Esta noche he soñado que estaba con algunos amigos en un piso. No consigo identificar sus rostros, posiblemente no tengan un reflejo real en mi consciencia. El caso es que aunque fuera un piso en el centro de Madrid hablábamos de él como casa rural, distorsiones oníricas, supongo. El piso estaba en la calle San Marcos, y al asomarme a la ventana del balcón y reconocer la calle se me retorció el estómago. Me giré hacia esos amigos de rostro desconocido ahora que estoy despierta, y les cuento que en la calle San Marcos había vivido mi abuela. Y uno de ellos me replica «de hecho, esta era la casa de tu abuela», señalando el fondo del salón, donde estaba una Singer. La suya. No estaban sus muebles, ni la pintura de la casa, ni el eco, ni la altura de los techos, ni su mesa, ni el gabinete, ni mis abuelos. Sólo la Singer. De hecho, ni siquiera eso, porque aún en el sueño, yo sabía muy bien que su Singer sigue con ella.
Era su casa, estaba en la que había sido su casa pero que ya no era su casa. Y me puse a llorar en el sueño, y las lágrimas mojaron la almohada. Y es que la línea que separa sueño y vigilia es a veces difusa.
Cuando me he levantado ya estaban los niños jugando en el salón. Les he preguntado si querían churros para desayunar. Ayer habían ido a comprar y quedaban muchos. Mientras se los calentaba en el horno, en un acto de piedad materna por evitarles el mal trago de comer churros fríos y revenidos del día anterior, me vino ese olor a aceitazo que es capaz por sí mismo de producir ardor de estómago, y me dije a mí misma que si alguien me quisiera llevar al infierno, sólo tendría que ponerme a freir churros. Me vino con él a la cabeza uno de esos puestos de churros en ferias, o en la calle en Navidad, donde de hecho ayer compraron los que tenía en el horno. Y me llegó todo ese humo de la fritura, y ese olor del que reniego, y las bolsas calientes, y los churros grasientos, y las digestiones de mil días. Y aún así, con todo ese empacho encima, malditas evocaciones, aún sin probarlos, aún protestando cuando Miguel me pasa sus manos llenas de aceite por la ropa, aún así, hay algo en ellos que me sujeta a un desayuno en casa de mi abuela, en la calle San Marcos, o con un día 1 de enero en el que ya hay luz, pero no hay taxis, y un frío de muerte, y un dolor de piés que le lanza un pulso a ese frío, y al fondo a lo lejos, como un oasis, una churrería, con churros grasientos y un vaso de plástico de chocolate, jodido maná del nuevo año al olor de chimenea. Como mientras camino desde la estación de tren hasta la casa de mis padres, que era la mía, y al respirar sale humo blanco de la boca sin necesidad de un cigarro, y de las chimeneas sale humo que huele a leña, como ayer desde su sótano, del de mis padres, por primera vez en este invierno. Y mi abuela quiso verla, aunque le costara un mundo bajar cada peldaño. Y cuando mi madre se la llevó a su casa me quedé pensando en lo frágil que se la ve desde que el cuerpo ha empezado a fallarle. Nos miramos mi padre y yo y estuve a punto de decirle eso, qué frágiles nos sentimos cuando empieza a fallarnos el cuerpo, verdad papá? Pero no se lo dije. Sólo nos miramos.
Y mientras doy salida a todo lo que me viene a la cabeza recordando el sueño, me viene a la cabeza una cita de Susana Fortes que leí el otro día, «La patria no existe. Es un invento. … Lo que existe es el lugar en el que alguna vez fuimos felices»
Y me doy cuenta también de que ese lugar, esa patria, no es un lugar físico. Es un lugar adimensional al que no se puede volver, al que no es necesario volver, al que no tiene sentido querer volver, porque está, porque es. Es en realidad -y todo el tiempo- una parte de mí y de lo que soy.
Leyendo tu post me has recordado de nuevo una frase que siempre me viene a la cabeza y que pertenece a la canción «Peces de ciudad» de nuestro querido borracho Joaquin Sabina, dice la frase: «al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver… »
Me ha encantado la frase de Susana Fortes. La Felicidad que vivimos ya está en el pasado, a él pertenece y no se puede volver. Hay que ir en busca de una nueva patria.
Y el pasado nos ha hecho ser lo que somos. Y hoy, ahora, ya tenemos patria. Supongo que intentamos aferrarnos a algo estático, que no cambie nunca, porque da seguridad. Pero todo cambia y se transforma. Nosotros y el mundo que nos rodea.
Una patria, un refugio, al que poder siempre volver. Aunque, es verdad, que es mucho mejor llevarlo siempre dentro y así nos aseguramos el poder regresar en cualquier momento. Se me ha hecho larga tu ausencia desde el último post. Bs.
Ando un poco sequita, sí… Beso
Nacemos, crecemos, vivimos, conocemos, aprendemos, descubrimos, sentimos, escuchamos, vemos, olemos, tocamos, saboreamos y todas esas experiencias se guardan en nuestra alma, en nuestra mente, para ser más preciso en una parte de la mente llamada subconsciente. Entonces son esas experiencias vividas las que nos motivan a repetirlas y es que vivimos ligados a nuestros recuerdos de la niñez o de cualquier otra etapa en la que fuimos felices.
A pesar de que jamás podremos revivir ese tiempo, el repetir nos aproxima a esa maravillosa experiencia.
“Eso es Patria”
Saludos, Buen Día y Gracias.