Pequeña y única introspección

Sólo una vez me adentré en el océano, sola. Y dentro del agua, cuando se apagaba de pronto el estruendo de las olas, y sólo veía agua verde, lo suficientemente turbia como para no distinguir qué podría haber un metro más allá de mí pero lo suficientemente transparente como para que dejara entrar la luz, o la oscuridad según la traspasara el sol o lo cubriera una gran ola, allí, sumergida en el mar agitado, inquietante en esa falsa calma submarina, sentí la necesidad de continuar, de adentrarme aún más allá, de seguir buceando cada vez más lejos de la orilla, hasta dejar de hacer pie, hasta que nada me retuviera o me impidiera seguir mar adentro, y continuar mirando bajo el agua, y no distinguir más que agua, hasta el punto de ser yo misma agua, inmensa agua, tan silenciosa y calma ahí debajo como salvaje en superficie.  Y a pesar de la inquietud y del miedo, y de todos modos, necesité ser ahí.  Sólo entonces, sin suelo en el que sujetar los pies, sin ver más que agua en la superficie, sin ver más que agua en el agua, siendo yo misma agua, sólo entonces, habiéndome entregado al océano, me di la vuelta. Y vi la orilla a lo lejos, y a ti, diminuto, agitando los brazos haciéndome señales. Recuperé entonces mi forma, mis brazos, mis piernas, y con ellas comencé a bucear en sentido contrario, y las corrientes de las que había formado parte segundos antes corrieron a mi favor y me dejé arrastrar por las olas que se sucedían con fuerza. En un par de ellas ya hacía pie, y en pocas más estaba, otra vez, caminando en firme.

cómo construir un círculo

Él dobla los cables sin utilizar el codo, con dobleces perfectamente simétricas, y después los sujeta con un velcro para que no se enmarañen antes de guardarlos en su sitio. Ella tiene un cajón enorme para todos los cables del mundo, por si algún día los guarda, sin doblar, enredados los unos con los otros.

Él tiende las camisas, que siempre lava del revés, en perchas. las saca de la lavadora, las pone del derecho, las coloca en las perchas, con especial cuidado para que los ganchitos de las perchas queden siempre en la misma dirección, y abrocha el botón superior. Ella a veces lava las camisas del derecho y otras del revés, en función de cómo se las haya quitado, que no es siempre de la misma manera. a veces tiende las camisas con pinzas, otras veces en perchas. cuando es así  casi nunca les abrocha el botón superior, aunque alguna vez lo hace para variar. lo que no ha conseguido nunca, hasta ahora, es tenderlas en perchas y que los ganchitos le queden siempre en la misma dirección.

Él revisa sus pertenencias todas las mañanas antes de irse. guarda las llaves en el bolsillo de las llaves, rellena la caja de los filtros, comprueba cuánto tabaco le queda y piensa en qué día debe ir a comprar para que en ningún caso la despensa de tabaco se vacíe, coge el móvil que previamente ha cargado, revisa a su alrededor para asegurarse que todo queda guardado y en su sitio, y después de darle un beso largo, se marcha. Ella a veces prepara sus cosas, y a veces no. unos días aparecen por arte de magia todas juntas, cerca del bolso, como de forma casual, y otros no. algunos días fuma cigarros como Lucky Luke porque ha olvidado reponer los filtros de su caja de filtros, otros días se deja las gafas de sol y se pasa el día guiñando los ojos para esquivar al astro rey, a veces se va sin el móvil, y también se ha olvidado, aunque con menor frecuencia, las llaves de casa o el almuerzo.

Él se desviste en cuanto llega a casa. con una percha en la mano, cuelga el traje, cuelga la corbata, lo deja dentro del armario, da la vuelta la camisa para lavarla, y se pone ropa cómoda. Ella se desnuda cuando se acuerda, a veces cuando llega a casa, a veces antes de preparar la cena, otras después, casi siempre antes de cenar, pero no siempre. antes de meterse en la cama, seguro. deja los vaqueros encima de la silla del dormitorio, la camisa o camiseta tiradas por el suelo, y hasta el día siguiente no guarda nada, aunque a veces le da por recoger en el momento, y otras, por amontonar la ropa en la silla durante varios días.

Él comprueba con regularidad los niveles de gasolina, y reposta cuando el depósito baja de la mitad. Ella busca una gasolinera cuando hace ya unos cuantos kilómetros que entró en reserva.

Él aparca el coche conservando la equidistancia entre el coche de delante y el de atrás, pegándolo a la acera. por último endereza el volante y al salir pliega los espejos. Ella no repara en la distancia al bordillo, ni en el lugar donde miran las ruedas, ni si la posición del vehículo es perfectamente paralela a la acerca, o si forma con ella un cierto ángulo. sale del coche y si está lo suficientemente bien como para no molestar, cierra y se va.

A ella le gusta mirarle. Cómo tiende, cómo se desnuda cuando llega a casa, cómo prepara sus cosas por las mañanas. Le asombra su método.

A él le gusta mirarla. Cómo tiende, cómo se desnuda cuando se desnuda, cómo prepara o no sus cosas. Le asombra su caos.

El método y el caos viven juntos. Y se aman.

Ventas de alma

La señora de la cama del box contiguo era cantante lírica. No lo supe por su aspecto, ella misma me lo dijo. Yo estaba  a los pies de la cama de mi abuela y la miraba dormir. No existe intimidad en las urgencias del hospital. En la cama de la derecha, a menos de un metro, había una chica joven acompañada por la que debía ser su madre, charlaban animadas, aunque la chica llevaba una vía en el brazo. En la cama de la izquierda la cantante, acompañada por la hija. Detrás un señor muy viejecito respiraba como un pez fuera del agua, con los ojos cerrados, con la que debía ser la hija al lado, que lloraba. Y ya. La cercanía física parecía ilusoria, porque en realidad cada cama era un universo estanco en el que nadie se comunicaba ni parecía ver u oír a los enfermos de al lado. A menos que alguien rompiera esa ley cósmica hospitalaria, y traspasara las barreras de la distancia metafísica. Como la señora del box de la izquierda. “No estés preocupada”. Bastaron tres palabras. En realidad no estaba preocupada, o no al menos muy preocupada, porque acababa de venir el médico a decirme que le iban a dar el alta y que ya habían llamado a una ambulancia para llevarla de vuelta. Estaba más bien triste, por verla allí, con ese aspecto tan frágil, y sobre todo por lo definitivo de esa fragilidad, por el deterioro que ya no tiene vuelta a atrás, por el desamparo ante la vejez irremediable, pero de esas meditaciones me sacan tres palabras “no estés preocupada”. Me giro y le doy las gracias. La mujer continúa diciendo que mi abuela es muy simpática, que antes se despertó y se puso a saludar. Sí, lo de traspasar las barreras metafísicas siempre que puede es también muy de mi abuela, ella lo llama ser sociable.

En los boxes de urgencias no hay intimidad ninguna. Aunque quiera evitar hablar con la señora de la cama de al lado, porque prefiero seguir mirando a mi abuela dormir, ya no puedo. No hay salida. Resignada ante la imposibilidad de escapar de una conversación, me giro, soy educada y le pregunto a la señora cómo se encuentra, porque una vez que se han derribado las barreras de la distancia es imposible volver atrás estando a menos de un metro, y me siento obligada a tener que continuar compartiendo universo hospitalario sin haber sido consultada.

La señora de al lado, consciente de la posición de fuerza en que la colocaban las convenciones sociales, decidió exprimirla (nunca se sabe cuándo la vida te va a ofrecer una nueva oportunidad), y me contó con todo lujo de detalles los problemas pulmonares que la habían llevado hasta allí, cuándo comenzó a padecerlos, las veces que ha estado en urgencias, cuántos días la mantuvieron ingresada en cada una de las ocasiones, su dieta hiposódica, y hasta incluso dónde vive. Pero en realidad todo esto era un rodeo para llegar al punto donde desde el principio, y con esas tres palabras, quería llegar. “Antes de mi enfermedad yo cantaba.”  Hay verbos que conjugados en pasado son dolorosos. “Lírica. En un coro. Pero ahora no puedo, me ahogo. Cantar era mi vida.” Entonces realmente se animó, le empezaron a brillar los ojos, se incorporó de la cama, y  me contó los lugares donde habían actuado, en la Iglesia de la calle Goya, en el Colegio del Pilar, en homenajes a Miguel Ángel Blanco, y también me cantó sus greatests hits, allí, en medio de urgencias, eso sí, sin impostar la voz, himno patrio incluido. Modificó hasta el tiempo verbal, que volvió al presente para categorizar su tesitura: yo soy mezzo soprano. La mujer del box de al lado había sufrido una trasformación completa, y allí estaba, erguida, brillante, segura, orgullosa, sacando pecho, entonando con devoción las canciones de su vida.

La hija decidió tomar cartas ante lo que le debió parecer un comportamiento totalmente inapropiado, y reprendió a su madre con el argumento de que si llegaban los médicos y se la encontraban cantando, la iban a mandar a su casa, por lo que deduje que debía gustarles la experiencia en planta.

Yo me sentí un poco incómoda con tanto cante de música sacra, patria, y zarzuela, – la señora de la cama de al lado gozaba de un extenso y nutrido repertorio- en medio de las urgencias hospitalarias, pero no me incomodaba la posibilidad de que su sana apariencia hiciera que la enviaran de vuelta a casa, sino las molestias que pudiera estar ocasionando a las personas que estaban allí, cuyas enfermedades, dolores o traumatismos no predisponen a la fiesta, el cante o la lírica.

Pero mi abuela continuaba durmiente, la chica joven de la cama de la derecha leía con su madre la revista Cosmopolitan, el viejecillo que estaba tumbado a mi espalda seguía con los ojos cerrados respirando como un pez fuera del agua, y su hija continuaba llorando. Nadie parecía reparar en los cantos de la señora de al lado. El resto de los universos hospitalarios se mantenían intactos en su unicidad y singularidad. Continuaban con esa protección que les impedía ver u oír más allá de los barrotes de sus camas. Tan sólo el mío y el de la señora que canta en el box de al lado estaban conectados. Tres palabras habían bastado para aniquilar las fronteras. Qué frágiles. Miro a mi abuela que sigue durmiendo. Los médicos llegan para atender a la señora de al lado, y corren una cortina que restablece el aislamiento. A partir de ese momento vuelo a mirar a mi abuela esperando el momento en que llegue la ambulancia para sacarnos de allí.

La rebelión y el cianuro

Me ha costado un rato coger aire y ponerme a hablar de la angustia que me ha endurecido el estómago y ha empequeñecido de pronto algún conducto interno, de esos por donde va el aire, o la sangre, porque no ha habido en toda la obra una sola concesión. Ya desde el principio Pedro tan sufriente, a un metro escaso, Pedro tan íntegro, tan digno, tan dispuesto a aceptar la tortura pero no a dejarse vencer, tan fuerte en sus convicciones,¡habla! ¡¡¡no capitán!!!!

A un lado del escenario el personaje que nadie querría interpretar, una de las piezas clave de cualquier régimen dictatorial, el capitán, el interrogador, el torturador, el inquisidor en busca de información que le ayude al régimen a eliminar a aquellas piezas disonantes, disconformes, rebeldes. Y eso que Benedetti es sumamente generoso y lo suficientemente inteligente también como para dotarle de un alma y de una conciencia, como para crear un hombre. No es el arquetipo de un monstruo, es un ser humano, con sus cobardías, sus problemas de conciencia, su mediocridad, su miedo, su egoísmo, sus miserias, sus vilezas. Cualquiera puede reconocer el miedo, la cobardía, el egoísmo, las miserias, la vileza, porque todos aquellos que hemos nacido seres humanos lo hemos sido en mayor o menor grado en algún momento de nuestras vidas.

Al otro lado el héroe, Pedro, aquel con quien el espectador empatiza, el hombre valiente, el hombre que no escoge el camino sencillo, aquel que no cae en la tentación de apartar el martirio a cambio de traicionar a sus camaradas.

Cuando éramos niños siempre nos pedíamos ser algún personaje de las series o de las pelis que nos gustaban, y lo decíamos en voz alta, y jugábamos a reinterpretar la historia siendo nosotros mismos Han Solo, Luke Sky Walker, Leia, Obi Wan, C3Po incluso…. pero claro, y quién hacía de Darth Vader? Nadie quería. Todos queríamos ser los buenos, los valientes. Queríamos ser buenos. Y para poder ser los buenos se le obligaba al más pequeño del grupo a hacer de malo…¿En qué nos convertía eso?

Pero vamos a volver a la obra y a lo difícil que es presenciarla, cuánto más con tan soberbia interpretación. Es difícil. Hay quien sólo acude a ver comedias y monólogos. Y está bien la risa, pero es sólo una faceta. Que da igual, que respeto todos los gustos, pero que a mí en concreto no me parece mal ir a ver drama o tragedia, conectar, y participar del sufrimiento en escena. En general lo que pido, al margen de que me ría o llore, es sentir cosas. No hay nada peor que no sentir nada. Y esta noche he sentido un montón. Casi no podía ni respirar.

Pero sabes, si soy sincera del todo, lo que peor me ha hecho sentir, peor que presenciar la agonía de Pedro, y la agonía también del capitán, es ese admirar al héroe, ese deseo de ser como él en esa circunstancia, y al mismo tiempo tener la certeza incómoda de que yo no habría podido, es ese saberme insuficientemente valiente como para terminar asida a cualquier excusa que legitimara mi traición. Es que amenazaron a mi mujer, amenazaron a mis hijos, amenazaron al mundo entero, hasta llegar al «no tuve elección…» no tuve elección… Siempre se tiene. El argumento anterior, el débil, el fácil, el cobarde y muy comprensible, se acerca más al torturador. Un torturador no nace torturador, pero posiblemente su argumento sea «no tengo elección».

Supongo que sí, que el secreto del valor, en situaciones extremas, es aceptar la muerte, y eso implica vencer la esperanza de poder vivir, esa que te hace asirte a cualquier posibilidad, por muy repugnante que sea. Y entonces me entra a mí la esperanza, y pienso que quién sabe, quizás en una situación extrema podría llegar a tener oportunidades. Pero sigo reflexionando y creo que, incluso habiendo aceptado la propia muerte, sigue estando el desagradable asunto del dolor físico, que también da miedo. Puede que uno acepte la muerte, pero también habría que aceptar el dolor, un dolor extenuante. Y vuelvo a pensar que no. Que me habrían vencido. Que habría tenido que pasarme la vida tratando de justificar mi traición, mi cobardía con ese “lo hice por mis hijos”, “no tuve elección”. Y además, tienes razón, cualquiera lo habría entendido, porque lo extraordinario de la historia es la integridad y el coraje de Pedro, y si es extraordinario es porque está alejado de lo común. Los comunes de los mortales somos miedicas, optamos por el camino fácil. Como el torturador.

Y sí, tienes razón, que en abstracto no se puede saber, que hay que verse en una situación así, tan extrema, y sí, puede que las situaciones extremas hagan que las conductas se extremen, y por eso los valientes son extremadamente valientes, y gente normal, como Pedro, se haga extremadamente íntegra, y gente normal, como el capitán, se haga extremadamente cruel, y que todo se polarice -hecho en el que se amparan muchos autores para justificar sus tratamientos maniqueos-, y que por eso haya también tanto material narrativo, porque de las situaciones extremas nacen conductas excepcionales, de esas que se salen de lo habitual y merecen ser contadas.

Sabes, en el fondo está bien no estar en la necesidad de conocer con certeza el cómo seríamos, es una suerte no atravesar una situación extrema como esa. Pero la verdad es que sabiendo lo que ahora sé, te voy a proponer una cosa, algo que me permitiría pedirme pedro a pesar del miedo, y es que, el día en que se instaure un régimen dictatorial, y nosotros nos hagamos miembros activos de la resistencia rebelde, no se nos puede olvidar salir de casa sin la cápsula de cianuro, que el tema de padecer calvarios lo llevo mal. Pero el de la cobardía también.

Qué, trato hecho?

Otro camino

Esta mañana he tomado otro camino. Tenía que entregar unos papeles en un organismo oficial. Ningún trabajo de altura, pero me ha permitido tomar otro camino.

Aparcar media hora en la calle me ha costado 1 euro y cuarenta y cinco céntimos, y tras pagarlos con una aplicación del teléfono que me permite no tener que estar pensando en llevar monedas, ni buscar parquímetro, ni tener que recordar la matrícula del coche, y que además te permite pagar sin que tengas la sensación de haber pagado, aunque por supuesto lo hayas hecho, busqué el organismo oficial en cuestión. Estaba muy cerca del coche, tanto, que ha habido pocas oportunidades de encontrar nada que mereciera el protagonismo de la foto del día. Eso es algo que me ha dejado un tanto decepcionada, porque el hecho de tomar otro camino distinto del que tomo todos los días es en sí mismo, motivo suficiente para ser el motivo de la foto del día.

El organismo oficial estaba escondido dentro de un centro de salud. Un señor del samur social me pidió ayuda para abrir la puerta porque llevaba en una silla de ruedas a un paciente, y las primeras puertas no eran de apertura automática. Las segundas sí, pero como puede suponerse gracias a los ordinales, para atravesar cómodamente con una silla de ruedas por las segundas puertas de entrada primero hay que atravesar las primeras. Y para abrir las primeras hay que accionar un picaporte. Y además, como son estrechas como para que las atraviese la silla de ruedas, también hay que abrir las contiguas quitando unos bloqueos arriba y abajo. Y la verdad es que no entiendo cómo en un centro de salud, lugar susceptible de ser utilizado por personas que necesitan sillas de ruedas, o bastones, o camillas, han dejado unas primeras puertas de entrada tan difíciles para ellos. Escalones, eso sí, no había.

Un tanto desconcertada en la sala de espera del centro de salud, recurrí al papel para averiguar por dónde buscar al organismo oficial. Quinta planta. En el ascensor vuelvo a coincidir con el del samur social y el señor que lleva en silla de ruedas. Me fijo en que no tiene calcetines y lleva los pies al aire, con unas sandalias de esas de casa que se atan con velcros y que son de rizo, como los albornoces y las toallas.  Ellos se bajan en la segunda.

En la quinta veo un cartel que pone registro, y me dirijo allí, que eso ya va teniendo más pinta de organismo oficial. No hay nadie esperando y me atienden nada más llegar. La señora que me atiende no me pone pegas a la hora de compulsarme los documentos, y continúa alegremente con la conversación que mantiene con sus compañeros de trabajo. Yo procuro no viajar en Iberia. Es que ya no te dan ni cacahuetes. Vamos, que casi puedes dar gracias si no te tiran por la borda a mitad de camino, y te llevan a destino con vida. Bueno, tal y como están las cosas, eso ya es de agradecer…. Eso lo digo yo, en voz alta, sin poder reprimir el comentario, como si fuera partícipe de la conversación y no sólo una mera espectadora. Ella contesta que ya no sabe si llevar a su hija a Londres o cancelar el viaje. Otro compañero se queja de que viajar en avión últimamente es espantoso. Que en la sala de embarque primero llaman a los que tienen billete business (lo pronuncia así: bú-si-nes), después a los discapacitados, después a los que tienen niños con sillitas…. ¿y a mí dónde me van a meter, dice, en la cola? Y es que –dice-  cuando no viaja uno en un su jet privado las cosas son diferentes. La señora que me atiende me da mi justificante de haber presentado la documentación, demostrando -ya sin lugar a dudas- que estoy en efecto en un organismo oficial por muy camuflado que esté en la quinta planta de un centro de salud, mientras sigue hablando acerca de las incomodidades del avión para el común de los mortales, así que no sé muy bien si me puedo ir o si me tiene que decir o dar algo más. Pero siguen de charla y a mí ya me resulta incómodo el papel de espectadora, así que directamente le pregunto que si ya me puedo ir, aún a sabiendas de que estoy interrumpiendo, y me dice que sí, así que me voy.

Como sólo tardo cinco minutos y tenía pagada media hora de aparcamiento en la calle, decido que hoy me voy a tomar mi café por allí en lugar de donde siempre en la oficina, puestos a tomar caminos nuevos, y me meto en una cafetería que se llama Los Torreznos. Entro y el interior no sorprende,  en la vitrina de la barra hay bandejas de boquerones en vinagre, morcilla, filetes de cinta de lomo crudos y ensaladilla rusa. Detrás de la barra el escaparate de botellas de alcohol de rancio abolengo en una estantería de madera, a la derecha dos máquinas tragaperras y una tele con una tertulia matutina. La camarera es muy delgada, morena, con coleta y flequillo, los ojos tristes, los hombros caídos,  y un aire demacrado y frágil,  pero cuando se dirige a mí para preguntarme me sonríe, y es una sonrisa luminosa. Me da la impresión de que contrasta, y que le habría pegado más hablarme seria y malhumorada, pero sin embargo es amable y sonríe, a pesar de las ojeras y del aire ceniciento. Yo pongo mucho esmero en sonreír también.

Al otro lado de la barra un señor jubilado un tanto rancio y hortera, con el pelo engominado y altanero, apura una Mahou. Con esos prejuicios que me caracterizan pensé que le pegaba ser socio del Madrid. Y detrás, en una mesa, un señor mayor que no es hortera se come una ración de churros, mojándolos con gusto en el café, supongo que de la misma forma que se los come en la intimidad de su cocina, compartiendo esa familiaridad de las puertas para adentro del hogar en el salón de la cafetería Los Torreznos. Me resulta tierno. Ayer mismo, en mi cafetería de siempre, un señor tenía metida una barrita entera en su vaso de leche, no la tenía sujeta con las manos, la tenía ahí, metida en el vaso, en remojo, supongo que para que estuviera bien blandita… también me pareció tierno.

Cruzo unos correos con mi amiga Ana, la aplicación del estacionamiento regulado me avisa de que va a caducar mi ticket, pago sonriendo mucho, y vuelvo al coche. Antes de meterme vuelvo a mirar a un lado y a otro. Igual hay algo especial y yo no he sido capaz de verlo por no haberme parado a mirar. Nada, no veo nada. Ni rastro de la foto del día.

Arranco y cojo la Castellana bajando por Raimundo Fernández Villaverde. Cuando me acerco a la Torre de Madrid  se me agita algo. Un momento, ya lo entiendo. Haber recorrido un camino tan poco habitual para que al final la foto escogiera precisamente ese lugar que en tiempos fue mi rutina diaria. A esta hora seguro que estás tomando café, aunque ya no donde siempre. Cojo el móvil y selecciono cámara. El semáforo se pone en rojo, cuando una foto escoge motivo busca sus cómplices. La primera, apresurada, me sale completamente torcida. Las dos siguientes derechas y encuadradas.

Cuando llego al trabajo, aparco y miro las tres fotos. Sin duda me quedo con la torcida. Le paso un filtro que se llama nostalgia, pero termino escogiendo el sepia, porque aunque se llame sepia y no nostalgia, a mí me parece que representa mejor los colores que yo veo con ese órgano que no es la vista. Selecciono la opción compartir. Escribo esa dirección que, por habitual, con sólo pulsar la primera letra del nombre, mi teléfono la predice. Enviar. Salgo del coche, ahora ya sí donde siempre, y me dirijo a ese edificio donde ponerme a hacer lo de siempre el resto de la jornada.