Neurosis

Después del ensayo hemos ido a cenar a un bar de la zona. Entramos cargados de instrumentos. Noto que nos miran. Pienso que puede que intenten reconocernos. AL poco tiempo ven que eso no ocurre, no somos nadie, todo el mundo sigue con su noche. Mientras nos traen la cerveza miro lo que pone en las camisetas que llevan varios tíos en mesas alrededor. Carabanchel Resistencia. Open your mind. Neurosis. No acabamos muy tarde.

A la mañana siguiente Manu y yo salimos de viaje a Teruel. Paramos en un área de servicio. Se llama Área 103. La flanquea una hilera de banderas de España. A la entrada hay un altar con la foto de un tipo que debió ser el dueño fundador. Lo recuerdan con cariño. Dice algo así como qué corto el tiempo que disfrutamos contigo y qué largo el que necesitamos para olvidarte. Dentro los camareros llevan todos el mismo uniforme: un polo blanco con una bandera de España. En la barra hay torrijas, torreznos y tortillas de patata. Junto a nosotros un grupo de personas desayuna y una señora le dice al camarero «es que a ver, dime una sola cosa que haya en España que sea mala». Parece que se arrepiente de la afirmación y la matiza: «dime una sola cosa de comer que haya en España que sea mala». El señor que está a su lado responde en lugar del camarero. «Las acelgas. Los puerros. Las verduras en general. Como no las hagas con queso por encima o con algo que las esconda mucho…». Nosotros pedimos un pincho de tortilla. Está horrible.

Vuelvo al coche como si se me hubiera cortado el ambiente de la cena de ayer, como si después de un vaso de leche me hubiera tomado un zumo rojigualda. Mientras pensaba en lo sencillo que me había resultado cambiar de planeta, recordé lo que le había dicho M. a alguien el otro día. Dejando a un lado la supuesta superioridad moral de la izquierda, que también estoy convencido, de lo que desde luego no hay duda es de su superioridad intelectual. Porque, que alguien tenga un sueldo, por mucho que con ese sueldo le dé para pagarse un buen coche o una casa en la playa, y que vote a la derecha que se encarga de menoscabar la sanidad pública que va a ser a la que tenga que acudir para curarse un cáncer, por muy buen sueldo que tenga, es de idiotas.

También me vinieron a la cabeza las palabras que mi abuelo le dijo a mi padre: hijo, un obrero siempre tiene votar a la izquierda. El problema, pienso, es cuando un camarero, o un dentista, o un informático, o un contable deja de saber que es un obrero porque tiene un iphone.

Después mis pensamientos se fueron para otro lugar. Pero antes de olvidar apunté en las notas del móvil: Carabanchel Resistencia.

Confedrama del frío y el Teruel de David Lynch

Últimamente tenemos una cierta habilidad para salir de viaje cayéndosenos el cielo encima y con un frío polar. Eso les escribía en un whatsapp a Pablo y Miguel mientras estábamos en el coche. Pero pasarlo bien  con sol y 20° no tiene ningún mérito, seguí. 

Cuando llegamos a Teruel llueve sin fuerza. El hotel era más bonito en las fotos. Para comer elegimos un mesón cercano donde sirven las peores puntillas del mundo, pero tiene un 4,2 en google. Está lleno de gente extraña. Hay tres señoras mayores vestidas de faralaes, con flores artificiales en la cabeza y volantes en los pies. Un señor igual que Rompetechos pero en chándal con un hijo igual que él y una mujer que habla alto lo intentan convencer para ponerse un impermeable. El rompetechos en miniatura se niega. Al lado una pareja de enamorados añados, ella le mete el tenedor en la boca a su amado mirándolo con amor maternal, pero en el contexto que cuento. Y todo esto a ritmo de bachata. Estos personajes son un poco pesadillescos, no?, te digo. Si fuéramos David Lynch sacaríamos oro. Y comentamos los personajes de Twin Peaks. Tú mencionas al psiquiatra con un coco y yo a la señora del tronco. Yo recuerdo el sueño de la otra noche: una IA limpiaba un gran charco de sangre. La IA tiene forma de pájaro carpintero. No me pregunto por el por qué de la sangre. Esto no lo digo en voz alta.

Cuando salimos del hotel ya es de noche. Llueve suave y cruzamos hacia el centro por el puente cubierto. En sus tramos no cubiertos se ve el acueducto iluminado y a ti te fallan las piernas por el vértigo. 

Paseamos por el centro histórico de Teruel y constatamos lo siguiente :

Uno: en Teruel son más de salado que de dulce. Jamón sí, café con palmera no. 

Dos: debe ser la única capital de provincia donde no hay un Zara. Donde no hay ninguna franquicia salvo un Granier. Es tan inusual que por momentos pienso que el pájaro carpintero está por allí. Y que yo no existo.

Tres: las diez atracciones que no debes perderte si vas a Teruel están a menos de cuatro minutos andando unas de otras. 

Cuatro: hay al menos una persona increíble que ha pintado en una pared Carmen Martín Gaite for president.

Entramos en la catedral y hay un coro cantando jotas. 

Al día siguiente volvemos a cruzar por el puente cubierto. Llueve apenas. El aire es gélido. Fumo en ayunas y mientras evitas mirar el acueducto veo las pinturas murales. Teruel underground esta ahí abajo, te digo. Visitamos el Museo. Está lleno de familias con niños pequeños que tienen frío y están por allí correteando y haciendo saltar las alarmas de proximidad. Planta sótano etnografía, baja prehistoria, primera Roma, segunda Alandalus, tercera Edad media. Vamos los dos armados con cámaras. A mí me llaman la atención dos figuritas para espantar palomas que hay en un ventanuco y me tiro al suelo para conseguir mi perspectiva. Son dos cables pero a mí me parecen dos señores. Pienso en qué pensará el guarda al ver que me dan igual los hallazgos arqueológicos y me tiro al suelo para fotografiar dos putos cables. No hago saltar ninguna alarma. 

En la entrada hay una expo de un tipo llamado Javier Peñafiel y se llama La esfinge te prefiere. La comisaria que pretende acercar la expo al público usa palabras como panóptico o confedrama. Nos empeñamos en fotografiar algo que para mí es un alien y para ti un feto. También me llama la atención el super yo y el infra tú. 

En la calle fotografío un cartel que empapela la ciudad. Han contraprogramado el 8M, día de la mujer, con un Día para el niño, en el que como actividades pedagógicas y adecuadas para los nenes una asociación que parece salida de las plantas tercera o sótano del museo de antes, les ofrece aprendizaje de anillas, recortes y becerradas. Todo un “maltrata a un animal como se hacía en el siglo XIII, perpetúa la barbarie ancestral y llámalo tradición”. Aunque no está organizado por el ayuntamiento, el hecho de que la alcaldesa sea del PP no parece casual. Como mínimo una autorización ha tenido que dar. Reconozco que desde ese momento miro a los terulenses de otra forma. 

El mausoleo de los Amantes de Teruel,  y que lleven haciendo de esta historia de amor imposible (yo apuesto a que los mató el marido, -siempre es el marido-) el leit motiv de la ciudad los redime un poco. Más amor y menos crueldad taurina dices. 

La otra redención llega cuando entramos en el Flanagans. Es una taberna irlandesa convertida en un tributo a U2. Allí dentro unos diez tipos tocan música celta. Las paredes están llenas de fotos, discos y recuerdos de los U2. Nos quedamos a escucharlos y tú recorres el local reviviendo obsesiones pasadas. Después me dices que Bono se ha vuelto un poco gilipollas. Por qué. Porque apoya a Israel. ¿Es judío? No, pero les apoya. Supongo que es difícil envejecer bien. Supongo. 

Es tan insólito este templo a U2 y este concierto de música celta que espero encontrar al pájaro carpintero limpiando sangre en cualquier momento. Quizás no existimos.

A las diez de la noche las calles están desiertas y nos cuesta encontrar un lugar donde cenar. Volvemos en medio de un silencio sepulcral helados de frío. En otra pared alguien ha escrito “puta el que lea”. Sí les hace falta el 8M. 

Refugiados en la cama, con una tablet, vemos cuatro capítulos de Su majestad. Caricaturiza la monarquía con total irreverencia. Estamos despiertos. Nos reímos. 

Nos reímos.

Eugenesis

En otra vida estuve trabajando en un instituto de investigación científica. Las investigadoras eran biólogas, salvo dos nutricionistas. Yo no soy bióloga, ni nutricionista, entonces era responsable del departamento de administración: control financiero, contratación pública y justificación de subvenciones. Tomaba café con mis compañeras de administración. Mi jefa, Inmaculada Tamarindo, era una hija de puta. Le ocurría que era insegura y todo el mundo era una amenaza para ella. Es de esa clase de personas que siempre buscan una mala intención en cada palabra o cada gesto de otros. Esa clase de personas que critican siempre a todo el mundo: a los compañeros de administración, al jefe, a las investigadoras, a su hermana, a su madre, a su marido, a sus hijas, a la tutora de sus hijas. Solo se salvaba su perro. Cuando hablaba de su perro sonreía sin dobleces. Lo cierto es que Inma no tenía cara de hija de puta. También estaba muy sola. Hasta esa clase de gente necesita algo de cariño. Así que yo tomaba café con ella. La escuchaba. Creo que no desahogaba sus problemas personales con nadie más. 

A la hora de comer comía con las de bata blanca. En el Instituto había una cocina con microondas, nevera y platos. Yo todos los días llevaba una bolsa de lechuga y una lata de atún. Buscaba un tiempo de preparación que tendiera a cero y no tener que fregar ni llevar de un lado a otro tuppers que chorrearan. Otras llevaban un recipiente con comida elaborada para el primero, otro para el segundo, otro para una salsa, otro con fruta cortada, otro con yogur casero, otro con un poco de mermelada para el yogur, otro con frutos secos. ¿Cuánto tiempo dedicaban cada día en prepararse la comida del día siguiente? Lo que más me gustaba era cuando hablaban de trabajo, porque escuchaba palabras exóticas como pipetear, autoclave, secuenciación de ADN, o vigilancia de experimentos.

Una vez participé como voluntaria en un estudio que por una vez no excluía a fumadores. Como compensación me dieron un informe con mi secuencia genética. Había determinaciones genéticas que influían en rasgos físicos, otras en características como las probabilidades de desarrollar cáncer o alzhéimer, la longevidad, la profundidad del sueño, la tristeza o la extroversión. No entendí nada de los valores asociados. Tampoco sabía si quería entender, si quería saber si me había tocado la carta de la calavera. En realidad a todos nos toca, pero bueno, saber en concreto qué armas iba a usar contra mí. Busqué algo en google, porque siempre me ha gustado tratar de aprender por mí misma. Igual tenía alguna determinación genética de autosuficiencia o de autodidactismo, pero no me enteré de mucho y al final no pregunté, pero más porque odio tener la sensación de molestar o de quitar tiempo a otros que por miedo a saber. Creo que prefiero saber. La cosa es que poco después de aquello, Inma me dijo que iban a sacar una plaza para mí, que llevaba cinco años de interina. Participé en el proceso de selección bastante tranquila. Finalmente, Inma decidió darle la plaza a otra persona. Cuando me enteré estaba con mi hermana, mi madre, mis hijos, mis sobrinos. Era diciembre y habían empezado las vacaciones de navidad, habíamos ido al Parque del Oeste. Habían jugado con las hojas, había un poco de nieve, habíamos encontrado sitio para comer en una Pizzería en Moncloa sin reservar, prueba de que todo esto se corresponde con otra vida. Estábamos tomando el café cuando sonó el teléfono. El jefe de Inma me llamó por teléfono para decirme que lo sentía, pero que la persona elegida tenía un currículum impresionante, y que no obstante, si no superaba el periodo de prueba me llamarían a mí, que estaba la segunda en la lista. Yo le contesté que antes de volver a trabajar allí con Inma preferiría ver pasar hambre a mis hijos. Parece ser que la nueva no soportó a Inma más que tres meses y se fue por voluntad propia. Por supuesto no me llamaron. 

Tiempo después, al salir del instituto, mi hijo Pablo me dijo que lo que no se enseñaba en clase y debería ser obligatorio es la empatía, que si todos fuéramos un poco más empáticos, el mundo sería mucho mejor, y que, además, no habría tanto votante del PP. Estuvimos desarrollando una tesis sobre la relación que debía existir entre el nivel de empatía y ser de derechas o de izquierdas. 

A partir de ahí, me vino a la cabeza todo ese asunto de las determinaciones genéticas y empecé a preguntarme si la empatía no podría aislarse en nuestros genes, igual que se aísla la creatividad, las dificultades de lectura, la neurosis o la esquizofrenia. Porque está claro que de forma natural hay quien es más y menos empático, igual que hay quien es más o menos inteligente. Que después todo se entrena, todo se educa, se liman las aristas. Esto no me vino a la cabeza en voz baja. Lo fui verbalizando según se me ocurría mientras caminaba con Manu, mi pareja. Estábamos por el centro, creo que cerca de Pontejos. Y sigo. Todo sería más sencillo si según naciéramos nos hicieran un estudio de ADN y se viera la clase de persona que vamos a ser, ¿no? y se pudiera actuar antes de que fuera demasiado tarde, ¿no? Manu me mira divertido. ¿Eso no es un poco nazi? Bueno, hombre, si no metes a los psicópatas en cámaras de gas no tanto. Quizá bastaría con aislar a los no empáticos y proporcionarles una educación con un refuerzo en ese aspecto, ¿no? y, eso sí, mantenerlos siempre bajo una cierta vigilancia. Y a ser posible que no se reproduzcan. Así se le pondría freno a según qué mierdas, ¿no?. Así que de un refuerzo educativo estamos pasando a la eugenesia. Me mira divertido. Aunque hace tiempo que ya no sé nada de Inma no puedo evitar acordarme de ella cada vez que pienso en determinaciones genéticas o en psicópatas o en eugenesia. Aunque también reconozco que esta opción que planteo, que, aunque bien aplicada es práctica y beneficiosa para la humanidad -aquí uno piensa en Elon Musk, Putin, Trump, Ayuso, MAR, Inma, el abusón de 3º-, tiene flecos morales. ¿Y quién va a decidir con qué rasgos genéticos se aparta a una persona? Hombre, este poder no podría recaer nunca en manos de cualquiera –aquí uno piensa en Elon Musk, Putin, Trump, Ayuso, MAR, Inma, el abusón de 3º . Es muy peligroso. Solo en unas de confianza. ¿Como cuáles? Como las mías. Esto mejor no lo vayas diciendo por ahí. Entonces llegamos a Sol y el bullicio era tal que nos terminó callando. 

Delante de Palazzo compré un helado de chocolate con coñac. Pequeño y en tarrina. Necesito quitarme la amargura que se me ha quedado al volver a acordarme de Inma después de tanto tiempo. Me parece estar viéndola sonreír detrás de la taza de café. A lo mejor, si no hubiera sido por ella yo no habría cambiado de vida y ahora no sería profesora de lengua, y seguiría justificando subvenciones, preparando licitaciones y revisando contabilidades. Esto es mejor que el chocolate, pero no le pienso atribuir mis fuentes de satisfacción actuales. Que te jodan, Inma. Terminé el helado de chocolate y seguimos trotando por la calle del Carmen.

Tener cara de patriot

En el telediario aparecen las imágenes de la reunión de los Patriots. En mi memoria los líderes de extrema derecha europeos están sentados alrededor de una mesa ovalada blanca y esa mesa es lo único claro de la imagen. La luz que los rodea es escasa y la que hay tiene un halo verdoso, quizá amarillo. Manu dice fíjate, son la viva imagen del mal. Mira sus caras, si es que no engañan a nadie, tienen aspecto de malvados. No es una ley, pero ya Cicerón decía que la cara es el espejo del alma y los ojos sus delatores (esta segunda parte yo no me la sabía), y me da por ponerme a repasar mentalmente un listado de rostros. Y lo cierto es que, aunque hay excepciones, sí que están muy relacionados con la personalidad, e incluso con la moralidad de las personas. Pienso en Miriam Nogueras de Junts, y solo por la cara y los gestos de mala hostiada que tiene evitaría ir con ella hasta a tomar un café en barra, incluso la sonrisa la tiene torcida. Elon Musk sin embargo es sonriente, pero tiene mirada de psicópata perturbado. Me viene a la mente mi amiga Andrea, por ejemplo, tiene una cara sonriente, y luminosa y alegre, es bonita. Y es así, es una persona bonita, y alegre, y luminosa, incluso cuando no lo está. Me acuerdo de un artículo que hemos estado comentando en clase de lengua esta semana. Empezaba así «yo tengo un rostro, o sería más exacto decir yo soy un rostro». Era un fragmento del ensayo Una historia moral del rostro, de Belén Altuna. En ese fragmento, la autora explica la tesis de que nuestro rostro nos representa, que todo nuestro ser al completo, personalidad incluida, está resumida en nuestra cara, de manera que deberíamos aprender a aceptarla y a convivir con ella. Una de mis alumnas me dice que ella no está de acuerdo, que hay formas de modificar nuestro rostro y que si hay algo que nos disgusta mucho de él no hay por qué aceptarlo, te puedes operar. Es cierto, no tienes ni siquiera por qué aceptar el género que te ha tocado al nacer, por qué aceptar que te resuma un rostro que no gusta. Imagina que tienes una cara de ser abyecto, e imagina que -por lo que sea- también lo eres. Imagina, por ejemplo, tener la cara de hijo de puta de Santiago Abascal, de Netanyahu, de Trump, de Viktor Orbán o Marine Le Pen, y pensar -con razón- en querer cambiarla. Mucho. De una forma radical. Imagina que pasas por un buen quirófano, con una buena cirujana, y le dices, ponme una cara de buena persona, de ser humano, de persona amable, sensible, inteligente, tolerante, cuidadosa, respetuosa, justa, solidaria, y no esta de sádico viola niños que tengo. Imagina, imagina que sales de ese quirófano con esa cara que has pedido ¿te transformarías en un ser humano de bien? Me gustaría mucho que alguno de estos seres se sometiesen a esta prueba, más que nada por confirmar esta hipótesis. Aunque puede que fuera más sencillo (y barato) hacer la prueba a la inversa. ¿Y si soy un poquito menos hijo de puta y miro a ver cómo se traduce eso en mi particular espejo del alma? Estaría bien, entonces, no aceptarla, no conformarnos con nuestra cara. O con nuestra alma.

Por fin los ciervos

Hoy volvieron a entrar en mi despacho a la hora del recreo. Giré solo mi cabeza, qué os pasa, me dicen que quieren hablar conmigo, que no pueden más. Me mentalizo: no va a ser rápido, no me va a gustar. Me doy la vuelta completa girando mi silla con las ruedas, con desenfado, como si fuera a patinar y a recibir velocidad en la cara, o aire, o las dos cosas, aunque no ocurre. Ellas forman un corro a mi alrededor. Antes de las vacaciones ya habían venido a quejarse, varias veces. Su grupo está dividido en dos, y la mitad presente ahora mismo en mi despacho ha tomado la costumbre de desahogarse de forma recurrente de la otra mitad. A pesar del mal ambiente del grupo conseguimos estrenar en diciembre la obra de teatro con éxito. Ocho representaciones en dos días. Estuvieron exultantes. Yo estuve exultante. Pensé durante esas cuarenta y ocho horas que el teatro tenía una poderosa fuerza para unir a las personas y romar sus aristas. Pero no.

Me dicen que desde la obra se estaban llevando mejor a costa de mantener una distancia enorme entre los dos grupos. Solo se relacionaban cuando era necesario para algo académico. Pero incluso sin relacionarse les molestaban las actitudes de los otros. La forma en la que contestaban a los profesores, en la que no contestaban, la forma de participar y la forma de distraerse. Les molestaba escuchar las risitas de fondo cuando intervenían o cuando no intervenían, porque tenían la sensación de que esas risitas estaban dirigidas a ellas. Les molestaba cuando alguien de ese otro bando era reprendido porque nunca lo era con la suficiente severidad. En esa brecha humana el tiempo se medía en fijar la atención en aquello que molestaba.

A mí me molestaba la costumbre que tenían de venir a hablar mal de sus compañeros. Pero sobre todo me molestaba haberme equivocado. Les pregunto si han tratado de hablar entre ellos. Me dicen que no saben cómo hacerlo, porque es difícil decirles a los otros que no les gusta cómo son. Me sonrío. Podemos cambiar algún comportamiento concreto si sabemos que molesta, pero nadie va a dejar de ser como es. El infierno son los otros, y con eso hay que aprender a convivir.

Salgo del trabajo y me entretengo en mirar Instagram mientras termina Miriam. Vamos a ir a un curso por la tarde y vamos a comer algo juntas antes. Últimamente en el móvil no paran de aparecerme o bien productos antiedad o bien tutoriales para lograr dominar posturas de lo que yo llamo yoga acrobático. Comienza una batería de productos antiedad, enseñan fotos del antes y el después, un antes de mujeres con una piel llena de manchas, párpados y pómulos caídos y oscuros, papada, una luz mortecina y aspecto de estar tristes. O enfadadas. Las fotos del después muestran un rostro resplandeciente y rejuvenecido, bañado en una luz cálida de amanecer, con una enorme sonrisa que levanta pómulos y párpados, y un filtro fotográfico que nadie se ha esforzado en disimular, montando una comparativa grosera. El resultado es un rejuvenecimiento imposible pero que siembra dudas debido a la necesidad de creer. Procuro que mi certeza del engaño sea más fuerte que mi fe y procuro avanzar por esas imágenes sin detenerme para pasar desapercibida ante el algoritmo hasta que llego a las posturas de yoga, y yo, que de joven nunca conseguí hacer un puente de caderas completo, ni el pino, ni el pino puente, ni un split, ni absolutamente nada, me veo fantaseando ante la posibilidad de transformarme en una diosa de la flexibilidad. Nadie va a dejar de ser como es.

Recuerdo que necesito ayuda con la comida en casa. Abro whatsapp y busco tu icono. Miro los mensajes que se acumulan en nuestro hilo. ¿Puedes preparar un poco de arroz? Voy. Gracias. Estoy saliendo, ¿haces un arrocito de guarnición de esos tan ricos? Ok. ¿Hay que comprar algo? Hoy no como en casa, ¿estás para hacer una guarnición? Somos nosotros hablando pero no somos nosotros hablando. Somos unos nosotros desvirtuados. En la era de los correos electrónicos era más sencillo separar los mensajes domésticos de otros. La mensajería los va acumulando todos, sean de lo que sean, sin filtrar ni separar por temas o intensidad, y los estratifica hasta que todo es una masa informe dominada por el día a día. Echo de menos el correo electrónico, su nivel formal, su no inmediatez, su cuidado. Nuestro canal de whatsapp es una concentración de irrelevancia útil.

A las ocho salimos del curso. Es solo la primera sesión de un programa para utilizar el fanzine como elemento de expresión en las aulas. Nos han dado una caja con materiales para ir utilizando en las próximas sesiones. Reflexiono en voz alta que en realidad no necesitamos un curso para saber las posibilidades expresivas y creativas que tiene crear una revista o un fanzine o como lo quieras llamar en el aula, pero que hay que reconocer que el hecho de que te lo vuelvan a contar y refrescarte de ideas sirve como una forma de recordártelo y de renovarte las ganas y la ilusión de probar recursos distintos a los que por rutina terminas haciendo. Miriam está de acuerdo. Dice que ella necesita de vez en cuando esos recuerdos a modo de estímulo. Dice que la rutina mata su creatividad. Dice que ella piensa que de alguna manera sí es creativa. Le pregunto que en qué campos. Me dice que ella hizo teatro durante mucho tiempo. Que también bailaba. Ahora de vez en cuando hace algún workshop de dos o tres días y que así resucita. Dice que le gustaría aprender a tocar un instrumento. El piano. Pienso que expresarse a través del cuerpo es muy poderoso. Pienso en el yoga acrobático. Nos quedamos un rato calladas.

Miro la hora porque he quedado contigo para ir a un concierto. Estoy cansada pero es un estímulo. Como el fanzine. Pienso que en los días tampoco hay separación entre la irrelevancia y el lirismo, el mercadona y el asombro, las palabras anodinas y las que van a necesitar ser escritas, y va llegando todo por acumulación, estratificándose, y es la memoria la que se encarga de entresacar los brillos. Pienso que es bonita la memoria y su filtro. Whastapp debería filtrar los mensajes que permanecen, desaparecer los del arroz. Ya dentro tomamos dos cervezas. Empiezas a llorar con Por fin los ciervos. No te veo pero te noto. A mí no me emociona Ricardo Lezón pero sé por qué a ti te emociona. Recuerdo cuando me dejabas libros que te habían gustado y yo jugaba a descubrirte en ellos. Recuerdo que entonces desarrollé mi teoría sobre los niveles de sensibilidad. Ahora te noto llorar y me alivia seguir reconociéndote, la conexión con tu nivel de sensibilidad. Te doy la mano. Nadie va a dejar de ser como es.