Si me preguntara a mí misma qué es lo primero que me viene a la cabeza, sin pensar, al escuchar la palabra luz, saldrían así sin pensar asociados estados de ánimo que tienen que ver con la alegría, la esperanza, o la belleza (en un sentido platónico y no puramente estético).
Y como yo no soy ninguna excepción a la hora de establecer mis asociaciones, y los organizadores de la exposición fotográfica que origina esta reflexión lo saben, quisieron romper ese mecanismo de manera brutal calificando la luz de dura y sin compasión, de una forma inteligente no sólo por lo que esa ruptura sirve como llamada de atención, sino por lo certera que puede llegar a ser. Porque una luz es de una forma o de otra dependiendo de lo que ilumine, y hay cosas que sería preferible no tener que ver, pero que existen, y es necesario ver. Aunque moleste.
Imagino que ese espíritu de denuncia fue el que impulsó al movimiento de fotografía obrera, cuyo trabajo entre 1926 y 1939 se expone en el Reina Sofía, dividiéndolo en tres bloques: Alemania y URSS, Centro Europa y EEUU, y el Frente Popular en Francia y Guerra Civil española. Desde luego el título de la expo además de llamativo es honesto, nadie podrá decir que no estuviera avisado, y es que en Una luz dura, sin compasión, la luz es dura y sin compasión. Luz que alumbra hacinamiento en ciudades, rostros deformados por un trabajo que está lejos de dignificar, fosas comunes, miseria, violencia.
Pero lo que quería contar son las preguntas que me surgieron a raíz de ver esa expo. Es decir, las reacciones de quienes paseábamos por allí eran quizá las esperadas. Ir viendo imágenes de pueblos y ciudades cercanas, tanto en distancia como en tiempo, contrasta tanto con el presente, -sí, aún con la crisis, aún con todo-, que conmociona. Conmociona mirar fechas y lugares, y pensar mis abuelos, o mis padres– según la edad de cada cual-, pudieron estar ahí, podrían haber salido en esa foto, o pensar en lo difícil que habría sido la vida de haber nacido unas cuantas décadas antes. Pero no pude evitar que me llamara la atención el contraste entre toda esa impresión, circunspección, y conmoción delante de esas imágenes terribles de una situación superada, frente a la naturalidad y la normalidad con la que observamos a diario imágenes en prensa las consecuencias de las guerras de ahora sobre la población civil de ahora en Afganistán, Libia, Irak o Siria, de la miseria y la enfermedad en los niños de ahora, a los que también meten a cientos en cajas de madera, no sin antes haber realizado un reportaje mostrándolos devorados por las moscas, el hambre, la malaria y el sida, o a los millones de personas que trabajan en condiciones de semiesclavitud en Asia para hacer rentables a la par que baratas las manufacturas de los productos que consumimos los hijos y los nietos de los de las fotos de aquella sala.
Me pregunto entonces cómo funcionan los mecanismos de sensibilidad en el ser humano, partiendo de la base de que a cada uno nos ha tocado una determinada ración de la misma al nacer cuando la naturaleza o la genética jugaron a hacer el reparto.
El caso es que me pareció observar que el ser humano es más sensible hacia acontecimientos que son cercanos en términos geográficos. Es una característica absolutamente irracional, porque tengo lo mismo en común con un ser que no conozco de nada y vive sin que yo lo sepa dos calles más allá, que con uno que vive en una ciudad diferente, que con otro que vive a cinco mil kilómetros de distancia. Pero sin embargo cuanto más cerca está la víctima de algo, más sensible se muestra uno. Quizá porque le resulta más fácil ponerse en su lugar. Porque la cercanía geográfica hace más sencillo pensar “esto me podría haber pasado a mí”. Y eso hace más fácil la empatía con el sufrimiento ajeno.
Otra conclusión a la que llegué es que el ser humano es más sensible también con acontecimientos que son cercanos en términos de tiempo, pero con un matiz, y es la condición de que el acontecimiento haya sido superado. Lo que ocurrió en los tiempos de la Inquisición, o en la Guerra de los Cien Años genera un interés indoloro, casi puramente histórico, porque tanto tiempo de por medio ha servido para curar todo rastro de posible herida, para superar circunstancias. Es pasado remoto. Pero el sufrimiento en presente es demasiado cercano y demasiado duro como para asumirlo, y todo lo terrible que ocurre en el presente es normalizado, es aceptado. Y no es que no seamos sensibles, es que a veces hay imágenes y realidades tan dolorosas que quizá obligan a bloquear la empatía para poder continuar, a cerrar los ojos a posibles responsabilidades, pero por tanto también a cerrar los ojos ante posibles formas de poder intervenir. Hace años no había imágenes, no había reportajes, no había información, y el ser humano no había necesitado establecer mecanismos de defensa contra el dolor que generan, pero me pregunto si es que nuestra psique nos ha proporcionado mecanismos para matar el nervio, y que ciertas imágenes dejen de doler a fuerza de verlas a diario una y otra vez. Sin embargo, cuando miramos imágenes de algo relativamente cercano, pero que ya ha pasado, podemos dar rienda suelta a nuestra sensibilidad medio amputada: la empatía es sencilla, y la responsabilidad o la posibilidad de actuar sobre algo que pasó poco antes de haber nacido, y que ya se ha terminado, es cero. ¿De qué sirve ser sensible entonces? Supongo que sirve para desentumecer esa capacidad que nos hace más humanos, sirve para tomar conciencia de lo que no debería repetirse, y sirve para valorar todo aquello que ha mejorado. No está mal.
Sin embargo me pregunto si no sería mucho más útil desarrollar la sensibilidad esa que amputamos, la que borra nuestra oportunidad para intervenir hoy, para tomar conciencia, y no como sufrimiento estéril desde la perspectiva derrotista de que nada se puede hacer, sino desde el optimismo de las posibilidades reales de cada uno. Y es que, más terrible que una luz dura y sin compasión es una mirada dura, sin compasión.
Supongo que a todos nos viene bien sentir que la guerra, la tragedia y la desgracia nos quedan muy lejos, en el tiempo o en el espacio, y eso nos permite sentirnos (falsamente) seguros. Igual de seguros de lo que probablemente se han sentido muchos de los retratados poco tiempo antes de salir en las fotos, eso los que han tenido suerte, hay otros que directamente nacen en entornos inseguros y jamás han conocido lo que es sentirse a salvo (de la pobreza, de la violencia, del hambre, del frío, del agua…). Buena reflexión. Bs.