Y la tercera de Benedetti

Corazón coraza

Porque te tengo y no
porque te pienso
porque la noche está de ojos abiertos
porque la noche pasa y digo amor
porque has venido a recoger tu imagen
y eres mejor que todas tus imágenes
porque eres linda desde el pie hasta el alma
porque eres buena desde el alma a mí
porque te escondes dulce en el orgullo
pequeña y dulce
corazón coraza

porque eres mía
porque no eres mía
porque te miro y muero
y peor que muero
si no te miro amor
si no te miro

porque tú siempre existes dondequiera
pero existes mejor donde te quiero
porque tu boca es sangre
y tienes frío
tengo que amarte amor
tengo que amarte
aunque esta herida duela como dos
aunque te busque y no te encuentre
y aunque
la noche pase y yo te tenga
y no.

Mario Benedetti

Escapar

El domingo, leyendo en El País un artículo acerca de la infancia de Vargas Llosa, me detuve en la cita de una declaración suya. Decía Vargas Llosa que uno escribía «para escapar de la pena». Con todos los por qués que he estado buscando a lo largo de los años, y éste se me había pasado por alto. No creo que sea el único. Creo que el por qué fundamental no es algo que se pueda explicar. No todo puede ser objeto de una explicación racional, hay cosas que simplemente son, sin más vueltas que darle. Pero por naturaleza nos resulta imposible andar por la vida sin esa obsesión por buscar respuestas, por desentrañar misterios, como creo también que sería desalentador vivir sin preguntas ni misterios.

Pero esta respuesta de escapar de la pena, como respuesta parcial, me pareció buena. Cuando pienso en mí, y en mis estados de ánimo a la hora de escribir, sí que es cierto que, si bien escribo con cualquiera de ellos, cuando me siento feliz escribir es un acto de voluntad. Pero en esos días, en los de melancolía, hipersensibilidad, introspección o soledad, escribir se convierte en una necesidad básica y urgente, como cuando uno anda aguantando la respiración, y pasado un determinado número de segundos necesita coger aire porque no soporta más la sensación de ahogo. Como si, volcando en la pantalla todos esos pensamientos que están ahí en la cabeza, oprimiendo, dañando, obsesionando, abriendo un abismo con el alrededor, generando una conciencia de solitud que no hace sino más penoso el proceso… como si, volcando en la pantalla esos pensamientos, convirtiéndolos en palabras, o disfrazándolos con ellas -por pudor-, fueran a quedarse ahí, en la pantalla, fuera de la cabeza, restableciendo el equilibrio, el orden del mundo, aunque sea de ese mundo pequeño que es el propio.

Y parecerá una ingenuidad, será un remedio placebo, pero a veces, a veces, el sacar los demonios en forma de palabra y dejarlos en la pantalla, si no cura al menos alivia.

Me pregunto si no será ese el motivo por el cual, últimamente, existen tantos libros con finales tristes, tantas historias llenas de soledad, tanta desesperanza, tanto desgarro y tanto sabor a ceniza… y no sólo en literatura – y es que cada uno escapa como puede o como sabe- , pues se palpa ese sentimiento trágico en el cine, en pintura, en fotografía, en la música…. de hecho, parece existir en el arte un cierto desprecio por la felicidad y el optimismo como tema o como tono. Pero sin embargo, y por suerte, si bien es cierto que el dolor forma parte de la vida, no lo es menos que la vida también está hecha de felicidad.

Y, aunque no pueda negar esa belleza que reside en la melancolía, y aunque no pueda negar lo curativo que puede ser la escritura (o la disciplina que sea) como catarsis, como desahogo, como refugio… para ser sincera, de vez en cuando echo de menos en la expresión artística un poco de luz, un poco de optimismo, un  final feliz, uno al menos, de vez en cuando…

Llevo unos días pensando en calcetines

Mi amiga Raquel dice muchas veces que aunque sea estéril dolerse de según qué cosas, es inevitable, porque no somos calcetines. Mi madre me dice muchas veces, cuando me ve indignada, que enfadarme no va a hacer que cambien las cosas, que sólo servirá para pasar un mal rato. Ella es práctica, yo no. Ella no quiere que pase malos ratos, yo tampoco. Últimamente me ve indignada muchas veces. Todo me indigna. Y ella, para tratar de calmarme, me dice que no me enfade. Y pienso en la frase de Raquel, en que si fuera un calcetín no me enfadaría. Pero no soy un calcetín. No soy un calcetín. Y enfadarse, rebelarse,  indignarse, y llorar de pura rabia no es práctico, pero es humano. Ella me dice que no me enfade y yo debo estar lejos de ser calcetín, porque cuando me dice eso me enfado más.

Si fuera un calcetín evitaría entrar en mi lavadora. Mi lavadora es un ser cruel que se divierte desparejando calcetines. De otro modo no me explico tantos calcetines solos a la hora de tender. A veces la pareja aparece algunas lavadoras más tarde. Otras veces se quedan sueltos, en el cajón. Ya para siempre.

Quizás a veces sí me sienta un poco calcetín, porque cuando los tiendo y resultan impares me produce cierta pena. Un calcetín, solo, puede por sí mismo tener sentido. Claro.  Con un calcetín solo se puede hacer una marioneta, coserle ojos, nariz y boca, llenarlo con una mano, hacer reír a muchos niños. O adornar la chimenea en navidad. O ser la funda de un móvil. Un calcetín solo puede estar lleno de arte y talento, puede incluso ser una jodida estrella un calcetín solo. Pero a pesar de eso, a pesar de todo ese sentido impar, ese sentido solo y único, a quién queremos engañar… los calcetines se concibieron para ser dos.

Y lo cierto es que aunque yo no sea un calcetín, a pesar de las ventajas prácticas para evitar disgustos que habría tenido el serlo, me descubrí el otro día conmoviéndome cuando encontré, dentro de mi lavadora, la pareja de uno que llevaba un tiempo perdido. Y ya que ellos no pueden, pobres calcetines, sentí yo por ellos esa felicidad inmensa de encontrarse sentido, sentido amplio, el que va más allá del impar.

Pobres calcetines…

Una aventura

A veces me cabrea el positivismo absurdo que nos rodea. Ese afán por llevar todos los aspectos de la vida al terreno científico, en especial lo concerciente al hombre. Y miro con indignación cómo se trata de la economía como ciencia, de la sociología como ciencia, de la información como ciencia, de la pedagogía como ciencia, de la psicología como ciencia, y hasta a veces, en los límites del absurdo, del arte como ciencia. Como si el hecho de que ciertos fenómenos no puedan someterse a un modelo o a una ley sea algo peyorativo, cuando es en realidad tan asombroso y genial.

Hoy no. Hoy me produce ternura semejante ingenuidad. Hoy entiendo los por qués. Hoy pienso en los denodados esfuerzos del hombre desde que existe por tratar de explicarse. Desde los dioses que ha creado, las convenciones sociales, los estudios filosóficos, hasta este contemporáneo recurrir  a la ciencia. Hoy miro con enorme compasión esos intentos desesperados por entender la condición humana, por explicarla, por intentar encontrar una verdad inamovible a la que aferrarse, la forma correcta de vivir, dónde está la felicidad, dónde está el camino hacia delante, cómo superar la muerte, el dolor… como si la condición humana fuera una, como si pudiera ser explicada, como si la pudiéramos someter a un modelo, como si fuera tan sencillo, tan exacto, tan matemático, tan físico o tan químico. Pero la condición humana no es una. Hemos construido unos modelos morales y sociales, y hacemos lo posible por encajar en ellos. Pero qué angustia tan profunda cuando llega el día en el que de una forma o de otra nos descubrimos fuera, fuera de esa aproximación, de esa normal. Y nos descubrimos sintiendo, expresándonos o actuando como jamás habríamos imaginado, como nadie espera, de forma errática. Y cuánta soledad, cuánta confusión, cuánto miedo,  cuánta lucha interna, cuánto desamparo.

Porque no todo vale para todos. Porque no existe sólo un camino. No hay un único rasero. No hay una única forma de actuar, ni de sentir, ni de pensar, y porque lo que incluso para una persona concreta en un momento dado fue válido  al cabo de un tiempo puede cambiar.

Hace unos meses tuve una pequeña conversación con Pablo. Pablo estaba dolido porque sus amigos le decían que era malo jugando al fútbol. Él se había apuntado a una escuela pero lo había dejado, no entrena nunca, y cuando juegan un partido termina cansándose y dejándolo a medias. Yo le decía «Pablo, si no entrenas no vas a jugar nunca bien. Si de verdad quieres jugar bien al fútbol, si es importante para tí, mueve el culo, sal ahí fuera y practica.»   Pero Pablo quería jugar bien porque al resto de sus amigos, a todos, les gusta el fútbol.

«¿Y a ti? ¿A ti te gusta, Pablo? Porque si no te gusta, tendrás que tener el valor de enfrentarte a ello, y aceptarte.»

Conocerse, reconocerse, aceptarse.

Supongo que para mí, desde mi perspectiva, era algo mucho más sencillo de aceptar que para un niño de ocho años, cuyo mundo se reduce a sus amigos y a su familia. Y que de pronto descubre que no comparte algo que absolutamente todos, menos su madre, valoran en común.  Pero van pasando los años y los ejemplos se complican. Y conocerse  y aceptarse también.

Y supongo que lo que quiero decir es que tratamos desesperdamente de entender al hombre, a todos, a la generalidad, cuando muy a duras penas alcanzamos  a conocernos o a entendernos a nosotros mismos, nuestras reacciones,  nuestras emociones, nuestros por qués, nuestra evolución constante.  Quizá sea el mayor conocimiento al que debiéramos aspirar.  Y supongo que lo que quiero decir  es que ese componente errático, individual, impredecible, que no se sujeta a modelo alguno, que se presenta sin avisar, que de pronto nos hace sentir vulnerables y perdidos, que a veces es devastador, a veces maravilloso, a veces devastador y maravilloso al mismo tiempo, eso que imposibilita que seamos objeto de estudio científico, eso que nos da tanto miedo y que nos genera tanta búsqueda,  es precisamente lo que hace que el ser humano sea extraordinario, y la vida una aventura.

De soñar con volar o ser invisible

El otro día estuve viendo una peli en casa: La habitación de Fermat. Está escrita y dirigida por dos personas, siendo una de ellas Luis Piedrahita, que es un tío con un sentido del humor que me ha arrancado unas cuantas carcajadas. Así que de entrada me llamó la atención, aún a sabiendas de que la película en cuestión no era una comedia. La verdad es que mi impresión final es de “peli-de-suspense-entretenida-para-matar-una-noche-de-domingo». Sin más.

Pero bueno, el caso es que yo no quería hablar de la película sino de algo que plantean en ella. En un momento dado, uno de los protagonistas, encarnado por Federico Luppi, expone que los dos sueños más frecuentes del ser humano son dos: volar y ser invisible. Y pregunta al resto de los personajes cuál de las dos cualidades preferirían tener.

Cuando uno de los personajes dice que preferiría ser invisible, le contesta que quien quiere ser invisible es para cometer alguna maldad. Quiero ser invisible para mirar a la vecina mientras se ducha, lo que guarda en la cartera el compañero de trabajo… Porque quien hace algo bien no tiene problemas en ser visto. Bueno, quizás sea así en algunos casos, salvo en el de algún que otro modesto patológico. En ese y en de los superhéroes, que si bien no son todos invisibles, tienen en común el mantener a salvo su verdadera identidad, de modo que nadie pueda saber realmente quién es la persona que está salvando el mundo. (O a los Estados Unidos de América, que viene a ser lo mismo.)

Yo de pequeña tenía pesadillas recurrentes. Pero afortunadamente también sueños recurrentes. Y mi sueño recurrente siempre fue volar. ¿Y por qué volar? ¿Qué tiene de bueno? Para mí tenía de bueno la sensación, el cosquilleo en el estómago, la velocidad, el viento, el vértigo, y… rebuscando en el baúl del por qué de los deseos, también el ser capaz de algo fantástico, algo especial, algo que hacía que el resto de los mortales quedaran enmudecidos, y pequeñitos. Y no sólo por el efecto óptico de estar yo arriba.

Pero el volar también tiene una connotación de huida. Volar sería genial, porque el poder desaparecer se convertiría en algo posible en cuestión de segundos. Porque a veces, hay situaciones cuyo desenlace no dependen de uno, y que producen ahogo y asfixia. Y la sensación de que el mundo entero se ríe de uno funcionando como si nada, con ese mecanismo cruel que no se detiene por muy grande que sea el dolor de uno, por muy pequeño que sea ese uno que lo siente. Y uno sólo quiere desaparecer, por no tener que continuar con una rutina a la que se ve obligado, pero que ha perdido todo su sentido.

El caso es que pensando un poco en los por qués y los para qués de estos dos dones imposibles, que según la peli son los más deseados, me queda claro el por qué tan sabiamente nos han sido negados.

Porque es de agradecer que, si queremos hacer daño, no nos den facilidades como ser invisible. (Si sólo se trata de ver a la vecina mientras se ducha, mejor ser honesto e intentar ligarla primero.)

Si en cambio el deseo de ser invisible fuera para hacer el bien, pero por modestia no se necesitan agradecimientos ni honores, siempre queda el ponerse unos calzoncillos (o tanguita) sobre unos pantalones de lycra, una máscara curiosa, e ir por ahí salvando al mundo.

Si el sueño de volar surgiera por la necesidad de sentir velocidad y vértigo, existe el puenting, si es por ver el mundo desde arriba, el Google Earth. Pero si es por una necesidad de hacer algo que deje al resto de la humanidad admirada, siempre se puede conseguir por méritos propios. Que eso a nadie se le ha negado. Y si es por desaparecer… pudiendo desaparecer cuando el dolor ahoga, nunca se sabría que uno puede ser más grande todavía que el dolor. Porque para eso, hay que enfrentarse a él. Y creo que el quedarse sin ese saber, es mucho peor que el no poder ser invisible, o el no saber volar.