La escala de los mapas

En mi cuarto día en casa he decidido huir hasta que la casa volviera a estar vacía. Fuera llueve. En esta casa se oye cuando llueve. Se oye golpear la lluvia en las baldosas del patio, la lluvia en los adoquines de la acera, la lluvia en el techo de los coches, se oye sobre los paraguas de los transeúntes. Antes de salir voy a buscar algo impermeable en el armario de mi hijo. Tiene un chubasquero que le regalaron y no le gusta, así que lo cojo. Me queda bien, así que decido que no volverá al armario de mi hijo, y salgo.

En la cafetería me termino La Escala de los mapas, de Belén Gopegui. No había leído nada de ella desde Deseo de ser punk. Me daba miedo. La misma clase de miedo que te confesé cuando te pusiste tan contento ante la posibilidad de volver a Aveiro. Me da miedo esperar lo mismo y que no sea lo mismo, y no va a ser lo mismo, porque es imposible, y sé que eso no significa necesariamente que vaya a ser peor, pero tengo miedo de que sea peor. Podríamos convertirlo en un refugio. Dijiste. Sergio Prim es el protagonista de La Escala de los mapas, y los llama huecos. A los refugios.

«no hay nada malo en frecuentar unos cuantos huecos de vez en cuando» «Busqué un hueco. Lo encontré en la tela del abrigo de mi compañero de asiento. Y durante el resto del viaje moré allí.»

El libro recoge las reflexiones que deja escritas Sergio Prim cuando se enamora de Brezo, su miedo, sus dudas. Todo en clave de pensamiento interno, de exhortación, lleno de lirismo. Este es el primer pensamiento que tiene para Brezo. Esto resume muy bien el fondo y la forma.

«Mi primer movimiento sería una retirada en toda regla, y diría así: «Óyeme, loca, muchacha que acaricias las tazas como si fueran gatos y a un hombre como si fuera una banda de música, óyeme: yo ya no tengo ímpetu. Han pasado los años y me he instalado en el retraimiento. Vivo como ese pequeño país autárquico que ponían de ejemplo en los colegios, soy Albania. (…) Vivo en mi casa breve de lecho breve y breves vistas al exterior. Y no puedo ilusionarme, porque soy un escéptico«.

El lenguaje es bellísimo. Las metáforas son bellísimas. La historia es pequeña. La historia es el pensamiento de ese hombre con respecto a prácticamente un único tema, Brezo, durante un periodo de tiempo. El pensamiento a veces es algo denso, porque el pensamiento es denso. Creo que te gustaría. Si lo coges, sabe que de la página 96 pasa a la 121, y que la 97 está después de la 144, y creo que hay algún otro baile, pero que están todas las páginas, solo hay que bailar.

Cuando he terminado me ha parecido un poco raro encontrarme en una cafetería, rodeada de gente, en ese momento de vacío que se me queda cuando termino un libro. He necesitado escribir, pero me había dejado mi cuaderno en casa, porque como tengo apuntada mi lista de cosas que quiero hacer, llevo la libreta de un lado para otro, porque cada vez que se me ocurre una nueva cosa que quiero hacer estoy un sitio distinto, las ideas no son ordenadas, no tienen su sitio, ni su hora, y después olvido volver a guardar el cuaderno. No me he dado por vencida, y he cogido servilletas, y lo he intentado, pero el boli no pintaba encima. Entonces pago el café y y vuelvo a la calle. Aún faltan dos horas para poder volver a casa. Al pasar delante de un escaparate veo mi reflejo, y me fijo en el chubasquero que llevo puesto. Me sonrío. Tú ahora sabes por qué.

Óscar y el presidente

Mi casa antigua tenía conserje, pero la nueva tiene portero. Siempre me he preguntado la diferencia entre un conserje y un portero, aunque tampoco me lo he preguntado tanto como para informarme acerca del tema, quizás la diferencia esté solo en el nombre y que portero sea el término del milenio precedente.

El portero se llama Óscar, y cada vez que me lo encuentro me cuenta cosas. Por eso sé que  solo lleva trabajando seis meses en esta portería, que está casado, que tiene una hija de tres años y un hijo de un mes, y que a partir de agosto van a vivir en la portería, como pasaba antes, en el milenio anterior, cuando yo fui una niña y mientras mi madre trabajaba me cuidaba la mujer del portero de mi casa, que se llamaba Rosa. Y en cuanto mi madre se iba Rosa me llevaba a su casa, que estaba en la portería, y allí estaban Mariano, el portero, y su hijo mayor, que tocaba la guitarra española. Los tres fumaban mucho. Y recuerdo el ambiente espeso y alegre, y a mí misma dibujando en el salón de su casa con un boli bic naranja en los márgenes del periódico.

Óscar también me ha contado que su mujer es conserje y su suegro portero (diferenció con precisión ambos términos), y que todos ellos trabajan en portales de esa misma calle. Debería haber aprovechado para preguntarle por la diferencia entre conserje y portero,  pero el darme cuenta de que estoy frente a uno de los miembros de la dinastía dueña del mayor emporio de la portería de mi barrio me deja sin reflejos, y también intimidada,  así que me abstengo de hacer ese tipo de preguntas de ignorante.  Quizás después acuda a Google.

Lo cierto es que Óscar habla mucho, pero solo de él, y en contra de la leyenda acerca de la falta de discreción de los porteros, hasta la fecha no ha hecho alusión a ninguno de mis vecinos, con la única excepción del presidente, a quien ha nombrado en dos ocasiones, y solo a través de ellas conozco su inquietante existencia.

La primera fue el día en que unos operarios de una compañía de telefonía vinieron a instalarme mis conexiones a internet, y a raíz de sus trabajos en el patio. Aún no se habían marchado del domicilio cuando llamaron a la puerta. Era Óscar y traía el rostro empapado en ira. Hay unos operarios en tu casa? Sí. ¿Puedo hablar con ellos? Claro, qué pasa? Han estado trabajando en el patio y lo han dejado sucio, y ya saben que lo tienen que limpiar. Y ha tenido que venir el presidente a decirme que los técnicos que habían venido a instalarte el teléfono habían dejado el patio sucio. Pues habla con ellos, si se lo dices con esa cara seguro que te hacen caso. ¿Y dices que lo ha visto el presidente? Sí, vive también en un primero y los ha debido oír. Vaya, ¿y qué tal es el presidente? Es un señor mayor, muy amable…. No sé por qué pero no me terminó de resultar creíble. 

La segunda vez fue unos días más tarde, cuando al volver del trabajo, Óscar me llamó y me pidió que me acercara a su garita. Perdona, ¿es posible que se te cayera ayer un calcetín al patio? Pues sí, al quitar la ropa del tendedero, pero pasó de noche y no me había dado tiempo a decírtelo. Es que me lo ha dicho el presidente, que había un calcetín en el patio y que era de tu colada. ¿Óscar, el presidente lo ve todo? Sí, es como Dios.

De entrada me incomodó un poco saber que un señor mira desde su ventana todo lo que hago, la ropa que tiendo, y sepa cuáles son mis calcetines, mis tangas, y mi ropa en general. Pero solo fue durante unos segundos. Que los vea. Que me vea. Ni tengo cortinas ni me importa lo más mínimo. Y a veces, si me paseo desnuda por mi casa y paso por delante de las ventanas que dan al patio, pienso en el presidente, y me sonrío mientras continúo caminando con total libertad. Y después pienso también en el pobre Óscar, y en cómo a él sí le cambia la voz y el talante cuando la figura del presidente se cierne sobre él, como una lúgubre amenaza para el recién estrenado emporio de porterías del barrio.

 

Rumbo a Chamberí

Hacía quince años que vivía en el mismo barrio y cuando pensaba en dejarlo sentía ciertas resistencias. Incluso si el nuevo me gustaba. Pero desde el mismo instante en que salí de allí a lomos del camión de mudanzas no he vuelto a pensar en ello hasta ahora, y solo a efectos narrativos. Iba sentada delante, junto a los dos rumanos que llevaron nuestras cosas.  Los rumanos que contraté para hacer la mudanza eran capaces de levantar a pulso cajas llenas de libros de doscientos kilos de peso, a veces levantaban dos al mismo tiempo. Era como si Hércules y algún amigo se hubieran encarnado en esos dos tipos que por fuera parecían dos simples mortales de constitución delgada. Los dioses de verdad no necesitan llamar la atención. Por qué no usáis la carretilla? Porque es más lento, contestaban. Por el camino, en el camión, iban mirando a las mujeres que hacían running por la calle. Con éstas no me importaba a mí hacer ejercicio un rato, decían, como si yo fuera uno más. Noté que el levantamiento de peso no tenía efectos sobre la libido, podría incluso funcionar como un estimulante. Mientras tanto recogí la mirada de complicidad y me puse a mirar por la ventana como un rumano más. Desde luego no se me ocurrió echar la vista atrás y mirar aquello que dejaba, estaba ocupada con las mujeres en pantalón corto. Pensaba que quince años tendrían más peso, pero aún no he conseguido encontrar rastros de nostalgia. Siento como mía mi nueva casa, mi nueva calle y mi nuevo barrio desde el instante en que llegué. Deduzco que debo tener una poderosa facilidad natural para enraizarme que no tiene nada que envidiarle a mi también poderosa facilidad natural para desenraizarme. O a lo mejor es que sólo es posible enraizarse si previamente está uno desenraizado, o a lo mejor es que ese paso es sencillo cuando uno se desplaza con las raíces puestas, junto a las personas que son su sujeción en el mundo. Y no me refiero a los rumanos.

En cualquier caso no soy tan ingenua, sé que una cosa es sentirse en casa y creerte del barrio, y otra cosa es que realmente formes parte.  Así que sé que aunque ya me sienta en mi sitio me queda trabajo por hacer, más allá del de vaciar las cajas. Porque para pertenecer hace falta no sólo que yo considere mío el lugar, sino que el lugar me considere mía a mí también. Nos tenemos que ganar mutuamente. Uno de los hitos para mí sintomático de pertenecer a un barrio es sentarme en un café y que el camarero me conozca, me salude, y sepa que el café lo tomo con la leche muy caliente. Si me pone también un vaso de agua soy capaz de abrazarlo. Sé que conseguir eso requiere un tiempo mayor que el que necesito para llamar a mi nueva casa casa. Tengo que caminar, tomar café en varios sitios, repetir en aquellos con mejores sensaciones hasta que solo queden uno o dos finalistas, y entonces seguir repitiendo, una y otra vez, hasta que se desarrollen los vínculos.

El primer día me senté en un café cercano, en mi misma calle y en mi misma acera. Tenía prisa porque me iban a traer un armario, así que no me entretuve mucho en explorar. Sólo había otro más cercano, justo en mi portal, con una dosis cañí bastante elevada, y esta me parece una cualidad favorecedora de vínculos, pero no tenía terraza para poder fumar ni sillas para poder sentarse. Solo una barra. Como ya dije, era cañí. En la terraza que elegí me atendió un camarero mayor, de esos que no llevan nada para anotar y son capaces de recordar lo que han pedido todos y cada uno de sus clientes, y le pedí un café y él me preguntó que si quería comer algo. Pues sí, algo dulce, ¿qué tiene? tengo de todo, le puedo traer un tortel… No creo que el camarero se hiciera una idea del regocijo que sentí al escuchar aquello del tortel, y eso que no me gustan demasiado, pero hacía tanto que no veía ni oía nombrar los torteles, quizás la última vez fuera a mi abuela siendo yo niña, que pensaba que debían ser ya especie protegida, y definitivamente cañí. Y le dije que sí. Me acordé de mi abuela. No tanto como cuando veo bartolillos, pero también. Cuando vaya a verla se lo contaré: abuela, ¿sabes que en mi barrio hay un café en que ponen torteles para desayunar? Y mi abuela no me hará mucho caso y me contestará con otra pregunta del tipo ¿Y tú sabes hija que esta mañana he estado hablando con mi padre? ¿Y qué te ha dicho? le diré yo, porque ella prefiere mantener su conversación, y porque además me parece mucho más interesante lo que tiene ella que contar. Me parece asombroso que con esa pila de años su cerebro se haya convertido en un prodigio para la ficción, habla y habla y todo es fantástico, y es capaz de inventárselo sobre la marcha, con el solo matiz de que para ella es verdad. Si yo tuviera ese don probablemente sería capaz de escribir una novela.

La nostalgia no traza líneas rectas. No aparece al dejar el barrio en el que he vivido durante quince años, pero sin embargo escucho la palabra tortel y me alboroza el saber que todavía existe, y lo pido para que siga existiendo. Que en realidad es lo que más me importa, el hecho mismo de la permanencia. Como con mi barrio. Hay lugares, sabores o personas donde no me hace falta estar o vivir, siempre que alguien me asegure su permanencia. Sí, sigue como siempre, y está bien. Y entonces yo puedo deshacer cajas, estrechar vínculos, tomar cafés, y enarbolar la reivindicación del tortel, o del bartolillo.

Alicante (I)

Cristian sin h nos ofrece zumo de naranja, café, cruasán y tostada. El desayuno está incluido en el precio de la habitación, y empiezo el día en este punto porque antes del café no hay prácticamente nada. Cristian sin h es el regente del hostal. La contraseña del wifi es cristian-audrey, de modo que imagino que su pareja debe llamarse así, o que él la llama así, o bien no hay ninguna pareja y él es un mitómano nostálgico, pero prefiero pensar que existe una audrey de carne y hueso que lo está esperando con cara de niña y mirada pícara fumando un cigarro largo y fino en alguna de las habitaciones.

Pablo dice que solo quiere cruasán, yo solo quiero tostada. Cristian le pregunta que si ha estirado y está preparado para su convención de capoeira. Y que si la capoeira es deporte o danza. Cristian sin h pregunta mucho y habla mucho. Pablo contesta con monosílabos. Parece incómodo con el interrogatorio. En general no le gusta hablar de él, así que contesto yo. No es capoeira, es batucada, y es música. Percusión.

Cristian pregunta que cuántos son en el grupo, en qué hotel se alojan, y si no habríamos preferido alojarnos con ellos.

Terminamos de desayunar y tengo que llamar al teletaxi porque el que había pedido el día anterior no llega. Cinco minutos después aparece nuestro coche. El taxista nos cuenta que su hijo vive en Inglaterra. Que se fue allí a aprender inglés y se enamoró, y que ahora tiene una mujer y un hijo ingleses. Y también que es veterinario y gana un buen dinero, y que no cree que vuelva a España. Nos cuenta que tiene otro hijo que ha estudiado alta cocina, y que ha estado con los mejores. Cita varios nombres pero a mí solo me suena Martín Berasategui. Cuenta que ahora está en Madrid haciendo una sustitución en un instituto porque, su hijo que ha estudiado alta cocina, lo que quiere es ser funcionario. Nos cuenta que su tercer hijo es el más listo de todos y el menos afortunado, porque había decidido llevar un taxi, como él, pero era diabético, que al principio no fue un problema, pero después también fue epiléptico, y entonces tuvo que dejar de conducir. El último de los cuatro trabaja en Valencia pero hemos llegado a destino y no da tiempo a que nos cuente de qué.

Nos pregunta entre medias que qué tal está el hostal, que es muy nuevo, y que ahora había mucha gente que prefería los hostales pequeños de trato personal en lugar de los hoteles, que son muy fríos. Pablo dice que él prefiere los hostales, y que el tipo que lo lleva es muy atento. Yo pensaba que a él le había resultado incómodo y que habría preferido la impersonalidad de un hotel.

Al llegar encontramos a los compañeros de Pablo descargando los instrumentos del camión. Pregunto a qué hora tocan por la tarde, le doy dinero, y le digo que me voy y que si me necesita que me llame. Me pregunta cómo me voy a ir de allí. En tranvía.

Me voy con la sensación de que quizás habría preferido que me quedara. Sin embargo, cuando me quedo con él tengo la sensación de que le estorbo. A veces no sé qué quiere, porque no dice las cosas claras, y tengo que  interpretar. No sé si siempre acierto en mis interpretaciones. En realidad, casi nadie dice las cosas claras. Es difícil. Porque, entre otras cosas, no es fácil tener las cosas claras. A lo mejor por un lado preferiría que me quedara con él, porque le da seguridad . Y por otro prefiere que me vaya para no tener que estar pendiente de mí, y poder comportarse más libremente con sus compañeros. Así que es posible que cuando me despido, veo su lado que habría preferido que me quedara. Y que ahora que ya no estoy sus compañeros estén viendo su lado contento porque me he ido.

Mientras espero el tranvía decido volver al hotel para dejar peso y coger el plano de la ciudad, y después salir a descubrirla. Pero a pesar de haber decidido eso, cuando el tranvía para en una estación llamada Mercado, me levanto movida por un impulso, y abandono el tren. Al salir veo el mercado a la derecha, pero en lugar de ir a verlo me pongo a caminar por una calle que me llama la atención, sin saber en qué parte de la ciudad estoy, ni hacia dónde me dirijo, y juego a guiarme con el método de seguir los caminos que me llaman la atención.

En el trayecto veo la catedral de San Nicolás, casas de belleza decadente e incluso a veces ruinosa, bares de copas cerrados, el ayuntamiento, una iglesia al final de unas escaleras que suben, y subo, y hay un coro cantando en la puerta, y al final un museo de arte contemporáneo. Entro. La entrada es gratuita, pero me obligan a dejar la mochila en consigna. No trato siquiera de explicar que no voy a meter dentro de ella ningún lienzo ni escultura, ni ninguna otra instalación, y que si lo hiciera, llamaría enormemente la atención y no les resultaría difícil detenerme e impedírmelo. La dejo sin más. También me prohíben tajantemente sacar fotografías. Como me parece absurdo tener que dejar la mochila y no poder hacer fotos sin flash, y consciente de estar comportándome de una forma pueril, me dedico a la fotografía furtiva.

El museo es pequeño, pero tienen un chillida, un tápies, un par de mirós, un juan gris… me parece que tiene un cierto interés. Pequeño pero escogido. Sin embargo, a lo que más tiempo le dedico es a un mural lleno de dibujos de niños, cuyo tema es «El miedo es» y cada niño, en un folio, ha dibujado o escrito su propio concepto. Y voy leyendo uno a uno. Miedo es la soledad, miedo es soñar con zombies, miedo es las arañas y los elefantes, miedo es la muerte, miedo es estar solo, miedo es el fin del mundo, miedo es yo no le tengo miedo a nada, miedo es la intensidad del atleti. Saco una foto y se la mando a Miguel.

 

 

 

Cine japonés

Ayer estuvimos en el cine viendo Nuestra hermana pequeña de Koreeda. La cultura japonesa me llama la atención y sí que había leído algo, pero creo pelis no había visto ninguna. Lo suyo habría sido empezar con Kurosawa, pero aunque suene poco culto ponerme Los siete samuráis me da mucha pereza.

Volvimos andando a casa. Sin elementos de comparación íbamos intercambiando impresiones, conscientes de que eran un poco paletas, con un tremendo riesgo de ponernos a juzgar el todo por la parte. A Koreeda como director por solo esta película, al cine japonés completo por solo esta película, al pueblo japonés al completo por solo esta película. Pero aunque lo prudente habría sido cerrar la boca y no decir nada, teniendo en cuenta que nuestras impresiones se mantendrían en la más estricta intimidad, asumimos los riesgos.

 – A ver, es bonita. Pero hay ciertos momentos que me han resultado cursis.

 – Bueno, es que los japoneses pueden llegar a resultar cursis, son todos muy educados, muy respetuosos, tienen buenas palabras, unas formas exquisitas, un tono de voz bajo, movimientos lentos y rituales, sentido del honor y la dignidad…

 – No, pero yo con cursi me refiero a un cursi de necesidad, a un cursi insoportable, a un cursi que chirría, a esos momentos en los que de pronto para la acción, la cámara se detiene, y aparece una música de fondo que podría haber salido de la banda sonora de Love Story… como el de las cuatro hermanas mirando el acantilado, o cuando van los dos niños en la bici bajo los ciruelos en flor… a eso me refiero con cursi. Esos momentos me han molestado realmente. Lo demás me ha parecido bien, contar la cotidianeidad me parece difícil, y creo que la cuenta con sutileza, y con cariño, y sabe escoger gestos y detalles que expresan muy bien la relación de cada una de las hermanas.

 – A mi me ha parecido bonita. Eso sí, se me ha hecho un poco larga.

 – ¿Cuánto ha durado?

 – Casi dos horas y media.

 – Coño, es que es larga. Quitando esas escenas cursis posiblemente lo deja en veinte minutos menos. Volviendo a la peli… dios, todos son  buenos, ¿te has dado cuenta? todos se llevan bien, aceptan con entereza lo que les ocurre, sin grandes aspavientos, todos perdonan, se respetan, tienen un gran sentido del honor… joder, si hasta el director del banco es bueno! es un poco como el cine que se hacía hace años, con esa ingenuidad…

Estábamos más o menos a medio camino cuando de pronto nos paró un tipo y nos preguntó que si éramos de allí.

 – Perdonad, es que me habían dicho que justo en este sitio suele haber gente durmiendo…

 – Sí, aquí suele dormir una pequeña comunidad gitana, pero hoy no están.

 – Os explico, soy canario, bailarín y actor, y mi padre trabaja en una panadería, y muchos días monto bolsas con lo que le ha sobrado en el día, y salgo a repartirlo, porque me da pena tirar la comida. Y ya llevo dando vueltas un montón de tiempo, esta es la última bolsa que me falta por repartir, y me habían dicho que aquí habría gente y no hay nadie. ¿Sabéis dónde pueden estar?

 – No, lo siento.

 – Pues quedároslo vosotros, son unos panes de pasas y nueces y trucha ahumada, de verdad que es excelente, es que ya no me voy a dar más vueltas y es una pena tirarlo.

 – Nosotros no lo necesitamos, pero de camino a casa pasamos por otra zona donde hay gente en la calle. Si quieres se lo damos nosotros por ti, y así no te tienes que dar más vueltas, y la comida llega a quien necesita.

 – Muchísimas gracias.

 – Gracias a tí!

Así que continuamos nuestro camino con la bolsa de los panes y los peces, y cuando llegamos al punto de encuentro de los toxicómanos nos pusimos a elegir a quién abordar. Nos pareció bien un grupo grande en animada charla, tambaleantes, dirigiéndose los unos a los otros en voz muy alta y muy despacio. Nos acercamos, les ofrecimos la comida y la aceptaron de muy buen grado. Un señor con un solo diente y una lata de cerveza la examinó y nos explicó en voz muy alta y muy despacio, que con eso iban a poder cenar todos. Nosotros también nos alegramos, y nos marchamos dejándolos en pleno júbilo.

Y mientras nos aproximábamos a casa me dio por pensar que estaba siendo una noche de lo más extraña. En ese momento la acción se detuvo,  la cámara fijó el plano en nosotros para después irse alejando dejando una vista aérea de la ciudad iluminada, y me pregunté de dónde saldría esa música que se había puesto a sonar, -piano y violín-, de un cursi intolerable… Salvo por esa puta música, estaba siendo todo muy bonito… Igual eran cosas de Koreeda. Ojo con el cine japonés.