El otro día volvía del cole en autobús con los chicos. Subimos y piqué el billete dos veces. Detrás de nosotros venía una señora muy mayor con un bastón, acompañada de una joven que la sostenía del brazo. La joven le preguntó al conductor que si podía bajar la rampa para que la abuelilla pudiera subir mejor. El conductor entre gruñidos le dijo que no, que la rampa sólo en el medio. Así que la señora subió con todo el esfuerzo del mundo el escalón, y no bien hubo subido, el conductor reinició la marcha con toda la brusquedad de la que fue capaz -aunque quizá lo subestimo y es capaz de más-. Avanzamos con dificultad hacia unos asientos libres al fondo, y de camino encontramos a unos compañeros del cole que no saludaron. Los chicos tampoco lo hicieron. Cuando nos sentamos Pablo me preguntó qué había pasado, qué le había dicho la señora y por qué el conductor había gritado, y le expliqué la escena, y empecé a manifestar -ya para mi misma- mi indignación por la actitud del conductor con la viejilla.
También había dentro un señor en silla de ruedas. Se bajaba en una parada antes que nosotros. El conductor abrió las puertas traseras y el señor le dijo que si le podía poner la rampa para bajar. No obtiene respuesta y tampoco sale la rampa. Una señora le dice que por favor baje la rampa. No hay respuesta y las puertas traseras se cierran. Varias personas entonces repiten que por favor abra las puertas y baje la rampa, y entonces el conductor responde a gritos que no está sordo y que lo ha oído a la primera. Entonces abre las puertas de nuevo y la rampa se baja. En la siguiente parada nos bajamos nosotros, y un vecino al que saludo y del que obtengo el silencio por respuesta. Y retomo mi perorata acerca de la brutalidad de ese conductor, que si con toda la gente amable que hay sin trabajo y que tenga que estar ese ser agresivo y hostil el que esté conduciendo ese autobús con personas dentro, que cómo es posible que no hayan sido capaz de decirse hola unos niños que son compañeros de colegio, y vecinos, que por qué cuesta tanto devolver un saludo, y…, sigo, indignada, y Pablo me dice mamá, déjalo ya, que tampoco es una tragedia. No, no es una tragedia. Es una pequeña cosa. Pero importa. Porque pequeñas cosas hacen los días más penosos.
Al día siguiente hizo mucho frío. Bajábamos al autobús helados. Miguel había dejado de comerse su merienda porque se le congelaba la mano. Una de ellas estaba dentro de la mía, que estaba más fría incluso, y la otra guardada en su bolsillo. Cuando atravesábamos la plaza de españa vi pasar nuestro autobús. Nuestro autobús pasa cada quince minutos. Mierda, lo vamos a perder. No nos daba tiempo a llegar, de ninguna manera íbamos a llegar, así que no corrimos. Pero aunque no corrimos avanzábamos, y el autobús permanecía parado en la parada. Y si llegáramos. Éramos sólo tres personas que caminaban con cierto apuro hacia él, pero no sólo estaba él. El conductor, de alguna manera, debió entender que nuestro destino era él y no otro autobús de los muchos que paran allí, o la boca del metro, o cualquier otra cosa. Y yo, de alguna manera, entendí que lo entendió y entonces corred, nos está esperando. Nos estaba esperando. Entramos y saludamos. Y le di las gracias. Y buscamos asiento al fondo, apenas quedaban libres. Sólo dos. Sentaos vosotros. Entonces un chico se levantó, ve con ellos, yo me bajo en la próxima. Y nos sentamos los tres. Los miré y sonreían. Y cuando se alejó me dijo Pablo que qué bien, que no habíamos tenido que esperar muertos de frío, y que nos habían dejado sitio. Pablo, el viaje de ayer no es una tragedia. Ni el de hoy un éxtasis. Son sólo dos viajes en autobús en una vida. Pero no da lo mismo. No cuesta tanto y, ves, no da lo mismo.
¿Y no será que el conductor hostil crea un ambiente hostil y por eso ni los niños ni los vecinos saludan? Hay que intentar mejorar nuestros ambientes, desde el de casa hasta el del parque, el bus, el metro, el trabajo… en todos consumimos tiempo y si invertimos en buen rollo quizá el día que a nosotros nos cueste, hay alguien que nos lo devuelve. Porque, la verdad, falta nos va a hacer. Bs.
No sé si será por eso, en concreto los del autobús eran hijos de unos señores que tampoco saludan, y que siempre me dejan con el ¡hola! en la boca -yo lo sigo intentando-. EN cualquier caso el motivo sería el mimetismo. Todo se contagia, la hostilidad y la amabilidad. Así que puestos a elegir….
Te comento que yo trabajo de cara al público. Y como tal intento siempre poner buena cara, una de mis mejores sonrisas,… El caso es que vivimos tan extresados que se nos olvida fijarnos en que nos ofrecen un ¡Hola! con una sonrisa. Lo veo a diario. No es sólo educación de saludar, sino ya de puro despiste. Llegas al lugar, pides, tomas y te vas. Como decías en uno de tus post: «La buena educación».
Un saludo.