Relato: Sin que nadie se de cuenta

Acudió a la cita como cerdo al matadero. Podría haber intentado caer en la ingenuidad de tratar de camuflar la inseguridad bajo maquillaje, escote y tacones. Pero ya era mayor como para no darse cuenta de lo inútil de la estrategia. De modo que se puso maquillaje, escote y tacones, pero como uniforme de guerra.

Salió de casa. En el portal la esperaba Roberto. Nadie se dio cuenta, decidida como caminaba, de que arrastraba los pies. Recorrió en silencio los diez minutos que tardaron en llegar al punto de encuentro. Roberto hizo chistes que él mismo rió para matarlo. Alicia le apretó la mano antes de entrar.
Allí estaba, junto con el resto de los amigos. La había imaginado más guapa. La imaginación es así de cabrona. La mujer que más había querido Roberto. La que le había partido el corazón meses antes. Antes de que Alicia apareciera.
Se abrazaron y besaron como si estuvieran encantadas de conocerse. Pidieron unas copas. Después otras. Se notaba en el ambiente el esfuerzo de simpatía y normalidad. Tanto, que nadie se dio cuenta de la familiaridad sobreactuada de la ex cuando se aproximaba de tanto en cuando a Roberto, que más que un manifiesto de intimidad pasada, era el meado de un perro en su dominio.
Alicia sonreía y bailaba. Como segura. Como por encima de aquello. Como indiferente. Con un como tan cristalino y ensayado, que nadie se dio cuenta de que rastreaba agónica la mirada de Roberto, para poder martirizarse si en algún momento la encontraba posada sobre la ex obscena y cínica. Otra copa. Y otra más.

De pronto la chica morena deja de mear sobre Roberto y se acerca a Alicia, le pone la mano en el hombro, y se la lleva apartada.


– ¿Eres feliz con Roberto?
– Sí.
– Pues a ver si contigo se espabila, porque es un puto vago. No tiene ni puta idea de mujeres.
(…)

Alicia queda muda. Y nadie se da cuenta de lo inútil que es su uniforme de guerra.

La noche termina. Salen Roberto y Alicia abrazados. La acompaña a casa, le dice que la quiere, qué tal lo ha pasado. Bien, muy bien. Pero se ha dado cuenta de que hubo dos mujeres en petit comité.

– ¿Qué cuchicheabais las dos?

– Nada especial.

Entonces, Roberto saca a relucir poderes adivinatorios propios de iniciados:

– No hace falta que me lo digas. Te ha dicho que nos desea mucha suerte, y que me cuides mucho, y todas esas cosas que decís las mujeres, ¿verdad?

Alicia queda impresionada, pero nadie se da cuenta. Lo mira triste, con ternura. Piensa durante un segundo. Respira hondo, y contesta:

– Sí, algo así.

Relato: Adiós

Juan tuvo una pitón. De mascota. Juan tuvo una pitón, y ratones vivos para alimentarla. La compró pequeña. Pero todo crece. Y la sacaba de la urna, y la dejaba libre por la habitación. Y la cogía, y la acariciaba. Pero un día dejó de comer. Pasaron varias semanas y la pitón no probaba bocado. Así que acudió al veterinario preocupado por ella. El veterinario le dijo que el animal estaba sano. Que si había dejado de comer era para hacer hambre, porque tenía en mente una presa más grande. ¿Qué otros animales tienes en casa? Le preguntó. Juan no vivía con nadie más. La pitón fue sacrificada.

Abro la puerta despacio a pesar de los timbrazos impacientes. Coque entra. Hola tío. Va hasta la nevera y coge una lata, enciende un cigarro y comienza a hablar. Que ha conseguido una nueva sala, que en un mes tocamos, que por qué no fui ayer al ensayo, que los temas de Álvaro están casi listos, que el mío lo está retocando Juan. Vuelve a la sala. Que es cojonuda. Van a cobrar entrada. Nos van a pagar. Poco. Que la web sigue creciendo. Que si he visto las estadísticas. Que si he visto las descargas. Que por qué no fui ayer al ensayo.


Coque, lo dejo.

Coque no entiende. Yo se lo explico, pero él no lo entiende. Que qué coño le estoy contando de perderme en el camino, de coger aire, de otra vida. Me dice que el grupo es mi vida. Me dice que deje las drogas, que levante el culo y vaya a ensayar. Me dice que soy un artista. Coque sabe muchas cosas, como el sentido de mi vida. Pero no entiende lo que le digo. Porque Coque no quiere entender. Yo antes tampoco quería.
Coque se da cuenta de que no voy a cambiar. Y me dice que soy un mierda y un cobarde.
Pero yo sé lo que soy. No soy un artista. No soy un mierda. Soy lo que soy.

Se va. Y escucho el puñetazo que pega en la puerta metálica del ascensor. Me siento aliviado. Ya se lo he dicho. Intento respirar. Y pensar en mi nueva vida. Pero no veo nada. Está en blanco. Pienso en la antigua, en la que está escrita. Pienso en Coque, en Álvaro, en Juan. Escucho nuestras canciones en la cabeza. Pienso en ellos, pero no puedo verlos. Sólo veo a la pitón. Recién sacrificada.

Relato: De primero será pisto

El restaurante tenía decoración moderna y mesas muy juntitas. Así los clientes, sin girar la cabeza, pueden ver la pinta de los platos que ya han pedido sus vecinos, cosas de la visión periférica. Y también compartir conversaciones.


A mi derecha se sienta una mujer sola. Espera un rato, entre cinco y siete minutos. Y se sienta pasado este tiempo un hombre enfrente. Ella comienza un soliloquio. Que yo no quería oír, pero lo oigo.


. ¿Para qué me dices una hora? ¿Eh? ¡¡¡Si después vas a llegar cuando te sale de los CO-JO-NES!!! Que tú tienes tus horarios y yo los míos. Te recuerdo que yo estoy en mi periodo de prueba. ¿Qué quieres? ¿Eh? ¿Qué no lo pase? ¿Eh? ¿Qué me vaya a la puta calle? ¿Tal y como están las cosas? ¿Tú es que no te has enterado o qué? ¿Eh? Que se está cayendo todo. ¡¡¡TODO!!!. ¡Todo se va a la mierda! De verdad que estoy intentando que no me jodas la comida pero no puedo. Es que no voy a ser capaz de comer. Definitivamente no voy a poder.


Sigue durante un rato más, y mientras va gritando, empuña un hacha y le va cortando en pequeños pedacitos iguales, que junto con la sangre que cae en la mesa a mí me recuerda al plato de pisto que ha pedido el señor de mi izquierda.


Cuando termina, el señor adquiere de nuevo su forma original, como el Coyote cuando, después de haberse metido accidentalmente el explosivo dirigido al Correcaminos por el culo, vuelve segundos más tarde a perseguirlo alegremente.

Y con voz templada y sin despeinarse, le pregunta a la mujer:

“¿Te pasa algo?”.


El camarero les toma nota. Ella pide pisto.

Debí suponerlo.


Cuando se lo sirvieron me pregunté si sería una mujer de palabra. A priori había varios puntos en contra: ya por su aspecto físico, no parecía tener facilidad para que se le cerrara el estómago, ni siquiera ante un retraso de entre cinco y siete minutos. Y podría llegar a pensar que el ayunar para hacer sentir culpable a su pareja por aquellos entre cinco y siete minutos sería demasiado, después de haberlo descuartizado públicamente. Aunque todo el mundo sabe que si no se cumplen las amenazas no tienen ningún efecto pedagógico. Y, mientras la veo ahora comerse el pisto a dos carrillos con mi -en ese momento desafortunada- visión periférica, y sin clarificar si la culpable fue su naturaleza o su magnanimidad, sé que no es, no, una mujer de palabra.


Miro a mi acompañante. Arquea las cejas. Yo sonrío de lado. Y no hace falta decir nada. Y en ese restaurante de decoración moderna y mesas juntitas, nadie sabe, nadie más que nosotros, que el Correcaminos nos cae gordo, y un poquito hijo de puta.

La señal

1. Salieron de su casa amparándose en la oscuridad que les ofrecía la noche. Como ladrones. Como asesinos. Jacques iba en el pescante guiando la vieja mula, y en el carro desvencijado, Hélène y los niños cubiertos con mantas. Atravesarían los campos evitando el camino de Carcassonne. Le preocupaban los numerosos riachuelos, y la posibilidad de que la mula no fuera capaz de cruzar alguno de ellos, pero no había otra opción. El camino era demasiado peligroso.

En la casa había dejado sobre la mesa el diezmo y la renta. Sabía que era un gesto inútil. Que nada aplacaría su furia.

Con la mula serían capaces de recorrer entre diez y doce leguas diarias. Con un poco de suerte, en dos días y medio llegarían a Toulouse. Toulouse ya estaba lejos de su señorío. A partir de ahí podrían tomar la Via Turonensis, pagar los peajes necesarios, confundirse con otros viajeros, tener menos miedo. Llegar o no hasta aquella ciudad era irrelevante, tan sólo quería cruzar la frontera y perderse entre los peregrinos en medio de ninguna parte. Saint Jacques. Pensó en él, y en esas reliquias de las que había oído hablar. Tenía que ser una señal. Jacques era un hombre temeroso de Dios. Pero más temía el infierno y pasar una eternidad en él. Eso era lo que estaba siendo su vida. Y Saint Jacques le había dado esa idea. No podía ser de otra forma. Sí. Era una señal divina de aquel apóstol con quien compartía nombre. La señal de la redención siete años después de haber desoído a su madre: “Olvídala. Es demasiado hermosa”.

2. El recaudador entró temeroso a los aposentos del señor. Al señor no le gustaban las anomalías. El señor se enfadaba con las anomalías.

Señor, he estado esta mañana en casa del molinero. Pero el molinero no estaba. La casa estaba vacía, no había nadie; ni su familia, ni la mula, ni el carro.

Sobre la mesa había dejado su renta, señor. Y también el diezmo para el prior, señor.

El recaudador no dejó de mirar al suelo ni por un segundo mientras escuchaba a su señor imprecarle. Estúpido. Imbécil. Estará con la mula en el molino. La mujer en el río con los niños. Regresa y cerciórate de cuán estúpido puedes llegar a ser.

El recaudador sintió una opresión en el pecho, pero no obstante, volvió a hablar. Soy un estúpido, mi señor, y usted sabrá disculparme, mi señor. Pero de facto estuve en el molino. En el río. En todos los alrededores, señor. No hay nadie. Se han marchado, señor.

El recaudador levantó la mirada lo suficiente como para poder ver que la vena del cuello de aquel hombre corpulento estaba hinchada, sus brazos tensos, los puños cerrados. La mandíbula parecía contraída, casi desencajada, como resultado del esfuerzo de contener una rabia capaz de destrozar una vida, que bien podría ser la suya. Su piel se había teñido del mismo color carmesí que sus cabellos. No siguió observando, pues la posibilidad de encontrarse con la mirada llena de ira de aquel hombre, le llenaba de espanto. En su imaginario, creado a partes iguales por sus miedos y las enseñanzas de la Iglesia, aquel bien podría haber sido el rostro del mismo Satanás.

El señor entonces dijo algo con voz contenida. Vuelve allí, coge el diezmo y tráemelo. De seguido llama al prior, y denuncia la fuga. Como mucho llevan dos días de viaje. Si no han llegado a Toulouse, juntos, podemos encontrarlos. Entonces el castigo será ejemplar. Ve y cumple.

El recaudador marchó aliviado, y sorprendido por las molestias que se tomaba su señor, tan ocupado en altas empresas, por un simple molinero.

Cuando salía por la puerta le pareció escuchar a su señor exclamar ¡putaine!

3. Hélène estaba exhausta. Habían tenido que dejar la mula y el carro hacía ya muchas horas, y apenas habían dormido. Ella llevaba a Jean Luc a la espalda, y Jacques llevaba el fardo, y cogía a Guillaume cuando se fatigaba.

No se quejaba, y procuraba caminar siguiéndole el ritmo a su marido en silencio. El silencio les protegía. Con un poco de suerte llegarían a Toulouse aquella noche, donde buscarían cobijo como peregrinos.

El cansancio la obligaba a caminar con la cabeza gacha, y veía al hacerlo sus pies y su falda llenas de barro. Y se dio cuenta de que por una vez, cuando cruzaron el riachuelo horas atrás, no había sentido la necesidad de sumergirse desnuda. Y aún ahora, llena de barro, seguía sin hacerlo.

Recordó las primeras veces que lo hizo. Por un lado sentía terror a enfermar, a hacer algo insólito, a la desnudez, a ser descubierta. Pero por otro, existía una necesidad nueva para ella que no era capaz de controlar, que no la dejaba respirar, ni sentirse persona, ni mirar su imagen reflejada, ni a los ojos de Jacques. Era como si el agua la llamase para que desapareciera dentro de ella. Y ella se dejaba llevar. Era una cuestión de supervivencia. Y aunque el agua helada le produjera espasmos, ocurría el milagro de la purificación. El agua se llevaba la pestilencia de aquel cuerpo que había estado encima, la saliva, la suciedad que dejaba en el suyo, la lascivia con la que había sido deseada durante aquellos años, y que no tenía visos de apagarse.

Se concentró en evocar la paz que sentía inmersa en el agua helada. Se detuvo unos instantes. Levantó la cabeza con los ojos cerrados, sonriendo. Cuando los abrió, vio a Jacques caminando a bastante más distancia, y aún así distinguió los cabellos rojos de Guillaume, cuya cabeza reposaba en su hombro. Algo más allá, algo en el cielo. Parecía humo. Toulouse, quizá fuera Toulouse.

Sin libro propio

Acabo uno y empiezo otro. Compulsivamente. Llego a la última página y me entra el desasosiego.

Y ahora qué…

El autor termina su obra y a mí me deja solo. A quién voy a tener yo en la cabeza. A qué princesas, a qué amantes, a qué verdugo, a qué víctima, qué guerra, qué viaje, qué ensayo, qué vida.

Llego a la última línea y cierro la tapa con los ojos bien cerrados. A mi lado está el siguiente, preparado. Y sólo vuelvo a abrirlos para comenzar con su primera página:

Todo esfuerzo es poco si consigo seguir ignorando que en mi vida apenas hay escritas unas líneas. Y que ni siguiera en ellas soy yo el protagonista.