Yo no bailo polca

En la radio está puesto el sorteo de la lotería. Está puesto porque lo he puesto yo por la mañana, aunque me gusta pensar que es la radio la que ha elegido el programa. En realidad solo he tenido que encenderla, porque hoy en lugar de noticias estarán cantando los niños de San Ildefonso. Menudo nombre, por cierto, Ildefonso. Hasta hoy no me había parado a pensarlo. Lo había asumido como normal tan solo porque lo había escuchado muchas veces. Ildefonso.

Mi abuela también escuchaba el sorteo toda la mañana. Lo recuerdo desde niña. Mis padres trabajaban y me dejaban unos días de vacaciones con ella. Mi abuela compraba churros para desayunar, hacía zumo de naranja y se pasaba la mañana en la cocina pegada al transistor. Es posible que aprovechara para hacer sopa de pescado o croquetas. Tenía en un papel la lista con los números. No jugaba décimos enteros, jugaba participaciones. Así que al lado de cada número tenía escrito lo que jugaba, con quién y cuánto le tocaría si salía el gordo. La lista era enorme. Jugaba con sus hermanos, con sus sobrinos, con sus primos, con los vecinos, con el frutero y el pescadero… La lista era larga, sí. Cuando ya habían salido los premios principales se sentaba junto al teléfono y comenzaba la ronda de llamadas, al menos a los familiares más cercanos, ara ver si había tocado algo. Entonces no existía internet ni el buscador de premios, ni whatsapp, de forma que a las personas no les quedaba más remedio que hablar. Y de todos modos, el día de después dedicaba unas horas a comprobar número a número con el listado de pedreas del periódico.

Pienso que igual debería bajar a comprarme churros y quedarme en la cocina con un delantal. Creo que no tengo un delantal. Creo que no sé cocinar nada. Llevo siete años comiendo ensaladas con lechuga de bolsa, pasta y legumbres precocinadas. Pero pienso que igual si en la cocina tuviera una bolsa grasienta rellena de churros, me pusiera un delantal y mantuviera cerca de mí la radio con el soniquete de los niños cantando premios, mi abuela, que lleva ya años muerta, se apresuraría a reencarnarse en mí misma y por una vez comería algo decente. Cómo será ser mi abuela. Por un rato al menos. Y qué le parecería a mi abuela ser yo.

Aparco mis imaginaciones de viajes extracorpóreos. Comida no voy a preparar. Tampoco tengo mucho que hacer con respecto a la búsqueda de premios: solo juego medio décimo y ni siquiera tengo el número. Lo compramos a medias una compañera de trabajo descreída y yo. Susana se vanagloriaba de no haber comprado lotería en su vida, y de ser el primer año que sentía la debilidad de jugar por aquello de que no le toque a todos los compañeros salvo a uno. Parece ser que a eso hay quien lo llama envidia preventiva. Yo también me vanagloriaba de jugar poco, de no creer en la suerte. Probablemente proferí alguna disertación sobre el valor del esfuerzo que nadie escucharía. Probablemente fuimos las dos juntas, ufanas, pedantes, pretenciosas a comprar el décimo. Caminando por encima de aquellos pobres diablos que juegan con ilusión, sobre esos que dedican al menos un par de horas a pensar qué harán con cuatrocientos mil euros. Susana se quedó con el décimo, yo no conservé ni el número. Estoy escuchando a los niños de San Ildefonso y no tengo ni lista ni décimo que comprobar. Puede que la soledad sea esto.

Como media pizza de beicon y una coca cola. Hace ya una buen rato que ha terminado el sorteo, pero no me pierdo el telediario. Es mi telediario preferido. Se detienen las desgracias en el mundo, el apocalipsis. Ni el cambio climático, ni corrupción, ni asesinatos, ni violaciones, ni campos de refugiados. Durante veinte minutos solo aparece gente abrazándose, gritando, cantando y brindando con sus décimos, y la gente cuenta a cámara lo que va a hacer con su inmerecido dinero: terminar de pagar la casa, un viaje, un coche, tapar agujeros… las respuestas no difieren demasiado unas de otras. Somos insoportablemente previsibles. En la tele siempre sale gente a la que parece haberle venido muy bien ese dinero. Gente necesitada. Supongo que las personas que no necesitan el dinero no se ponen tan contentas. Y desde luego no acuden a abrazar al lotero ni a los vecinos del barrio, porque seguramente, entre otras cosas, no vivan en un barrio y no conozcan a sus vecinos, y no compartirán décimos con ellos.

Cuando era pequeña soñaba con ir un día a la Puerta del Sol a comer las uvas. Soñaba con estar en medio del jolgorio. Pensaba que estar en el centro del jolgorio debía ser lo mejor del mundo. Con el tiempo sufrí la decepción del jolgorio. En realidad creo que nunca me he sentido en el centro del jolgorio. Ha sido más bien como si el jolgorio me hubiera rodeado. Desde fuera podría haber parecido que en algunas ocasiones yo me he encontrado en el centro, pero en realidad yo estaba fuera y el jolgorio solo me rodeaba. Yo era una isla en el jolgorio. Supongo que con ese mismo espíritu también hubo un tiempo en que me hubiera gustado ser una de esas que descorchaba una botella y cantaba desafinada y patosa con un montón de vecinos con pinta de necesitar dinero al otro lado de las cámaras el día 22 de diciembre. No tanto por el dinero, que también, sino por aquello del jolgorio. Después se me fue pasando a fuerza de no ganar.

Miro varias veces al móvil y no hay ningún mensaje de nadie. Escribo a mi amiga Irene. Irene es mi amiga de ir al cine el domingo por la tarde. No sé si Irene juega a la lotería. En tantos años como llevamos saliendo juntas los domingos no se me ha ocurrido preguntarle. También es cierto que cuando quiero hablar algo con Irene debo llevarlo previsto de antemano. De lo contrario, Irene suele traer un tema – o varios- y me los desarrolla mientras llegamos al cine, compramos palomitas y pasan los anuncios. El tema de hoy resulta ser una gotera que se ha formado en un esquinazo de su salón y en los diferentes trabajos que han sido necesarios para ponerle solución.

Vemos Parásitos. En versión original. Me gusta el cine oriental en versión original. Me gusta casi todo el cine en versión original, pero el oriental especialmente. Después de la película, Irene continúa contándome las vicisitudes con su gotera. A veces pienso que es insoportable, y otras veces que la quiero. Irene y yo no jugamos lotería. Y hoy se me ha olvidado preguntarle si le había tocado algo. De todos modos, en el caso en el que le tocara la lotería alguna vez, creo que jamás vería a Irene tras las cámaras, con un brazo rodeando el cuello de la lotera y bailando una polca mientras amorra una botella de sidra. Sin embargo, ahora que estoy en la cama intentando coger el sueño para ir mañana a trabajar, me detengo en esa imagen. Creo que hasta me río un poco en voz alta. Tengo que pensar en otra cosa para no desvelarme.

Hoy en el trabajo el ambiente es extraño. Falta mucha gente. No creo que haya tanta gente que haya cogido vacaciones. Algunas personas se abrazan. Aún es pronto para el feliz navidad y esas parafernalias. Tal y como suelo, decido mantenerme al margen. Enciendo mi ordenador, y abro el correo electrónico. Hay uno con el asunto en negrita. Es un número de cinco dígitos. Lo remite el director general. Pues sí. Parece que ayer nos tocó la lotería.

Voy a buscar a Susana. Dice que se acaba de enterar. Que como no juega nunca no tiene costumbre de comprobar el número. Dice que le han dicho que debemos ir a cobrarlo juntas para que cada una declare a hacienda su parte, que ella no piensa pagar mis treinta y ocho mil euros. Pero que primero tiene que buscar el décimo, porque como no tiene costumbre de contemplar la posibilidad de ganar no tiene la costumbre de conservarlos. Que cree que sí porque esta vez jugábamos a medias. Ella había dicho que nunca había jugado. Pero no lo digo en voz alta porque me parece descortés hacerle partícipe de mis desconfianzas y de sus mentiras.

Vuelvo a mi sitio y continúo trabajando mientras a mi alrededor continúa organizándose el jolgorio. Al parecer es el segundo porque ayer ya hay quien acudió con botellas. Pienso por un momento si debería llamar a alguien. Por comentar. A Irene, tal vez. No. Se lo diré el domingo que viene, antes de que ella empiece con su tema. Me pongo a contabilizar unos bancos. A mi alrededor se descorchan botellas, algunos cantan. Me cuesta concentrarme. Pongo la radio, la radio elige para mí un villancico de Mariah Carey. Yo prosigo con el día más feliz de mi vida.

4 comentarios sobre “Yo no bailo polca

  1. “Y qué le parecería a mi abuela ser yo”
    ¿Qué sentiría? ¿Sorpresa? ¿Un ligero desconcierto? ¿Algo así como orgullo? ¿O acaso cierta decepción? ¿Ternura acaso? ¿Conmiseración al fin? ¿Algo de piedad? Dejémoslo mejor en la primera posibilidad…

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