chapas

Últimamente me cuesta escribir. Leo más. Estoy seca de ideas, y lo que pienso te lo cuento. Escribo un día acerca de lo que llevo en el bolso porque me lo pide mi amiga Raquel. A veces sabemos cosas pero no les ponemos palabras, y están ahí flotando hasta que alguien se las pone primero y entonces se escuchan como una revelación, y sientes algo así como eso no lo he escrito yo, y sin embargo también es mío. Últimamente leo bastante y me pasa. Y me gusta. Escribo sobre lo que llevo en el bolso y me doy cuenta de hasta qué punto me siento identificada con lo que llevo y con el cómo lo llevo. Los objetos hablan de mí y llega un momento que se convierten en mí. O en una parte. Pero los objetos no se quedan ahí para siempre. Los objetos son inertes y sin embargo son finitos. No mueren pero mueren. No viven pero mueren. Eso sí que es una putada. Y no mueren pero también me infligen un sentimiento de pérdida. Como ocurrió con el neceser. Hay objetos que son más efímeros que otros. Mis bolsos por ejemplo, no me suelen durar mucho. Sólo tengo uno. Cuando se me rompe uno compro otro. No tengo un harén en casa, soy mujer de un solo bolso. Que ya sé que los lleno mucho. Claro, los elijo grandes para poder llenarlos. Si los hacen grandes será para poder llenarlos. Porque qué sentido tiene elegir un bolso grande y tenerlo vacío. Yo no lo encuentro. El caso es que el que tengo ahora se está empezando a romper. No va durar mucho. Un par de meses, quizás. Y le tengo cariño. Me lo llevo a todas partes, ya lo he asociado conmigo. Ya soy yo. Un bolso nuevo es empezar de cero. Acostumbrarse, identificarse, reconocerlo. Podré superarlo, sólo es un bolso, no voy a hacer de esto ningún drama vital ni voy a necesitar fármacos para superarlo, pero no me gusta. Me gustan las chapas. Ahora me gustan, me ha dado por ahí, como con las latas. Sabía que de pronto me gustaban pero no el por qué, no le puse palabras. Solo te dije a partir de ahora me gustan las chapas. Tú me regalaste la primera, tu bola del ocho. La segunda me la compré en el Prado, el jardín de las delicias. La tercera nos la dieron a cambio de un donativo el día en que descubrimos la utopía en el campo de la cebada, cuando la miro escucho cantar a la niña. La cuarta la compré el sábado por Madrid, Vinyl is back. La elegí por muchas cosas. Claro que ha vuelto. Cuando un día dije a partir de ahora me gustan los vinilos. Como por arte de magia a ti te regalaron un plato por navidad. Y llegaron algunos discos. Pocos porque son caros. No tengo prisa y amo los que tengo. Con eso basta. Y el sueño de Eme es grabar el suyo. Y estamos ahí metidos, coprotagonistas oníricos. Las siguientes chapas las compré  el sábado pasado, siendo novios, después del café y de la tarta de zanahoria en una mesa con una planta de lentejas a punto de florecer envuelta en papel kraft, y antes de la librería de la calle Espíritu santo. Love and peace, que es muy mía, y Parental Advisory, que no entendí muy bien pero me gustó. Y después de la librería y antes de las pruebas del concierto de jazz donde nos atracaron legalmente,  calleando me enseñaste un bolso de abbey road y llegó la revelación, y te lo intenté explicar, torpemente, como me explico hablando. No siempre tiene por qué haber una explicación a las cosas que me gustan, pero ese día me di cuenta de que amaba las chapas porque me habían parecido un buen objeto en el que materializar los recuerdos que me hacen feliz, y lo que me hace feliz hace de mí el yo más bonito. Desde luego no me voy a comprar una chapa en un día gris. Así que una chapa no es un pequeño broche circular con un dibujo enrollado. Igual que un bolso no es solamente un bolso. Y al mío se le está rompiendo un asa. Y cuando se termine tendré que tirarlo y comprar otro que me resultará ajeno. Supongo que me gustará, porque igual que no encuentro el sentido de un bolso grande y vacío tampoco encuentro el sentido de comprar un bolso que no me gusta, pero de entrada será extraño a mí. Sólo nos unirá la estética, que es un vínculo frágil. Y tendré que vivir un tiempo con él hasta que sea lo que es el que tengo. Pero cuando mi bolso de ahora, el que quiero, se termine, me quedarán las chapas. Y cuando las prenda en el nuevo, ese trocito de yo feliz quedará prendido también, y entonces reconoceré ese bolso, ya no me resultará tan extraño, y todo será más sencillo. Y lleve el bolso que lleve, el día que esté gris, cuando toque la chapa del Frente Cívico escucharé cantar a la niña, y será domingo por la mañana y hará sol,  y si ando floja de energía tengo Peace and Love, y si te echo de menos las puedo tocar todas- creo que no te he dicho que las he tocado todas-. Así que las chapas son una forma más de permanecer y no un mero recurso estético, porque las he llenado de contenido. No viven pero viven. Así el que no mueran pero mueran no es tan injusto. Y creo que eso lo sabía pero no lo había puesto en palabras, llegaron como una revelación y esta vez no porque se las escuchara a nadie, me he adelantado. Lo entendí en el momento en que me enseñaste ese bolso de Abbey Road, y te dije que era muy bonito, y te dije también que no podía ser que no podía ser. Y es que ese bolso no admite chapas.

Destino ajeno

– Perdona, pero voy a sacar una foto indiscreta. Ya, no se han dado cuenta.

– Pero, ¿por qué has hecho eso? ¿qué has visto?

– Es una tontería, pero es que ahí a tu espalda hay un señor blanco blanco charlando con uno negro negro, y me ha llamado la atención el contraste.

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– Te sorprende como si fuera la primera vez que ves un  hombre negro …

– Es que fíjate en el contraste mientras charlan, el blanco es blanco blanco: pelo blanco, gafas blancas, piel blanca… y el negro es negro negro.

– Son como los tres reyes magos, falta el rubio, ¿cómo se llamaba el rubio?

– Gaspar…

¡Mira! ¡Date la vuelta!

– ¡Gaspar!

– Perdóname la indiscreción, pero tengo que sacarles otra foto.

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– Te van a ver…

– No, no me han visto.

– Ya se han encontrado los tres, ahora, a hacer magia.

– No pueden. El negro y el blanco se conocen, pero el rubio no. ¿Tú crees que por separado también hacen magia?

– No lo sé, pero igual deberíamos presentarlos.

– ¿Y estropearles la sorpresa? No.

– En cualquier caso, en algún momento, sus vidas se van a cruzar y se conocerán.

– Si, no pueden escapar a su destino. Es curioso, ellos tan ignorantes sobre sí mismos, y nosotros al lado mirándolos, con un montón de certezas acerca de su destino. No sabemos ni cuándo ni cómo, pero que se van a encontrar eso es seguro.

– Sí.

– Y el pequeño Miguel pensando que no existen y son los padres….

– Igual tienes que volver a hablar con él y desmentirle la verdad.

– Igual….

 

 

 

Nochebuena

Cada navidad viene con su propio villancico.

Lo sabía

Hace ya tiempo que vengo observando esta tendencia actual en las artes en general del menosprecio del optimismo, como si resultara pueril, de la alegría, como si resultara frívola, de la felicidad, como si resultara cursi. Quizá me moleste tanto esa tendencia porque tienda a ella. Me lo tengo que mirar.

El caso es que hace casi un año, en un arranque de rebeldía contra ella, decidí coger la cámara con la intención de hacer el ejercicio de evitar posar el objetivo en imágenes de soledad,  frío,  destartalamiento, fragilidad, ruina, marginación… que suelen ser los que por defecto tienden a interesarme, y me propuse un reto: captar imágenes que transmitieran luz, alegría, felicidad, algo bonito. Y así, para empezar, para probar la experiencia de poner el ojo en aquello que no acostumbro, no se me ocurrió nada mejor que ir a buscar esa foto en Lavapiés, absolutamente convencida de que existía, que la iba a encontrar, que era sólo una cuestión de buscarla.

Fracasé estrepitosamente. Salí una tarde radiante de domingo, pero las calles que yo imaginé encontrar bulliciosas y multiculturales estaban prácticamente desiertas. Sólo escuchaba silencio, andar a personas solitarias que, o bien miraban al suelo, o bien mostraban ojos desconfiados y tristes, edificios degradados, nada que fuera bonito, nada.  Y después de pasarme más de una hora dando vueltas sin una sola foto, y un poco impregnada ya de todo eso, me marché, porque empezaba a correr el riesgo de terminar formando parte de ese paisaje. De hecho creo que ya lo hacía.

Unos meses después, creo que en semana santa, volvía a pasear por allí con una cámara. No íbamos mirando a nuestro alrededor, la cámara se había quedado sin batería. Nos mirábamos nosotros, de esa forma que no nos deja hablar, que  nos hace parar en plena calle para poder mirarnos, que no nos permite hacer  ninguna otra cosa más que mirarnos, porque no hay nada más importante en el mundo en ese momento que mirarnos…  Entonces escuchamos un qué bonito, ¿recuerdas? que provenía de un intercultural, y un ¿os hago una foto? Una foto, la bonita, existía, aunque la cámara no tuviese batería, aunque no quede una imagen en  archivo jpg. Existe.

Lo sabía.  Cómo lo sabía.

Juegos entre taro, machado, y el pintor de batallas

Hace una semana leo por primera vez en mi vida el nombre de Gerda Taro en un correo electrónico. Al amigo que la cita no se lo cuento, que es la primera vez que oigo hablar de ella, sin embargo aquí sí. Me abruma la cantidad de cosas que no sé, que quizá debería saber, que se espera de mí que sepa. Sé muy poco. Tengo una memoria de detalle terrible. Como compensación tengo una asombrosa capacidad de asombro. Me encanta asombrarme. Entonces recuerdo unos versos de Machado que leí también hace muy pocos días, que tampoco había leído nunca, pues de haberlos leído no los habría olvidado, y me abruma la cantidad de versos que me faltan por leer. Y decía que no los habría olvidado porque identifiqué con ellos el propio mecanismo de mi recordar.

Sólo recuerdo la emoción de las cosas,

y se me olvida todo lo demás;

muchas son las lagunas de mi memoria

Y sigo, porque una semana después de haber visto escrito el nombre de Gerda Taro por primera vez, encuentro un artículo en El País acerca de Robert Capa y Steinbeck. Y pienso que qué casualidad. Y recuerdo de nuevo a Gerda Taro. Y los versos de Machado. Qué casualidad. Y entonces busco más acerca de Robert Capa y Gerda Taro. Al hilo de su historia me viene a la cabeza El pintor de batallas, de Pérez Reverte, que leí hace un mes escaso, por su paralelismo con Olvido y Faulques. Y pienso que Pérez Reverte sí debía conocer el nombre de Gerda Taro, y de Robert Capa, y que debieron formar una parte del conjunto de musas que inspiraron su libro. Nada surge de cero. Todo parte de algo, ¿recuerdas? eso creo que fue el lunes, y me viene ahora. Y al recordar esa lectura se me llena la boca de cenizas, y la mirada de un cinismo que daña, pero paradójicamente protege de una realidad que depedaza, que no deja más que ceniza, que no deja ni una tregua para tomar un poco de aire, porque no lo hay, aire, en todo el libro. Y de ahí el cinismo,  puro instinto de supervivencia.

Y me asombran todas esas cosas en mi cabeza, -¿casualidad?- y me asombra más todavía la forma que tienen de jugar entre ellas,  de descubrirse, porque un vez han entrado de ninguna manera se mantienen ahí en solitario, juegan, sí, se unen, a veces no inmediatamente, a veces cuando uno menos lo espera, con un hilo irracional, que es precisamente el que termina dando sentido…