No me quieras tanto, por Elvira Lindo

Ayer me reenviaba mi amiga Raquel este artículo. Quienes me conocen sabrán por qué, pues ya me han oído indignarme con esto mucho. Pero es que Elvira Lindo lo hace tremendamente bien. Así que hago mías sus palabras, aunque quizá yo sí sea uno de esos espíritus rancios, y además no tenga I-Phone.

No me quieras tanto

De un tiempo a esta parte quedo con personas que, en realidad, no tienen un gran interés en charlar conmigo. Esto podría minar mi autoestima pero una suerte de optimismo insensato me lleva a pensar que amar y no hacer ni puto caso pueden ser compatibles. Yo sé que esas personas que no muestran mucho interés en hablar conmigo me quieren. Si no fuera así, entendámonos, no quedaría con ellas. Esas personas me escriben mensajes rebosantes de cariño: por e-mail, por sms, por Whatsapp, por Facebook, por activa y por pasiva. Y en esos mensajes hay frases tan apasionadas que parecen extraídas de un bolero. Son frases que antes en España no se decían pero que, ahora, gracias a la revitalización del género epistolar propiciado por las nuevas tecnologías, están en auge. Esas personas me dicen que me adoran. Que me adoran y que cuentan los días para verme. Que cuentan los días y que me quieren. Que me quieren y que nos va a faltar tiempo en una cena para contarme todo lo que me tienen que contar. Que nos va a faltar tiempo y que están deseando conocer mi opinión. Que desean conocer mi opinión y que nadie como yo para compartir este y otro secreto. ¿Y por qué? Porque soy adorable. Eso me dicen. El mundo de la tecnología ha bolerizado el género epistolar. Ha generalizado el lenguaje de las postales románticas y ahora lo que toca es escribirse con palabras de novios antiguos de los años cuarenta. Y, aunque yo soy de esa generación en la que si tus padres te decían «te quiero» es porque o se iban a morir ellos o te ibas a morir tú, tengo el corazón débil y, cuando una persona me pide una cita con palabras tan melosas, soy incapaz de no creerme un poco la pasión que sienten hacia mí. Esas personas son las que te reciben con los brazos abiertos en un restaurante, te dan un beso apretado y unen sus pechos sin pudor contra tus pechos, por no hablar de otras partes que también entran en contacto, en estos abrazos actuales; sean hombres o mujeres los que intervengan en ellos. Esas personas son las que acto seguido de desdoblar la servilleta y ponerla sobre sus piernas, sacan el móvil del bolso o de la chaqueta y lo colocan al lado del plato. Esas personas de las que hablo, las mismas que me adoran por escrito, suelen tener un iPhone o una Blackberry, a través de los cuales me escriben a mí esos deliciosos mensajes. El problema es que mientras están conmigo no renuncian a comunicarse con terceras personas. Con un ojo me miran a mí, que estoy situada a la izquierda, por ejemplo, y por el rabillo del otro, miran a su querido aparatito. Suena una campanilla. Les ha entrado un mensaje. Lo leen tan rápido que casi no lo noto. Entonces, sonríen. Sonríen como si alguien les hubiera contado un secreto, o algo picante, o como si les acabara de llegar una información crucial. Pero, desde luego, no sonríen por la conversación que tiene lugar en la mesa. Esas personas, las mismas que, con desesperación, anhelaban verte, te dicen, perdona, perdona un momentito, y se ponen a teclear un mensajito con un solo dedo. Qué dedo más rápido tienen esas personas. Es un dedo entrenado para escribir como si a uno le hubieran amputado la mano izquierda. Una vez terminado el mensaje la conversación continúa. Continúa hasta que vuelve a sonar de nuevo la campanilla: el amante, el amigo, el jefe, el cómplice, el plasta, ha contestado. Nueva sonrisa de esas personas que nos quieren tanto. Y como poco a poco van perdiendo la vergüenza, toman el iPhone o la Blackberry con las dos manos y teclean entonces con los dos pulgares. Qué maravilla de pulgares. Parece que han ido a una academia de mecanografía con pulgares para iPhones. Viene el camarero a tomar nota de la comanda y como las personas que tanto me quieren están ya apoyadas en el plato escribiendo a velocidad de vértigo mensajes tan apasionados, imagino, como los que me pusieron a mí, soy yo la que encarga el vino, el picoteo del principio y, si se me ha informado antes, el plato elegido por las personas que tanto deseaban este encuentro. No siempre una se siente ignorada, en lo absoluto. Hay ocasiones en las que los dueños de la Blackberry o el iPhone te hacen partícipe de los mensajes recibidos, y tú puedes aportar algo en las contestaciones. A veces se trata de los amantes y entonces ya vives con excitación delegada. Ha habido ocasiones en las que las personas que me quieren se intercambian fotos con dichos amantes. No fotos a lo Scarlett Johansson, porque no son horas. Imagino que ese tipo de instantáneas de corte más íntimo las dejan para cuando están encerrados en el cuarto de baño de su hogar, mientras sus maridos o sus mujeres están acostando a los niños. El móvil ha supuesto una revolución en el universo de la infidelidad. Quiero decir con esto que no soy uno de esos espíritus rancios que discuten las ventajas que para muchos ciudadan@s ha supuesto la irrupción de la nueva telefonía. Solamente quisiera expresar el desconcierto que me produce el que personas que tanto me adoran y desean compartir una hora y media de mesa y mantel conmigo no sean capaces de olvidarse del puto móvil durante un tiempo ridículo de sus hiperconectadas vidas. Que lo comprendo todo, sí, ¡que yo también tengo iPhone!, pero que lo dejo metido en el bolso. Joé.

 

5 comentarios sobre “No me quieras tanto, por Elvira Lindo

  1. Yo soy de los que apagan el móvil. En teatros, cines, museos, hospitales y ¡(por supuesto!) con los amigos. La fragilidad del momento lo vuelve precioso. La Pat con la cenaría hoy no sería la misma de mañana. Soy de los de Heráclito «panta rei» (que no es el rey en panties). Alguien me hace lo que describes y le doy con el cuchillo de cortar jamón. Olvídate del hueso.

    Respecto al impacto de la tecnología en nuestras vidas. Creo que es un megáfono. Amplificará lo que estaba ahí desde antes. Le dará otros matices de vulgaridad, ni más ni menos. Como la «democratización de la fotografía». ¿Es que nos hemos llenado de Cartier-Bressons y no me he enterado? Pues no. La llegada del digital ha multiplicado la inmundicia. El que no se corta los pulgares para mirarte a los ojos, tampoco se cortará un pelo para mostrar al mundo la vida tan guai que tiene. Pelos incluidos.

    O sea que se trata de la gente. Yo siempre he sido más raro que un perro verde. Pocos amigos y en pequeñas dosis. No digo que sea una regla válida para todos. Nunca he conducido una existencia ejemplar. Pero el cuchillo bendito hasta ahora me ha servido sólo pa’l jamón. Y el hueso, pa’ caldo.

  2. Post scriptum – Respecto al lenguaje más de lo mismo. El medio tecnológico devalúa la palabra porque auspicia la inflación de la misma, sin respetar las reglas del patrón cambio oro.

  3. Sabes? A mí, la humillación de sentirte tan aburrido como para que la persona que está compartiendo su tiempo físicamente contigo prefiera tener su alma con otras personas, y que además no tenga problemas en ser tan desfachatado de hacértelo saber me resulta dolorosa (con lo cual mi pregunta para el sujeto de semejante comportamiento sería, ¿por qué, si preferirías estar con otras personas en otros lugares has elegido voluntariamente estar aquí conmigo?).

    Sin embargo, más doloroso incluso me resulta cuando veo quienes se comportan así no lo hacen exclusivamente conmigo. Son así siempre. Debería quizá aliviarme que no se trate de algo personal, pero no, todo lo contrario. El fenómeno tecnológico que permite la conectividad permanente tiene una traducción perversa en los comportamientos sociales. Se trata de un avance que debería permitirnos una mayor flexibilidad en nuestras vidas, mayor comodidad, mayor libertad. Mucha gente ignora a las personas con las que comparte su vida, amigos, familia, compañeros, para poder estar virtualmente con otras personas en modo virtual, y sacrifican relaciones de las de carne y hueso, en las que cuando hablas ves los ojos de quien conversa, y su mirada, y te saludas y das besos, de los que suenan, de los que implican sentir una piel, y un cuerpo y un calor, y las risas se escuchan y revolucionan toda la fisionomía del rostro que hay delante, que se llena de luz. Y se terminan olvidando de eso, para estar permanentemente conectados con quién sabe quién, o con amigos con los que sólo se intercambian sms, o chats, o emails. Y cuando se van de viaje lo primero que hacen es fotografiarlo todo, no como recuerdo, sino para poder tener algo que colgar en alguna red social y que suscite el comentario, y no sentir el vacío terrible de la vida de verdad. Porque es más sencillo esa huída, y ese aferrarse a la tecnología, que quizá el plantearse el por qué el día a día, y las personas con las que lo compartes te generan semejante vacío, porque el ser consciente de que el cambiar ese vacío y transformar la vida de verdad supone decisiones muy difíciles, y porque es más fácil seguir despistando el paso del tiempo, y aplazar decisiones, y llenar vacíos con redes sociales, y emoción virtual, ayudándonos de una tecnología que nos lo deja en bandeja para no tener que enfrentarnos más que lo imprescindible con la realiad que tenemos delante. Y así se va dejando pasar la vida, como si fuera a durar siempre, pasando el tiempo, sin tomar conciencia, y aplazando para siempre el momento de elegir de verdad y tomar las riendas. Eso sí me parece dolorosísimo.

  4. En cuanto al efecto megáfono, creo que me parece más preocupante esa cobardía y falta de ejercicio de libertad -por voluntad propia-, la falta de criterio, de pensamiento propio, esa forma de vida vacía, que hemos asumido como «normal» es lo que más me alarma. Que cualquier persona tenga la posibilidad de expresarse públicamente, por muy estúpido que me pueda resultar lo que se expresa, por muy falto de sensibilidad, o de cultura, o de buen gusto, o de técnica, me parece positivo. También me está dando a mí ahora la posibilidad de compartir mis reflexiones, y de poder comunicarme contigo, y eso sin ser yo más que un ser más en el mundo, ningún genio ni ningún artista de reputado prestigio en el uso de la palabra o del pensamiento. Al fin y al cabo, también conservamos la libertad para elegir lo que leemos, y lo que vemos, y si algo me desagrada, con dejar de leer, basta. Al menos aquí en la red. (Desde luego, si no tengo amigos por inercia, o por casualidad, sino por causalidad (soy muy selectiva, no mantengo cerca de mí a nadie a quien no admire ni considere especial por uno u otro motivo), no invierto ni un minuto de tiempo en escribir, ni mucho menos en contestar o comentar por compromiso. Si estoy escribiendo aquí y ahora es porque es lo que de verdad quiero hacer, aquí y ahora.)
    Perdón por la extensión, te prometo que no me ha llevado a semejante disertación ningún ánimo vengativo ;-).

  5. Lo del terror vacui, por supuesto. Pero repito, es la persona. La tecnología te da los medios de agregarle agua al vino, pero no lo multiplica. Será que haber hecho el conservatorio me ha dado creado un modo de pensar súper crítico (y el buen juez…) : con esto no quiero decir que lo que propongo sea lo mejor que ofrece el mercado, pero al menos es lo menos peor que consigo poner en bandeja. Y si la experiencia nos enseña que incluso en relaciones pre-internet ha habido espacio para la incomprensión, imaginémonos si el personal trata de alcanzar la ubicuidad o (¡escalofrío!) la omnisciencia vía móvil. Te invito a llevar una caja de profilácticos y al próximo insepulto que le dé por no estar en lo que debe le ofreces uno para que ponga su teléfono al seguro. «The rest is silence». 🙂

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