hacer preguntas. ¿Qué preferiríais tener, tres cojones o uno solo? Pablo dice que uno, Manu dice que uno. Hugo creo que no contesta. Yo tampoco. Miguel tiene dudas. Creo que porque él habría dicho tres, pero la respuesta de los demás le hace replanteárselo. ¿Sabéis que cada cojón tiene más de 3.000 terminaciones nerviosas que van directamente al cerebro? Nos quedamos sorprendidos. ¿Solo tres mil? ¿Os parecen pocas? ¿Y cómo pudiste suspender anatomía con lo bien que te lo sabes? Ese tipo de conversaciones son las que tenemos en el vagón. Ya no pienso en pensar desde la punta de los pies.

En el restaurante les contamos los planes para el verano, y digo planes porque hay dos opciones: o Galicia o el sur de la Bretaña francesa. Gana Galicia porque está más cerca, porque la casa es más grande, porque Hugo no ha estado nunca, porque está mejor comunicada en el caso de que alguna novia quisiera venir a pasar algún día. Ni Pablo ni Miguel dicen nada de que no tengan intención de venir, ni siquiera asoman dudas. Parece que conseguiremos un año más de vacaciones a cinco. Nos damos los regalos de amigo invisible. Pasamos un buen rato. Pablo se va hacia Matadero porque ha quedado con unas amigas. Los demás volvemos hacia casa. Llueve un poco, pero poco. Como no tenemos prisa preferimos ir andando antes que volver a hacinarnos en la línea 1. A la altura de Bilbao Manu y Hugo se van porque han quedado también.

Seguimos Miguel y yo. Hemos estado hablando un rato acerca de lo poco que nos gusta salir de madrugada, el ambiente del club nocturno, la discoteca, volver a casa de día, lo despacio que transcurre el tiempo hasta que por fin llega la hora de llegar a casa después de haberlo deseado tanto mientras las personas con quienes trasnochas tienen el aspecto de estar pasándolo tan bien, lo extraño que se siente uno del resto, lo farsante. Cuando nos quedamos los dos solos de nuevo y se nos ha agotado ese tema, Miguel me pregunta ¿qué preferirías, ser ciega de nacimiento o quedarte ciega más tarde? Sin dudarlo contesto que más tarde. ¿Y no te daría mucha pena perder ese sentido una vez que lo has experimentado? Miguel preferiría no sentir esa pérdida y hacerse desde el comienzo a un mundo en el que para él no existe el concepto del color. Yo me decanto por poder haber experimentado qué significa azul, amarillo, rojo o negro aunque después tuviera que perderlos. Podría imaginarlos. Eso sería como no perder del todo el referente. O el sentido. Entonces llega la siguiente pregunta, ¿qué sentido preferirías perder? Después de repasarlos todos ambos llegamos a la conclusión de que preferiríamos renunciar al olfato, incluso al gusto. Jamás la vista, el oído o el tacto. Mientras estoy pensando para mis adentros sobre la importancia de la vista o del oído antes de descartarlos recuerdo la reflexión de la mañana. Me da la sensación de que el pensamiento está tan relacionado con ellos que me resulta casi imposible saber qué forma o qué lenguaje tiene el pensamiento de quien ni ve ni ha visto nunca y ni oye ni ha oído nunca. Entonces le hago la pregunta a Miguel. ¿Miguel, dónde tienes tú el pensamiento? Así de primeras no entiende la pregunta. Me refiero al pensamiento como vocecilla que escuchas en tu interior, ¿en qué lugar geográfico de tu cuerpo la situarías? Me contesta sin vacilar. Detrás de los ojos. Siento algo familiar, algo que está siempre pero que en algunos momentos se expande, bulle y chisporrotea y se desborda como puesto al fuego sin vigilancia. Una mezcla entre entusiasmo y amor. Sitúo geográficamente ese algo en el interior de mi caja torácica. A veces ese tipo de sentires están más abajo, en el vientre, pero casi ahí donde están ahora. Me pregunto a qué órgano asociarlos. El corazón no es. Me pregunto de dónde le viene la materia a las emociones y a los sentimientos, por qué cambian de lugar. Qué raros somos.

Llegamos a casa. Al entrar Miguel me da un abrazo fuerte, de esos que me da rodeando mi caja torácica y levantándome los pies del suelo. Después se encierra en su cuarto a jugar a la consola.

Saber dejar a un zombie

Precisamente ayer vimos Descansa en paz. Es una peli noruega de zombies que fija el foco en cómo llevan la aparición de seres queridos recientemente muertos en tres familias. Una es la de una mujer que acaba de morir en una mesa de quirófano tras un accidente de coche justo en la noche en la que los muertos vuelven a la vida, y el marido, que acaba de llegar al hospital tras haber recibido la noticia, entra a ver a su mujer a la que ni siquiera han llevado aún a la morgue, y se la encuentra abriendo torpemente los ojos. La doctora que la atiende no sabe qué decirle tal vez esté viva, nunca hemos tenido un caso como este, vamos a hacerle un tac. Y él, cuando vuelve a casa, tampoco sabe qué contarle a sus hijos ¿pero está muerta o está viva? ¡No lo sé! Otro foco se posa sobre una mujer que vive con su padre y que ha perdido recientemente a su hijo pequeño. El abuelo justo se encuentra en el cementerio cuando todo ocurre y se vuelve a casa con el nieto zombie en brazos y lo baña quitándole con delicadeza toda la tierra y las inmundicias de encima. Después lo mete podridito y limpio en su camita, con su antiguo peluche de dinosaurio. La tercera es una mujer que acaba de perder a su mujer y se la encuentra en casa: ha llegado por su propio pie desde el tanatorio. Bailan tiernamente un Ne me quittes pas, y la viva le habla en francés, y la zombie, aun con su humanidad mermada, no puede reprimir una lágrima.

Cuando terminó la película dijiste bueno, pues una peli de zombies mal. Mal por qué. Mal porque son zombies lentos, torpes, tardan mucho en reaccionar, y los familiares también tardan mucho en reaccionar, porque al final claro, los zombies son zombies, y comen humanos de la misma forma que los vampiros son vampiros y beben sangre, y esa es una ley universal, como los movimientos de rotación y traslación, y todo el mundo lo sabe. Claro, pero es que cuando el zombie es tu zombie no es tan sencillo. Porque no ves un zombie, ves un ojalá, ves una oportunidad de retener aquello que has perdido y que te ha dejado en el lugar donde habitaban tus órganos humanos una nada peor que una nada (yo la imagino con aspecto de tundra), por mucho que siga sonando el despertador cada mañana y que todo parezca igual y hasta tú pareces igual aunque por dentro lleves una nada con pinta de tundra, y te despiertes con el despertador, y te laves los dientes y salpiques el espejo con la pasta. Y entonces se te aparece tu zombie y no te alegras porque piensas que se ha salvado tu ser querido -qué va a salvarse con ese aspecto de muerto que tiene, dónde va ir, qué va a hacer ese pobre con su no muerte- sino que te alegras y quieres retenerlo porque tienes la esperanza de poder salvarte. Tú. Que eras, al fin y al cabo, otra clase de muerto en vida.

«Mamá está muerta». Suele ocurrir que sea un niño la primera mente lúcida que desentrañe un misterio complejo. Quizá no un movimiento de rotación o traslación planetarios, pero sí diferenciar la vida, la muerte y la zombitud. Y aceptarlas. A partir de la escena impactante que precede a esta sentencia llegan los desenlaces, no todos, claro, solo los tres de los tres focos que la directora nos ha mostrado. Algunos asumirán la pérdida a tiempo, otros no.

La peli tiene un 5,2 en filmaffinity. A pesar de esta nota la elegí por el argumento (por lo que sea) y porque es del guionista de Déjame entrar (esta es de vampiros, y si la vas a ver, elige la opción noruega). Es una nota muy pobre y me pregunto por qué. Quizá porque quienes valoran esperaban una peli de zombies bien. En esta el terror no proviene de los zombies, sino de la devastación que produce una pérdida y de la dificultad para asumirla. O quizás porque quienes valoran esperaban una peli de terror, y esta es, ante todo una peli tristísima, de ritmo pausado, de diálogos reducidos al mínimo porque muestra más que dice, sin sangre, sin sustos, sin persecuciones, sin sangre. Eso sí, con varias escenas no se olvidan con facilidad.

¿Qué nota le ponemos? Me preguntas. No lo sé, pero a mí sí me ha gustado. Te digo. Y a mí, dices. ¿A pesar de los zombies mal?

Sí.

Trucos ineficaces para retener personas.

Esta mañana he estado mirando las fotos y los vídeos de la cena de ayer. En lugar de comerme las uvas me dediqué a grabar cómo se las comía mi familia. Lo llevo haciendo unos cuantos años. Me doy cuenta mientras grabo de que cada vez es menos divertido porque los chicos cada vez son menos chicos y se las comen de una forma menos graciosa, y ya no acumulan doce uvas en el carrillo y dicen feliz año nuevo chorreantes. También me doy cuenta de que no sabría dónde buscar los vídeos de las nocheviejas pasadas en las que los chicos acumulaban uvas chorreantes en los carrillos.

Busco algún corte breve que esté bien para colgar en IG, pero me resulta todo demasiado íntimo como para compartir, prefiero guardarlo. Me doy cuenta de que a Hugo apenas lo saco, porque está en un extremo, y que Miguel sale mucho, quizá porque está en un ángulo que a mí me resulta cómodo para poder grabar y comer alguna uva al mismo tiempo. El mejor momento es cuando terminan las campanadas y todos gritan exultantes feliz año nuevo. Me detengo en ese momento y me fijo en el beso que se dan mis padres. Es un beso con abrazo, el beso es en la boca, y antes de ese beso se miran. Los labios y los brazos y la piel se dicen seamos felices otro año más, tengo suerte, te quiero. He vuelto a ese momento varias veces y me he alegrado de haber grabado. Ese primer beso del año siempre me ha parecido muy emocionante, yo ayer di los míos también y lo siguieron siendo. Y para mis padres, que se conocieron en una nochevieja hace más de cincuenta años, lo sigue siendo.

Ayer, mi padre me pidió los vídeos y también unas fotos que me había querido hacer con ellos y con mi hermana. Mis padres no son tan mayores, mi padre tiene 74, y teniendo en cuenta que ahora la gente vive cien o doscientos años en una longevidad que a mí se me hace casi eterna, gracias a un alargamiento de la decrepitud y la decadencia que salvo en excepciones roza la crueldad, no debería estar preocupada, le queda mucho. Pero lo estoy. En realidad no se trata tanto de preocupación, sino de conciencia de que todo se acaba, y siento la necesidad de retener. No retener tanto los momentos como a las personas. Me descubro necesitando retener a mis padres. También me pasa con mis hijos. Cada vez que hablamos de vacaciones de verano los cinco pienso que tal vez sean las últimas. Pero bueno, con los hijos es otra cosa, porque se irán para vivir su vida, no nos iremos de vacaciones juntos, pero sí comeremos uvas y nos daremos un beso emocionante y nos desearemos feliz año. Siento un vértigo de pérdida próxima y trato de retener a las personas que quiero de la única forma que puedo. Fotografiando, grabando, escribiendo. Es un truco ingenuo y totalmente ineficaz.

El caso es que mi padre reclamó los vídeos y las fotos, y los envié al chat familiar. Y al cabo de un rato lo vi mirando encantado los vídeos. Sonreía y sé que veía los vídeos porque tenía el volumen puesto. Y decía qué bien están, qué bien están. Mi padre sonreía mirando los vídeos y yo sonreía mirando a mi padre y me alegré de haber grabado. Mi padre es muy de sentencias que convierte en lapidarias a fuerza de repetirlas. Dadle una patadita a la pereza, Huid de todo peligro, o En esta casa está prohibido ponerse enfermo son algunas de sus míticas, pero ya tienen unos cuantos años, tantos como mi hermana y yo. Sin embargo, se siguen usando. De hecho, mientras cenábamos ayer, Miguel y Pablo estuvieron contando su aventura el pasado fin de semana en Sierra Nevada. Habían ido siete amigos a una casa rural. En principio el objetivo era juntarse y esquiar. Pero del plan de esquiar se fue bajando gente: Pedro no porque es deportista profesional, Pablo tampoco porque era mucha pasta para solo un rato, Miguel se estaba recuperando de una lesión, y los pocos que quedaban con ganas de nieve tuvieron que renunciar por la sencilla razón de que cuando llegaron no había nieve. La cosa es que uno de ellos, Portis, propuso hacer una ruta por la montaña. Sacó su app de rutas montañeras y escogieron una. Nivel de dificultad medio, dos horas de duración. Por el camino se perdieron y lo que resultaron dos horas terminaron siendo más de seis, perdidos, a punto de que se hiciera de noche en medio de la montaña con temperaturas bajo cero a 3.000 metros de altura. Tuvieron que terminar escalando sin protección y vestidos con vaqueros y zapatillas Air Force. La aventura acabó bien, y conociendo el final es más sencillo contarla con despreocupación, pero pudieron haber salido en las noticias. Mi padre entonces dijo eso os pasó porque nadie os dijo que huyerais de todo peligro (supongo que ese nadie era yo).

La última frase que mi padre ha incorporado a su repertorio es Me gusta escucharos entrar por la puerta. Siempre la dice cuando llegamos a comer en fines de semana alternos, y también cuando nos vamos y les damos las gracias por su esmero. Imagino que dentro de unos años también me escucharé diciéndola.

En cuanto al vídeo de ayer, se perderá en el limbo de los vídeos y las fotos hechas con el móvil, y no volveré a ver ese beso de mis padres.

Superorganismos

Cuando me doy cuenta de que tengo un bicho en la pierna grito. Es grande, es negro, tiene alas. Lo cojo con una servilleta antes de poder identificar la especie. Llevo la servilleta a la basura y vuelvo al sofá. Sigo viendo la tele, ahora intranquila. Me pica el cuero cabelludo, la espalda, los brazos, me miro una y otra vez, pero no tengo ningún bicho, el picor está en mi cabeza. Hace mucho calor aunque ya es casi medianoche, el ventilador está en el nivel tres y se mueve de izquierda a derecha. Cuando las aspas pasan delante de la mesa de centro la servilleta sujeta bajo el vaso se agita queriendo volar. 

Al día siguiente aparecen tres bichos más. Son hormigas voladoras. Son enormes, negras, con alas. Rastreo la casa en busca de hormiguero: miro las plantas, las esquinas, las juntas de los azulejos. Aparece una imagen en mi cabeza: un nido de avispas en una pared de ladrillos vista. Las hormigas son animales de exterior. Vienen de fuera, anuncio triunfal. Deben haber creado un nido en la fachada. Me pongo a buscar en Internet y abro trece ventanas. Descubro que el nombre técnico de las hormigas es formicidae, y recuerdo que en francés, que suele ser más fiel al latín, hormiga se dice fourmi. Descubro que las hormigas voladoras no son una especie sino una casta dentro de una colonia, son reinas y reyes, hembras y machos reproductores. También existe la casta de obreras, la de soldados, y otras. Descubro que una colonia de hormigas funciona como un superorganismo, esto es, que cada uno de sus individuos piensa de forma colectiva y actúa por el bien de la colonia. Pienso que según esa racionalidad el ser humano, como especie, es un infraorganismo. Descubro que están por todo Madrid. No están en mi fachada, ni en mi casa, están en el ambiente. Cierro todas las ventanas. Las del salón. Las de los dormitorios de mis hijos -pienso que en mi casa soy la hormiga reina-. Leo y descubro que el calor estimula las ceremonias de apareamiento. Leo y descubro que cada hormiga reina puede poner varios miles de huevos. Leo y descubro que los machos, una vez consumado el apareamiento, no tienen valor para la colonia y quedan a merced del viento. Veo una hormiga voladora en el baño. La cojo con un trozo de papel y la tiro a la basura. ¿Sería un macho moribundo que llegó a merced del viento? ¿Sería una reina fecundada con miles de futuras hormigas en su seno?¿Sería una reina que ya ha dejado sus miles de huevos en mi casa que ahora ya sería nuestra casa? 

Durante un par de días mantengo todas las ventanas cerradas, las persianas bajadas, los ventiladores puestos. Me pican los brazos, las piernas, el cuero cabelludo, pero no vuelvo a ver más hormigas, solo están en mi cabeza. 

Ha pasado un mes. Continúa el calor tórrido, he vuelto a abrir las ventanas. Me ducho varias veces al día. Me pongo agua helada en las piernas. Primero templada, después un poco más fría, después un poco más. Y así. Ahora justo voy a ducharme, antes hago pis y, mientras tanto, miro los azulejos blancos y me fijo en algunos pelos que se han quedado agazapados en una esquina. Cojo un trozo de papel y lo paso para limpiarlos. Al hacerlo me fijo en una mota que se mueve. Me fijo más. No es una mota, es una hormiga muy pequeña. Una hormiga bebé. Veo aparecer otra, y otra más, aparecen a borbotones, se tambalea un baldosín, se rompe y salen miles de bebés hormiga, de la casta de los soldados, con sed de venganza. Mientras cubren mi cuerpo y me devoran siento una brisa fresca y el sabor cítrico de un margarita servido en copa con sal en el borde mientras me elevo con unas alas que solo están en mi cabeza.