Rituales 1: La piscina

Mi ritual número 1 no se titula la piscina porque sea mi primer ritual, o el de mayor importancia, no.  Mi ritual número uno se titula la piscina porque  precisamente en la piscina he sido consciente de que hago de mis tardes en ella un ritual. Y he sentido el impulso de escribir y reflexionar acerca de esa toma de conciencia.

De pronto, mientras nadaba, lo he pensado. Cómo es una tarde en la piscina. Una tarde en la piscina transcurre al sol, junto a la piscina.  ¿No tienes calor? Sí. ¿No te bañas? No.

Tengo calor, pero no me importa. Todo tiene que llegar a su tiempo. Y aprender a saborear el calor hasta el límite del calor, a saborear el calor aún con calor.  Sólo cuando dejo de tener calor, cuando se está poniendo el sol y la toalla se llena de sombra, y es hora de volver a casa, sólo entonces, me baño.  Porque me parece inconcebible volver a casa sin hacerlo. Sería incompleto. Aunque ya no haga calor, aunque ya no tenga ganas. Para aprender a saborear el baño cuando no se necesita.

De modo que cuando se pone el sol y la sombra se extiende sobre mi toalla me levanto, me ducho y me tiro al agua de cabeza. Sola. Nado cuatro largos. Ni tres, ni cinco. Cuatro. Siempre. No me vaya a cansar. Y aún así me canso. Y siempre croll y braza. Croll y braza. Siempre. ¿Por qué? Porque sí. Porque así fue el primer día, el segundo y el tercero. Y cuantos más días se repite ese esquema más imposibilita que al siguiente se rompa. Porque se establece un orden.

Me pregunté entonces si existía algún significado. Porque un ritual que no tiene que ser vacío. No tiene sentido hacer nada por nada, y que  tan sólo exista y permanezca por la fuerza de la inercia y la costumbre. Primero permanecer inmóvil, pasiva, bajo el sol, rodeada de conversaciones, risas y gritos de niños, para después romper con frío, agua, movimiento,  soledad y mi propia voz. Y me doy cuenta de que ese contraste, y el orden a la hora de ejecutarlo,  está lleno de belleza. Y cumplir con esa imposición de experimentación de contrastes siguiendo un orden, me da paz.

Camiseta escudo

En la piscina éramos pocos hasta que llegó un vecino de unos quince años con su pandilla. Si yo pensaba que los niños pequeños son gritones era porque no había tenido en cuenta que todo puede ser directamente proporcional a la edad. No es lo mismo que un niño de veinte kilos se tire al agua gritando bomba a que lo hagan una vez y otra y otra, diez adolescentes de setenta. No es lo mismo.

Tras las zambullidas, tras irse tirando unos a otros, con camisetas puestas, quitadas, con rugidos, con risas, risotadas, diez o doce adolescentes y sus kilos de testosterona invadieron la piscina. Y fuera de ella todos los demás. (Lo reconozco, los pocos que estábamos huimos del agua despavoridos). Todos menos uno, un intruso. Un adolescente más de la pandilla que no estaba con los demás. Uno al que les habría sido del todo imposible tirar a la fuerza. Uno al que era imposible no ver. El único que no dejaba ver la marca de sus calzoncillos por debajo del bañador, ni de los pantalones. Pues a pesar de la moda, su camiseta lo cubría todo muy bien.

Los demás le gritaron. Venga tío, si estamos solos, qué más te da, báñate hombre. Pero hombre y tío se negaron. Me lo imaginé en ese momento lamentando todos aquellos momentos en que no hizo caso a la mirada de reproche de su madre al verle llenar una y otra vez su plato. Y me lo imaginé esa misma noche consolándose a escondidas con más comida. Quién cojones le mandaría a él decir que sí.

El chico gordo se mantuvo en sus trece en un gesto tan absurdo como su complejo.  Absurda la ingenuidad de pensar que, oculto tras esa enorme camiseta -que a pesar de todo rellenaba-,y de aquellos pantalones, no se adivinarían sus cincuenta kilos de más. Y yo pensaba ¿de veras crees que una camiseta es un buen escondite? ¡quítatela, chaval! Salta ahí y grita bomba. Que no vas a vaciar la piscina. Estás gordo. Tú lo sabes, y quien puede verte lo sabe. Con camiseta o sin ella. ¿Qué más te da? Si no te da igual, adelgaza. Y si no quieres adelgazar, quítate esa estúpido complejo, y con él la estúpida camiseta, y diviértete haciendo el burro con los demás.

Pero no me oyó. Y se quedó él solo. Mirándolos. Rogando en silencio que sus compañeros dejaran de insistirle en voz alta. Porque él sí sabía que no estaban solos. Y sólo rogaba que nadie hubiera reparado en los gritos de sus compañeros, que explicaban los motivos por los cuales él se había quedado allí solo. Y entonces, a pesar de su camiseta, todo el mundo sabría que está gordo. Y lo peor de todo, que se avergonzaba de ello.

A mí me dio mucha pena. Pero quiero pensar que los complejos, como el exceso de testosterona, como la adolescencia, como la ingenuidad, pueden llegar a ser pasajeros.