Rumbo a Chamberí

Hacía quince años que vivía en el mismo barrio y cuando pensaba en dejarlo sentía ciertas resistencias. Incluso si el nuevo me gustaba. Pero desde el mismo instante en que salí de allí a lomos del camión de mudanzas no he vuelto a pensar en ello hasta ahora, y solo a efectos narrativos. Iba sentada delante, junto a los dos rumanos que llevaron nuestras cosas.  Los rumanos que contraté para hacer la mudanza eran capaces de levantar a pulso cajas llenas de libros de doscientos kilos de peso, a veces levantaban dos al mismo tiempo. Era como si Hércules y algún amigo se hubieran encarnado en esos dos tipos que por fuera parecían dos simples mortales de constitución delgada. Los dioses de verdad no necesitan llamar la atención. Por qué no usáis la carretilla? Porque es más lento, contestaban. Por el camino, en el camión, iban mirando a las mujeres que hacían running por la calle. Con éstas no me importaba a mí hacer ejercicio un rato, decían, como si yo fuera uno más. Noté que el levantamiento de peso no tenía efectos sobre la libido, podría incluso funcionar como un estimulante. Mientras tanto recogí la mirada de complicidad y me puse a mirar por la ventana como un rumano más. Desde luego no se me ocurrió echar la vista atrás y mirar aquello que dejaba, estaba ocupada con las mujeres en pantalón corto. Pensaba que quince años tendrían más peso, pero aún no he conseguido encontrar rastros de nostalgia. Siento como mía mi nueva casa, mi nueva calle y mi nuevo barrio desde el instante en que llegué. Deduzco que debo tener una poderosa facilidad natural para enraizarme que no tiene nada que envidiarle a mi también poderosa facilidad natural para desenraizarme. O a lo mejor es que sólo es posible enraizarse si previamente está uno desenraizado, o a lo mejor es que ese paso es sencillo cuando uno se desplaza con las raíces puestas, junto a las personas que son su sujeción en el mundo. Y no me refiero a los rumanos.

En cualquier caso no soy tan ingenua, sé que una cosa es sentirse en casa y creerte del barrio, y otra cosa es que realmente formes parte.  Así que sé que aunque ya me sienta en mi sitio me queda trabajo por hacer, más allá del de vaciar las cajas. Porque para pertenecer hace falta no sólo que yo considere mío el lugar, sino que el lugar me considere mía a mí también. Nos tenemos que ganar mutuamente. Uno de los hitos para mí sintomático de pertenecer a un barrio es sentarme en un café y que el camarero me conozca, me salude, y sepa que el café lo tomo con la leche muy caliente. Si me pone también un vaso de agua soy capaz de abrazarlo. Sé que conseguir eso requiere un tiempo mayor que el que necesito para llamar a mi nueva casa casa. Tengo que caminar, tomar café en varios sitios, repetir en aquellos con mejores sensaciones hasta que solo queden uno o dos finalistas, y entonces seguir repitiendo, una y otra vez, hasta que se desarrollen los vínculos.

El primer día me senté en un café cercano, en mi misma calle y en mi misma acera. Tenía prisa porque me iban a traer un armario, así que no me entretuve mucho en explorar. Sólo había otro más cercano, justo en mi portal, con una dosis cañí bastante elevada, y esta me parece una cualidad favorecedora de vínculos, pero no tenía terraza para poder fumar ni sillas para poder sentarse. Solo una barra. Como ya dije, era cañí. En la terraza que elegí me atendió un camarero mayor, de esos que no llevan nada para anotar y son capaces de recordar lo que han pedido todos y cada uno de sus clientes, y le pedí un café y él me preguntó que si quería comer algo. Pues sí, algo dulce, ¿qué tiene? tengo de todo, le puedo traer un tortel… No creo que el camarero se hiciera una idea del regocijo que sentí al escuchar aquello del tortel, y eso que no me gustan demasiado, pero hacía tanto que no veía ni oía nombrar los torteles, quizás la última vez fuera a mi abuela siendo yo niña, que pensaba que debían ser ya especie protegida, y definitivamente cañí. Y le dije que sí. Me acordé de mi abuela. No tanto como cuando veo bartolillos, pero también. Cuando vaya a verla se lo contaré: abuela, ¿sabes que en mi barrio hay un café en que ponen torteles para desayunar? Y mi abuela no me hará mucho caso y me contestará con otra pregunta del tipo ¿Y tú sabes hija que esta mañana he estado hablando con mi padre? ¿Y qué te ha dicho? le diré yo, porque ella prefiere mantener su conversación, y porque además me parece mucho más interesante lo que tiene ella que contar. Me parece asombroso que con esa pila de años su cerebro se haya convertido en un prodigio para la ficción, habla y habla y todo es fantástico, y es capaz de inventárselo sobre la marcha, con el solo matiz de que para ella es verdad. Si yo tuviera ese don probablemente sería capaz de escribir una novela.

La nostalgia no traza líneas rectas. No aparece al dejar el barrio en el que he vivido durante quince años, pero sin embargo escucho la palabra tortel y me alboroza el saber que todavía existe, y lo pido para que siga existiendo. Que en realidad es lo que más me importa, el hecho mismo de la permanencia. Como con mi barrio. Hay lugares, sabores o personas donde no me hace falta estar o vivir, siempre que alguien me asegure su permanencia. Sí, sigue como siempre, y está bien. Y entonces yo puedo deshacer cajas, estrechar vínculos, tomar cafés, y enarbolar la reivindicación del tortel, o del bartolillo.

Caber en una bolsa

Estoy en la cola del supermercado. Llevo una cesta medio llena. Tengo que pedir dos bolsas. De pronto me da por acordarme de la época en la que las bolsas de plástico eran gratis y uno no tenía que calcular, y de la primera vez que pasé la compra teniendo que pedir por anticipado el número de bolsas que iba a necesitar y me quedé perpleja, como si me estuvieran pidiendo algo imposible, creo que le dije a la cajera ¿y cómo voy yo a saber cuántas bolsas voy a necesitar? Sin embargo ahora miro mi cesta y sé con certeza que son dos bolsas. Detrás de mí hay una pareja de señores mayores. Él va con bastón. Ella no. Ambos están encogidos. Los años los han empequeñecido hasta volver a una talla infantil, solo que la espalda está hacia delante, encorvada. Están discutiendo. Él piensa que la fila de al lado va más deprisa. Ella no, y además le dice que da lo mismo. Miro lo que llevan. Ella lleva un paquete de café y él unas galletas. Pienso que debería dejarles pasar. Pero no me apetece. No me apetece hablar, punto número uno. Además, si al dejarles pasar me encuentro en la situación de que el siguiente también lleva menos cosas que yo también debería dejarle pasar. Y así hasta cuándo. Al fin y al cabo mi compra cabe en dos bolsas, no llevo un carro lleno, voy a tardar poco. Pero cuando llega mi turno les digo que pasen. Mientras colocan su exigua compra en la cinta veo que el señor tiene bastón y unas gafas con patillas rojas, muy juveniles, en un contrapunto perfecto con las arrugas, la gran nariz y los ojillos diminutos. Me dice que muchas gracias, que casi nadie hace ya estas cosas. Me da un poco de vergüenza la vehemencia del agradecimiento. Por desmedido. Y por la duda de instantes atrás. La señora me da las gracias también. Me dice que me desea que pueda continuar cediendo el sitio durante muchos años. Tantos como los que tienen ellos. Yo tengo 93 y mi marido 94. Cualquiera lo diría, le digo, qué suerte tienen. Y juntos! me dice ella. Hoy hace cincuenta y tres años que nos casamos. Me da la impresión de que le brillan los ojos, y también de que probablemente ha errado en la cuenta. Le doy la enhorabuena. Recogen su compra. También piden dos bolsas. Cogen una cada uno y se marchan caminando despacio, inclinados hacia delante, uno con bastón y la otra con esfuerzo. Cuando termino de pagar y salgo los observo caminando despacio, aún a escasos pasos del supermercado. Ahora están en su casa. También aquí, pero eso ellos no lo saben.

 

Alicante (I)

Cristian sin h nos ofrece zumo de naranja, café, cruasán y tostada. El desayuno está incluido en el precio de la habitación, y empiezo el día en este punto porque antes del café no hay prácticamente nada. Cristian sin h es el regente del hostal. La contraseña del wifi es cristian-audrey, de modo que imagino que su pareja debe llamarse así, o que él la llama así, o bien no hay ninguna pareja y él es un mitómano nostálgico, pero prefiero pensar que existe una audrey de carne y hueso que lo está esperando con cara de niña y mirada pícara fumando un cigarro largo y fino en alguna de las habitaciones.

Pablo dice que solo quiere cruasán, yo solo quiero tostada. Cristian le pregunta que si ha estirado y está preparado para su convención de capoeira. Y que si la capoeira es deporte o danza. Cristian sin h pregunta mucho y habla mucho. Pablo contesta con monosílabos. Parece incómodo con el interrogatorio. En general no le gusta hablar de él, así que contesto yo. No es capoeira, es batucada, y es música. Percusión.

Cristian pregunta que cuántos son en el grupo, en qué hotel se alojan, y si no habríamos preferido alojarnos con ellos.

Terminamos de desayunar y tengo que llamar al teletaxi porque el que había pedido el día anterior no llega. Cinco minutos después aparece nuestro coche. El taxista nos cuenta que su hijo vive en Inglaterra. Que se fue allí a aprender inglés y se enamoró, y que ahora tiene una mujer y un hijo ingleses. Y también que es veterinario y gana un buen dinero, y que no cree que vuelva a España. Nos cuenta que tiene otro hijo que ha estudiado alta cocina, y que ha estado con los mejores. Cita varios nombres pero a mí solo me suena Martín Berasategui. Cuenta que ahora está en Madrid haciendo una sustitución en un instituto porque, su hijo que ha estudiado alta cocina, lo que quiere es ser funcionario. Nos cuenta que su tercer hijo es el más listo de todos y el menos afortunado, porque había decidido llevar un taxi, como él, pero era diabético, que al principio no fue un problema, pero después también fue epiléptico, y entonces tuvo que dejar de conducir. El último de los cuatro trabaja en Valencia pero hemos llegado a destino y no da tiempo a que nos cuente de qué.

Nos pregunta entre medias que qué tal está el hostal, que es muy nuevo, y que ahora había mucha gente que prefería los hostales pequeños de trato personal en lugar de los hoteles, que son muy fríos. Pablo dice que él prefiere los hostales, y que el tipo que lo lleva es muy atento. Yo pensaba que a él le había resultado incómodo y que habría preferido la impersonalidad de un hotel.

Al llegar encontramos a los compañeros de Pablo descargando los instrumentos del camión. Pregunto a qué hora tocan por la tarde, le doy dinero, y le digo que me voy y que si me necesita que me llame. Me pregunta cómo me voy a ir de allí. En tranvía.

Me voy con la sensación de que quizás habría preferido que me quedara. Sin embargo, cuando me quedo con él tengo la sensación de que le estorbo. A veces no sé qué quiere, porque no dice las cosas claras, y tengo que  interpretar. No sé si siempre acierto en mis interpretaciones. En realidad, casi nadie dice las cosas claras. Es difícil. Porque, entre otras cosas, no es fácil tener las cosas claras. A lo mejor por un lado preferiría que me quedara con él, porque le da seguridad . Y por otro prefiere que me vaya para no tener que estar pendiente de mí, y poder comportarse más libremente con sus compañeros. Así que es posible que cuando me despido, veo su lado que habría preferido que me quedara. Y que ahora que ya no estoy sus compañeros estén viendo su lado contento porque me he ido.

Mientras espero el tranvía decido volver al hotel para dejar peso y coger el plano de la ciudad, y después salir a descubrirla. Pero a pesar de haber decidido eso, cuando el tranvía para en una estación llamada Mercado, me levanto movida por un impulso, y abandono el tren. Al salir veo el mercado a la derecha, pero en lugar de ir a verlo me pongo a caminar por una calle que me llama la atención, sin saber en qué parte de la ciudad estoy, ni hacia dónde me dirijo, y juego a guiarme con el método de seguir los caminos que me llaman la atención.

En el trayecto veo la catedral de San Nicolás, casas de belleza decadente e incluso a veces ruinosa, bares de copas cerrados, el ayuntamiento, una iglesia al final de unas escaleras que suben, y subo, y hay un coro cantando en la puerta, y al final un museo de arte contemporáneo. Entro. La entrada es gratuita, pero me obligan a dejar la mochila en consigna. No trato siquiera de explicar que no voy a meter dentro de ella ningún lienzo ni escultura, ni ninguna otra instalación, y que si lo hiciera, llamaría enormemente la atención y no les resultaría difícil detenerme e impedírmelo. La dejo sin más. También me prohíben tajantemente sacar fotografías. Como me parece absurdo tener que dejar la mochila y no poder hacer fotos sin flash, y consciente de estar comportándome de una forma pueril, me dedico a la fotografía furtiva.

El museo es pequeño, pero tienen un chillida, un tápies, un par de mirós, un juan gris… me parece que tiene un cierto interés. Pequeño pero escogido. Sin embargo, a lo que más tiempo le dedico es a un mural lleno de dibujos de niños, cuyo tema es «El miedo es» y cada niño, en un folio, ha dibujado o escrito su propio concepto. Y voy leyendo uno a uno. Miedo es la soledad, miedo es soñar con zombies, miedo es las arañas y los elefantes, miedo es la muerte, miedo es estar solo, miedo es el fin del mundo, miedo es yo no le tengo miedo a nada, miedo es la intensidad del atleti. Saco una foto y se la mando a Miguel.

 

 

 

un viernes 13

El viernes por la mañana estoy a vueltas con el tema de la violencia machista para el artículo. Leo estadísticas, últimas noticias, protocolos policiales y judiciales ante denuncias,  y de algún modo caigo en un artículo de Libertad Digital, y aún entendiendo los riesgos, leo parte de los doscientos comentarios de personas en contra de la manifestación de la semana anterior, indignadas ante la reivindicación de que se detengan los asesinatos.  Escribo un artículo de mierda y llego a casa con una crisis de fe, y con la sensación de que el círculo en que me muevo es insignificante, y que el mundo ahí fuera es el planeta de los simios, y sí, me doy cuenta de lo arrogante de la afirmación.  Y estoy conmocionada y me desahogo con mi ex mientras vamos con el niño al médico, y a él, que perdió la fe hace mucho, le sorprende que a mí me sorprenda tomar conciencia de vivir en el planeta de los simios, y me dice que si aún tengo dudas las despejaré tras las próximas elecciones, y el traumatólogo dice que miguel tiene un esguince y que todavía no puede entrenar. Y después volvemos a casa y me desahogo contigo mientras vamos a la compra, aunque no me apetece tener que hacer la compra pero no queda ni leche para desayunar, y salimos a la calle, con un carro, dos niños, dos patinetes, y mi narración de lo que he leído porque sigo conmocionada, y me dices también sorprendido con mi sorpresa lo de las próximas elecciones. Pero yo pienso que son cosas distintas, y que lo que leí en Libertad Digital es otra dimensión. Posiblemente sus lectores, hoy, estén jaleando al obispo de Alcalá de Henares pidiendo la retirada del derecho al voto femenino.  A la vuelta calentamos una pizza precocinada, y me tumbo después en la cama porque estoy muy cansada y me cuesta la verticalidad, y para distraerme me pongo a ver publicaciones de instagram, porque me acabo de hacer una cuenta, y hay gente que publica unos trabajos realmente buenos, y me encuentro con un vídeo de reichel, que está en un concierto, y se la ve tan feliz que me pone feliz, y le miro esos ojos inmensos y le miro sus ideas geniales, su talante optimista y transformador, dentro del círculo, y sonrío un poco, aunque fuera estemos en el planeta de los simios, y me sienta tan decepcionada. Y me quedo dormida sin querer, por la destrucción del cuerpo en un viernes por la noche, y me despiertas a las once y diez, y me levanto de la cama y me voy a recoger a pablo del ensayo, y cuando me ve se alegra, y me da las gracias por haber ido a buscarlo porque está muy cansado, y me cuenta que tienen un bolo en el Lope de Vega dentro de dos lunes, y le cuento que ha cambiado la legislación y que ahora va a poder ir a ver conciertos dentro de bares. Que hasta los dieciséis acompañado de adultos y después sólo enseñando DNI. Y me pregunta que si con adultos me refiero a tutores legales o cualquiera. No lo sé, creo que cualquiera, pero sólo he leído un artículo en prensa y no el texto legal, y me sonrío por sus ganas de darnos esquinazo y poder salir con sus amigos, que por otra parte tienen mi edad, pero son sus amigos. Y llegamos a casa y está el telediario casi a media noche, y me dices que ha habido un atentado en París, explosiones, disparos por la calle, cerca de un estadio, cafeterías, una sala de concierto, rehenes. Putos locos, pienso. Putos locos, dice Pablo. Le hago un pizza, me da las gracias de nuevo, y se coloca los auriculares, que es su forma de encerrarse en el cuarto que no tiene, y yo voy contigo a enterarme. Que hay rehenes en la sala de conciertos, que los que tocaban son colegas de Dave Groll, me cuentas. Cojo el móvil, y veo en twitter que un tipo que se llama Benjamin Cazenoves está escribiendo en facebook desde dentro de la sala Bataclan, y que los están matando uno a uno. Y pienso en reichel, que está en un concierto aquí en madrid y está a salvo, pero pienso en ella, y menos mal que está a salvo, pero cuántos como ella ahí dentro. Y en el muro de Benjamín Cazenoves, que está secuestrado y rodeado de cadáveres, un montón de amigos le dan al like a sus declaraciones, y escriben comentarios, y a mí me resulta muy extraño, pero pablo dice que así suben la publicación y más gente se puede enterar de lo que pasa y que eso es bueno. Cuando sacan a los rehenes ya no podemos más y nos vamos a la cama. Y mientras me estoy durmiendo lo único que puedo pensar es que definitivamente la tierra es el planeta de los simios, siempre ha sido el planeta de los simios, y siempre va a ser el planeta de los simios, y que no hay esperanza.

Cuando abro los ojos al día siguiente mi primer pensamiento es para Benjamín Cazenoves. Abro su facebook y ha dejado un mensaje. Está vivo. Y después busco a mi amiga, que también está viva, y ha salido de su concierto y se ha enterado de todo, y ha publicado en facebook y en instagram lo siguiente:

«Cuando pasan este tipo de desastres contra la humanidad y luego, a la vez, ves que la vida sigue, y está guay pero a la vez me acuerdo de tierras de penumbra y de esa conversación:
-la vida debe continuar
-no sé si debería, pero lo hace.»

Y me quedo con la sensación de que mi círculo es más pequeño que nunca, que está por completo al margen de la realidad, que es naïf e ingenuo, e incluso frívolo, pero también es la resistencia, y mi lugar donde continuar.

el cuento de la ofrenda de facturas, el sacerdote y las sacerdotisas

La diosa AEAT había requerido una gran ofrenda de facturas. Otros dioses ruegan vagamente, utilizando un mensaje ambiguo y críptico que necesita de chamanes, profetas u otro tipo de intercesores con el don de saber interpretar las órdenes del más allá, pero AEAT era clara y precisa en sus instrucciones, exigente, caprichosa. Dice qué, dice cuánto, dice cuándo y dice cómo. Por escrito y mediante correo certificado.

Las tres sacerdotisas erigieron un altar donde colocar las ofrendas, que se apilarían en siete montículos siguiendo el estricto orden divino, y comenzaron con la colecta de facturas, y con ellas, los siete pilares su lento ascenso.

El trabajo era laborioso, suerte que los dos días sagrados en que el trabajo está prohibido, les proporcionó a las mujeres el gozo y la energía necesarios para poder cumplir con la ofrenda en tiempo y forma. Al tercer día, poco después del amanecer, las tres se reunieron de nuevo alrededor del altar, invocaron la alegría de sus dos días de ocio y se regocijaron en los placeres recientes antes de continuar con su misión.  En ese momento apareció el sacerdote.

¿Qué hacéis alrededor de esta mesa? preguntó él.

Pues adorar a la diosa AEAT y urdir un conjuro para ver si así las facturas se buscan solas… pero nada. Igual, si le ofreciéramos otro tipo de sacrificio, uno humano, a ti, por ejemplo…. (el sacerdote ignoraba que hay momentos en los que el silencio es el mejor aliado)

¿A mí? No me haréis eso, que soy el único sacerdote de la oficina del lugar.  A mí me tendríais que cuidar, con lo solo que estoy….

Las sacerdotisas, clementes y piadosas, conscientes de estar cediendo a un chantaje emocional, cedieron no obstante. Abandonaron la invocación de la alegría y los placeres recientes, y se enfrentaron a su destino. Buscaron y buscaron las facturas, las fotocopiaron, las apilaron, y las ordenaron siguiendo el caprichoso designio divino, sacrificándose ellas mismas, sus espaldas, -hay tres tareas incompatibles con una espalda sana que todo mortal, sacerdotisa o no, debería evitar, o al menos, practicar con moderación: fregar platos, planchar y hacer fotocopias-, las yemas de sus dedos, su sentido del humor con lo tedioso del trabajo requerido, sin reparar ni concentrarse en otra cosa que no fuera acabar a tiempo.

El último día, cinco minutos antes de que finalizara el plazo concedido por la diosa AEAT, el sacerdote se acercó al altar, interesándose por la ofrenda (el sacerdote continuaba ignorando que hay momentos en los que el silencio es el mejor aliado)

¿Cómo lo lleváis? ¿Os puedo ayudar?

Sí, ya, a buenas horas, contestaron ellas con la acritud propia de quien lleva varios días sin descansar.

Bueno, bueno, pues si no queréis estas dos manitas….

Las tres mujeres consiguieron reunir la ofrenda tal y como había la solicitado la AEAT, que estaría disfrutando ya de la revisión de sus facturas, perfectamente alineadas y ordenadas, examinando satisfecha la pulcritud del trabajo bien hecho, ensanchando su ego al comprobar el respeto y la obediencia que la gran mayoría de los mortales aún le profesan.

Terminado todo, las sacerdotisas se prepararon para abandonarse a su merecido descanso. Pero antes de hacerlo aún tuvieron tiempo de arrepentirse de su clemencia, y gozar recreando libre y mentalmente las imágenes de un sacrificio humano, el del único sacerdote masculino, cuya muerte, lenta y dolorosa, jamás llegaron a consumar.