Eugenesis

En otra vida estuve trabajando en un instituto de investigación científica. Las investigadoras eran biólogas, salvo dos nutricionistas. Yo no soy bióloga, ni nutricionista, entonces era responsable del departamento de administración: control financiero, contratación pública y justificación de subvenciones. Tomaba café con mis compañeras de administración. Mi jefa, Inmaculada Tamarindo, era una hija de puta. Le ocurría que era insegura y todo el mundo era una amenaza para ella. Es de esa clase de personas que siempre buscan una mala intención en cada palabra o cada gesto de otros. Esa clase de personas que critican siempre a todo el mundo: a los compañeros de administración, al jefe, a las investigadoras, a su hermana, a su madre, a su marido, a sus hijas, a la tutora de sus hijas. Solo se salvaba su perro. Cuando hablaba de su perro sonreía sin dobleces. Lo cierto es que Inma no tenía cara de hija de puta. También estaba muy sola. Hasta esa clase de gente necesita algo de cariño. Así que yo tomaba café con ella. La escuchaba. Creo que no desahogaba sus problemas personales con nadie más. 

A la hora de comer comía con las de bata blanca. En el Instituto había una cocina con microondas, nevera y platos. Yo todos los días llevaba una bolsa de lechuga y una lata de atún. Buscaba un tiempo de preparación que tendiera a cero y no tener que fregar ni llevar de un lado a otro tuppers que chorrearan. Otras llevaban un recipiente con comida elaborada para el primero, otro para el segundo, otro para una salsa, otro con fruta cortada, otro con yogur casero, otro con un poco de mermelada para el yogur, otro con frutos secos. ¿Cuánto tiempo dedicaban cada día en prepararse la comida del día siguiente? Lo que más me gustaba era cuando hablaban de trabajo, porque escuchaba palabras exóticas como pipetear, autoclave, secuenciación de ADN, o vigilancia de experimentos.

Una vez participé como voluntaria en un estudio que por una vez no excluía a fumadores. Como compensación me dieron un informe con mi secuencia genética. Había determinaciones genéticas que influían en rasgos físicos, otras en características como las probabilidades de desarrollar cáncer o alzhéimer, la longevidad, la profundidad del sueño, la tristeza o la extroversión. No entendí nada de los valores asociados. Tampoco sabía si quería entender, si quería saber si me había tocado la carta de la calavera. En realidad a todos nos toca, pero bueno, saber en concreto qué armas iba a usar contra mí. Busqué algo en google, porque siempre me ha gustado tratar de aprender por mí misma. Igual tenía alguna determinación genética de autosuficiencia o de autodidactismo, pero no me enteré de mucho y al final no pregunté, pero más porque odio tener la sensación de molestar o de quitar tiempo a otros que por miedo a saber. Creo que prefiero saber. La cosa es que poco después de aquello, Inma me dijo que iban a sacar una plaza para mí, que llevaba cinco años de interina. Participé en el proceso de selección bastante tranquila. Finalmente, Inma decidió darle la plaza a otra persona. Cuando me enteré estaba con mi hermana, mi madre, mis hijos, mis sobrinos. Era diciembre y habían empezado las vacaciones de navidad, habíamos ido al Parque del Oeste. Habían jugado con las hojas, había un poco de nieve, habíamos encontrado sitio para comer en una Pizzería en Moncloa sin reservar, prueba de que todo esto se corresponde con otra vida. Estábamos tomando el café cuando sonó el teléfono. El jefe de Inma me llamó por teléfono para decirme que lo sentía, pero que la persona elegida tenía un currículum impresionante, y que no obstante, si no superaba el periodo de prueba me llamarían a mí, que estaba la segunda en la lista. Yo le contesté que antes de volver a trabajar allí con Inma preferiría ver pasar hambre a mis hijos. Parece ser que la nueva no soportó a Inma más que tres meses y se fue por voluntad propia. Por supuesto no me llamaron. 

Tiempo después, al salir del instituto, mi hijo Pablo me dijo que lo que no se enseñaba en clase y debería ser obligatorio es la empatía, que si todos fuéramos un poco más empáticos, el mundo sería mucho mejor, y que, además, no habría tanto votante del PP. Estuvimos desarrollando una tesis sobre la relación que debía existir entre el nivel de empatía y ser de derechas o de izquierdas. 

A partir de ahí, me vino a la cabeza todo ese asunto de las determinaciones genéticas y empecé a preguntarme si la empatía no podría aislarse en nuestros genes, igual que se aísla la creatividad, las dificultades de lectura, la neurosis o la esquizofrenia. Porque está claro que de forma natural hay quien es más y menos empático, igual que hay quien es más o menos inteligente. Que después todo se entrena, todo se educa, se liman las aristas. Esto no me vino a la cabeza en voz baja. Lo fui verbalizando según se me ocurría mientras caminaba con Manu, mi pareja. Estábamos por el centro, creo que cerca de Pontejos. Y sigo. Todo sería más sencillo si según naciéramos nos hicieran un estudio de ADN y se viera la clase de persona que vamos a ser, ¿no? y se pudiera actuar antes de que fuera demasiado tarde, ¿no? Manu me mira divertido. ¿Eso no es un poco nazi? Bueno, hombre, si no metes a los psicópatas en cámaras de gas no tanto. Quizá bastaría con aislar a los no empáticos y proporcionarles una educación con un refuerzo en ese aspecto, ¿no? y, eso sí, mantenerlos siempre bajo una cierta vigilancia. Y a ser posible que no se reproduzcan. Así se le pondría freno a según qué mierdas, ¿no?. Así que de un refuerzo educativo estamos pasando a la eugenesia. Me mira divertido. Aunque hace tiempo que ya no sé nada de Inma no puedo evitar acordarme de ella cada vez que pienso en determinaciones genéticas o en psicópatas o en eugenesia. Aunque también reconozco que esta opción que planteo, que, aunque bien aplicada es práctica y beneficiosa para la humanidad -aquí uno piensa en Elon Musk, Putin, Trump, Ayuso, MAR, Inma, el abusón de 3º-, tiene flecos morales. ¿Y quién va a decidir con qué rasgos genéticos se aparta a una persona? Hombre, este poder no podría recaer nunca en manos de cualquiera –aquí uno piensa en Elon Musk, Putin, Trump, Ayuso, MAR, Inma, el abusón de 3º . Es muy peligroso. Solo en unas de confianza. ¿Como cuáles? Como las mías. Esto mejor no lo vayas diciendo por ahí. Entonces llegamos a Sol y el bullicio era tal que nos terminó callando. 

Delante de Palazzo compré un helado de chocolate con coñac. Pequeño y en tarrina. Necesito quitarme la amargura que se me ha quedado al volver a acordarme de Inma después de tanto tiempo. Me parece estar viéndola sonreír detrás de la taza de café. A lo mejor, si no hubiera sido por ella yo no habría cambiado de vida y ahora no sería profesora de lengua, y seguiría justificando subvenciones, preparando licitaciones y revisando contabilidades. Esto es mejor que el chocolate, pero no le pienso atribuir mis fuentes de satisfacción actuales. Que te jodan, Inma. Terminé el helado de chocolate y seguimos trotando por la calle del Carmen.

Lugares geográficos para reacciones psicofisiológicas

Estoy en la ducha cuando me asalta el pensamiento de que somos pura materia. No hay nada de espíritu. Eso que a veces llamamos alma o corazón y que separamos de la materia no existe. Es pura materia. Eso que es pensamiento es materia. Qué raros somos. Cómo es posible que la materia, las celulitas, den lugar al pensamiento, sin embargo no deja de ser materia. Ya me he lavado el pelo. Soy poco sistemática pero en la ducha sí lo soy. Primero el pelo, después la mascarilla y, mientras la dejo actuar, me enjabono el cuerpo. Según me lleno de espuma las piernas sigo pensando. Toco las piernas y es sencillo saber que son materia. El pensamiento no lo toco, imagino que por eso, porque a lo que no vemos y no tocamos y no entendemos le atribuimos cualidades un tanto espirituales y a veces hasta mágicas, como la inmortalidad, por eso se le ha asociado con esa cosa psicomágica llamada alma. Pero claro que es cuerpo. De hecho, tengo muy claro dónde ubicarlo geográficamente dentro de mi cuerpo. No lo había pensado nunca, pero mi pensamiento está ahí, justo detrás de los ojos. Desde ese lugar salen todas esas palabritas que me hablan todo el tiempo. Sin parar. Justo detrás de los ojos. Quizás por eso lo de los ojos como espejo del alma. Otra vez el alma.

Ya he terminado con la ducha. Ahora solo estoy debajo del chorro despilfarrando un agua tan caliente que me deja la piel roja, en el límite entre la quemadura y el placer. Pienso en el peluquero ese que me dijo que me tenía que lavar el pelo con el agua templada o fría. Pienso fuck you. Pienso en el rato de meditación después de las clases de yoga. El profesor la guía y va dando instrucciones. El profesor dice: respira hondo, piensa en el aire que te entra desde las puntas de los pies y va subiendo por tus piernas, y después por tu vientre, tus costillas, tus escápulas y por fin llena tus pulmones. Normalmente solo soy capaz de seguirle un par de minutos y soy capaz de sentir el aire entrando en mi cuerpo desde la punta de los pies, del dedo gordo en concreto, aunque sea mentira, pero lo consigo. Después mi pensamiento va por donde quiere, se distrae llevando el aire por lugares distintos, se detiene en el codo, divaga en zig zag, se separa de las instrucciones. Supongo que no soy muy buena meditando. Pienso, ahí debajo del chorro de agua hirviendo, en una meditación que consistiera en pensar desde la punta de los pies. Me concentro fuerte pero es imposible. Solo puedo pensar desde detrás de los ojos, justo donde está el cerebro, el que produce el pensamiento. Materia. Joder, qué raros somos.

Al cabo de un rato estamos los cinco en en un vagón del metro de la línea 1. El vagón está atestado. Miguel se ha quitado el abrigo y la sudadera. Los demás estamos tan apretados que aguantamos. Miguel dice me va a dar algo. Te va a dar qué. Algo, dice. Después empieza a hacer preguntas. ¿Qué preferiríais tener, tres cojones o uno solo? Pablo dice que uno, Manu dice que uno. Hugo creo que no contesta. Yo tampoco. Miguel tiene dudas. Creo que porque él habría dicho tres, pero la respuesta de los demás le hace replanteárselo. ¿Sabéis que cada cojón tiene más de 3.000 terminaciones nerviosas que van directamente al cerebro? Nos quedamos sorprendidos. ¿Solo tres mil? ¿Os parecen pocas? ¿Y cómo pudiste suspender anatomía con lo bien que te lo sabes? Ese tipo de conversaciones son las que tenemos en el vagón. Ya no pienso en pensar desde la punta de los pies.

En el restaurante les contamos los planes para el verano, y digo planes porque hay dos opciones: o Galicia o el sur de la Bretaña francesa. Gana Galicia porque está más cerca, porque la casa es más grande, porque Hugo no ha estado nunca, porque está mejor comunicada en el caso de que alguna novia quisiera venir a pasar algún día. Ni Pablo ni Miguel dicen nada de que no tengan intención de venir, ni siquiera asoman dudas. Parece que conseguiremos un año más de vacaciones a cinco. Nos damos los regalos de amigo invisible. Pasamos un buen rato. Pablo se va hacia Matadero porque ha quedado con unas amigas. Los demás volvemos hacia casa. Llueve un poco, pero poco. Como no tenemos prisa preferimos ir andando antes que volver a hacinarnos en la línea 1. A la altura de Bilbao Manu y Hugo se van porque han quedado también.

Seguimos Miguel y yo. Hemos estado hablando un rato acerca de lo poco que nos gusta salir de madrugada, el ambiente del club nocturno, la discoteca, volver a casa de día, lo despacio que transcurre el tiempo hasta que por fin llega la hora de llegar a casa después de haberlo deseado tanto mientras las personas con quienes trasnochas tienen el aspecto de estar pasándolo tan bien, lo extraño que se siente uno del resto, lo farsante. Cuando nos quedamos los dos solos de nuevo y se nos ha agotado ese tema, Miguel me pregunta ¿qué preferirías, ser ciega de nacimiento o quedarte ciega más tarde? Sin dudarlo contesto que más tarde. ¿Y no te daría mucha pena perder ese sentido una vez que lo has experimentado? Miguel preferiría no sentir esa pérdida y hacerse desde el comienzo a un mundo en el que para él no existe el concepto del color. Yo me decanto por poder haber experimentado qué significa azul, amarillo, rojo o negro aunque después tuviera que perderlos. Podría imaginarlos. Eso sería como no perder del todo el referente. O el sentido. Entonces llega la siguiente pregunta, ¿qué sentido preferirías perder? Después de repasarlos todos ambos llegamos a la conclusión de que preferiríamos renunciar al olfato, incluso al gusto. Jamás la vista, el oído o el tacto. Mientras estoy pensando para mis adentros sobre la importancia de la vista o del oído antes de descartarlos recuerdo la reflexión de la mañana. Me da la sensación de que el pensamiento está tan relacionado con ellos que me resulta casi imposible saber qué forma o qué lenguaje tiene el pensamiento de quien ni ve ni ha visto nunca y ni oye ni ha oído nunca. Entonces le hago la pregunta a Miguel. ¿Miguel, dónde tienes tú el pensamiento? Así de primeras no entiende la pregunta. Me refiero al pensamiento como vocecilla que escuchas en tu interior, ¿en qué lugar geográfico de tu cuerpo la situarías? Me contesta sin vacilar. Detrás de los ojos. Siento algo familiar, algo que está siempre pero que en algunos momentos se expande, bulle y chisporrotea y se desborda como puesto al fuego sin vigilancia. Una mezcla entre entusiasmo y amor. Sitúo geográficamente ese algo en el interior de mi caja torácica. A veces ese tipo de sentires están más abajo, en el vientre, pero casi ahí donde están ahora. Me pregunto a qué órgano asociarlos. El corazón no es. Me pregunto de dónde le viene la materia a las emociones y a los sentimientos, por qué cambian de lugar. Qué raros somos.

Llegamos a casa. Al entrar Miguel me da un abrazo fuerte, de esos que me da rodeando mi caja torácica y levantándome los pies del suelo. Después se encierra en su cuarto a jugar a la consola.

Cafés esporádicos con Cristina

Encontré a Cristina una tarde, de forma casual. Quizás debería decir que ella me encontró a mí, porque cuando la reconocí sentada en aquella terraza de mi barrio ella ya se estaba levantando y se acercaba con una sonrisa enorme. Fue apresurado. Ella estaba con alguien, yo acompañaba a mi hijo al médico e íbamos con la hora justa, acordamos concertar una cita y vernos un día. Si ella no me hubiera visto y no se hubiera levantado a saludarme, ¿me habría acercado yo? Quizá no. Mi amigo Rafa decía que cuando llevaba más de dos años sin ver a alguien dejaba de saludarlo si se lo encontraba por la calle. Todo tiene un tiempo, pero no a todo se lo preestablecemos. Yo lo he hecho con la ropa, considero innecesaria y prescindible toda prenda que no me haya puesto en toda una temporada, pero con los amigos no. Sin embargo me alegró sinceramente que Cristina no fuera Rafa, quien no me saludará si nos encontramos, y saltara de la silla. Y también que pocas horas después me escribiera un mensaje, y que nuestros propósitos no hubieran resultado meros formalismos sociales.

Nos vimos unas semanas más tarde, coincidir no es tan sencillo. De nuevo ella me lo vuelve a poner fácil y la cita es en mi barrio, un lunes, los lunes ella está en mi barrio. Me concentro en recordarla mientras la veo. Sí, es ella, es su mismo pelo, es su misma cara (no ha envejecido), sus ojos me parecen un poco más claros, es su voz, y definitivamente es su forma de hablar. Habla suave y despacio. Me pregunto si habrá gritado alguna vez. Me resulta imposible imaginarla gritando, y me gustaría saber hablar así, suave, y me gustaría haber sabido siempre hablar así, suave, y eliminar de mi memoria todos los gritos que he gritado, todos los tonos elevados, cada vez que he resultado agresiva. A veces tiembla un poco. Cuando la miro recuerdo ese temblor suyo, pero ahora que intento recordarla sin mirarla al mismo tiempo dudo si el temblor es en su boca, en su ojo o un poco en la mano que mueve mientras habla. Me cuenta que no ha vuelto a tocar la flauta travesera y que ha dejado el teatro. Me cuenta que ha estado escribiendo relatos y que se ha apuntado a un coro. Me dice contenta que no es buena en nada pero que desarrolla su creatividad, y que eso le hace sentir bien. Me dice que había pasado muchos años pensando que era de ciencias y que no era creativa, y que ahora se da cuenta de que sí, que sí lo es. Yo le cuento que he dejado de escribir, que sigo con la editorial aunque tengo con ella una relación de amor-odio, que sigo tocando la batería y que ahora ando pensando en la posibilidad de aprender a tocar el piano. Según lo digo en voz alta siento vergüenza. También se lo conté al coach en prácticas con el que mantuve tres sesiones que forman parte de sus prácticas y con las que aún no he entendido muy bien en qué consiste esa cosa que se llama coaching, pero yo hablaba con el señor, y cuando veía que a él le parecía bien por dónde iba el discurso incidía, porque me gustaba que se sintiera contento. En la tercera sesión lo hice muy bien porque a mi coach se le notaba exultante, y pensé, pues bueno, yo creo que lo he hecho bien. Y recuerdo que le hablé mucho del piano, y cuanto más le hablaba más contento se ponía. Cuando terminó la sesión tuve la misma sensación de vergüenza. Como si estuviera haciendo planes que nunca fuera a llevar a cabo realmente, y no solo haciéndolos, sino contándolos en voz alta, con apariencia de verdad. El caso es que a Cristina le conté lo del piano. No sé si para engañarla a ella, para presionarme a mí, por pura incontinencia verbal. Además de mi tono de voz me gustaría quitarme esta costumbre de contar cosas que en realidad no tengo por qué contar, y menos si no existen. Prefiero hablar de lo que sí existe. Los proyectos me comprometen. Casi siempre me arrepiento de todo lo que cuento cuando hablo con otras personas. Casi siempre me propongo escuchar mucho y hablar poco. Casi nunca cumplo.

En un momento dado sale el tema de la empresa en la que trabajamos juntas, donde nos conocimos. Es curioso, allí nos llevábamos bien, pero si hubiera tenido que apostar con cuál de las personas con quienes me relacionaba mantendría el contacto una vez fuera, creo que no habría apostado por ella. Cristina me dice que a ella ya se le ha pasado el enfado, aunque cuando me vuelve a explicar que nunca entendió el por qué todo terminó como terminó aparece el temblor. Creo que es en la boca y en la mano. Dice que piensa en todas las cosas positivas que ha supuesto para ella, y que son más numerosas que las negativas. Yo no pienso demasiado en ello, lo primero que siento al pensar en esa época es amargura, sin embargo, eso no significa que tenga un trauma. Hubo experiencias buenas pero no terminó bien, y eso queda, como otras malas experiencias. Supongo que es inevitable explorar las raíces de nuestra amistad, pero me gusta más la Cristina que no supe ver en esa empresa y descubrí después, tomando cafés esporádicos. También me gusta más quien soy yo ahora, incluso hablando alto y de más.

Unos días más tarde me dices que me vas a regalar un piano. Miro los precios y me asusto, y falta afinador y transporte, miro lo que ocuparía en casa, los libros que hay que reubicar, la pérdida de espacio en un lugar común como el salón. Pienso en los engaños. Consulto en la web de una escuela. Dicen que hacen falta veinte minutos diarios. Dicen que no hay que comprar a lo loco. Dicen que en todo caso hay que comprar. Me imagino contando una y otra vez que quiero aprender a tocar. Imagino el salón con un piano convertido en mueble, con plantas encima y libros y hasta un cenicero, y a mí de nuevo una y otra vez, prometiendo. Me enseñas por la noche unas cuantas fotos de pianos de ocasión en Wallapop. Te contesto irritada, con ese tono de voz que me gustaría no tener. Te digo que me hacía ilusión un piano, pero que no es sensato comprar un piano. ¿Cómo lo habría dicho Cristina?

A veces me pregunto si Cristina y yo nos volveremos a ver. Ahora diría que sí, pero sé que cada vez puede ser la última. Le pedí que me enviara alguno de sus relatos, no lo ha hecho. Eso tampoco tiene por qué ser preludio de nada. A lo mejor le da miedo que no me gusten, como a mí me da miedo no tener la voluntad de aprender a tocar. ¿Nos volveremos a encontrar? Y si no es así, ¿tomaré yo la iniciativa? ¿Lo hará ella? En cualquier caso los lunes ya no podrá ser. He reservado una clase.

Crónica del aislamiento. Día 8.

No hay un baile de números. Ayer no escribí mi crónica diaria. No sé si enfocarlo como un indicio de decadencia, como saltarse un día una ducha, o comenzar a descuidar el aspecto físico. O interpretarlo como un ejercicio de libertad conmigo misma. Yo me pongo mis normas y yo me las salto si es que eso es lo que quiero. No seré yo quien me ponga a mí misma un yugo.

Lo cierto es que a última hora de la tarde, que es cuando suelo ponerme a escribir, recibí un email de la tutora de mi hijo. Que algunos profesores dicen que tiene tareas pendientes de entrega y se ha pasado de la fecha límite. Pues claro, es que no es tan sencillo para un adolescente de 14 años, que es un cabeza de chorlito por definición, entrar a diario en 12 cursos virtuales, uno por materia, y estar al tanto de lo que piden en cada una, de los plazos de presentación de cada una, de las formas, y sobre todo, de planificarse. Ni tampoco para su madre. Hay algunos de sus profesores que sí secuencian tareas para cada día. Otros que les dicen: estudia este temas, haz los ejercicios y dentro de una semana me los mandas por email escaneados. Y, si después de pasarse los diez días esperando a que les lleguen los trabajos les falta alguno, entonces escriben a la tutora para que la tutora le llame la atención a la madre, pero cuidándose muy bien de no decir en ningún momento qué es lo que falta y para quién. Así que la madre, o sea, yo, debe buscar entre los miles de cursos que hay en el aula virtual del instituto, los doce que se corresponden con las materias de mi hijo, ponerme a rastrear y contrastar con él qué ha hecho, qué no, de qué se ha enterado y de qué no. Dos horas me ha llevado esa tarea, y me falta por mirar Educación Física, Tecnología y Deporte. Que también les mandan tareas, claro.

Miguel todos los días hace ejercicios durante 2 horas y media, de forma autónoma, pero a su manera. Él está pendiente de hacer lo mínimo imprescindible, de no complicarse demasiado, de ponerse a jugar on-line, de escuchar música, de ver vídeos graciosos, de ser lo más obsceno que puede, de reír y hacer reír. Y en estos tiempos, su alegría y despreocupación apuntalan el humor de la casa. Sin embargo yo me he propuesto que cumpla las exigencias del claustro, le he organizado el plan de la mañana, y para ponerse al día va a tener que hacer ejercicios todo el fin de semana. Y eso que nos falta Educación Física y Tecnología.

El caso es que, cuando leí ese email me llené de furia y decidí no obedecer a la prudencia que me aconsejaba contestar a la pobre tutora a la mañana siguiente. Y dediqué mi tiempo y mis energías en compartir con esa mujer mi experiencia con el planteamiento de la educación a distancia. Esto va a durar mucho y alguien debería decirles que no lo están poniendo fácil. Podría parecer que esto pudo haber supuesto un desahogo, pero dar rienda suelta a mi enfado no me suele hacer sentir mejor sino lo contrario. Por la noche me tomé un benjamín y un gin tonic, y vimos un episodio de First Dates y otro de Pesadilla en la Cocina. Durante los anuncios volvíamos al coronavirus. Es insoportable. Es como un ruido constante que trato de no escuchar poniendo más ruido. Tampoco salté ni estiré.

Hoy tampoco he salido a la calle. Manu ha hecho compra por internet y solo ha ido a la panadería. Cuando ha vuelto, se ha quitado la ropa y lo ha echado todo a lavar, y hemos desinfectado los guantes. Me dice que todo está en su sitio pero que todo es diferente. Dice que la calle es amenazadora y se pregunta si, cuando acabe todo, podremos salir otra vez sin miedo.

Ahora he vuelto a mirar el correo. No he recibido respuesta.

Crónica del aislamiento. Día 6.

Esta mañana me ha despertado el despertador y además le he dado al botón de diez minutos más. He vuelto a engordar los doscientos gramos que había adelgazado ayer. La cerveza y los anacardos.

Hoy he tenido mi primera video conferencia con un compañero de trabajo. Ha propuesto una reunión diaria de no más de veinte minutos para tratar de aliviar el whatsapp. Por fin alguien que también está cansado de que se le vaya el día con eso. Él está sin los hijos en casa, con fiebre desde hace cuatro días y confinado en una habitación. Su pareja le lleva la comida y se la deja en una bandeja en la puerta de su cuarto.

Yo me alegro de que esto nos haya pillado con la casa llena de criaturas. Cuando entro a despertarlos les pregunto cómo están. Todas las mañanas. Hasta ahora contestan que bien. A veces incluso que de puta madre. Son un torrente de energía. Ayer a la hora de la cena les pregunté que cómo lo llevaban.

-El qué.

– Pues esto, lo de estar en casa todo el día.

-Joder, de puta madre! -lo sé, su léxico no es muy variado, yo me limito a trascribir fielmente- Yo estoy encantado. -Miguel está más que encantado. Pletórico.

-Joder, y yo. -Pablo también.

Hugo dijo que se aburría un poco.

-La alternativa es ir al cole.

-Entonces prefiero esto.

Ayer por la noche, en la cena, pusieron First dates. Hemos empezado a limitar la ración de informativos a uno al día, el del desayuno. La comida es sin tele. La cena ahora es con First Dates. Pablo dice que es un buen vaciado cerebral para sacarse el coronavirus de encima. Sale una mujer buscando pareja con 77 años. Esto causa sorpresa. Pablo, después de meditarlo, afirma que él, de ir a un programa así, lo haría con esa edad. Total, con esa edad, si a alguien no le gusta que no mire, es el momento de hacer lo que uno quiere sin pensar en el qué dirán. Entonces se retracta y dice que bueno, que lo haría si a sus hijos no les molestara verlo en un programa semejante. Y yo le dije que los hijos qué, qué menos que respetar la decisión de los padres, que son mayorcitos. A los hijos a veces hay que ignorarlos. Y me dice, tú no me ignoras a mí cuando te pido que veas Jojos conmigo, no? aunque no sea lo que más te apetezca hacer. Creo que no es lo mismo, pero me callo y me enternezco.

Son las ocho y acaban de sonar los aplausos. Ayer no los oí. Pensaba que el hecho de que yo no los hubiera oído era síntoma inequívoco de que no hubo, porque era perfectamente comprensible además que la gente, al tercer día, ya se hubiera cansado. Pero no, solo fue síntoma inequívoco de que yo no lo oí. Recuerdo que, tras el éxito de la primera convocatoria de aplausos, empezó a circular por las redes otro tipo de convocatorias, de tipo más melódico y no solo de percusión. Unos pedían el himno de españa, al estilo italiano, otros pedían Resistiré del Dúo Dinámico. Yo pensé que con haber logrado ponernos a todos de acuerdo con el aplauso se podían dar con un canto en los dientes, y ni siquiera, que al menos yo ya anduve mirando el espectáculo con recelo. No nos ponemos de acuerdo con un tema musical que nos represente ni de coña. Como no sea alguna canción del mundial invocando al fútbol, ese gran fenómeno de cohesión social y de hacer dinero. El caso es que seguimos con los aplausos. Hoy algunos estaban aderezándolos con percusión en cacerola. De hecho no solo no se han cansado sino que ampliaron convocatoria, ayer una segunda a las nueve. Cacerolada en toda regla contra el rey. Es el momento social del día.

Yo no lo necesito tanto porque me ha tocado hoy hacer la compra y he estado charlando con la farmacéutica, que también lleva mascarilla y guantes. Mientras estaba con ella ha pasado el chico de la tienda de vinos, al que le gustaba ese navarro de etiqueta bonita que luego resultó tan decepcionante, preguntando por una mascarilla. No, no hay. Me pregunto si continuarán abiertos. Si lo hacen no me extraña que quiera una. A estas alturas ya todos conocemos a alguien que está pasando la enfermedad o que es susceptible de estar pasándola -otra cosa que no tenemos son equipos de diagnóstico-. Si los chinos llevan una mascarilla, es más, si para los chinos es obligatorio llevarlas, es que servir sirven. Otra cosa es que aquí ya supieran las autoridades que no iba a haber para todos y tuvieran que priorizar, y que, para que no acabáramos con todas como una plaga de langostas y no fuera a haber siquiera para sanitarios y enfermos graves, nos contaron la milonga de que, en realidad, casi era peor, que paraba el virus pero que luego te la tocabas con la mano y fíjate, un pan como unas tortas. Y que además, si la gente no tenía el virus de qué te iban a prevenir. Y luego mira, que la gente sí tiene el virus pero no lo sabe. Y entonces todos asentíamos y decíamos, claro, una soberana estupidez lo de la máscara para protegerte. Y yo la primera. Pasan estas cosas y es sorprendente que quienes vehementemente decían una cosa, a los cuatro días y con la misma vehemencia, defendían la contraria.

En fin, que yo ahora me voy a saltar. Antes me escribieron un email los del gimnasio para que rellenara un formulario con el fin de recibir un entrenamiento personalizado para hacer en casa. Y me preguntan que qué quiero, y entre paréntesis me dan ejemplos de lo que puedo querer: perder peso, mejorar técnica, mantener… Y son unos incautos, y en lugar de un desplegable con opciones cerradas, dejan una caja de texto para poder redactar los deseos. Así que yo redacto. Pues yo lo que quiero es desentumecerme, estirar, no ponerme como una bola, no volverme loca. Pero claro, que si puedo aspirar a más, como a perder peso, a ganar técnica o a tener por primera vez en mi vida eso del vientre que llaman sixpack, pues estupendo, pero esta solicitud está hecha desde el más puro escepticismo, desde quien no cree en seres fantásticos y superiores, como dioses o tele entrenadores todopoderosos.