Trabajar bajo presión

Ayer estuvimos haciendo limpieza de juguetes. Aunque bien saben que para mí hacer limpieza es coger bolsas de basura y tirar todo aquello con lo que ya no juegan. Sacamos dos bolsas enteras para tirar y otras dos para regalar. Y ya, aprovechando la coyuntura, me puse a ordenar el armario, y unas cuantas cosas más. Cuando llegué a las mochilas, vi un cuaderno del cole de Pablo tirado por el suelo. Al ir a meterlo en su mochila veo una hoja doblada en cuatro. La abro y me encuentro con las tablas de multiplicar. Voy a ver a Pablo con la hoja en mano.

 

-Pablo, esto no sería para estudiarlo en Navidad, ¿no?

Eh… sí.

¿Cuántas tablas te tienes que estudiar?

Todas.

¿¿¿¿Todas???? ¿¿¿¿Y cómo no me lo dijiste antes????? ¡¡¡¡Si hace una semana te pregunté si tenías deberes!!!!

Es que se me olvidó…

Vale, ¿te sabías alguna de antes?

Sí, la del 1 y la del 2. Es muy fácil. Sólo hay que ir sumándole constantemente el número del que sea la tabla.

 

Cojonudo. Entonces me entró el ataque de ira. Ha tenido 20 días para estudiarse las tablas, y ahora se las va a tener que aprender en tres, y ¡qué tres!… Que si qué se supone que tengo que hacer yo ahora, ponerle a estudiar el día de reyes, o durante la cabalgata, o dejarle el 7 sin ir a Micrópolix, o … Mientras rumiaba mi enfado le dejé con la del tres. Hasta que empecé a serenarme y a pensar en la forma más inteligente de aprender las tablas en un tiempo récord.

 

-Pablo, ¿cómo os preguntan las tablas?

 

-Hay que decirlas enteras y en orden.

 

– ¿Seguro que no las preguntan salteadas? Estamos salvados. A ver, Pablo. Hasta la del 4 es fácil que vayas haciendo el cálculo mental. Tú mismo lo dijiste, no hay más que ir sumando. La del cinco es para tontos, acaba siempre en cero o en cinco. Por lo tanto te tienes que concentrar en estudiar a partir de la del seis, que el cálculo mental te va a costar más. Esta tarde practicas la del seis y la del siete. Mañana por la mañana la del ocho y la del nueve. Y cuando llegue a casa por la tarde te las pregunto. Si no te las sabes te quedas sin cabalgata. ¿Entendido?

 

Los llevé a casa de mi madre, y le conté el affaire. Entonces ella me replicó: “igualito que su madre”. Está bien, me lo tengo bien merecido. Aún hoy me resulta complicado trabajar sin presión. Vete haciendo callo, Patricia, que esto es para toda la vida.

El hábito y el monje

Este verano Pablo me pidió permiso para algo curioso. Mámá, ¿de mayor puedo ser obrero? De mayor puedes ser lo que quieras. ¡Vale! Pues me lo pido! Que yo quiero tener un cinturón de esos llenos de herramientas.

Yo, sinceramente, tenía otros planes, pero lo entendí perfectamente. El niño debía mirar a sus padres y pensar, qué pringados, tanto estudio y tantas horas de trabajo para un sueldo tan mediocre…

Claro que, otros niños piensan eso también y sueñan con ser futbolistas, actores o estrellas del rock. Obrero. En las demandas de empleo infantil esa debe ser de las profesiones menos solicitadas. Tengo un chico práctico.

La cosa no acabó allí. Y al poco tiempo me volvió a pedir permiso. Mamá, además de obrero, ¿puedo ser también policía? Claro hijo, muy compatible. No quise quitarle la ilusión diciéndole que era muy posible, dadas las leyes de la genética, que en su madurez no llegara a alcanzar la estatura mínima para poder hacer la oposición. No seré yo la que frustre sus sueños.

Y ya, por fin suelto, dada mi permisividad, viendo Tom y Jerry en el Oeste, dijo muy seguro además de obrero y de policía, también voy a ser vaquero. Esto ya me sobrepasó. La música Country de mi padre debía estar haciendo algún tipo de mella en el subconsciente del niño.

-¿Vaquero? ¿Pero para qué?

– Pues para cazar a las vacas con lazo. Eso es divertido. Eso sí, sin pistola. No quiero llevar una pistola nunca en la vida.

– Pablo, ¿y cómo piensas ser policía sin pistola?

– ¡Hombre! ¡Es que yo quiero ser de los municipales que enseñan educación vial en los colegios!

Acabáramos.

Sin embargo, y sin ninguna explicación, un día decidió cambiar de idea. Y volvió a pedirme permiso.

-Mamá, ¿estoy a tiempo de cambiar?

-¿de cambiar de qué?

-De lo de obrero y policía.

-Si, claro que estás a tiempo.

– He pensado que prefiero ser una persona normal.

– ¿Una persona normal? Los obreros y los policías, (e incluso los vaqueros), son personas normales

– Quiero decir que quiero ser normal, como tú y como papá, y llevar ropa normal, corbata, y trabajar con números en una oficina.

Ese día sí que me llevé una profunda decepción. Y me habría encantado ser algo más «anormal«, aunque sólo fuera para ser un mejor espejo.

Hoy, un año más tarde, ya ha comenzado el proceso de pérdida de personalidad que culminará con la adolescencia, y Pablo, como el resto de los niños de su edad, quiere ser futbolista.

Y de Los tres cerditos, yo me quedo con…

Cuando consideré que Miguel era lo suficientemente maduro como para aguantarme cuentos, comencé con uno al azar, Los Tres Cerditos. No sé por qué tomé esta decisión tan a la ligera, porque todo el mundo sabe que a los niños les encantan las repeticiones. Y cuanto más de memoria se saben algo más les gusta. Así que estuvimos contando el cuento de Los tres cerditos cada noche durante… yo calculo… los siguientes seis meses.

Básicamente el cuento trata de tres cerditos que deciden emanciparse, y para ello se construyen sus respectivas casas. El más vago se la hace de paja, el que es un poco menos vago de madera, y el más trabajador de ladrillo. Esto significa que cuanto más vago era el cerdo, antes terminaba la casa y antes se podía poner a jugar y a retozar en el barro. Y lo mejor de todo, a reírse del hermano currante y pringado que seguía ahí con el cemento y los ladrillos, y esperando que fraguara el hormigón.

En esto que llega un lobo con hambre, y a soplido limpio se carga las casas de paja y madera. Así que los cerdos vagos van corriendo a refugiarse a la casa del que se hizo el chalé. El lobo no consigue derribarla, y cuando intenta entrar en la casa para el ansiado festín colándose por la chimenea, se encuentra con la sorpresa de que los muy cerdos la tienen encendida, así que se le quema el culo y se le quita el hambre.

Casi todos lo cuentos vienen con moralina. La más clara de este cuento: que hay que ser trabajador y bla, bla, bla, …. Pero es esta moraleja ya aburre, que lo mismo cuenta el de La cigarra y la Hormiga y cuántos otros.

A mí lo que me encanta de este cuento y concretamente del cerdito del chalé no es su responsabilidad. Lo más grande es que cuando llegan los dos cerdos que previamente se han reído de él, que han retozado en el lodo, cantando y bailando mientras él trabajaba (y quien dice cerdo dice cualquier otro animal de la diversa fauna que puebla nuestro planeta), no les hace un corte de mangas, no les manda a tomar por culo, ni siquiera les reprocha, ni se le oye un “os lo dije”. Abre la puerta de su casa. Les deja entrar. Sin más. Y comparte con ellos la travesura de chamuscarle la cola al lobo. Es un cerdo sin rencor. Yo me quedo con eso.

Una tara al despertar

Hoy me he levantado con una tara. Con mis dos piernas, mis dos brazos, mi cabeza, y todo lo demás… salvo la seguridad en mi misma. Esa se ha debido quedar en la cama, y con ella me tendría que haber quedado yo.

Así que ha sido el típico día de mierda en el que me he mirado en el espejo y me ha devuelto una imagen de mierda, he intentado tocar y no ha salido música sino mierda, he intentado cantar y se me ha hecho un nudo de mierda, y me he pasado el día con un humor de mierda.

Y hay gente que para desear suerte desea mierda, como si la mierda diese suerte. O sea que siguiendo el silogismo será que voy a tener suerte. Pero da la casualidad de que soy de las que no creen en la suerte. O más bien, de las que no cree que haya que esperarla sentado. Que la suerte hay que salir a buscarla. Y también la confianza, porque sin ella de pronto una se vuelve minusválida, y no le responden las piernas, y no se acuerda de cómo se anda, y llegan las dudas, y el miedo que paraliza. Y resulta imposible conectar con el mundo que hay ahí afuera, y dejarse llevar, y brincar con él, y bailar, y llenarlo de risas.

La semana pasada había un castillo hinchable para niños y se montaron Miguel y Pablo. Era de esos en los que hay unas escaleras hinchables a un lado, con un tobogán hinchable al otro. Pablo subía con soltura. Pero Miguel se tambaleaba sobre aquellos escalones raros que se hundían bajo sus pies. Que digo yo, con lo bien que se lo pasa brincando sobre la cama y ahora llega aquí y le entran los escrúpulos. Pues sí. Y el pobre Miguelito no pasaba del primer escalón, y bloqueaba el paso, y el resto de los niños le pasaban por encima y le hacían caer cuando por fin había trepado algún peldaño más. Hasta que venciendo el miedo y con ayuda de Pablo, consiguió subir hasta arriba. Y bajar por el tobogán como premio. Entonces empezó a subir como si lo hubiera hecho miles de veces, y ningún niño le pasaba por encima de nuevo, ni le hacía caer. Lo que son el miedo y la inseguridad, lo que paralizan, lo que inutilizan. No puedes si crees que no puedes. Aunque a veces crees que puedes y no puedes, pero ese ya es otro tema.

Así que, querida seguridad, te digo como alguna vez le dije a la suerte, no me voy a quedar sentada esperando a que vuelvas. De hecho, buscando y buscando he encontrado algunos trozos. Y mañana cuando me levante espero que hayas vuelto a casa y te levantes conmigo, que ambas sabemos que esto es un enfado pasajero. Porque si no lo haces saldré a buscarte. Que yo con toda esta mierda no estoy a gusto.

 

(Enero 2008)