La señal

1. Salieron de su casa amparándose en la oscuridad que les ofrecía la noche. Como ladrones. Como asesinos. Jacques iba en el pescante guiando la vieja mula, y en el carro desvencijado, Hélène y los niños cubiertos con mantas. Atravesarían los campos evitando el camino de Carcassonne. Le preocupaban los numerosos riachuelos, y la posibilidad de que la mula no fuera capaz de cruzar alguno de ellos, pero no había otra opción. El camino era demasiado peligroso.

En la casa había dejado sobre la mesa el diezmo y la renta. Sabía que era un gesto inútil. Que nada aplacaría su furia.

Con la mula serían capaces de recorrer entre diez y doce leguas diarias. Con un poco de suerte, en dos días y medio llegarían a Toulouse. Toulouse ya estaba lejos de su señorío. A partir de ahí podrían tomar la Via Turonensis, pagar los peajes necesarios, confundirse con otros viajeros, tener menos miedo. Llegar o no hasta aquella ciudad era irrelevante, tan sólo quería cruzar la frontera y perderse entre los peregrinos en medio de ninguna parte. Saint Jacques. Pensó en él, y en esas reliquias de las que había oído hablar. Tenía que ser una señal. Jacques era un hombre temeroso de Dios. Pero más temía el infierno y pasar una eternidad en él. Eso era lo que estaba siendo su vida. Y Saint Jacques le había dado esa idea. No podía ser de otra forma. Sí. Era una señal divina de aquel apóstol con quien compartía nombre. La señal de la redención siete años después de haber desoído a su madre: “Olvídala. Es demasiado hermosa”.

2. El recaudador entró temeroso a los aposentos del señor. Al señor no le gustaban las anomalías. El señor se enfadaba con las anomalías.

Señor, he estado esta mañana en casa del molinero. Pero el molinero no estaba. La casa estaba vacía, no había nadie; ni su familia, ni la mula, ni el carro.

Sobre la mesa había dejado su renta, señor. Y también el diezmo para el prior, señor.

El recaudador no dejó de mirar al suelo ni por un segundo mientras escuchaba a su señor imprecarle. Estúpido. Imbécil. Estará con la mula en el molino. La mujer en el río con los niños. Regresa y cerciórate de cuán estúpido puedes llegar a ser.

El recaudador sintió una opresión en el pecho, pero no obstante, volvió a hablar. Soy un estúpido, mi señor, y usted sabrá disculparme, mi señor. Pero de facto estuve en el molino. En el río. En todos los alrededores, señor. No hay nadie. Se han marchado, señor.

El recaudador levantó la mirada lo suficiente como para poder ver que la vena del cuello de aquel hombre corpulento estaba hinchada, sus brazos tensos, los puños cerrados. La mandíbula parecía contraída, casi desencajada, como resultado del esfuerzo de contener una rabia capaz de destrozar una vida, que bien podría ser la suya. Su piel se había teñido del mismo color carmesí que sus cabellos. No siguió observando, pues la posibilidad de encontrarse con la mirada llena de ira de aquel hombre, le llenaba de espanto. En su imaginario, creado a partes iguales por sus miedos y las enseñanzas de la Iglesia, aquel bien podría haber sido el rostro del mismo Satanás.

El señor entonces dijo algo con voz contenida. Vuelve allí, coge el diezmo y tráemelo. De seguido llama al prior, y denuncia la fuga. Como mucho llevan dos días de viaje. Si no han llegado a Toulouse, juntos, podemos encontrarlos. Entonces el castigo será ejemplar. Ve y cumple.

El recaudador marchó aliviado, y sorprendido por las molestias que se tomaba su señor, tan ocupado en altas empresas, por un simple molinero.

Cuando salía por la puerta le pareció escuchar a su señor exclamar ¡putaine!

3. Hélène estaba exhausta. Habían tenido que dejar la mula y el carro hacía ya muchas horas, y apenas habían dormido. Ella llevaba a Jean Luc a la espalda, y Jacques llevaba el fardo, y cogía a Guillaume cuando se fatigaba.

No se quejaba, y procuraba caminar siguiéndole el ritmo a su marido en silencio. El silencio les protegía. Con un poco de suerte llegarían a Toulouse aquella noche, donde buscarían cobijo como peregrinos.

El cansancio la obligaba a caminar con la cabeza gacha, y veía al hacerlo sus pies y su falda llenas de barro. Y se dio cuenta de que por una vez, cuando cruzaron el riachuelo horas atrás, no había sentido la necesidad de sumergirse desnuda. Y aún ahora, llena de barro, seguía sin hacerlo.

Recordó las primeras veces que lo hizo. Por un lado sentía terror a enfermar, a hacer algo insólito, a la desnudez, a ser descubierta. Pero por otro, existía una necesidad nueva para ella que no era capaz de controlar, que no la dejaba respirar, ni sentirse persona, ni mirar su imagen reflejada, ni a los ojos de Jacques. Era como si el agua la llamase para que desapareciera dentro de ella. Y ella se dejaba llevar. Era una cuestión de supervivencia. Y aunque el agua helada le produjera espasmos, ocurría el milagro de la purificación. El agua se llevaba la pestilencia de aquel cuerpo que había estado encima, la saliva, la suciedad que dejaba en el suyo, la lascivia con la que había sido deseada durante aquellos años, y que no tenía visos de apagarse.

Se concentró en evocar la paz que sentía inmersa en el agua helada. Se detuvo unos instantes. Levantó la cabeza con los ojos cerrados, sonriendo. Cuando los abrió, vio a Jacques caminando a bastante más distancia, y aún así distinguió los cabellos rojos de Guillaume, cuya cabeza reposaba en su hombro. Algo más allá, algo en el cielo. Parecía humo. Toulouse, quizá fuera Toulouse.

3 comentarios sobre “La señal

  1. Espero que lleguen a Toulouse y que Gillaume tenga la suerte de disfrutar de un padre como Jacques.

    Qué le voy a hacer, me gustan los finales felices (a veces!). Y tus relatos, claro. Independientemente de cómo terminen.

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