A veces me cabrea el positivismo absurdo que nos rodea. Ese afán por llevar todos los aspectos de la vida al terreno científico, en especial lo concerciente al hombre. Y miro con indignación cómo se trata de la economía como ciencia, de la sociología como ciencia, de la información como ciencia, de la pedagogía como ciencia, de la psicología como ciencia, y hasta a veces, en los límites del absurdo, del arte como ciencia. Como si el hecho de que ciertos fenómenos no puedan someterse a un modelo o a una ley sea algo peyorativo, cuando es en realidad tan asombroso y genial.
Hoy no. Hoy me produce ternura semejante ingenuidad. Hoy entiendo los por qués. Hoy pienso en los denodados esfuerzos del hombre desde que existe por tratar de explicarse. Desde los dioses que ha creado, las convenciones sociales, los estudios filosóficos, hasta este contemporáneo recurrir a la ciencia. Hoy miro con enorme compasión esos intentos desesperados por entender la condición humana, por explicarla, por intentar encontrar una verdad inamovible a la que aferrarse, la forma correcta de vivir, dónde está la felicidad, dónde está el camino hacia delante, cómo superar la muerte, el dolor… como si la condición humana fuera una, como si pudiera ser explicada, como si la pudiéramos someter a un modelo, como si fuera tan sencillo, tan exacto, tan matemático, tan físico o tan químico. Pero la condición humana no es una. Hemos construido unos modelos morales y sociales, y hacemos lo posible por encajar en ellos. Pero qué angustia tan profunda cuando llega el día en el que de una forma o de otra nos descubrimos fuera, fuera de esa aproximación, de esa normal. Y nos descubrimos sintiendo, expresándonos o actuando como jamás habríamos imaginado, como nadie espera, de forma errática. Y cuánta soledad, cuánta confusión, cuánto miedo, cuánta lucha interna, cuánto desamparo.
Porque no todo vale para todos. Porque no existe sólo un camino. No hay un único rasero. No hay una única forma de actuar, ni de sentir, ni de pensar, y porque lo que incluso para una persona concreta en un momento dado fue válido al cabo de un tiempo puede cambiar.
Hace unos meses tuve una pequeña conversación con Pablo. Pablo estaba dolido porque sus amigos le decían que era malo jugando al fútbol. Él se había apuntado a una escuela pero lo había dejado, no entrena nunca, y cuando juegan un partido termina cansándose y dejándolo a medias. Yo le decía «Pablo, si no entrenas no vas a jugar nunca bien. Si de verdad quieres jugar bien al fútbol, si es importante para tí, mueve el culo, sal ahí fuera y practica.» Pero Pablo quería jugar bien porque al resto de sus amigos, a todos, les gusta el fútbol.
«¿Y a ti? ¿A ti te gusta, Pablo? Porque si no te gusta, tendrás que tener el valor de enfrentarte a ello, y aceptarte.»
Conocerse, reconocerse, aceptarse.
Supongo que para mí, desde mi perspectiva, era algo mucho más sencillo de aceptar que para un niño de ocho años, cuyo mundo se reduce a sus amigos y a su familia. Y que de pronto descubre que no comparte algo que absolutamente todos, menos su madre, valoran en común. Pero van pasando los años y los ejemplos se complican. Y conocerse y aceptarse también.
Y supongo que lo que quiero decir es que tratamos desesperdamente de entender al hombre, a todos, a la generalidad, cuando muy a duras penas alcanzamos a conocernos o a entendernos a nosotros mismos, nuestras reacciones, nuestras emociones, nuestros por qués, nuestra evolución constante. Quizá sea el mayor conocimiento al que debiéramos aspirar. Y supongo que lo que quiero decir es que ese componente errático, individual, impredecible, que no se sujeta a modelo alguno, que se presenta sin avisar, que de pronto nos hace sentir vulnerables y perdidos, que a veces es devastador, a veces maravilloso, a veces devastador y maravilloso al mismo tiempo, eso que imposibilita que seamos objeto de estudio científico, eso que nos da tanto miedo y que nos genera tanta búsqueda, es precisamente lo que hace que el ser humano sea extraordinario, y la vida una aventura.
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