Antes de que yo conociera la teoría de mi amiga Raquel, mi abuela ya se había decidido a probarla. Ella no se lo planteó como una forma óptima de gestión de recuerdos, en realidad se vio obligada ante la incapacidad de su cerebro para continuar almacenándolos. Imagino una conversación entre ambos en la que él le dice a ella mira, yo con todo esto no puedo, pesa demasiado y estoy muy viejo, como mucho podemos quedarnos con treinta años de recuerdos, elige tú cuáles prefieres: tus primeros treinta, tus segundos o los treinta últimos.
Yo supongo que a mi abuela le debió resultar una decisión difícil, lo primero por tener que renunciar a sesenta años de recuerdos. Concretos y generales. A todos. Y lo segundo por tener que decidir entre esas tres franjas. Yo quizás me habría quedado con unos cuantos de cada una, pero su cerebro se negaría en rotundo a esa opción por juzgarla excesivamente laboriosa, y sólo cedió a una elección en bloque, un bloque de treinta años cronológicos. Cómo elegir… En sus tres bloques ha tenido situaciones muy duras, pero también las ha habido lo suficientemente buenas como para querer quedarse con cualquiera de las tres, lo sé porque mi abuela siempre ha sido muy de contar, y además la he conocido en los dos últimos y ha sabido pasárselo bien a pesar de las dificultades o las pérdidas. Está en su naturaleza. Pero lo cierto es que los últimos siete años han sido los peores. Su enfermedad degenerativa le ha ido deformando los huesos hasta impedirle la autonomía, por no hablar del dolor físico. Así que entiendo que es una causa más que legítima para justificar su decisión de sacrificar primero esta última. Y en esa tesitura resulta evidente que lo más razonable era escoger la primera antes que preservar los recuerdos entre medias, sin saber nada de lo que ha pasado antes ni después.
No fue un proceso drástico. El cerebro de mi abuela, una vez recibida su decisión, la fue llevando a cabo, pero poco a poco. Hay que tener en cuenta que es provecto, y deshacerse de tal cantidad de recuerdos, un trabajo excesivo. Casi siempre aprovechaba las infecciones de orina que terminaban llevándola al hospital, y allí en reposo, medicada, con suero, casi todo el tiempo dormida, sin tener que preocuparse por nada, a su cerebro le cundía más. Mi madre, que no sabía nada de la decisión de mi abuela, (se cuidó muy mucho de comunicarla, supongo que por si generaba incomprensión), al principio pensaba que eran despistes. Y cuando mi abuela empezó a preguntar por los muertos, como su hermano Antonio, o por mi abuelo, mi madre le explicaba, le recordaba, y la re-situaba. Pero de manera paulatina, mi abuela empezó a rechazar explicaciones que no le cuadraban, y a enfurecerse cuando la contravenía. Mi madre tuvo que ir aceptando que estaba cerca el día en que ya no pudiera hablar con ella como hasta entonces lo había hecho, que los despistes tenían carácter de continuidad, que, de hecho, no eran despistes, y fue este un proceso triste al que no se resignó fácilmente, y que terminó del todo este verano, después la última cistitis.
Desde este verano, cuando voy a ver a mi abuela no sé si me va a conocer. Las primeras veces, después de aparcar el coche en el parking de la residencia, me fumaba un cigarro como para coger ánimo, o aire. Y salía de allí llorando, por mi abuela y por mi madre. Pensaba que si a mí se me hacía tan difícil e iba a verla sólo de cuando en cuando, cómo estaría mi madre que se pasaba los días allí metida, y que sin embargo lo llevaba con tanta naturalidad, hasta con humor. Una de las últimas veces me rendí a este último cuando, al verme, mi abuela puso cara de asombro, y me dijo «huy! qué casualidad encontrarnos aquí, verdad?». Sabe que nos conocemos, sabe mi nombre, sabe que soy algo de ella, pero no tiene idea de qué. Y es que tiene treinta años y desde luego nietos no. Qué alegría verte, dice. Alegría efímera, porque a los tres minutos de haberme ido no recordará nada. Ahora todo para ella es efímero, solo permanecen sus primeros treinta años. En eso su cerebro fue riguroso. Pongo como ejemplo lo que ocurrió la última vez que me acompañó Manuel a verla. Le preguntó su nombre. Me llamo Manuel. Ella se quedó un rato pensativa, y después, mirando al infinito dijo ¡Manuel! ¡Por un Manolo perdí yo la cabeza….! Después le pregunté a mi madre, simplemente por confirmar, que cómo se llamaba el primer novio de la abuela, ese que había tenido y se había muerto. Manolo. Más tarde conocería a mi abuelo, pero cuando iba al cementerio siempre siempre lo visitaba.
Su cerebro ha cumplido pues con rigor. Sus primeros treinta años están intactos. Sin embargo, que tu cabeza vuelva a los treinta mientras que todo lo demás no, tiene grandes inconvenientes. Uno de ellos es la desorientación permanente. No entiende por qué mi madre se va cada noche y la deja allí. No entiende dónde está, no entiende por qué no están sus hermanos, ni por qué no están sus padres, ni quien es toda esa gente a su alrededor, no entiende nada. Y muchos días llora, otros se enfada, pero algunas veces, después de la ira o del llanto, se arranca con alguna coplilla. Sigue estando en su naturaleza.
¿Pero de su marido se acuerda o sólo de Manolo? Ese detalle me ha hecho mucha gracia. He vivido ya varias situaciones así, son muy duras pero mientras haya un hueco para las coplillas…
Pues el caso es que a mi abuelo lo menta poco. Se acuerda más de sus padres y de sus hermanos. Su madre es la protagonista indiscutible. Se angustia a menudo porque ha quedado con ella y va a llegar tarde, o porque como se ha ido su madre debe estar preocupada buscándola, y cuando habla de su casa se refiere a la de su madre. Como mi abuelo apareció ya al final de su primera treintena su recuerdo se ha quedado con menos peso 🙂