El porte de cada individuo, y su modo de habitar la calle.

La primera parte de la exposición de Eamonn Doyle se llama i. Me pregunto si Eamann se pronunciará Éiman o Íman. Me pregunto por qué el nombre i. El comisario dice sobre ella «Las figuras solitarias y silenciosas de i realizan tareas cotidianas desconocidas a lo largo de O’Connell street de Dublín. Aisladas casi por completo en medio del paisaje geométrico de las calles, parecen ajenas al mundo que las rodea.» El comisario no menciona que son fotografías de ancianos, de viejos, de personas mayores. Tampoco habla sobre los planos picados, muchas veces diagonales, tan abrumadoramente cerca de las solitarias figuras: los viejos. Son solitarias porque son viejos, son silenciosas porque son viejos. No solo están solos y silenciosos los viejos. Pero especialmente.

Ayer en la tele, en ese programa, hablaban de un nuevo grupo social pujante, los viejennials. Se referían a los septuagenarios que no son mayores y tienen una gran calidad de vida, y viajan, y realizan actividades intelectualmente estimulantes, y tienen una vitalidad desbordante. Pero solo hablaron de los viejennials después de hablar del éxito que habían tenido unas focas en residencias de ancianos para enfermos de alzheimer en los primeros estadios de la enfermedad. Las focas eran unos robots, de peluche por fuera y con «tamagochi» por dentro. Es decir, los viejos que empezaban a perder la cabeza se tenían que hacer responsables de su foca, y tenían que acordarse de alimentarla, acariciarla, arroparla por las noches… y tener una foca robot de la que ocuparse les hacía ralentizar su deterioro. Y en el programa aparecían dos viejecillas acariciando y besando a su foca, con esos besos sonoros, lentos y técnicos que dan los abuelos, y diciéndoles qué bonita es mi niña, y los gerontólogos aparecían muy orgullosos de los progresos y de la calidad de vida que las focas estaban procurando a las abuelas. Creo que en ese momento dije que si en algún momento llego a esa situación y queda aún alguien que me quiera, ojalá tenga la bondad de echarme veneno en la sopa. Creo que en ese momento dijiste ya sabía yo que ibas a llevarte la conversación a ese lugar. A ti no te gusta pensar en la muerte. A mí no me gusta aceptar que tendré que resignarme a cualquier forma de vida. Y sin ir más lejos, esta mañana, nada más despertarme, mientras preparabas el desayuno pensando que yo apuraba los últimos minutos de sueño, me he dedicado a hacer búsquedas de venenos en google.

De i el comisario también dice «Las fotografías se fijan en detalles de la tela y la textura, en el porte de cada individuo y en su modo de habitar la calle.» Los «detalles de la tela» desvelan pobreza, desamparo y fragilidad en esos «individuos». Y su «modo de habitar la calle» habla de lo mismo. Las chepas, la espera en un banco, las manos con artrosis que sujetan una bolsa, el bastón, la chaqueta rota, el mirar al suelo. El comisario es aséptico y eufemístico y sus palabras se estrellan contra las fotografías de formato inmenso. Esas fotografías me hacen pensar que quizás no sea fácil que cuando yo sea vieja quede alguien que me quiera. No siempre pasa. O al menos no alguien que, aun queriéndote, pertenezca a tu día a día. O a un día a día lo bastante frecuente. La vida puede ser maravillosa, pero también muy cabrona. Lo bastante frecuente como para poder decir, en susurros, estoy bien jodida, y que te abracen y te dejen decirlo. A nadie le gusta escuchar penas. Normalmente la réplica es la negación. No, en realidad no estás mal. Tú no lo sabes pero estás bien. Solo le puedes contar penas a gente que te quiere, pero no a toda. A poca. Como a ti, que ayer te dije que querré veneno en la sopa en el momento en que el sentido de la vida sea acariciar un peluche.

El mismo pánico que le tengo yo a la longevidad se lo tienes tú a la muerte prematura. Entre los dos supongo que formaríamos un tandem equilibrado de miedos mortales. Y también tiene sentido, porque la muerte prematura es devastadora para quien no muere. En el momento de llegar a k solo me doy cuenta de que la historia que tiene detrás es poderosa pero no del cierre del círculo. k llega para Eamonn al morir su madre. El hermano de Eamonn había muerto con treinta y tres años de forma repentina y su madre nunca se había repuesto. Los hijos no deben morir antes que los padres. Ese es un miedo que yo no tengo porque no tengo recursos para poder afrontarlo. El recurso de la madre de Eamonn fue escribirle cartas a su hijo muerto. Al morir la madre, Eamann crea k, una serie de fotografías en las que una figura espectral cubierta por un manto es azotada por el viento, la luz, el agua. Dice el comisario «Entretejidos en esta meditación sobre el dolor y las fuerzas que nos atan están los fantasmas de los irlandeses atlantes». Hoy es el cumpleaños de mi abuela. Se lo digo a mi madre que sé que lo sabe y sé que se acuerda, pero más como una forma de decirle que yo también me acuerdo. Habría cumplido 93 años, me contesta. Eso sin embargo no lo sé. Ni siquiera sé si murió hace tres años, cuatro o cuántos. Entre mis miedos también está el que mi madre se haga mayor. Mi padre también, pero si pienso en ello aparece primero mi madre, me debe preocupar más. Y tampoco debo tener demasiados recursos para lidiar con esa pena, porque me siento más cómoda afrontando mi propia degradación, hasta divertida en cuanto llega el pensamiento del veneno en la sopa.

Salimos de la exposición. Sigue haciendo un día espléndido. En la calle una señora está sentada en un poyete y le cuelgan las piernas. Habla por teléfono. Parece una niña. Me dan ganas de darle un abrazo. Brilla el sol. Hoy puedo brincar y brinco. Puedo bailar y bailo. Puedo reír y río. Todo está en pie. Y tú. Soy feliz.

Yo no bailo polca

En la radio está puesto el sorteo de la lotería. Está puesto porque lo he puesto yo por la mañana, aunque me gusta pensar que es la radio la que ha elegido el programa. En realidad solo he tenido que encenderla, porque hoy en lugar de noticias estarán cantando los niños de San Ildefonso. Menudo nombre, por cierto, Ildefonso. Hasta hoy no me había parado a pensarlo. Lo había asumido como normal tan solo porque lo había escuchado muchas veces. Ildefonso.

Mi abuela también escuchaba el sorteo toda la mañana. Lo recuerdo desde niña. Mis padres trabajaban y me dejaban unos días de vacaciones con ella. Mi abuela compraba churros para desayunar, hacía zumo de naranja y se pasaba la mañana en la cocina pegada al transistor. Es posible que aprovechara para hacer sopa de pescado o croquetas. Tenía en un papel la lista con los números. No jugaba décimos enteros, jugaba participaciones. Así que al lado de cada número tenía escrito lo que jugaba, con quién y cuánto le tocaría si salía el gordo. La lista era enorme. Jugaba con sus hermanos, con sus sobrinos, con sus primos, con los vecinos, con el frutero y el pescadero… La lista era larga, sí. Cuando ya habían salido los premios principales se sentaba junto al teléfono y comenzaba la ronda de llamadas, al menos a los familiares más cercanos, ara ver si había tocado algo. Entonces no existía internet ni el buscador de premios, ni whatsapp, de forma que a las personas no les quedaba más remedio que hablar. Y de todos modos, el día de después dedicaba unas horas a comprobar número a número con el listado de pedreas del periódico.

Pienso que igual debería bajar a comprarme churros y quedarme en la cocina con un delantal. Creo que no tengo un delantal. Creo que no sé cocinar nada. Llevo siete años comiendo ensaladas con lechuga de bolsa, pasta y legumbres precocinadas. Pero pienso que igual si en la cocina tuviera una bolsa grasienta rellena de churros, me pusiera un delantal y mantuviera cerca de mí la radio con el soniquete de los niños cantando premios, mi abuela, que lleva ya años muerta, se apresuraría a reencarnarse en mí misma y por una vez comería algo decente. Cómo será ser mi abuela. Por un rato al menos. Y qué le parecería a mi abuela ser yo.

Aparco mis imaginaciones de viajes extracorpóreos. Comida no voy a preparar. Tampoco tengo mucho que hacer con respecto a la búsqueda de premios: solo juego medio décimo y ni siquiera tengo el número. Lo compramos a medias una compañera de trabajo descreída y yo. Susana se vanagloriaba de no haber comprado lotería en su vida, y de ser el primer año que sentía la debilidad de jugar por aquello de que no le toque a todos los compañeros salvo a uno. Parece ser que a eso hay quien lo llama envidia preventiva. Yo también me vanagloriaba de jugar poco, de no creer en la suerte. Probablemente proferí alguna disertación sobre el valor del esfuerzo que nadie escucharía. Probablemente fuimos las dos juntas, ufanas, pedantes, pretenciosas a comprar el décimo. Caminando por encima de aquellos pobres diablos que juegan con ilusión, sobre esos que dedican al menos un par de horas a pensar qué harán con cuatrocientos mil euros. Susana se quedó con el décimo, yo no conservé ni el número. Estoy escuchando a los niños de San Ildefonso y no tengo ni lista ni décimo que comprobar. Puede que la soledad sea esto.

Como media pizza de beicon y una coca cola. Hace ya una buen rato que ha terminado el sorteo, pero no me pierdo el telediario. Es mi telediario preferido. Se detienen las desgracias en el mundo, el apocalipsis. Ni el cambio climático, ni corrupción, ni asesinatos, ni violaciones, ni campos de refugiados. Durante veinte minutos solo aparece gente abrazándose, gritando, cantando y brindando con sus décimos, y la gente cuenta a cámara lo que va a hacer con su inmerecido dinero: terminar de pagar la casa, un viaje, un coche, tapar agujeros… las respuestas no difieren demasiado unas de otras. Somos insoportablemente previsibles. En la tele siempre sale gente a la que parece haberle venido muy bien ese dinero. Gente necesitada. Supongo que las personas que no necesitan el dinero no se ponen tan contentas. Y desde luego no acuden a abrazar al lotero ni a los vecinos del barrio, porque seguramente, entre otras cosas, no vivan en un barrio y no conozcan a sus vecinos, y no compartirán décimos con ellos.

Cuando era pequeña soñaba con ir un día a la Puerta del Sol a comer las uvas. Soñaba con estar en medio del jolgorio. Pensaba que estar en el centro del jolgorio debía ser lo mejor del mundo. Con el tiempo sufrí la decepción del jolgorio. En realidad creo que nunca me he sentido en el centro del jolgorio. Ha sido más bien como si el jolgorio me hubiera rodeado. Desde fuera podría haber parecido que en algunas ocasiones yo me he encontrado en el centro, pero en realidad yo estaba fuera y el jolgorio solo me rodeaba. Yo era una isla en el jolgorio. Supongo que con ese mismo espíritu también hubo un tiempo en que me hubiera gustado ser una de esas que descorchaba una botella y cantaba desafinada y patosa con un montón de vecinos con pinta de necesitar dinero al otro lado de las cámaras el día 22 de diciembre. No tanto por el dinero, que también, sino por aquello del jolgorio. Después se me fue pasando a fuerza de no ganar.

Miro varias veces al móvil y no hay ningún mensaje de nadie. Escribo a mi amiga Irene. Irene es mi amiga de ir al cine el domingo por la tarde. No sé si Irene juega a la lotería. En tantos años como llevamos saliendo juntas los domingos no se me ha ocurrido preguntarle. También es cierto que cuando quiero hablar algo con Irene debo llevarlo previsto de antemano. De lo contrario, Irene suele traer un tema – o varios- y me los desarrolla mientras llegamos al cine, compramos palomitas y pasan los anuncios. El tema de hoy resulta ser una gotera que se ha formado en un esquinazo de su salón y en los diferentes trabajos que han sido necesarios para ponerle solución.

Vemos Parásitos. En versión original. Me gusta el cine oriental en versión original. Me gusta casi todo el cine en versión original, pero el oriental especialmente. Después de la película, Irene continúa contándome las vicisitudes con su gotera. A veces pienso que es insoportable, y otras veces que la quiero. Irene y yo no jugamos lotería. Y hoy se me ha olvidado preguntarle si le había tocado algo. De todos modos, en el caso en el que le tocara la lotería alguna vez, creo que jamás vería a Irene tras las cámaras, con un brazo rodeando el cuello de la lotera y bailando una polca mientras amorra una botella de sidra. Sin embargo, ahora que estoy en la cama intentando coger el sueño para ir mañana a trabajar, me detengo en esa imagen. Creo que hasta me río un poco en voz alta. Tengo que pensar en otra cosa para no desvelarme.

Hoy en el trabajo el ambiente es extraño. Falta mucha gente. No creo que haya tanta gente que haya cogido vacaciones. Algunas personas se abrazan. Aún es pronto para el feliz navidad y esas parafernalias. Tal y como suelo, decido mantenerme al margen. Enciendo mi ordenador, y abro el correo electrónico. Hay uno con el asunto en negrita. Es un número de cinco dígitos. Lo remite el director general. Pues sí. Parece que ayer nos tocó la lotería.

Voy a buscar a Susana. Dice que se acaba de enterar. Que como no juega nunca no tiene costumbre de comprobar el número. Dice que le han dicho que debemos ir a cobrarlo juntas para que cada una declare a hacienda su parte, que ella no piensa pagar mis treinta y ocho mil euros. Pero que primero tiene que buscar el décimo, porque como no tiene costumbre de contemplar la posibilidad de ganar no tiene la costumbre de conservarlos. Que cree que sí porque esta vez jugábamos a medias. Ella había dicho que nunca había jugado. Pero no lo digo en voz alta porque me parece descortés hacerle partícipe de mis desconfianzas y de sus mentiras.

Vuelvo a mi sitio y continúo trabajando mientras a mi alrededor continúa organizándose el jolgorio. Al parecer es el segundo porque ayer ya hay quien acudió con botellas. Pienso por un momento si debería llamar a alguien. Por comentar. A Irene, tal vez. No. Se lo diré el domingo que viene, antes de que ella empiece con su tema. Me pongo a contabilizar unos bancos. A mi alrededor se descorchan botellas, algunos cantan. Me cuesta concentrarme. Pongo la radio, la radio elige para mí un villancico de Mariah Carey. Yo prosigo con el día más feliz de mi vida.

Trastornos

Mi psiquiatra dice que mi trastorno estaba ahí antes de aquello, latente, y tendrá razón, seguro, pero hasta entonces llevaba una vida aparentemente normal, o no muy diferente al menos a la del resto de la gente, que viene a ser lo mismo. Lo digo en el sentido de que, por ejemplo, a mí no me parece normal dormir con un revólver bajo la almohada, quiero decir, que si salgo una noche con un tipo, tomamos una copa, nos parecemos bien, decidiéramos tener sexo y decidiéramos que fuera en su casa, -yo suelo preferirlo porque así me puedo ir cuando quiero, me siento más libre- y si ya en su casa, aprovechando el momento en que él está en el baño, quizás después de haber practicado sexo, yo sintiera curiosidad, porque soy una persona curiosa y creo que eso no es necesariamente consecuencia de mi trastorno, y me pusiera a mirar un poco, superficialmente, como si fuera normal, y levantara la almohada, solo para ver qué tipo de pijama usa para dormir, y encontrara un arma de fuego, saldría de allí pitando. Intentaría vestirme a toda velocidad, puede que incluso saliera de la casa con la ropa en la mano, y me fuera poniendo las bragas en el descansillo, y abrochándome la camisa en el ascensor, confiando en que a esas horas los vecinos duermen, pensando sin duda antes en ponerme a salvo de un tipo que tiene una puta pistola en su casa antes que de miradas ajenas, porque al final mi cuerpo es muy parecido a otros cuerpos, no tiene nada de especial, a pesar de que puestos a hablar de anormalidades, encontrar a una mujer poniéndose el sujetador en el descansillo lo es, y puede que el vecino en cuestión también saliera de allí pitando, pero más por un miedo a la anormalidad, que es un miedo que existe, que por miedo a perder la vida. Pero si en lugar de haber nacido en Madrid me hubiera criado en Texas, si al ponerme a curiosear inocentemente bajo la almohada de mi amante hubiera encontrado un arma de fuego, me habría parecido normal, no habría temido por mi vida ni me habría arrojado desnuda a un descansillo, porque además, si me hubiera criado en Texas sabría que mi desnudez resultaría mucho más agresiva que un arma, y me habría quedado tranquilamente en la cama esperando a que mi amante saliera del baño, tranquilamente, con la paz que da el tener un revólver al lado. De hecho, probablemente, si  yo me hubiera criado en Texas también tendría un arma. O dos. Seguro. Lo sé porque me conozco, y más allá del trastorno las tendría.

Me he excedido con la relatividad de lo que es normal y me he desviado de mi trastorno, que es el gran protagonista, y que, como decía, debía padecer ya antes de que se manifestara. La ubicación del momento donde empezó todo fue un supermercado. Habría preferido otra localización, pero ocurrió donde ocurrió.  La culpa la tuvieron esas cajas de autocobro que instalaron, que despidieran a tres cajeras y mi furia porque el supermercado redujera servicio al cliente, puestos de trabajo, y no bajara los precios. Una tomadura de pelo en toda regla. Al principio miraba las cajas recelosa, ni siquiera sabía muy bien qué era eso.  Después me indigné, me entró la vena sindical, «esto lo único que consigue es destruir empleo», y continuaba poniéndome a la cola de las cajas tradicionales, que cada vez eran menos y las colas más largas, y miraba con odio a quienes se colocaban en las nuevas, y esperaba mi turno para pagar sintiendo una gran gloria, pensándome salvadora y adalid de la conservación del empleo y la dignidad humana, y nadie se daba cuenta, pero yo en mi cabeza tenía en alto el puño izquierdo y cantaba la internacional, y se me ponían los pelos de punta.

Pero unos días más tarde, o unas semanas más tarde, o un tiempo más tarde, el que fuera, qué más da, me acerqué a una de esas cajas nuevas, un día en que parecían decirme «prueba, sé cajera por un día». Me prometí a mí misma que solo sería una vez. Y probé. Quizás por conocer al enemigo. Por ahorrar tiempo. Y sobre todo por aquello de imaginarme siendo cajera, y más aún en esta época de las experiencias. Regala una experiencia. Parece que vivir ha dejado de ser experiencial, y tenemos que rellenar ese vacío a golpe de visa, como hacemos con todo. O es que como ya no sabemos en qué chorrada gastarnos el dinero, pagamos por tirarnos de un puente con una cuerda, por una batalla de pistolas láser, por dormir una noche en una casa rural, por ordeñar un día a una vaca, por protagonizar una sesión fotográfica de estudio. Así que yo lo enfoqué así, tenía la oportunidad de ser cajera por un día y además gratis. De modo que me di los buenos días, pasé mis artículos por el lector, me informé del importe de mi compra, y me pregunté si iba a pagarlo en efectivo o con tarjeta. Con tarjeta, me contesté. Así que verifiqué mi identidad enseñándome mi DNI y pagué. Pero una vez hecho todo esto, me di cuenta de que no había tenido en cuenta las bolsas: tenía un montón de artículos pagados y no podía recogerlos. Había bolsas, pero tendría que haberlas escaneado previamente y pagado junto con el resto de artículos. En esa encrucijada tuve que ser fuerte y tomar una decisión que marcaría un antes y un después en mi vida, aunque en ese momento no fui consciente de la trascendencia, y opté por robar.

Salí de allí apresurada y con un nudo en el estómago, pero no pasó nada. No sonó ninguna alarma, nadie me denunció, no me interceptaron los guardias de seguridad en la puerta, nada. Salí de allí como si fuera cualquier otro día, crucé la calle como si fuera cualquier otro día, y es posible que si no hubiera sido por la adrenalina que segregué con mi pequeño hurto, todo habría seguido igual. Pero aunque todo pareciera igual no lo era. Volví aparentando normalidad pero en cuanto traspasé el umbral de mi casa, di un grito, se me escapó una carcajada nerviosa y  estuve riendo durante un buen rato. Nada pudo detener lo que ocurrió a continuación en mi cabeza, que ya estaba preparando el siguiente golpe. Después del éxito de las bolsas en el supermercado necesitaba dar un paso más. Un paquete de chicles. Después quizás algo de ropa en un gran almacén, y con un poco de tesón, inteligencia y estudio, podría llegar a perpetrar algo memorable, un golpe de los que después inspiran guiones de películas, que posiblemente interpretaría algún actor con perfil de tipo duro estilo… no sé, Clint Eastwood, o alguna buenorra de cuerpo atlético, como Anjelina Jolie, para hacerlo más verosímil.

Creo que en esos momentos me alivió el no haber probado ser sicaria por un día, y no por disquisiciones morales, sino porque entonces supe que matar también podría llegar a gustarme. Joder, por eso se hacen las normas. Por eso se crean esos límites infranqueables. Porque quizás por matar a alguien, a una sola persona, una sola vez,  en un momento determinado, no arrastrado por un impulso malvado y violento, sino por curiosidad, como hecho experiencial, como un oye, es que yo no me quiero morir sin haberlo probado, pues entiendo que tampoco habría un gran problema. Es posible que incluso, en casos determinados, resultara un gran bien común. Pero lo jodido de todo es que una vez traspasado ese límite se le puede coger gusto. Al menos en mi caso, aunque en mi caso quizás sea por el trastorno. Y un asesinato es una cosa muy seria, y muy distinto es practicarlo una vez de manera excepcional que tener que andar matando a diario, por vicio. Así que en cierto modo, a pesar de haberme iniciado en la disciplina del robo, me tranquilizó saberme con la lucidez suficiente como para tener tan claro que el asesinato mejor no probarlo. Y eso que por aquellos entonces aún no visitaba al psiquiatra. Después de esa reflexión pude dedicarme por completo a planear mis siguientes golpes.

Hablar con un psiquiatra me resulta bastante reconfortante. Hablar me resulta reconfortante. También por entonces. Vivía sola. Trabajaba de asistente en unos laboratorios de control de calidad de la industria cárnica. El horario de laboratorio terminaba a las cinco de la tarde. Un poco antes del cierre llegaba yo, y me quedaba en los laboratorios para vigilar que la maquinaria se mantuviera con los parámetros necesarios de humedad y temperatura, encargarme de los experimentos que terminaran por la tarde, autoclavar el instrumental para el día siguiente, y quizás redactar algún informe. No era madame Curie, pero me ganaba la vida y nadie se metía con mi trabajo. A las doce de la noche llegaba mi relevo. Y nada más. También sola toda la tarde. Por eso, con frecuencia, cuando terminaba, entraba al café Lunar a tomarme una copa y a hablar un poco. A veces en la barra había alguna persona receptiva con la que entablar una conversación y pasaba un buen rato. Incluso algunas veces hasta podía encontrar sexo. Pero la mayor parte de los días terminaba hablando con el malagueño que ponía las copas. Sin embargo desde que empecé con los robos, dejó de ser lo mismo.

Esa nueva faceta mía no podía compartirla. No creo que nadie fuera a denunciarme, en realidad es posible que nadie me creyera, o que al menos no me tomaran muy en serio, porque ningún delincuente va por ahí contando sus delitos en la barra de un bar. Pero pensarían que estoy chiflada. Y si la delincuencia espanta, la locura todavía más. Joder, yo me pasaba el día sola, y no acudía a un bar a las doce de la noche para continuar sola y espantar a la gente. Eso sí, ya que no podía sincerarme, aprovechaba para cometer algún pequeño hurto. Algo que no me pudieran achacar a mí, que era cliente habitual. Especialmente las noches en que terminaba en la cama de algún desconocido. Les quitaba alguna cosa pequeña. La cartera no, habría sido una torpeza, pero sí las examinaba. Cuántas tarjetas tenían, el carnet de identidad, el de conducir, los resguardos de las compras, alguno aún llevaba fotografías… En base a mi experiencia puedo decir que casi ningún hombre mentía acerca de su edad, pero sí acerca de sus trabajos y de sus cargos, era sencillo comprobarlo con solo mirar las tarjetas de visita. En casa, de vuelta, me entretenía a veces fisgando los movimientos de sus cuentas bancarias. Fotografiaba las tarjetas de coordenadas de sus bancos, y las contraseñas solían ser las fechas de nacimiento de los hijos. Casi siempre tenían hijos. Yo accedía a todo aquello, pero después me quedaba de recuerdo con la tarjeta de un restaurante, con una nota escrita a mano, con una foto que hubiera en la casa. Por aquellos entonces con eso me bastaba. Comprobar hasta dónde podía llegar, pero quedarme solo con un símbolo de lo que pude hacer y no hice.

Era una vida bastante solitaria. Emocionante, pero solitaria hasta el extremo de doler. Hay personas que son capaces de mantenerse siempre ocultas bajo la identidad que proyectan y sentirse bien. Yo no. Sin embargo, casi me había resignado. Hasta que apareció esa mujer una noche en el Lunar. Debía tener unos sesenta años, y llevaba uno de esos trajes de chaqueta un poco antiguos, de cuadros pequeños, la falda por debajo de las rodillas, medias de compresión, y zapato de horma ancha. Debajo del traje un jersey fino, y un pañuelo pequeño en el cuello. Una señora con pinta de ama de casa de las de antes, de las que se han encargado de llevar a los hijos al colegio, de que hicieran la tarea, de lavar y de planchar. De las que hacen croquetas con las sobras del cocido, y albóndigas y ensaladilla rusa, y que jamás han servido alimentos precocinados. De las que en casa se ponen una batita de flores, pero para salir a la calle se visten. De las que planchan los calcetines, los calzoncillos y las toallas. De las que van a la peluquería una vez cada quince días, y a misa los domingos, y que una vez al mes quedan con amigas para tomar chocolate con churros en una cafetería. Una señora que no desentonaría entrando en una mercería, pero definitivamente sí haciéndolo en el bar Lunar a media noche, trastabillando. Definitivamente sí sentada en esa mesita con las piernas juntas y el bolso viejo de piel marrón en su regazo. Definitivamente sí pidiendo una copa de jerez tratando de no perder una compostura que después de haber mantenido toda una vida amenazaba resquebrajarse tras beber un par de copas.

Me senté en su mesa, y me dijo que se llamaba Carmen. Para mí doña Carmen, le dije. Le pregunté qué hacía allí. Y doña Carmen no trató de inventar ninguna historia, ni justificar su actitud ni revestirse de respetabilidad. Sencillamente me contestó que un día había empezado a beber, y le había hecho sentir bien, así que había tomado la decisión de hacerlo más a menudo. Sin más. No trató de justificarse hablándome de una vida insatisfactoria, o de una viudedad, de deudas o problemas económicos. Lo resumió en que había tomado la decisión de beber. Y me pareció una respuesta tan sencilla y tan franca, tan sublime, que yo le conté a ella que robaba. Me dio un poco de miedo, pero no pareció recelar de mí, ni aferrarse más fuerte a su bolso, ni siquiera modificó su semblante. Dio otro sorbo de jerez, pero no por lo que acababa de escuchar, sino porque le tocaba -parecía beber a intervalos regulares, como si le marcara el ritmo algún tipo de mecanismo interno-, y simplemente dijo «qué cosas se te ocurren, hija». A lo que le contesté «pues anda que a usted, doña Carmen» «pues tienes razón.» Y de esa forma tácita nos aceptamos con nuestras decisiones absurdas, o trastornos, o lo que fueran. Así empezamos a sentarnos cada noche juntas, y a charlar. Doña Carmen solo había tenido una hija, que se había colocado muy bien, y trabajaba en el extranjero, en Alemania. Me contó que ella había ido tres o cuatro veces, pero que le daba miedo el avión, y que Berlín no le gustaba mucho. Que para turismo estaba bien, pero no entendía cómo su hija podía vivir allí y parecer tan acostumbrada, porque a ella, por más que iba, se pasaba la estancia en un continuo desconcierto. Por la ciudad, por el frío, por las costumbres, y sobre todo por su yerno, que era muy extraño, cosa que achacó a su nacionalidad germana. Me contó que tenía dos nietos, y me enseñó fotos, y me decía que su marido solo había conocido al mayor. También me enseñó alguna foto del marido.

Doña Carmen hablaba primero, cuando llegaba, antes de que el jerez empezara a hacerle efecto. Solo se tomaba un par de copas, pero el alcohol, aunque lo consumiera regularmente, le sentaba regular, y cuando empezaba a trabársele la lengua se le terminaba la conversación. Se supone que debería ser al contrario, que el alcohol suelta. Yo creo que le daba vergüenza. Pensándolo bien, yo por mi parte le había contado que robaba. De hecho, cuando me llegaba el turno de palabra, le contaba mis golpes del día, y doña Carmen los apreciaba. Casi siempre se reía bastante, no les daba demasiada importancia, decía cosas como «por dios, qué chiquilla». Sin embargo, jamás hubiera consentido que ella me viera robando. Una cosa es la franqueza y otra diferente perder el pudor.

Me di cuenta de que le había tomado verdadero afecto a aquella señora. Hasta dejé de ligar, porque no sentarme con ella para ir a charlar con algún tío me hacía sentir mal, como si la estuviera abandonando. Pero no me sentaba con ella para hacerle un favor, esperaba el momento contenta. Por las mañanas solía robar algo para ella. Un día le llevé una laca de uñas perlado, que era el color que solía usar. A mí me parecía espantoso, y tuve que hacer todo un ejercicio de respeto para no robarle también uno rojo o marrón, que llevaban nombres absurdos como glad passion, o nude dark, o gilipolleces así. Otro día le llevé una gargantilla de oro y brillantes, le dije que era mala para no hacerle sentir mal. Creo que fue la única vez que le mentí. Se la puso solo un par de días, me dijo que le daba miedo porque que la bisutería le solía dar alergia. No la saqué de su error.

No sé cuánto tiempo duró aquello, porque los síntomas de su enfermedad empezaron poco después. Ni siquiera me lo contó ella. Tuve que enterarme directamente en el hospital. Un par de días se ausentaba, he estado enferma, decía. Tenía una forma de hablar tranquila y serena, e igual contaba que por la mañana había comprado rabillo de ternera para hacer un guiso que simplemente un día tomó la decisión de beber. Hablaba de todo como si no tuviera excesiva importancia. Casi ninguna, en realidad. Me preguntaba si ese era un poder que llegaba con la edad. Y a raíz de hacerme esa pregunta me he dado cuenta de que, en los últimos tiempos, yo también he dejado de preocuparme por casi todo. Continúo robando, pero ya es porque he adquirido esa costumbre, casi como un compromiso conmigo misma, pero no me importa demasiado la perspectiva de ser descubierta. Ni siquiera en aquellos robos cuyas cuantías me habrían encausado por vía penal, quizás hasta con riesgo de cárcel. En realidad, qué pasaba si iba a la cárcel? Nada. ¿Y si perdía mi trabajo? Nada, ya habría otro. ¿Y si llovía y había salido sin paraguas? ¿Y si en mi destino para las vacaciones había estallado una guerra civil? ¿Y si el ébola se extendía de forma incontrolada y moríamos todos? ¿Y si las elecciones las volvía a ganar el PP? Nada. Nada es tan importante, en realidad. A veces le he hablado de esto a mi psiquiatra pero creo que no le termina de quedar claro el concepto. Aún no tiene el poder. No pasa nada. Hay quien lo adquiere y hay quien no. Hay quien no consigue adquirirlo nunca, y sufre por todo hasta el final. Y sigue sin pasar nada.

Pero cuando doña Carmen, después de ausencias intermitentes, estuvo más de una semana sin aparecer por allí, me preocupé. No podía soportar no saber dónde estaba, ni qué le pasaba, ni cuánto tiempo iba a estar fuera. Juro que a doña Carmen la había respetado casi del todo, pero lo mío es un trastorno, y a veces la voluntad por sí sola no basta para mantenerlo a raya. Así que un día también le había fisgado la cartera, y sabía dónde vivía. Fui hasta allí una mañana, y llamé al timbre media docena de veces. No contestó nadie. Busqué una cafetería para desayunar, para hacer un poco de tiempo antes de volver a intentarlo. Entré en una, pedí café con leche y churros, y me quedé mirando la puerta. Me entretuve imaginando que doña Carmen entraba, fantaseando con la cara que pondría al verme, que se tomaría un desayuno conmigo en lugar de un jerez, y que después me invitaría a subir a su casa. Y me daría croquetas, y me enseñaría un millón de álbumes de fotos. Evidentemente no entró, así que pagué el desayuno, volví al portal y seguí insistiendo, pero nada. Entonces llamé a las puertas contiguas, hasta que alguien me contestó, y pregunté por doña Carmen, porque en los barrios los vecinos, y más los mayores, aún se conocen, y así fue, y entonces me dijo que estaba ingresada, y dónde. Me fui al hospital, y pregunté por ella. Porque como le había fisgado la cartera conocía sus apellidos, Carmen Alegría Hernán. Me dijeron que estaba en la habitación 362, y cuando me acerqué al directorio, porque los grandes hospitales son laberintos con complejos sistemas de señales, vi que la habitación estaba en la unidad de cuidados paliativos. Doña Camen, pero ¿por qué está aquí? porque estoy enferma. ¿Y por qué está sola? porque no se lo quiero decir a nadie. ¿quiere usted que me vaya? no, ya que estás aquí…

Dejé mi trabajo y me quedé con ella el tiempo que estuvo ingresada. Creo que le senté muy bien, porque doña Carmen estaba hecha un desastre, sin arreglar, con esas batas horribles del hospital con las que se enseña el culo de espalda y con el pelo horrible. Yo robé para ella tal colección de camisones que terminó siendo la envidia de la planta, y le arreglaba el pelo y las uñas, aunque no me dejaban pintárselas. Me decía que le iban a dar el título de Miss Cuidados Paliativos. Seguía haciendo como que tampoco le importaba demasiado, pero bien que se pasaba un buen rato pensando qué camisón ponerse cada mañana después del aseo, antes de que me la llevara a dar un paseo por la planta en su silla de ruedas. También le llevé una botella de jerez, y por la noche se tomaba dos copas. Solo me pidió una vez una cosa, que fuera a su casa y le regara las plantas. Cuando me fue a dar las llaves le dije que no era necesario. Una vez dentro no lo pude evitar y fisgué. Miré los álbumes, y me dio por llorar, y me los llevé. En el hospital me los estuvo enseñando doña Carmen, que como tenía esa forma tan serena de contar las cosas no me puso triste. También le llevé morfina extra, que conseguí en la farmacia, y que nos vino muy bien para el final. Yo me quedé con unas dosis extra para mí, porque me gustan los trofeos y nunca había robado en una farmacia de hospital, y porque nunca se sabe. Los últimos días ella dejó de estar consciente. Como ya no podía enfadarse conmigo por hacerlo, le mandé un telegrama a su hija, y cuando llegó ella desaparecí. Me enteré de la muerte de doña Carmen pocos días después. Tuve que entrar una última vez en su casa.

A partir de entonces intensifiqué mi actividad. Como había dejado mi trabajo tenía que vivir de mis robos. Pero las cosas no se transforman bien en dinero. Al final me denunció un amante resentido, que se tomó que le vaciara su cuenta  como algo personal. No sé muy bien cómo dieron con mi rastro, putos delitos informáticos. Siempre me sentí mucho más cómoda en el mundo analógico. Habían sido seis mil ochocientos euros, y como no tenía antecedentes y por algo que debí decir al declarar, me condenaron a una rehabilitación psiquiátrica. Escuché la sentencia con la gargantilla de brillantes de doña Carmen. Pensé que le habría gustado.

Hablar con mi psiquiatra es reconfortante. A él le puedo contar muchas cosas de las que siento, y también del bar Lunar, del malagueño, de mis prácticas sexuales -que él denomina promiscuas y las relaciona con mi trastorno, aunque yo pienso que mi terapeuta tiene prejuicios religiosos. En realidad me da igual. No le puedo hablar de mis robos actuales, que han vuelto a ser vocacionales porque he conseguido un trabajo, solo puedo hablarle de los antiguos. Si acabara en la cárcel no pasaría nada, pero prefiero no ir. Tampoco puedo hablarle de doña Carmen. Ahora no puedo hablar con nadie de eso. Así que es posible que de vez en cuando hable sola. Es posible que me lo cuente todo a mí misma, como para darle realidad, porque de lo contrario podría parecerme que es solo algo que me invento, y salvo porque conservo mis trofeos y la gargantilla, y algunas fotos, correría el riesgo de pensar que estoy volviéndome loca, que es peor que padecer un trastorno. Aunque de ser cierto, tampoco pasaría nada.

El comedor especial

Al comedor especial van los residentes que necesitan ayuda. Comen en el primer turno, cerca de las doce. A los que pueden hablar les dan a elegir entre dos o tres primeros y dos o tres segundos. ¿Qué prefiere, doña Ascensión, sopa, macarrones o crema de calabacín?

Doña Ascensión pide macarrones. Es la única que ha pedido macarrones. Los demás tienen puré.

Tres señoras vestidas de blanco van dando de comer a los residentes. Cuando llega el turno de doña Ascensión no quiere los macarrones, y mastica mucho más de las treinta veces recomendadas en tragar cada bocado. La señora vestida de blanco coge el plato y lo trae de vuelta con macarrones y puré, todo mezclado. Así se lo come mejor, verdad  doña Ascensión? Doña Ascensión no contesta, pero ahora abre la boca cada vez que el tenedor se para delante.

Al fondo una señora grita no. Le está dando el puré la rubia. ¿Cómo que no? A comer. Noooooooo. Sólo dice no. Grita no. Como si no fuera el último resquicio de voluntad propia que le hubiera dejado el tiempo, y se resistiera a dejar de usarlo. No. Un manotazo descoordinado estuvo a punto de hacer caer la cuchara que la rubia le llevaba a la boca. La rubia se enfadó. Si no come después no vienen sus hijos a verla. Así que a comer, ¿no quiere que venga su hijo? Pues eso. Y le mete una cucharada tras otra el puré, con una actitud de irritación evidente.

A la rubia le tocan las rebeldes, y ya se le está agotando la paciencia. Así que se niega a perdonarle el melón a Pruden, que no ha rechistado esta vez para todo lo demás. Pero ahora también dice no, y a pesar del no se encuentra con un trozo de melón en la boca, así que es imposible comprender lo que farfulla, pero, posiblemente, y dado que con la edad se perdona la impertinencia e incluso la vulgaridad, esté mandando a tomar por culo a la zorra esa que le hace tragar.

Gisela está sentada en la última mesa. Al lado de María Luisa. Gisela tiene una piel transparente que enseña sus venas. Y el pelo blanco, algodonoso, peinado con mimo en un moño. Está vestida con pulcritud, y mientras espera su turno para comer mira al infinito y se frota una mano contra otra, como si se las estuviera lavando. Se puede frotar las manos pero o no puede o no quiere coger el cubierto y comer por sí misma. En el comedor especial están los residentes que necesitan ayuda. No pueden o no quieren comer. Ninguno parece tener hambre allí. Y sólo a las tres señoras de blanco parece preocuparles que no se debiliten.

Se vuelve a escuchar el grito desde el fondo. No!!!!

Entonces, Gisela, levanta la cabeza, sin dejar de mirar al infinito, y clama papá, donde estás?

Desde el fondo la señora que sólo grita no, grita ahora mamá.

Una señora vestida de blanco se acerca corriendo y regaña a Gisela con condescendencia por no haber comenzado a comer. En realidad está tratando de distraerla para evitar más preguntas de esas que hacen llorar al comedor especial.

La aventura ambigua

Las sorpresas tienen tantas formas, colores, sonidos y aromas diferentes que a veces no las reconocemos. Sobre todo porque no las esperamos. Eso sí que es fundamental y maravilloso en las sorpresas, el no esperarlas.

Hace unos cuantos días, aprovechando que estaba sola, me fui al cine. Al salir la noche era estupenda, tan oscura y tan cálida, y yo tenía el ánimo tan bajo y la cabeza tan ocupada, que necesité dar un paseo y volver a casa andando.

Y así iba yo, disfrutando de mi momento de soledad, enfrascada en mis cavilaciones, ajena a la calle recorrida, cuando una voz me sacó de mí misma y me trajo de nuevo al mundo de los vivos:

«veo que caminas sola, yo también voy solo, si quieres caminamos juntos»

Tengo que reconocer que cuando me di la vuelta y ví a aquel hombre negro enorme, y que la calle estaba vacía, me sentí un poco insegura, y me pareció una imprudencia el no haber cogido un taxi. Pero lo que de verdad me resultó más molesta fue la interrupción. Es que ese hombre no se había dado cuenta de que yo no estaba sola, estaba conmigo misma tomando consciencia de mi tristeza, y el pensar que de pronto iba a tener que abandonarme   para hacer el esfuerzo de mantener una conversación trivial con un desconocido, para caminar juntos, me irritó.  Imagino que él imaginó mis reticencias, y antes de que le espetara una negativa, inistió: «sólo se trata de hablar, y que el camino sea más divertido».  Tampoco eso me convenció «Tu parles français?». La vanidad. Me pudo la vanidad, y olvidé mi irritación para contestar como movida por un resorte  «Oui».

Y en francés comenzó lo trivial. Oscar era de Camerún, vivía en España desde hacía siete años, daba clases de francés, era masajista, pero también había trabajado de fontanero y de lo que le había surgido a lo largo de siete años de peripecias.  De las reseñas biográficas de cada uno pasamos a hablar del choque cultural, ya en español.

«Aquí tenéis de todo, pero no sabéis ser felices. Os resulta extraño hablar con las personas. Tenéis miedo. Yo hablo con todo el mundo en el barrio, como puedo estar hablando ahora contigo. Pero muchas personas te rechazan, por miedo. Allí somos comunidad. Una fiesta, un funeral, lo que sea, nos une a todos. Todos nos conocemos, todos hablamos, nos alegramos con la felicidad de los demás y nos acompañamos en nuestras desgracias. No tenemos dinero para tomar algo, para charlar en un bar, pero hablamos en la calle, con quienes te encuentras, y estamos cerca todos de todos.»

Sí. En los pueblos pequeños todavía hay algo de eso, pero las ciudades han impuesto un individualismo feroz. Estamos rodeados de millones de personas, que son millones de extraños a los que no nos acercamos, con los que nos resulta violento hablar. Hay mucha soledad en las ciudades. No se estila hablar con los desconocidos.

Y me contestó: «Ya os iremos enseñando.»

Estuve más de una hora charlando con ese hombre que no dejaba de sonreír  y de sentirse agradecido con la vida, de pie, en la calle. De diferencias culturales, de soledad, de comunicación, de la actitud ante la vida,  de la felicidad y del valor. Me recomendó un libro «L’aventure de l’ambiguë», de  Cheikh Hamidou Kane.

Y cuando nos despedimos y seguí mi camino a casa, me di cuenta de que la tristeza y la pesadumbre que estaban conmigo a la salida del cine habían desaparecido. Y que el haber compartido todas esas impresiones con ese extraño me había llenado de energía. Y que de pronto caminaba contenta. Y que había merecido la pena cometer la imprudencia de conversar con un desconocido que, desde Camerún, y tras un viaje odisíaco, había venido a enseñarnos. Toda una sorpresa, de color negro.